No hay amor perdido, de Erwan Le Duc

HAY AMORES… Y AMORES. 

“Por si alguna vez haces la tontería de olvidarlo: nunca estoy no pensando en ti”. 

Virginia Woolf

Los casi diez primeros minutos de No hay amor perdido (en el original, “Le fille de son père”), de Erwan Le Duc (Les lIlas, Francia, 1977) (nos explican, de forma breve y concisa, los antecedentes del apasionado y efímero amor de Étienne y Valérie a los 20 años. Un amor del que nació Rosa. Un amor que acabó el día que Valérie desapareció sin dejar rastro. Otro amor empezó con Étienne y Rosa. Padre e hija han vivido juntos 17 años. El relato arranca en verano, cuando Rosa ha sido admitida en Metz para estudiar Bellas Artes y convertirse en la pintora que sueña. Así que estamos ante una película de tránsito, en la que padre e hija deben despedirse, o lo que es lo mismo, deben separarse por primera vez. Un padre que ha olvidado aquel amor de juventud dando todo el amor y la protección del mundo a su hija Rosa, a su trabajo y a su pasión como entrenador de fútbol, y a su amor Hélène. Y la hija, siempre bajo el amparo de su padre. Tanto uno como otra deberán empezar a vivir sus propias vidas, alejados de la persona que más quieren y sobre todo, emprender nuevos retos y una vida diferente. 

Segunda película de Erwan Le Duc, después de la interesante Perdrix (2019), una historia de amor a primera vista con toques de humor protagonizada por Swann Arlaud y Maud Wyler. En No hay amor perdido, el amor vuelve a estar en el centro de la trama, pero en este caso, está el amor entre padre e hija, y ese otro amor, el que pasó y está olvidado. Dos seres vuelven a ser el leit motiv de la historia, si en aquella eran dos solitarios, en esta, la cosa va de un padre muy protector y en el fondo, un hombre que ha dejado el trauma de un lado y se ha centrado en su hija. ¿Qué pasará ahora que la hija se va del nido?. El director francés construye una película ligera y muy cotidiana, tan cercana como naturalista, donde en la ecuación de padre e hija se les añade las figuras de Hélène, la novia del padre, tan dulce, tan enamorada y tan transparente, y Youssef, el novio de la hija, con su amor romántico, con su poema épico y sus tardes anaranjadas. Tiene ese aroma del cine de Rohmer, donde la vida y el amor van pasando, casi sin sobresaltos, pero con cercanía y abordando los grandes misterios de los sentimientos y la naturaleza de nuestras relaciones y cómo nos van definiendo. 

El director francés vuelve a contar con su equipo habitual que ya eran parte del equipo de su ópera prima, como el cinematógrafo Alexis Kavyrchine, que tiene en su haber a cineastas como Olivier Peyon, Cédric Klapisch y Alberto Dupontel, entre otros, que consigue una luz cálida y acogedora, en una película muy exterior, dond prima la luz natural,  que ayuda a indagar en el interior de los diferentes personajes y ese tratamiento tan íntimo como invisible. La música de Julie Roué consigue darle ese toque de complejidad de los diferentes personajes, sobre todo, a medida que avanza la película, después de algo que ocurre que trasbalsa a la pareja protagonista, y finalmente, el montaje de Julie Dupré, de la que hemos visto 2 otoños, 3 inviernos (2013), de Sébastien Betbeder, y Las cartas de amor no existen (2021), de Jérôme Bonnell, entre otras, donde ejerce un buen ritmo y estupenda concisión en sus 91 minutos de metraje, en el que la cosa va in crescendo de forma sencilla, sin darnos cuenta, pero que un impacto lo cambiará todo, o mejor dicho, lo precipita todo, y romperá esa armonía aparente en la que estaban instalados los personajes en cuestión. 

Una película que habla de diferentes tipos de amor, con sensibilidad y tacto, huyendo de la estridencia y de la desmesura, como si nos contase una cuento en susurros, debía tener un reparto tan cercano como natural, con intérpretes que nos sitúen en lo doméstico y lo más tangible. Tenemos a un extraordinario Nahuel Pérez Biscayart, que siempre da un toque humano y cercanísimo a todo lo que compone, metiéndose en la piel de un personaje nada fácil, que siempre se ha guiado por las necesidades de su hija, y dejando que el amor de juventud se vaya evaporando, si eso es posible cuando es tan intenso y sobre todo, tan rompedor. A su lado, la magnífica Céleste Brunnquell, que nos encantó en las estupendas Un verano con Fifí y la reciente Esperando la noche, en el rol de Rosa, la hija querida, la hija que debe seguir su propio camino, la hija que nunca conoce a su madre. Maud Wyler que repite con Le Duce hace de la mencionada Hélène, mostrando dulzura, encanto y belleza, tanto física como emocional. Una actriz que nos fascinó en las películas de Pablo García Canga tanto en La nuit d’avant (2019) y Tu tembleras pour moi (2023), y la presencia del debutante Mohammed Louridi como Youssef, tan amoroso como joven.

Los espectadores que se dejen llevar por las imágenes y las circunstancias de una película como No hay amor perdido van a experimentar muchas emociones y sentimientos contradictorios, quizás se acuerden de aquel amor lejano que creían haber olvidado, o simplemente, dejaron que los años pasasen por encima de lo que sentían, y el tiempo lo ha dejado de lado, y un día, de casualidad, vuelven a verlo y tal vez, todo aquello que pensaban olvidado o más bien superado, no lo es tanto, y sus sentimientos despiertan y les plantean cuestiones, o quizás no, pero si fue un amor de aquellos que no se olvidan, un amor intenso y sobre todo, que se acabó abruptamente, sin que ninguno de los dos participantes pudiera experimentar de verdad ni lo que sintió ni lo que vino después. ¿Qué sucedería si nos reencontramos con ese amor que creíamos olvidado? No lo sabemos, pero les digo una cosa, estén alerta porque de seguro les va a tambalear, o quizás no, quién sabe, o puede ser que sí, que no saben qué hacer y mucho menos decir. La vida tiene estas cosas, que por mucho que sientas que se haya acabado, hay amores que siguen con uno, sin saber el motivo, que van y vienen como los recuerdos que no puedes borrar, aunque no queramos admitirlo a los demás, y menos a nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Esperando la noche, de Céline Rouzet

LA IMPOSIBILIDAD DE SER. 

“La valentía es no dejarse intimidar por el miedo”

Rebecca Solnit 

Erase una vez… Una familia que llega a una zona residencial, de esas tan tranquilas que parecen esconder algo oscuro, llenas de casas con su jardín verde tan natural como artificial, con piscina de agua demasiado azul, y demás lujos innecesarios de gente que no sabe en qué gastar el dinero que gana. La familia en particular son Laurence y Georges, madre y padre, Lucie, la hija pequeña y finalmente, Philémon, el hijo adolescente, demasiado pálido y extraño. A parte del hijo, lo demás no parece raro, aunque a medida que avanza la trama, nos daremos cuenta que la cosa si guarda ciertas rarezas. La directora francesa Céline Rouzet, que debutó con 140 km à l’ouest du paradis (2020), un documental sobre una de las zonas más remotas de Papúa Guinea que analiza el turismo y el neocolonialismo. Para su segunda película Esperando la noche (“En attendant la nuit”, en el original), se adentra en el género para contarnos una sensible e íntima historia sobre el difícil paso de la infancia a la adolescencia de un chaval, el tal Philémon, que tiene un secreto: necesita sangre humana para alimentarse. 

Rouzet huye deliberadamente del vampirismo como fenómeno terrorífico para situarse en los pliegues de ese momento vital, tan esperanzador como inquietante, en la que nos habla desde el alma de conflictos cotidianos en los que impone una naturalidad oscura, parecida a la de las películas de David Lynch, donde todo lo que vemos insinúa unas puertas para adentro donde ocurren los terrores más espeluznantes. Su relato se aleja de las argucias argumentales y construye un guion junto a William Martin en el que prevalece la honestidad, el secreto no es ningún misterio, porque como hacía Hitchcock, lo desvela al principio, así que, la trama se desarrolla en eso que comentábamos al inicio del texto, en el proceso de un joven que quiere ser aceptado por los jóvenes del lugar y aún más, en el miedo que siente en revelar su “secreto”. Por el camino, el film habla del sacrificio familiar para proteger a su hijo, llevándolos a hacer cosas ilegales y demás cosas. La película plantea lo vampírico como una enfermedad o discapacidad que nos puede alejar de los demás, incluso del amor como le ocurre a Philémon que se siente atraído por Camille. 

La cineasta francesa huye de los lugares comunes del terror más convencional, porque su película va de otra cosa, y la llena de lugares extremadamente domésticos y cercanos como la casa y las calles y el bosque y el río, siempre de día y en verano, con esa luz tranquila y pausada que firma el cinematógrafo Maxence Lemonnier, del que hemos visto hace poco HLM Pussy, de Nora el Hourch, en la que envuelve de cotidianidad y cercanía su película. El montaje de Léa Masson, habitual de Claire Simon, que además estuvo en el debut de Rouzet, huye del corte enfático y se instala en un marco reposado donde todo se cuenta con el debido tiempo, sin prisas ni estridencias, en sus 104 minutos de metraje. La excelente música de Jean-Benoît Dunckel, la mitad de “Air”, que ha trabajado en grandes títulos como María Antonieta, de Sofia Coppola, El verano de Sangaile, de Alanté Kavaïté y en Verano del 85, de Ozon, nos envuelve de forma natural e inquietante al anthéore de la película, confundido y torturado, en ese estado de ánimo entre el miedo, el conflicto y la necesidad de abrirse del protagonista, enfrascado en sus temores y oscuridades, y las otras, las de fuera, las que más miedo le producen, porque no sabe cómo reaccionan los otros cuando sepan su “secreto”.

La presencia del debutante Mathias Legoût Hammond en la piel del oculto Philémon es todo un gran acierto, porque el joven actor sabe transmitir todo el problema que arrastra un adolescente que quiere ser uno más y no puede, protegido por el amparo familiar pero con ganas de descubrir otros espacios de la vida como la amistad y el amor. Le acompañan una siempre arrolladora Elodie Bouchez como la la madre, que fácil lo hace y todo lo que genera una actriz dotada de un aura especial. Jean-Charles Clichet es el padre, que le hemos visto en películas de Honoré y Hansen-Love, entre otros, la niña es la casi debutante Laly Mercier, genial como hermana pequeña, tan lista como rebelde, y finalmente, la estupenda presencia de Céleste Brunnquell como Camila, la amada de Philémon, una actriz maravillosa que nos encantó en El origen del mal y Un verano con Fifí, entre otras, siendo esa mujer que, al igual que el protagonista, se transformará. No se pierdan Esperando la noche, de Céline Rouzet, si les gustan las películas de terror sin efectismos y que profundicen en el alma humana, sus verdades y mentiras, y sus brillos y oscuridades, y todo lo que nos hace humanos o no, y cómo reaccionamos ante el diferente y lo desconocido, que es eso lo que nos hace inteligentes  y sobre todo, bellas personas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un verano con Fifí, de Jeanne Aslan y Paul Saintillan

EL AMOR ENCONTRÓ A FIFÍ Y STÉPHANE.

“El amor tiene la virtud de desnudar no a los dos amantes uno frente al otro, sino a cada uno delante de sí”.

Cesare Pavese

Había una vez una niña llamada Sophie, pero a la que todos nombraban como Fifí. Una niña de 15 años que vive en uno de esos barrios amontonados en la periferia de Nancy, con sus hermanos y hermanas, su sobrino y una madre díscola. Ha comenzado otro verano y Fifí lo afronta como los anteriores, deambular por aquí y por allí, hacer algún recado, pelear con sus hermanos y sobre todo, sin nada qué hacer y ningún lugar a dónde ir, igual que les ocurría a los adolescentes de Barrio (1998), de Fernando Léon de Aranoa. Un día, se encuentra con una amiga que se va de vacaciones y le coge las llaves de su casa del centro, más grande y mejor que la suya. Fifí aprovechará la ausencia para pasar un verano diferente en una casa para ella sola, pero resulta que el hermano mayor de su amiga, Stéphane, también ha tenido la misma idea. Lo que resulta más sorprendente, es que el joven veinteañero acoge a Fifí y le ofrece trabajo y charlar, compañía y un cariño que la joven no tiene en su familia. 

La pareja de directores Jeanne Aslan y Paul Saintillan, ella, turca y él, francés, que vienen del mundo del cortometraje, plantean en su primera película juntos un relato de verano, un relato de dos personas de orígenes muy diferentes, se conocerán y encontrarán a alguien con quién hablar, compartir y conocerse. Fifí no está muy lejos del sentimiento de vacío y soledad que recorría a Daniel, el adolescente de Mes petites amoureuses (1974), de Jean Eustache, con el que comparte una familia disfuncional, unos padres que van a la suya y dejan desamparados a sus hijos e hijas, y estos, andan deambulando por unas ciudades que tiene poco que ofrecer y almacenan grandes dosis de tristeza y no vida. El tándem de cineastas construye una película ligera, es decir, una historia que destila delicadeza y sensibilidad, llena de colorido, como uno de esos relatos de Rohmer y Hansen-Love, donde la apariencia contrasta con el dolor y la tristeza que sufren sus protagonistas. Como le ocurría a Alicia, Fifí encuentra en la casa del centro un espacio de las maravillas, donde conoce a alguien más mayor, de diferente posición social, alguien inteligente y culto, y al igual que ella, con el mismo estado emocional, con el mismo estado cuando no sé sabe qué hacer, ni qué sentir ante una realidad que va hacía otro lado, una realidad que choca con nuestros sueños e ilusiones. 

Un guion equilibrado y lleno de detalles escrito por los mismos cineastas en colaboración con Agnès Feuvre (que ha escrito para Catherine Corsini, ya ha supervisado guiones de Ozon y Desplachin, entre otros), que nos cuenta una fábula clásica y actual, un cuento de verano o quizás, un cuento sobre el primer verano, el primer encuentro y el primer amor, que no está muy lejos de aquella Verano del 85 (2020), del mencionado Ozon, porque Un verano con Fifí, nos brinda la oportunidad de volver aquel primer verano, independientemente la edad que teníamos, aquel que nos enamoramos por primera vez, la de verdad, el que nunca olvidamos, el que siempre pensamos alguna noche melancólica, el que nos sigue sacando una sonrisa y un recuerdo imborrable. Una magnífica, colorista y suave cinematografía con el formato 1.66 que ayuda a acercar a los personajes y la intimidad de la historia que se nos está contando, que firma Alan Guichaoua, que trabajó en la película ¡Al abordaje!, otra interesante propuesta sobre la adolescencia y el verano, y estuvo en el equipo de cámara de la imperdible Retrato de una mujer en llamas (2019), de Céline Sciamma. Un montaje certero y rítmico que consigue atraparnos en una película que se va a los 110 minutos de metraje, obra de Aymeric Schoens, y la asombrosa composición de Côme Aguiar, consiguiendo una música delicada, llena de matices que capta muy bien la atmósfera cálida y triste que tiene la película. 

Una película de estas características tiene el hándicap de acertar con sus protagonistas, porque no es una tarea nada fácil, y con Céleste Brunnquell en el papel de Fifí, que hemos visto recientemente como la hija y nieta rebelde en El origen del mal, de Sébastien Marnier, tiene esa magia y esa belleza, y sobre todo, esa mirada triste y melancólica, que también tenían Antoine Doinel y el citado Daniel, que casa tan bien con la película y con la experiencia de la niña. A su lado, un estupendo Quentin Dolmaire, que refleja todo el misterio y tristeza de su Stéphane, un actor al que hemos disfrutado en grandes películas como Tres recuerdos de mi juventud (2015), del mencionado Desplechin, Un violento deseo de felicidad (2019), de Clément Schneider, y Sinónimos (2019), de Nadav Lapid, entre otras. Una pareja protagonista que, a pesar de sus diferencias de  edad, situación social y familiar, comparten ese estado emocional, esas dos almas solitarias y pensativas, que todavía no han encontrado su lugar, que siguen en la búsqueda más difícil de encontrarse a sí mismos. 

Celebramos con entusiasmo y gran alegría una película como Un verano con Fifí (Fifi, en el original), que logra con una mirada sencilla y profunda hablarnos de temas muy complejos en una época como la adolescencia tan dificultosa, por eso esperamos y deseamos que su pareja de cineastas, Jeanne Aslan y Paul Saintillan, vuelvan a ponerse tras las cámaras, y nos regalen una historia como esta, una película llena de vida, de juventud, de almas solitarias, de tristezas y vacíos compartidos, de encuentros y desencuentros, en la que se hable de literatura, de cine, de música, y de las cosas que nos pasan, las cosas que sentimos, y que se sigan interesándose y capten la intimidad de dos seres desconocidos que no lo son tanto, que lo parecen pero no lo son, de dos almas inquietas, de dos náufragos en una sociedad más abocada al placer inmediato y al desenfreno consumista, que dos seres encuentren en rellenar sobres y poco más, la oportunidad de compartir un verano, unos días con sus noches, con sus miradas, sus gestos y su amor, y ya está, sin la imperiosa necesidad de salir y ver, sólo la inquietud de conocerse mucho más, descubrirse y encontrar ese espacio que les haga estar bien consigo mismos, y nada más, que es lo más cerca que estarás de estar feliz y satisfecho contigo, pero que resulta tan difícil en una sociedad tan superficial, materialista, estúpida y enferma. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA