Entrevista a María Vázquez y Helena Taberna, actriz y directora de la película «Nosotros», en el hall del Hotel Catalonia Paseo Gracia en Barcelona, el Miércoles 26 de febrero de 2025.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a María Vázquez y Helena Taberna, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan maravillosa, y a María Berisa de Nueve Cartas comunicación, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“En casa todo parecía tan perfecto, pero ahora que estamos lejos, solos, me he dado cuenta por primera vez que somos como extraños”.
Katherine Joyce en “Viaggio in Italia” (1954), de Roberto Rossellini
Los primero que vemos de Nosotros, de Helena Taberna, son los últimos planos de la emblemática película Viaggio in Italia (1954), de Roberto Rossellini, que está viendo en un cine Ángela, la mujer de la película. El espejo-reflejo que se produce capta el instante emocional que experimenta el personaje en cuestión, como aquel otro de la Karina cuando veía la de Dreyer en Vivre sa vie (1962), de Godard. El cine dentro del cine o dicho de otra forma, la vida y el cine relacionados y mirándose el uno al otro sin saber quién estudia a quién. El octavo trabajo de la navarresa gira en torno al final del amor, pero desde un lado psicológico, sin empatizar con el espectador, la película huye del juicio a sus protagonistas, y se adentra en otros menesteres, en todo ese tiempo muerto ya no sólo en la vida de alguien, sino en el amor, todo ese universo cuando aquello que tuviste ya no es, simplemente se ha ido, y ninguno de los dos se ha dado cuenta o lo que suele pasar, que ambos lo ignoran por comodidad, por egoísmo o por miedo.
Basada en la novela “Feliz final”, de Isaac Rosa, cuarta adaptación al cine del escritor sevillano, en el que han cambiado varias cosas como no podía ser de otra manera. El título es otro, y la estructura también, aunque mantiene la forma desordenada del libro, en la que hay continuos saltos en el tiempo, un rico de vaivenes que atrapa desde el primer momento, en un juego mental de ir ordenando todo lo que ocurre. Las dos voces del libro pasan a los silencios y miradas que se profesan esta pareja. Una pareja o lo que queda de ella que son la citada Ángela y Antonio, dos almas que se quisieron pero ya no, que se amaron y adelantaba su vida con planes y posibles futuros que a la postre no llegarán. La película se nutre de un guion de Virginia Yagüe (de la que vimos hace poco la serie Las abogadas, y conocíamos sus trabajos para la desaparecida Patricia Ferreira), y la propia directora, en la que van construyendo una historia de desamor en la que hubo amor o quizás, una historia de amor en la que no faltó el desamor. Sea como fuere, la historia se mueve entre dos personas en su piso, en su cotidianidad, en sus mentiras, en sus alegrías y tristezas, en sus te quiero y sus traiciones, en una aplastante cotidianidad donde asistimos a los conflictos sobre el trabajo, la precariedad económica y los devaneos emocionales.
Taberna cose su película con una luz norteña tan mortecina y grisácea, como la de Querer, la serie de Alauda Ruiz de Azúa, en la que se evidencia los pliegues de cualquier relación, los abismos que nos separan y los pocos momentos de amor, de lucidez y cariño, y los continuos momentos de rabia, desamor y soledad. Una luz que hace hincapié en todos los espejos y reflejos físicos que contrastan con las emociones de los protagonistas, en un buen trabajo de Txarli Arguiñano que debuta en el largometraje de ficción después de años en el corto y el documental. El montaje que firman la propia directora con la compañía de Clara Martínez Malagelada, habitual de Gerardo Herrero, consigue sumergirnos en esa transparencia y cercanía que transmiten cada secuencia y cada encuadre, donde reina el desconcierto y la inquietud de querer y no saber cómo y de estar sin estar en sus reposados y profundos 94 minutos de metraje. Mención aparte tiene la extraordinaria música de uno de los grandes maestros del cine español como Pascal Gaigne, con más de 100 títulos en su filmografía, entre los que destacan El sol del membrillo, de Erice y las películas con los Moriarti, en una composición llena de los claroscuros por los que transita la película, sino recuerden la secuencia de la playa y de esos paseos cerca de casa, toda una delicia de cómo contar el interior de los personajes con música y la forma.
Esta Kammerspiele a lo Brecht que se ha trabajado con tesón y talento la directora de Alsasua, se nutre y de qué manera de dos grandes intérpretes que lo dan todo en un drama íntimo y muy personal donde tenían por delante un reto mayúsculo, porque sus Ángela y Antonio no son personajes locuaces, porque llevan su condena en silencio, porque no saben amar, porque tampoco saben comunicarse, porque no saben, y todo lo expresan mal y a destiempo y el miedo los tiene atrapados y en vía muerta. Dos personajes que no están muy lejos de Jean y Catheirne, la no pareja de Nosotros no envejeceremos juntos (1972), de Pialat, otro monumento a rastrear los detalles del desamor. Tenemos a María Vázquez que nos encandiló en dos grandes interpretaciones como hizo en Trote (2018), de Xacio Baño y Matria (2023), de Álvaro Gago, se mete en la piel de ella, una mujer que estuvo enamorada pero como todas y todos amó como supo y no lo hizo bien, y él, Pablo Molinero, que en la serie de La Peste demostró sus buenas dotes para engancharse a cualquier situación, es como su mujer, un hombre que ama a su manera o sea mal, incapaz de enfrentarse a sus sentimientos y saber comunicarse. Un espejo-reflejo del que hablamos más arriba, que es también lo que sentimos los espectadores, presos de una relación que hemos vivido y nos vemos como ellos, almas más deseosas de ser queridas que de querernos, arrastrando todas nuestras inseguridades, miedos y vías muertas.
Nosotros, de Helena Taberna, uno de sus mejores títulos, sin duda, no es una película cómoda de ver, aunque su apariencia pueda hacer presagiar lo contrario. En su luz natural y cercana, oculta un entramado narrativo bien elaborado y conciso, así como una forma sencilla que impone un juego de tiempos muy enriquecedor y nada convencional, que exige concentración a los espectadores, porque se centra en los matices y sutilezas que hay en cada relación, esos elementos muy importantes que, con las prisas y la ligereza de los tiempos que vivimos, nadie les hace caso y resultan cruciales en el devenir de las relaciones, porque al fin y al cabo, son los detonantes que las hace estallar o por lo menos a pararse y ver a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos y darnos cuenta de todo el daño que hacemos y nos estamos haciendo. Si enamorarse resulta francamente complicado y difícil, su reverso, el de desenamorarse es igual de oscuro, porque tanto una cosa como la otra suceden sin darnos cuenta, cuando la vida va y nosotros vamos hacia otro lado o vete tú a saber qué conflicto como el trabajo, la falta de dinero o del estilo. El amor tiene esas cosas, que sucede cuando quiere y a su manera, a pesar de nosotros, a pesar de la vida, a pesar de uno mismo, y a pesar del amor. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
De la cineasta Lara Izagirre (Amorebieta-Echano, Vizcaya, 1985), conocíamos su interesante y audaz opera prima Un otoño sin Berlín (2015), protagonizada por unos excelentes Irene Escolar y Tamar Novas que daban vida a los desdichados June y Diego. Una película íntima, muy de interior, encerrados en un piso de la ciudad, con pocos personajes, que nos hablaba de las dificultades de encontrar nuestro lugar y reencontrarnos con aquellos que creíamos olvidados. A través de su productora Gariza Films ha ayudado a levantar películas tan interesantes y de diversos géneros y tonos como Errementari (2017), Vitoria, 3 de marzo (2018), y Una ventana al mar (2020), entre otros. Con Nora vuelve a ponerse tras las cámaras, pero virando hacia un nuevo lugar y tiempo. Vuelve a centrarse en una mujer, la Nora del título, y con más o menos la edad que tenía June, y en un estado vital parecido, pero las circunstancias han cambiado. Nora vive con su abuelo “aitite” Nicolás en Bilbao, un abuelo entrañable que está delicado de salud. Cuando este muere, Nora necesita cambiar, irse y perderse unos días. Así que, coge el viejo Citroën Dyan 6 azul del abuelo, y se lanza a la carretera sin saber adónde ir, solo hacer kilómetros y dibujar lo que ve y sobre todo, lo que siente.
La directora vizcaína cimenta toda su película a través de su personaje, un personaje que siente más que habla, que se busca más que busca, y que anda rastreando las huellas de su abuelo. Un relato humanista y sencillo que nos habla susurrándonos a la oreja, hablándonos de conflictos emocionales que ya padecían sus anteriores protagonistas de Un otoño sin Berlín, pero con otro tono, más vitalista, menos pesado, más ligero, a través de un verano por el norte, saliendo de Bilbao y va perdiéndose por esos pueblos de mar, llenos de encanto, tranquilos, donde todo sucede a un menor ritmo que la ciudad que ha dejado Nora. La joven necesita eso, paz, soledad, dibujar y olvidarse de quién era para descubrirse, reconocerse y encontrar su camino en continuo movimiento. Tiene la película de Izagirre ese tono y ese marco de las películas de Rohmer, con el dos caballos, esos pueblos de la costa francesa, y esas amistades y relaciones que van y vienen sin un punto al que agarrarse. Nora no estaría muy lejos de la Eva de La virgen de agosto (2019), de Jonás Trueba, pero en vez de perderse por la ciudad, perderse por los caminos de la costa.
Tiene el aspecto de una road movie, aunque una anti-road movie, más cerca del marco que propone la estadounidense Kelly Reichardt, donde los personajes van acumulando kilómetros sin saber muy bien que hacen ni a qué lugar se dirigen, eso sí, cruzándose con otras personas, descubriéndolas y descubriéndose a través de ellas, en un choque constante con ese reflejo que nos va empujando constantemente, en que el viaje físico es simplemente un adorno para adentrarse en el interior más complejo y en constante ebullición del personaje de Nora. Una película donde la parte técnica resulta brillante y acogedora, ya desde esa limpieza y naturalidad visual en un enorme trabajo de cinematografía de Gaizka Bourgeaud, y la exquisita y rítmica edición de Ibai Elortza, que ambos repiten después de la experiencia de Un otoño sin Berlín. El estupendo trabajo de sonido que firma uno de los grandes como Alejandro Castillo, y la excelente música que nos va sumergiendo y guiándonos de forma natural y sin ataduras, que han compuesto la joven Paula Olaz y un grande como Pascal Gaigne.
La brillantísima interpretación de Ane Pikaza, que habíamos visto en pequeños papeles en Vitoria, 3 de marzo y Ane, autora también de las maravillosas ilustraciones que le van acompañando en su viaje, en un personaje que le va como anillo al dedo, con esa mezcla de dulzura, enfado consigo misma, y ganas de todo y de nada, con el contraste de ir perdida y a la vez, tener claro que al sitio que más quiere ir es cualquier lugar para estar consigo misma, y mirarse al espejo para saber quién es y quitarse gilipolleces de encima. Le acompaña un monstruo de la interpretación como el veterano Héctor Alterio como el abuelo Nicolás, y otros grandes intérpretes vascos como Ramón Barea y Klara Badiola que hacen de sus padres y una breve, pero intensa intervención de una formidable Itziar Ituño. Nora es una película vitalista, ligera y libre, que habla de ese momento que no sabemos qué hacer con nuestra vida, que debemos recuperarnos por una pérdida, en este caso la del abuelo, y que nos vamos a ir encontrando con otras personas por el camino, unas que nos enseñarán y mostrarán sus vidas, y otras, a las que seremos nosotros que ayudaremos.
Izagirre construye un relato sobre la vida, sobre las emociones, plasmando una mirada sensible e intimista, capturando la vida y las pequeñas cosas que suceden en ella, casi imperceptibles si no nos detenemos y miramos a nuestro alrededor, siguiendo esa idea de la vida como un camino donde hay obstáculos, pero también alegrías, eso sí, más breves, pero muy intensas, porque al igual que le sucede emocionalmente a Nora, todos en algún lugar de nuestras vidas nos hemos sentido así, como Robinson Crusoe perdidos no en una isla, sino perdidos del todo, aunque también sabemos que todo eso pasará, y que mientras tanto, tenemos la obligación de no detenernos, de continuar en movimiento, ya sea en un viejo Citroën, haciendo carretera aunque no sepamos muy bien conducir, conociendo personas que nos agradarán, otras no, y sobre todo, sabiendo que la vida es y será una experiencia, una experiencia que tiene mucho más que ver con lo que nos pasa por dentro que por fuera. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
La película se abre de manera sencilla y a la vez, espectacular, en la que su obertura nos remonta a la propia génesis de la tierra, de la naturaleza, en la que de forma brillante nos sitúa en las Bardenas Reales, desierto de tierra y roca plana y seca, en que un hombre vestido de forma tradicional y con la azada al hombre se dirige con paso firme hacia un lugar. Se detiene en una planicie, donde se puede divisar parte del lugar, comienza a surcar la tierra seca y bañada por el sol radiante, lo hace como si se tratara de un ritmo musical, casi sin darnos cuenta, un grupo de más de una decena de hombres llegan a su encuentro y comienzan a seguirle el ritmo. En un instante, el hombre se detiene y comienza a bailar de forma tradicional, unos cuantos lo siguen, luego los demás, y así sucesivamente. La tierra, la naturaleza, la vida, el movimiento casan de forma mágica, como si todo perteneciera a ese todo que danza en hermandad con el universo. Después de presenciar este baile, desde la tierra seca, a la que caerá lluvia, emergerá una planta y luego un árbol, del cual nacerán unas figuras que vestidas de colores vivos y radiantes, danzando a ritmo pausado y ceremonioso en torno al árbol, sujetadas a través de siete lianas, en una explosión brutal e incesante de vida, naturaleza y danza.
El tercer largometraje de Telmo Esnal (Zarautz, Gipuzkoa, 1967) se sumerge en las danzas tradicionales vascas para contarnos un relato cíclico, donde arrancamos con el nacimiento de la naturaleza, con sus elementos de tierra, agua, fuego y aire, para seguir con los hombres y mujeres que sembrarán esa tierra y luego recogerán sus frutos. El director vasco nos sumerge en las diferentes danzas, a modo de “Tableau Vivant” en movimiento, en el que se van sucediendo las diferentes coreografías (obra del afamado Juan Antonio Urbeltz, que se reserva una breve presencia en el instante donde un grupo numeroso baila al son de la música en un pueblo) en la que cada uno representa las diferentes costumbres ancestrales, cuando hombres y mujeres vivían en consonancia con la naturaleza y sus diferentes ritmos, donde los cuerpos se dejan llevar por el ritmo de las diferentes músicas (obras de los historiadores musicólogos Marian Arregi y su hijo Mikel Urbeltz, arregladas por Pascal Gaigne, autor entre otras de Loreak, Handia o el cine de Bollaín) ataviados por diferentes trajes tradicionales que van escenificando los diferentes motivos y costumbres de antaño.
La película nos lleva por diferentes espacios, como en la citada Bardena con el sol como compañía, en una cueva, sobre el agua, sobre la piedra a la luz de la luna, dejándose llevar por las calles y la plaza del pueblo, guiados por la fiesta, todos al unísono, celebrando la cosecha, donde el amor despertará, y también, en el interior de talleres y casas, o en monumentos en mitad del bosque, en una explosión de cuerpos, movimientos, colores y bellísimas imágenes que van acompañando las diferentes danzas, con ese vestuario de infinitos colores y heterogéneo, que va desde la ropa sencilla medieval hasta lo más extraño e inquietante (obra de Arantxa Ezquerro, que ya había hecho el de La novia) en que la luz va dibujando con maestría y belleza los movimientos de los bailes (obra de Javier Agirre, colaborador del propio Esnal, Altuna y los creadores de Loreak, y Handia), donde la película recuerda a los musicales atípicos y visuales de Carlos Saura sobre el flamenco, y en otros instantes, parece absorver la magia del Rohmer de El romance de Astrea y Celadón o el Maravilloso Boccaccio de los Taviani.
La película irradia vida y alegría, donde lo tradicional deviene modernidad, donde cada instante se convierte en esencial, a través de su inmensa factura visual, donde todo es posible, donde todo casa de forma extraordinaria, convirtiendo lo más cotidiano en universal, y viceversa, donde la belleza lo impregna todo, hasta el movimiento más imperceptible, en el que todo parece moverse en un orden universal, y a la vez, caótico, en el que lo tradicional y las formas de vida ancestrales se convierten en el epicentro de la película, en el que los bailes nos van guiando, sin necesidad de diálogos, donde la danza y la música, nos explican todos los pormenores y diferentes relaciones personales y con la naturaleza que se van sucediendo al ritmo brutal y espectacular de los bailes., en que el extraordinario montaje firmado por Laurent Dufreche (responsable entre otras de El cielo gira, Amama o Handia) capta de forma extraordinaria y activa, captando con detalle y precisión de cirujano todos los movimientos veloces y bellos de los diferentes bailarines y bailarinas.
Esnal ha construido un maravilloso y espectacular poema visual, que nos invita a viajar sobre las danzas y costumbres ancestrales, sumergiéndonos en un película hipnótica e inabarcable, llena de luz, de amor, de pasión, de belleza, de poesía, donde todo empieza y finaliza de forma espectacular, en el que las danzas nos hipnotizan y nos dejamos llevar por ese universo donde lo tradicional y lo antiguo toma nuestras vidas, y nos atrapa convirtiéndonos en espectadores activos y fascinados por esas danzas, esos movimientos, donde todo tiene vida, tiene amor, tiene libertad, en que tantos hombres y mujeres dialogan a través de sus pasos, sus ritmos y sus acrobacias imposibles, en qué todo el cuerpo nos explica emociones a raudales, donde el verbo desaparece para dejar paso al cuerpo y sus movimientos, donde la danza nos explica todo el mundo, toda la vida y todo lo que nos rodea, incluso aquello que no vemos, pero podemos sentir. Una película de una belleza inusitada, acaparadora para todos nuestros sentidos, que se mueve desde lo más mundano e íntimo hasta aquello más universal e inalcanzable, porque todo este mundo y todo aquello que podemos ver, y lo que no, no tiene porqué tener explicación, sólo hace falta sentirlo, dejarse llevar por las emociones, simplemente bailar, bailar y bailar.