Mi amor, de Maïwenn

169429AMAR EN EL ABISMO.

L’Âge d’Or es también —y sobre todo— una película de amour fou (amor loco), de un impulso irresistible que, en cualesquiera circunstancias, empuja el uno hacia el otro a un hombre y una mujer que nunca pueden unirse.”

Luis Buñuel

Enamorarse puede ser la emoción más profunda y placentera que existe, aunque también, puede convertirse en todo lo contrario, en una emoción destructora y terrible. La actriz-directora Maïwenn (1976, Les Lilas, Francia) que ha trabajado como actriz bajo las órdenes de directores como Becker, Besson o Lelouch, entre otros, aquí se pone tras las cámaras, en su cuarto título de directora, para contarnos una historia de amour fou, de amor al límite, que arranca de forma pasional y placentera, para derivar en una historia de amor destructivo, neurótico y catártico.

Maïwenn nos conduce por las existencias de una mujer, Tony, abogada, que pasa de los cuarenta, atractiva, pero no guapa, que conoce a Giorgio, que lleva un restaurante con clase, de la misma edad, pasional, alocado, manipulador y actractivo, acostumbrado a una vida desordenada, excesiva y visceral. La bomba del amor, y todo lo que eso conlleva, estalla entre los dos y comienzan una relación al límite, no hay tregua, todo es irracional, sin tiempo, a velocidad de vértigo, se aman, se gritan, y se matan. El tiempo se va fugazmente y el futuro no existe, existe el aquí y ahora, pero de una forma combativa y sin tregua, entre el uno y el otro. Se dejan llevar y viajan a través de un abismo que los mantiene a flote en una cuerda floja que tensan y rompen, que los hunde, pero se levantan, se caen y así van. Se casan y tienen un hijo, y empiezan las disputas de carácter, de relación, de modo de ver las cosas y sobre todo, de manera de vivir. La cámara de Maïween se mueve entre ellos de forma íntima y cercana, pegados a ellos, los escruta, filma sus miradas, sus cuerpos de manera naturalista y honesta, el sexo se vive de forma contundente y verdadera, no hay ningún truco, la cámara los acaricia y seduce, respira a su ritmo, escucha sus respiraciones, huele lo que desprenden, y todo aquello que ronda a su alrededor, amigos, familia, trabajos, y lugares por donde transitan su relación oscura, terrorífica y demoledora.

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La directora francesa opta por el punto de vista de ella para contarnos la historia. Arranca desde el presente, cuando Tony ha sufrido un accidente, se ha roto la pierna y se encuentra en un centro de rehabilitación recuperándose. Tony nos cuenta la historia, a modo de flashback, de esos diez años con Giorgio, cómo se conocieron, se enamoraron y compartieron su vida. La película viaja de un tiempo a otro, sin vacilar, con energía y fortaleza, mostrando la fragilidad del amor, de nuestros sentimientos y las relaciones que mantenemos con los demás, los instantes de felicidad y tristeza, los altibajos que sentimos, todos esos momentos mezclados, fusionados, difíciles de llevar, que nos hacen sentir vivos, pero también nos hacen sufrir, espacios donde no existe el equilibrio, todo es blanco o negro, y nosotros yendo de una emoción a otro, la que nos hace vibrar o nos ahoga, la que amamos o nos acojona, la que mataríamos por ella, y la que nos mata. Maïwenn ha hecho una película brutal, llena de vida, y tremendamente visceral, de un amor duro y en ocasiones violento, de ese amor que te engancha y trastorna, que no te deja aire para respirar, que te asfixia, pero no puedes dejarlo, no sabes porque, pero no puedes, sigues en el cómo si te fuese la vida en ello, no lo entiendes, pero sigues. Una pareja protagonista en estado de gracia, que interpretan unos personajes devoradores y apisonadores, Vincent Cassel, al que amamos pero también detestamos, por su forma de vivir y relacionarse, y ella, Emmanuelle Bercot, interpretación que le valió la Palma de Oro en Cannes, se lanza al vacío con este personaje que lucha, grita de dolor, llora de rabia, pero ama con locura y vive agitada por el viento, el aroma de la pasión, pero también conoce lo oscuro de amar y todas sus consecuencias.

Nuestra hermana pequeña, de Hirokazu Koreeda

nuestra-hermana-pequeña-poster-peliculaLAS CUATRO ESTACIONES DE LAS HERMANAS KODA.

“Todo lo que vive requiere esfuerzo”

La cinematografía de Hirokazu Koreeda (1962, Tokio, Japón) se ha caracterizado por profundizar temas como la memoria, la muerte o la aceptación de la pérdida. Sus películas están protagonizadas por personas sumergidas en un proceso de tránsito, un conflicto que les llevará a enfrentarse a las heridas del pasado que todavía arrastran, y se mantienen ocultas, y la llegada de algún elemento externo, ya sea persona o objeto, les llevará a reabrirlas, volver a experimentar ese dolor, y enfrentarse a ellos mismos. Koreeda se ha convertido en uno de los cronistas de las últimas décadas de la vida japonesa, a través de las relaciones de padres e hijos, como lo fue su adorado y querido maestro Yasujiro Ozu del Japón de antes y después de la segunda guerra mundial. Cine poético y liberador, pero también cine social y profundamente inquieto, cine fabricado con extrema delicadeza y belleza, cine del tiempo y de las relaciones humanas, cine sobre el espacio y el paisaje que se mueven unos personajes agarrotados por el pasado y que viven con incertidumbre el futuro.

Koreeda, en su décimo trabajo para el cine, ha recurrido a Umimachi Diary, de Akimi Yoshida, una de las novelas gráficas más exitosas de los últimos tiempos, para hablarnos de tres hermanas, muy diferentes entre ellas. Sachi (que nos recuerda a la Noriko de las películas de Ozu), la mayor, doctora de profesión, ha optado por el rol de la madre que nunca tuvieron, la segunda, Yoshino, empleada en un banco, romántica y alocada en busca de su príncipe azul, y la menor, Chika, que trabaja en una tienda de deportes, inocente y aniñada, pero de corazón puro. Tres hermanas que tras la muerte del padre, que huyó en el pasado con otra mujer, descubren que tienen una hermana pequeña, Suku, de 15 años, una espabilada e inteligente niña algo tímida y muy madura. Sachi decide que vivirá con ellas en Kamamura. El cineasta japonés nos introduce en la cotidianidad de las cuatro hermanas, la casa familiar en la que viven, sus respectivos trabajos, los amores inconclusos que no acaban de fructificar, el restaurante favorito donde comen caballa frita, y sobre todo, en el inexorable paso del tiempo, manejado con perfecta armonía a través de los acontecimientos que se van produciendo: la bravura del océano en verano, cuando arranca la película, el follaje otoñal que inunda cada plano, la exuberante floración de los cerezos, el estallido de las flores en primavera, para volver al verano con los fuegos artificiales que iluminan las noches cálidas.

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La cámara de Koreeda es observadora y paciente, describe el paso de las estaciones y los accidentes ambientales que se originan, introduciendo a sus personajes y sus derivas emocionales en el centro del cuadro, no están filmados en tono documental, sino como seres completamente integrados en un paisaje bello y triste de Kamamura que actúa como el reflejo de lo que sucede en sus interiores. Koreeda cuenta su drama intimista a través de los ojos de Suku, que llega del campo cargada con secretos familiares a la espalda, que lentamente irán conociéndose, y también, a través de la mirada de Sachi, que con la ayuda de su conflicto interior que se desata con el problema con su novio, descubriremos el origen de su compleja relación con su madre. Una película sobre la memoria, sobre la herencia de los que ya no están, el legado que nos dejan, como ese árbol de ciruelas que ya nos es tan productivo como antaño o el maravilloso licor que emana y es producido con cariño y guardado como si de un tesoro se tratase.

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Como suele ocurrir en las películas asiáticas, encontramos muchas secuencias construidas a través de la comida, tanto en su elaboración como en los momentos que se reúnen para ingerirla. Koreeda aprovecha las situaciones que se originan para adentrarse en los conflictos interiores que todavía arden, a través de los objetos, la comida y las miradas. Todo está contado con suma delicadeza y belleza, la poesía inunda de forma cadente, nada sucede forma apresurada, todo se cuece a fuego lento, avivando la llama como un leve susurro, tejiendo como se hacía antaño, hilvanando la historia como lo hacía Ozu (como hiciese Koreeda profundamente en Still walking, que se erigía como una mirada contemporánea del clásico Cuentos de Tokio) mirando a sus personajes desde lo más profundo del corazón, conmoviendo desde el alma, y dejándose llevar por el tiempo que todo lo consume y renueva, como los viajes en tren, el humo de las chimeneas, los paseos en bicicleta, compartir una comida entre miradas y confidencias, presenciar la ciudad desde lo alto de la montaña o un paseo observando como la primavera ha llegado…

Mia madre, de Nanni Moretti

Mia-madreCOMPARTIR EL DOLOR.

En un momento de la película, Margherita, la directora de cine, contesta de forma estándar a la pregunta que le hace un periodista, de si su película concienciará al público. Otros periodistas se levantan y le formulan preguntas a la vez, la cámara avanza hacía Margherita y escuchamos sus pensamientos: “Ya, claro, el papel del cine… Pero ¿por qué sigo repitiendo lo mismo año tras año? Todos están convencidos de que entiendo lo que pasa, que puedo interpretar la realidad, pero ya no entiendo nada”. Un personaje perdido, que discute con sus emociones,  enfrentado a la enfermedad de su madre, es lo que plantea la última película de Nanni Moretti (1953, Brunico, provincia de Bolzano, Italia.).

El reputado cineasta ha fabricado  un sólido drama intimista, desarrollado en un ambiente familiar y cercano, en un espacio donde seguimos la cotidianidad de Margherita, una directora de cine, atractiva, de unos cuarenta años – que apoya su interpretación en su contundente mirada y silencios- en pleno rodaje de su nueva película, y visitando a su madre enferma en el hospital. Ella es un personaje huidizo, que le cuesta a aceptar a los demás, en plena crisis sentimental (acaba de romper con su novio, actor en su película) y creativa, no acaba de encontrarse cómoda con la película que está rodando, un film que habla sobre la compra de una fábrica por un americano y los trabajadores se encierran para mantener sus puestos de trabajo. Moretti se ha alejado de sus películas más ambiciosas como El Caimán (2006), donde construía un retrato muy crítico y sarcástico sobre Berlusconi, o Habemus Papam (2011), donde hablaba de la incapacidad del Papá para responder a su pontificado, interpretada por un maravilloso Michele Piccoli, para adentrarse en su cine más querido, un cine que hable de él, de su oficio, y de su familia. Unas referencias que nos remiten a Caro Diario, aquel cuento maravilloso que filmó hace más de dos décadas, un universo cinematográfico planteado a través de su propia vida, su trabajo y los seres queridos que le rodean.

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En 1998 filma Abril, donde sigue volcando sus obsesiones y planteamientos como cineasta a través de su familia y cotidianidad, o La habitación del hijo, rodada en el 2011, uno de sus grandes éxitos de crítica y público, donde una familia se desmoronaba emocionalmente a causa de la pérdida de su hijo. Ahora, siguiendo las directrices de esta última, allí la era la pérdida, aquí es afrontar la pérdida que va a producirse, Moretti vuelve a centrarse en su universo particular, aunque esta vez ha escogido a la actriz Margherita Buy para que lo interprete, pero sus obsesiones personales siguen ahí, ahora nos habla de su madre, una profesora de latín y griego, de su pérdida, y la experiencia de vivir una experiencia así. Se reserva el papel del hermano, alguien a quién no se le puede reprochar nada, y la hija de la directora, una adolescente en plena revolución hormonal. Moretti encierra a sus personajes en su querida Roma, y nos conduce por su película a través de la mirada de Margherita, una mujer que no se agrada, que su trabajo no le llena, y además, debe aceptar y superar la enfermedad de su madre. En su película número 12, Moretti nos sumerge en un sentido homenaje a su madre, a su memoria y al recuerdo que lo invade, formando un microcosmos de emociones complejas y difíciles, en un paisaje de emociones complicadas, un lugar retratado de forma sencilla y tierna, donde se permite la licencia de viajar por diferentes géneros y tonos, las secuencias cómicas e irónicas, muy de su gusto, están presentes a través de John Turturro, fantástica su interpretación, un actor americano, con pinta de italiano, que aparece como una exhalación aportando las dosis de locura y comedia a la película, desbordándolo todo con su peculiar forma de vivir e interpretar, y le sirve para homenajear a su querida Roma y al Fellini de los 60 con Ocho y medio o La dolce vita. Una obra de un cineasta que maneja a sus personajes de manera íntima y edifica sus películas a través de los detalles, creando un mundo donde se mezclan de forma admirable la fantasía, los recuerdos y los sueños. Un cine crítico con la sociedad de su tiempo, aparentemente ligero, pero que esconde múltiples capas, donde retrata las complejidades y dificultades de la vida, el paso del tiempo, y el oficio de cineasta que tanto ama.

45 años, de Andrew Haigh

CartelLA FRAGILIDAD DE LO QUE SENTIMOS.

“La tierra esconde secretos, cosas que se hacen invisibles, pero que no desaparecen”.

Kate y Geoff Mercer forman un matrimonio longevo y avenido, viven su retiro en el campo cerca de un pequeño pueblo inglés. Una mañana, Geoff recibe una carta que le explica que han encontrado el cadáver de Katya, su primer amor, fallecida trágicamente durante una excursión a los Alpes en 1962. A partir de ese instante, y a una semana de celebrar sus 45 años de casados, la apacible vida marital se verá sometida a los celos, las angustias y los fantasmas del pasado.

El cineasta Andrew Haigh (1973, Harrogate, Reino Unido) realiza en su tercer largometraje, un retrato del amor maduro realista y sincero, alejado del paternalismo recurrente en otras producciones. Nos muestra un matrimonio integrado por una pareja que ha pasado los setenta años, y el pasado, un pasado ocultado pro Geoff, hace peligrar y llenar de dudas e incertidumbres a Kate. Haigh cede la mirada y el punto de vista de su película a su personaje femenino, a esta madura serena y atractiva, maestra jubilada, que comienza a mirar con recelo a su compañero de toda la vida, a no entenderlo y sobre todo a cuestionarlo, y más aún a cuestionarse ella misma su matrimonio y sus propios sentimientos, olvidados por la cotidianidad de la vida en pareja. Haig ha armado una película llena de sutilezas y detalles, apoyadas en los gestos y las miradas, sabe captar de forma delicada la negritud que se va apoderando lentamente en estos siete días que acotan el desarrollo de la trama. La estructura del filme se hilvana a través de lo que no se dice, de las cosas que se guardaron al otro, de esas vivencias del pasado que llenan de nubarrones el presente que cada vez se muestra más gris y confuso. Curiosamente, esta película y la anterior de Haigh, Weekend (2011), donde se mostraba los primeros pasos de una relación amorosa de dos homosexuales, forman un interesante díptico sobre las relaciones sentimentales, la exposición emocional frente al otro, la vulnerabilidad de nuestros sentimientos, que partes ocultamos y que mostramos al que amamos.

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En la película de Haigh todo sucede de forma cadenciosa, como a susurros, no hay discusiones ni nada altisonante, el conflicto se cuece a fuego lento, casi sin darnos cuenta, todo parece suceder según lo planeado frente a los amigos, pero las cosas no son así, bajo esa apariencia ante los demás, algo ha cambiado, Geoff ha vuelto a fumar, a refunfuñar por asistir a una comida de donde trabajaba (su puesto substituido por la tecnología, amigos liberales que se han vuelto extremadamente conservadores.. ) a rebuscar en el desván recuerdos de aquel amor, que desapareció en una grieta, la que ahora atraviesa su relación, aunque él parece no darse cuenta, la que si vive esa ruptura es Kate, ella se muestra pensativa, distante y analizando cada gesto y movimiento del marido, y poniendo en seria duda su matrimonio, sus sentimientos y toda su vida. Dos actores magníficos y soberbios, Charlotte Rampling y Tom Courtenay (premiados en la Berlinale) componen estos personajes humanos y llenos de dudas, sacudidos por ese pasado espectral que está derribando su relación aparentemente tranquila y sincera. Una estupenda película que nos habla de amor, de sentimientos, de los sesenta, del pasado vivido y las cosas que se perdieron y en lo que nos hemos convertido, donde las canciones de antes ya no suenan como entonces, donde cada uno ha caminado su propio camino, incluso a veces, olvidando quién era y a quién amaba. El realizador británico nos envuelve en esa maraña tan dificultosa de las emociones, de lo complicado del amor y sentir de verdad, mostrándose sinceramente y sin medias palabras al otro, tal y como somos.