Mil incendios, de Saeed Taji Farouky

LA FAMILIA BIRMANA.

“Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuánto debes a tus padres”.

Proverbio oriental

La película se abre de forma magnífica y muy descriptiva. Vemos una zona rural, una tierra que emana fuego, agujereada de pequeños pozos que de forma manual intentan sacar petróleo del subsuelo. El sonido natural ha dejado paso a un intenso ruido mecanizado de las diferentes máquinas y motores rudimentarios para extraer el valioso oro negro. Nos encontramos en Myanmar (Birmania), y conocemos al matrimonio Thein Shwe y Htwe Tin, que han dejado la agricultura y se dedican a la extracción de petróleo manual, un trabajo durísimo, sucio, asfixiante, y sobre todo, muy explotador para el rendimiento que se saca, en un subsuelo cada vez más seco. Zin Ke Aung, el hijo de la pareja, se niega a seguir la tradición familiar y quiere probar suerte con su sueño de futbolista en la ciudad. La familia le apoya, pero también, le entristece perder a su único hijo.

El director palestino y británico Saeed Taji Farouky, ha cimentado una filmografía en el campo documental, adentrándose en una defensa a ultranza por las injusticias de las minorías, componiendo un cine a favor de los derechos humanos, como en The Runner (2013), en el que retrataba la vida de Salah Ameidan, un saharaui occidental que quiere representar como corredor a su país olvidado y no reconocido internacionalmente. En Tell Spring Not to come This Year (2015), película aclamada en el prestigioso Festival de Berlín, en la que se centraba en la intimidad y cotidianidad de dos soldados afganos y hacía todo un profundo recorrido por la historia del país árabe. Con Mil incendios, se ha trasladado a una zona también olvidada, a una zona rural de Birmania, una zona donde malviven muchas familias en el oficio de la extracción de petróleo. La cámara filma y captura esa intimidad familiar, desde el trabajo rutinario, pesado y difícil, las pausas para comer, sobre todo, arroz y algún pescado, y los escasísimos momentos de asueto familiar, donde cada uno sueña con sus cosas, sus ilusiones olvidadas, y sus esperanzas maltrechas.

El extraordinario trabajo de montaje de la experimentada Catherine Rascon, con más de cuarenta títulos en el documental, consigue una película, donde el sonido es capital, porque siempre las máquinas están en funcionamiento, nunca cesas, un ruido que se mezcla con el de la escasa cotidianidad familiar, con esos parones, en los que asisten a ver jugar a fútbol al hijo y lo llevan a la ciudad a las pruebas, o esos otros, que van en moto, con el bidón de petróleo a cuestas, para venderlo en otra aldea más grande, y muchos instantes más. La excelente música de Fátima Dunn, ayuda a relajar tanta desigualdad y miseria, y alegrarnos, porque a pesar de las dificultades, siempre hay tiempo para sonreír y jugar con el recién llegado. Aunque la película retrate unas condiciones de vida y trabajo durísimas y esclavistas, Saeed Taji Farouky no se regodea en esa suciedad y miseria, sino que la filma desde el respeto y la honestidad, huyendo de la “porno miseria”, que mencionaba nuestro añorado Luis Ospina, y dotando de humanismo y sinceridad a todo lo que vemos, a darle valor a esa resistencia de las gentes humildes que, a pesar de tanta negrura, siguen diariamente en sus quehaceres laborales, intentando salir adelante y ayudar a sus hijos.

La película plantea de forma sutil y magnífica las confrontaciones entre padres e hijos o lo que es lo mismo, entre el pasado y el futuro, entre una vida tradicional con trabajos duros y esa otra vida, alejada de la aldea y encaminada a la modernidad, en este caso, el fútbol como vía para huir de tanta explotación. El mismo conflicto del cine del maravilloso e inolvidable Yasujiro Ozu, un cine que hablaba de nosotros, y de cómo el tiempo nos reflejaba en el espejo y nos devolvía otra persona. El cineasta palestino-británico apenas echa mano de los diálogos y construye una película de miradas, gestos, y sobre todo, mucho ruido ensordecedor que inunda toda la pantalla, un ruido mecanizado que no solo expulsa cualquier atisbo de la palabra y por ende, de humanidad, sino que invade todo aquello que vemos en la historia, solo roto por esos escasos momentos ya mencionados, donde la película se transforma en una profunda exploración de sus gentes, sus vidas, sus creencias, sus vidas pasadas, su astrología y todo aquello de donde vienen y hacia donde van. Mil incendios es una película grandiosa, por la sutileza y la honestidad con la que cuenta unas vidas que, en manos de otro, daría a una de esas películas horribles donde el sentimentalismo y la condescendencia se apoderan de todo, y es un desastre. Afortunadamente, Saeed Taji Farouky trata con sumo respeto a todas aquellas personas que filma y lo hace desde la cercanía y la sinceridad del cineasta que observa y no juzga. Una gran película, que no debería perdérsela nadie. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un cielo tan turbio, de Álvaro F. Pulpeiro

LOS NO LUGARES.  

“Éste no es el Méjico real. Lo sabes. Todas las ciudades fronterizas sacan lo peor del país”.

Sed de mal, de Orson Welles

Un planeta tan injusto, desigual y funesto como este, no es de extrañar que existan las fronteras. Las fronteras como división antinatural del territorio, como separación horrible entre unos y otros, y sobre todo, como barrera para dividir el país enriquecido del empobrecido. Podríamos hacer una relación larguísima de todo ese cine llamado fronterizo, un cine que no solo se ha dedicado a hablarnos de la frontera como objeto y límite, sino de todo lo que vive o mejor dicho, sobrevive a su alrededor. Esos lugares sin tiempo, lleno de fantasmas, un caleidoscopio de seres, costumbres y formas de encontrar un sustento que llevarse al estómago. El director Álvaro F. Pulpeiro (Galicia, 1990), creció entre Canadá, Brasil y Australia, y se graduó en la prestigiosa Architectural Association School of Architecture de Londres, donde colabora con diferentes artistas, para dar el salto al cine con la películas corta, Sol MIhi Semper Lucet (2015), donde se adentraba en los campos secos y las calles vacías de algún lugar de Texas, para luego debutar en el largometraje con Nocturno: Fantasmas de mar en puerto (2015), en la que seguía la tripulación de un pesquero anclado de Montevideo a la espera de volver al mar,  y luego, volver al cortometraje con La jovencita no envejece, se descompone (2019), anclada en la península de la Guajira, entre Colombia y Venezuela, para seguir el deambular de una joven.

El profundamente personal e inabarcable universo que edifica el cineasta gallego es un lugar sin tiempo ni lugar, un espacio lleno de sombras y cuerpos de aquí para allá, espectros perdidos en un constante movimiento y deambular, expuestos a sus cotidianos destinos y un futuro incierto. Un cine donde no existen el tiempo ni los rostros, solo un vasto espacio donde todo se confunde, que nunca podemos medir ni conocer en su todo, solo una parte, y una parte mostrada de forma difusa, en la que nos perdemos como en un laberinto,  en el que nada ni nadie tiene un objetivo más allá de un presente infinito. Con Un cielo tan turbio, su segundo trabajo, Pulpeiro se adentra en Venezuela, y más concretamente, en esos no lugares que tanto le interesan, las tierras que envuelven o ensombrecen la frontera y sus alrededores, a partir de tres espacios, o no lugares, como un grupo de soldados a bordo de un barco en los mares del Caribe, los migrantes trasladándose por los puestos entre Venezuela y Brasil, y los contrabandistas adentrándose por el difícil desierto de la Guajira con los últimos barriles de petróleo rescatados del embargo.

La película compone su peculiar retrato de un país petroestado, acuciado por el embargo estadounidense, los conflictos internos entre estado y derecha y las múltiples oleadas de migrantes, y lo hace de forma muy interesante y profunda, alejándose del documento tradicional y periodístico, y formando una magnífica composición lleno de sombras y cuerpos que se mueven entre la oscuridad, bajo un cielo nublado lleno de nubes negras, solo iluminado por los neones y esas llamaradas de las refinerías (que recuerdan poderosamente a las de Blade Runner), desplazándose por lugares-limbo, mientras escuchamos la radio que va vomitando noticias entrecortadas de la situación política, social, económica y cultural de Venezuela. La magnífica pare técnica de la película, elemento de suma importancia en una película en la que apenas hay diálogos, donde el director gallego, afincado en Colombia, vuelve a colaborar con antiguos cómplices de sus anteriores trabajos como en la sombría cinematografía de Mauricio Reyes Serrano, creando ese no lugar donde todo vive y muere a la vez, un espacio lleno de vida, eso sí, una vida en tránsito constante, el gran trabajo de edición de Martín Amézaga, que condensa con maestría una película de 83 minutos, en la que sus imágenes van apoderándose de nosotros de forma sutil y pausada.

El excelente trabajo de diseño de sonido que firma Tomas Blazukas, en un arrollador retrato sensorial de Venezuela o de esos no lugares del país sudamericano, así como el formidable trabajo de música de Sergio Gutiérrez Zuluaga, completamente fusionada con la parte sonora, creando esos ruidos y composiciones muy fantasmales, más propias del cine fantástico, pero extraordinariamente fusionadas con esas realidad ficticia que filma con pulso y sabiduría el director gallego. Un cielo tan turbio no está muy lejos de algunos trabajos de Bonello como el de zombi Child (2019), donde se mezclaba con audacia el fantástico y la realidad más política del país, y sobre todo, del imaginario visual y sonoro del cine de Pedro Costa, con sus individuos-espectros que pululan en sus universos cerrados y periféricos, en la que sin discursos ni nada que se le parezca, construye todo un entamado político de la situación de sus respectivos países, a través de la más pura, cercana e intimidad de esas personas no personas como los inmigrantes, los pobres y los contrabandistas, todos los que viven en las sombras como modo de supervivencia. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA