Entrevista a Jaione Camborda, directora de la película «O corno», en el Hotel Sunotel Aston en Barcelona, el jueves 19 de octubre de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jaione Camborda, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Ainhoa Pernaute de Revolutionary Press, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“El niño mirará al mundo, la niña mirará al hogar”.
Del artículo La doble represión de Franco sobre la mujer, de Marta Borraz
Durante los primeros minutos de O corno ya advertimos el tono en el que se moverá la película. Un tono sobrio, íntimo y en silencio se desarrolla el transcurrir de la vida en la Illa de Arousa allá por 1971, en plena dictadura franquista. Conocemos la cotidianidad de María, mariscadora y partera, en ese brutal instante con el que se abre el relato. Un parto lleno de dolor, rabia y gritos. Toda una declaración de la propia película, porque desde su apertura deja claro la cárcel y el sometimiento en el que viven las mujeres que conoceremos a lo largo de la película. Podríamos decir que O corno es una fábula sobre la represión de la mujer durante el franquismo, o también, un cuento sobre tres mujeres que deben paliar con astucia, inteligencia y resistencia la tiranía de los hombres con sus limitados recursos, en un tiempo donde huir, esconderse y ocultarse estaba a la orden del día, en un tiempo que se caminaba entre las sombras, un tiempo en el que la verdad y la libertad estaban sometidas a los designios de un poder arbitrario, machista e injusto.
Después de apreciar su talento como cineasta de Jaione Camborda (Donosti, 1983), en cortometrajes documentales como Proba de axiliade (2015), y A rapa das bestas (2019), entre otros, nos conmovimos con su ópera prima Arima (2019), protagonizada por una extraordinaria Melania Cruz, en la que se contaba la existencia de cuatro mujeres en un pueblo gallego que se veían alteradas por la aparición de dos hombres, uno que huía y el que otro que perseguía. Su intimismo, sensibilidad, silencios y miradas se asentaban en una historia sencilla y honesta que alumbraba la narradora que ya se veía en sus anteriores trabajos. Con O corno, la vasca adoptada gallega, vuelve a tejer a fuego lento una trama de verdad, es decir, que emana transparencia y cercanía, a partir de un guion que se posa en la mirada y el cuerpo de María, que debido a un suceso, ha de marchar de la Illa y emprender un viaje por los bosques hasta el río que separa España y Portugal. Una mujer solitaria, independiente, y sobre todo, una mujer diferente, de pocas palabras e integra, y una ayuda para muchas otras en dificultades. Como sucedía en Arima, Camborda cuenta a través del alma de sus personajes, a través de los actos que las definen, a partir de miradas y silencios, deteniéndose en sus trabajos y quehaceres diarios, como mencionaba el gran Fritz Lang, y lo hace posando su encuadre que los filma y su entorno, tan importante en su cine, porque el espacio define lo que somos y lo que pensamos, explica en las situaciones sociales y políticas en las que vivimos o lo intentamos.
La parte técnica de la película es sublime, porque capta el tono, el espacio y las composiciones de forma natural, cercana y nada complaciente, sin estridencias ni trucos, retratando la dureza de aquellos tiempos sin evidenciar casi nada, construyendo una atmósfera nada maniquea, que emana verdad, rodeado de un silencio atronador. Tiene especial elección el trabajo de Rui Poças, el cinematógrafo portugués, del que conocemos sus grandes trabajos para Miguel Gomes y Joâo Pedro Rodrigues, amén de su para Lucrecia Martel en Zama, entre otros. Su capacidad y sencillez para lograr esa luz que recorre la película, desde esa inicial en la que la realidad se palpa y esa otra realidad, la política y social, hasta esa otra, esa luz nocturna, más poética y onírica, con ese río que está maravillosamente iluminado, con sus espectros y sus sombras, que recuerda a ese otro río de La noche del cazador, de Laughton. Es también sumamente importante la música de la película, tensa y áspera, que va marcando el tono y la emoción por la que atraviesa el personaje de María, en un formidable trabajo del colombiano Camilo Sanabria, del que hemos visto trabajos para sus compatriotas Luis Ospina, Simón Hernández, Clare Weiskopf y César Heredia Cruz, y en Eles transportan a morte, de Helena Girón y Samuel M. Delgado, etc…).
Una película en la que predomina el miedo atenazante en la existencia de estas mujeres de pueblo, tranquilas de vidas sencillas y anónimas. Donde lo fronterizo persigue a su protagonista como un fantasma. Compuesta por la idea idea de traspase al otro lado, tanto físico como emocional, en qué el río divide muchas cosas, en una de las secuencias más brutales que recuerdo, acercándose aquella maravilla de La vida de Oharu, de Mizoguchi (cuando vean la película sabrán de qué les hablo). Una trama partida por la mitad. Un relato Dos partes o podríamos decir, dos vidas, la oculta y la más oculta. La primera en la Illa de Arousa, con sus costumbres, sus formas de hacer y el peligro constante de no ser vista. La segunda en ese mundo oscuro, de clandestinidad, de los invisibles, tiene especial cuidado el montaje de un grande como Cristóbal Fernández, que ha trabajado con autores como José María de Orbe, Oliver Laxe, Hélèna Klotz, Christophe Farnarier, León Siminiani y Santiago Fillol, por citar algunos de sus más de 30 títulos, porque aparte de dotar de un ritmo cadencioso y sin prisas a una historia que se va a los 103 minutos de metraje, tiene ese tono y esa textura que da tiempo a las secuencias, a esos encuadres que se dejan mirar, rodeados de noche y sombras, de miradas y silencios, de gestos y actos que hablan de todo sin decir nada.
Si la parte técnica de O corno es de primer nivel, la parte interpretativa no podía quedarse atrás, y el grupo de actrices y actores que ha convocado la cineasta vasca-galega brilla con gran intensidad empezando por Janet Novas, bailarina de danza, que aquí da vida a María, el hilo conductor de la trama. Una mujer que mira que traspasa, y como se mueve en el cuadro, con pausa y en silencio, con esa presencia tan hipnotizadora y enigmática, esas mujeres que vivían libremente en tiempos atroces, con su sabiduría y ciencia más allá de la razón. Mujeres libres y espirituales que debe huir y esconderse, convertirse en una alimaña clandestina y empezar de nuevo, en ese bucle infinito donde ocultarse de los otros, de los malos, de los que se niegan al progreso de verdad, aquel que tiene que ver con las necesidades de la vida. Le acompañan Siobban Fernandes, Carla Rivas, Daniela Hernández Marchán, María Lado, Julia Gómez, Nuria Lestegas, todas ellas actrices desconocidas para el que suscribe, que se cruzarán por el camino de María, convertidas en cómplices y amigas que se ayudarán y se acercarán unas a otras para pasar al otro lado, aquel que la vida se convierte en una continua huida y desesperación. Nos detenemos en la breve pero intensa presencia de un magnífico actor como Diego Anido, del que nos deslumbró tanto en Trote, de Xacio Baño y As bestas, de Rodrigo Sorogoyen.
No me gusta hablar de premios, pero ahora tengo que hacerlo porque O corno, de Jaione Camborda se ha alzado con el primer premio del reciente Festival San Sebastián finalizado hace unos días. La primera vez que la Concha de Oro recae en una directora de aquí, y deseamos que continúe, y nos alegramos por la película y por su equipo, en el que encontramos a las productoras Andrea Vázquez, que ha producido O que arde, del mencionado Laxe y la reciente sica, de Carla Subirana, y María Zamora, que vaya carrerón está construyendo, esencial en producir a directoras como Carla Simón, Nely Reguera, Clara Roquet, Liliana Torres y Elena Martín, amén de directorescomo León Siminiani, Carlos Marques-Marcet y Álvaro Gago. Celebramos el premio y deseamos que sea el primero de otros reconocimientos al cine de aquí, un cine que habla sobre lo oculto, sobre tiempos atroces que las mujeres tuvieron que sufrir y sobrevivir, que encontraron la mirada cómplice para resistir, donde la película aboga por la fraternidad, ese valor humano que parece muy en desuso en estos tiempos, que nos retrotrae al cine de Rossellini, Kiarostami y Kaurismäki, entre otros, un cine que habla de nosotros, y todos los demás, los que nos miran y tienden una mano para levantarnos y seguir caminando. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
El ritmo de la canción “Soulshake” de Peggy Scott y Jo Jo Benson nos da la bienvenida a la película (volverá a sonar en otro instante de la cinta, muy significativo en el devenir de los hechos) mientras vamos viendo imágenes documentales de finales de los 60, en plena ebullición de libertad, alegría, rock ‘n roll y amor. De golpe, las imágenes se detienen en seco, y nos sitúan en un pequeño pueblo de Suiza de 1971, donde se respiraba, por así decirlo, otro ambiente, más oscuro, conservador y católico, un lugar donde ese tiempo de cambios políticos, sociales, económicos y culturales, que estaban despertando al mundo occidental, todavía no habían llegado a ese país, ni por ese lugar. La película se sitúa en la mirada de Nora (que al igual que la heroína de Ibsen, deberá tomar las riendas de su vida) madre de dos hijos y feliz mente casada, o al menos así lo cree, una serie de circunstancias familiares y la negativa de su marido Hans para que acepte un empleo, le harán convertirse en la líder del movimiento de mujeres para reclamar derechos y liberaciones, así como el derecho al voto femenino. Se le sumarán otras mujeres como Theresa, su cuñada, que vive infeliz junto a su marido depresivo y una hija adolescente muy díscola, también, Vroni, una veterana de la lucha femenina, y finalmente, Graziella, una italiana inmigrada que vive a lo suyo sin necesidad de marido. Otras mujeres reticentes al principio, se acabarán sumando a la causa femenina, dejando sus maridos, sus hijos y sus hogares a su merced.
La directora Petra Volpe (Suhr, Suiza, 1970) construye una película sobre mujeres, sobre política y sobre la necesidad de abrirse al mundo, de la protesta ante los abusos del patriarcado, de una película que nos habla de un tiempo en concreto, pero que aquella lucha que rompió muchas barreras, sigue igual de vigente, porque todavía sigue habiendo otros muros que tirar. La cinta de Volpe tiene un ritmo endiablado, lleno de energía y sabiduría, en el que seguimos a este grupo de mujeres encabezado por Nora que descubre un mundo maravilloso, liberador y lleno de esperanza, un camino duro y complejo, pero en el que dejarán de ser las esposas, madres y cuidadoras, para ser ellas mismas, descubrir sus cuerpos, sus vaginas, sus orgasmos, y sentirse plenas, luchadoras y en paz, sabiendo y conociéndose como cualquier hombre, en igual y equidad de condiciones íntimas y sociables.
Una película donde la reivindicación política está llena de alegría y cooperativismo, de amistad y compromiso, alejada de algunos títulos soporíferos donde la política se convierte en aburrida y sesuda, aquí no hay nada de eso, la política es una fiesta, un proyecto común para luchar por sus derechos femeninos, un grito de libertad de las mujeres, un golpe de rabia para conseguir derechos y no sentirse menospreciadas por sus hombres y el entorno conservador. Volpe ha hecho una película llena de drama, porque lo que hay y mucho, pero sin caer en el dramatismo, explicando las diferentes situaciones hostiles a las que tenían que enfrentarse aquellas mujeres sometidas al amparo del patriarcado, aunque, también hay humor, mucho humor, donde la música juego un papel determinante, como motor para narrar todos aquellos cambios que se estaban produciendo en el mundo. La fantástica interpretación del grupo de mujeres, donde destaca la composición de Marie Leuenberger, que da vida a Nora, desde su cambio de imagen, soltándose el pelo, dejando esas faldas alisadas de cuadros, y dejando paso a los tejanos ajustados, y a las botas camperas, y las camisas de rayas y las chaquetas de cuero, y sobre todo, dejando salir todo lo que siente, lo que bulle en su interior, levantándose del yugo masculino, y dando un golpe en la mesa, en ese pueblo, y en toda Suiza.
Volpe ha cimentado una película de grandes hechuras, que seduce con su naturalidad, exponiendo sus temas desde muchos puntos de vista, sin caer en la condescendencia ni el sentimentalismo, dejando cocer a fuego lento sus imágenes, profundizando en todos los aspectos de la lucha femenina, y como éstos afectan a los hombres, tanto abuelos, padres e hijos, sin tomar partido, ni mucho menos juzgando, haciendo cine serio, riguroso, imaginativo y lleno de energía y humor, en el que describe fabulosamente el contexto histórico de la época, mostrando lo bueno, y no tan bueno, lo que alegra, y lo que entristece, en ese camino que emprendieron tantas mujeres por romper el medievalismo de la mujer, tanto en su hogar como en la sociedad, y abriendo una puerta a un mundo de sueños, de libertad, de justicia y de orgasmos, donde la mujer será lo que ella quiera ser, sin necesidad del amparo masculino, descubriendo su cuerpo, su vagina, experimentando su sexualidad, sus acciones, su experiencia laboral, su vida, al fin y al cabo, en libertad y armonía con sus ideas, reflexiones y pensamientos, vivir como le plazca, sin obstáculos ni muros que se lo impiden, lanzándose a la vida por ellas mismas, una lucha que todavía continúa.
“Me di cuenta de que muchas cosas que hoy doy por hechas se las debo a esas mujeres comprometidas y luchadoras […] es más, las mujeres homosexuales hicieron mucho por la emancipación de la mujer en general”.
Catherine Corsini
La película arranca en plena campiña francesa, allí, conocemos a Delphine, una joven que trabaja en el campo junto a sus padres, y mantiene oculta su condición homosexual. El yugo de la vida en el campo la ahoga, y decide irse a París. Nos encontramos en 1971, en plena efervescencia de los movimientos surgidos a raíz de mayo de 1968. Delphine se tropieza con las feministas en plena calle durante una acción (tocan los traseros de los hombres como protesta) acude a sus reuniones y participa en el activismo para reivindicar los derechos de la mujer, se contagia de su vitalidad e insolencia, de la poderosa energía del grupo, bella y desobediente, en el que discuten y gritan en el paraninfo de la Universidad, rescatan a un amigo homosexual de un psiquiátrico, donde sus padres lo han ingresado debido a su condición, e incluso, tiran carne a un médico abortista, mientras lanzan octavillas y piden lo que se les niega, su derecho a ser mujeres libres, el derecho al aborto y disfrutar de su propio cuerpo. En ese ambiente parisino y de lucha política, Delphine conoce a Carole, maestra de español que vive con Manuel, pero el deseo y la atracción que sienten se desata y la pasión las devora, y se enamoran.
Catherine Corsini (1956, Dreux, Francia) estructura su cine a través de las relaciones amorosas y homosexuales, dibujando personajes oscuros y sometidos a derivas emocionales de gran calado. En su anterior película, estrenada por estos lares, Partir (2009) se detenía en una burguesa casada, familiar y acomodada que mantenía una relación sexual con un español de oscuro pasado. Ahora, en su décimo título de su filmografía, acota la trama en la primavera y verano del 71, adentrándose en los convulsos años políticos de los 70, y en el movimiento feminista que tanto ayudó a emancipar a las mujeres, junto a su coguionista, Laurette Polmanss han rescatado una época de fuerte liberación del género femenino, sus referentes y fuentes de inspiración fueron Carole Roussopoulos y Delphine Seyrig (cineastas y artistas que hicieron películas feministas, de las que reivindican su figura, no obstante las dos protagonistas adoptan sus nombres), y otras figuras femeninas que, desde otros ámbitos, alzaron la voz sobre la situación discriminatoria de las mujeres, sometidas al yugo patriarcal en una sociedad que las silenciaba y las volvía invisibles.
Corsini mezcla con naturalidad y sabiduría los contrastes de su propuesta, el bullicio y la libertad de París contra la intemporalidad y el aislamiento del campo, a ritmo de temas rockeros del momento de Janis Joplin, Colette Magny, Joe Dassin, y la música de Grégoire Hetzel, aportando el lirismo que pide en ciertos momentos la película. Dos mujeres que se aman, pero que deberán afrontar sus miedos e inseguridades para ser libres y afrontar su amor sin prejuicios. La cineasta francesa construye un relato bellísimo, vital, de pura energía e intimidad desaforada, sigue a dos almas enamoradas que, no sólo deberán luchas por sus derechos en el ámbito social, sino también en su intimidad, vencer los obstáculos reales e imaginarios que las acosan. La película, a través de una forma transparente, que da protagonismo a los personaes y sus emociones, describe la vida en la granja de forma detallista y realista, componiendo una imágenes bellísimas cargadas de una naturaleza absorbente, sin caer en ningún instante en la imagen edulcorada. La opresión del paisaje rural es evidente, la actitud de asfixia que siente el personaje de Delphine, atada por la enfermedad de su padre, y la mentalidad de su madre, y el miedo a mostrar su identidad homosexual en contraposición con la sensación de libertad de Carol, una mujer que ha vencido sus miedos y contradicciones y ha despertado en ella un mujer diferente, descubriendo un amor lleno de vida y deseo. Una pasión que la ha llevado a vivir en el campo con la persona que ama, dejándolo todo.
Corsini nos sumerge en la vida rural de forma concisa y libre, desnudándonos los prejuicios, y filmando las escenas sexuales de forma sencilla y honesta, capturando la belleza sexual sin tapujos, mostrando esos cuerpos desnudos entre la hierba amándose libres, mientras las vacas mugen y pastan (con elementos que nos recuerdan a la pintura de Renoir o Manet, y el cine de Renoir o la Agnès Varda de La felicidad), sin olvidar ese ambiente cercado y de apariencias formado a partir de tradiciones ancestrales y conservadoras. El gran trabajo del trío protagonista, que contamina de humanidad y sensibilidad la película, con una maravillosa y lúcida Cécile De France, desnudándose física y emocionalmente, a su lado, Izïa Higelin, su tez morena, carnalidad, y aspecto rudo, componen un interesante contrapunto, y finalmente, Noémie Lvovsky, que interpreta a la madre de Delphine, anclada en una vida rural, de trabajo y supeditación marital. Corsini ha construido una historia de amor bellísima, apasionante y real, con su pasión, sexo, miedos, inseguridades y contradicciones, en un contexto histórico de reivindicaciones, acciones, y política, y sobre todo, impregnado por una lucha que, aunque se hayan conseguido muchos derechos, sigue en plena vigencia, porque hay luchas que continúan, y no sólo las sociales sino también las propias.