Entrevista a Renée Nader Messora y Joâo Salaviza, directores de la película «La flor del Buriti», en el marco de la Mostra Internacional de Films de Dones, en la Filmoteca de Catalunya en Barcelona, el viernes 24 de mayo de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Renée Nader Messora y Joâo Salaviza, por su tiempo, sabiduría, generosidad, a Óscar Fernández Orengo, por retratarnos con tanto talento, y a Sylvie Leray de Reverso Films y al equipo de comunicación de la Mostra, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Nosotros no heredamos la tierra de nuestros ancestros; solo la tomamos prestada de nuestros hijos”
Proverbio nativo norteamericano
Podríamos decir que el primer tramo de Eureka, de Lisandro Alonso (Buenos Aires, Argentina, 1975), entrando en el espacio de la imaginación, es la conclusión de Jauja (2014), la anterior película de Alonso. Porque el oficial danés por fin da con su hija, a la cuál buscaba con ahínco en la mencionada. Un tramo filmado en blanco y negro con un formato cuadrado, muy sucio y físico, ambientado a finales del XIX o primeros del XX, en el que un tipo aparece por un poblado mexicano, muy parecido al de Por un puñado de dólares (1964), de Sergio Leone, a tiro limpio liquidando a todos los matones que se va encontrando en su áfan por dar con su hija, cruzándose con una enigmática mujer que es la cabecilla de todos los asesinados. Aunque, la conclusión quedará para nuestra imaginación, porque de repente, pasamos a la actualidad, y más concretamente en Pine Ridge en Dakota del Sur, en una reserva india que iremos conociendo de la mano de Alania, una policía en el turno de noche, y también, su sobrina Sadie. Otro corte dejará este segundo episodio para llevarnos al tercero y último, el que se sitúa en los años setenta en pleno río Amazonas cuando un grupo de indios se afanan por encontrar oro empleados por el blanco de turno.
El cineasta argentino completa su película más ambiciosa de su breve pero intensa filmografía, 6 títulos en 22 años. Si bien continúa sumergiéndose en tipos solitarios y errantes, alejados de todos y todo, en una trama onírica y muy física, donde el personaje, el paisaje y el alma se funden en un terreno muy cercano a aquellos no westerns de finales de los 60 y comienzos de los 70, donde se despoja tanto a la historia, el personaje y al espacio de cualquier halo cinematográfico y se humaniza todo, retratando seres perdidos, confusos con una sociedad malvada y enfrascados en cuestiones del alma. Con la citada Jauja se produjo un cambio que todavía arrastraba conceptos y miradas de sus cuatro primeros filmes, aunque ya dejaba huellas de su interés por los nativos americanos, los grandes protagonistas, muy a su pesar, de la grandeza del western y por ende de Hollywood, personificando el mal, el salvajismo y lo antinatural, cuando era todo lo contrario. Una imagen que aquel no western se encargó de desmitificar, tratando a los nativos desde la mirada del conocimiento, dándoles su importancia en la historia de Estados Unidos. Alonso parte de la ficción de su primer episodio, en el que retrata un no western, alejándose del canon hollywoodiense, y más próximo a la modernidad del no género, para mostrar dos realidades bien diferentes de la suerte de los indios americanos. Desde la cárcel en la que viven más de 50000 personas en la reserva comentada, sumidos en el olvido y totalmente alineados a la forma de consumismo occidental, y los otros, a aquellos indios del Amazonas que trabajan para hacerse ricos, pero mantienen sus tradiciones y costumbres ancestrales, tanto con el entorno y los animales, en especial, las aves.
Tres miradas para reflexionar sobre la suerte de los nativos, para mirarlos y sobre todo, para darles su espacio e importancia en la historia. Son tres momentos que parten del género para deformarlo o mejor dicho, para desmontarlo, para quitarle toda la parafernalia y despojarlo del sometimiento occidental. Una experiencia que la película, y tomando los anteriores trabajos del cineasta bonaerense, se multiplica y suma al espectador en una experiencia más allá de lo físico en el que lo transporta a un espacio donde el espíritu se mezcla con lo más tangible, en que las tradiciones van encontrando su resquicio de luz y manifestándose. En Eureka a partir de un guion escrito por Fabian Casas (que estuvo en Jauja y en la reciente Los delincuentes, de Rodrigo Moreno), Martin Caamaño y el propio director, construyen una película muy de cine, donde prevalecen dos elementos como la presencia femenina, y seguramente, es la película más hablada de Alonso, porque también abarca mucho, tanto pasado histórico como presente continuo, pero sin apartar lo cinematográfico, porque lo hay y mucho como ha hecho en su cine, donde cada cuadro y cada mirada adquieren un significado relacionándolo en su conjunto.
Una imagen que vuelve a tener una importancia esencial como en sus anteriores películas, con el formato cuadrado del inicio y final, con el 16:9 en el medio, donde nuevamente vuelve a contar con Timo Salminen, como hiciese en Jauja, y un segundo cinematógrafo como Mauro Herce, dos grandes de la luz para dotar a la historia de una presencia fuerte y tensa, que va desde el blanco y negro denso, y ese halo de realidad y cuerpos más cerca de las experiencias de Kelly Reichardt, o las de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, El poder del perro, de Jane Champion, Appaloosa y la reciente Hasta el fin del mundo, ambas protagonizadas por Viggo Mortensen, entre otras, pasando por lo nocturno de la reserva, que nos retrotrae al cine de los outsiders norteamericanos como Fuller, Cassavetes, Jarmusch y los Cohen, entre otros, para finalizar en ese río Amazonas de los setenta donde emergen los Glauber Rocha, y los Nelson Pereira dos Santos, donde se desnuda el encuadre y se penetra en los rostros y el alma de los personajes. El pausado y sobrio montaje de Gonzalo del Val, que ya hizo lo mismo en Jauja, con sus 147 minutos de metraje, en el que el ritmo cadencioso y depurado enriquece enormemente la experiencia que propone la película, donde tan importante es lo que vemos como lo que sentimos y más tarde, reflexionamos, en todo eso que se ha llamado western y la imagen distorsionada de los nativos, convirtiéndolos en un mero objeto definido por sus invasores.
El gran trabajo de sonido, donde tan importante es lo que entra y lo que no, que firman Santiago Fumagalli, que ha estado en todas las películas de Alonso, y Vincent Cosson, toda una eminencia con casi 250 títulos que le ha llevado a trabajar con Gus Van Sant y Pablo Larraín, el magnífico diseño de producción con Miguel Ángel Rebollo, habitual de Javier Rebollo y Jonás Trueba, e Yvonne Fuentes. Un reparto que tiene a su compadre Viggo Mortensen que, después de Jauja se han convertido en una hermandad de la vida y el cine, dando vida a ese tipo con sed de venganza sin caballo y cansado y sucio que se enfrenta a todos y a él mismo, que tiene ese momentazo con Chiara Mastroianni, en la piel de una capo sin palabras y como mira, Alaina Clifford es la indígena polícia en la reserva que lleva todo el peso en la segunda película, que nos tiene arrebatados en una composición que recuerda a la de Lily Gladstone, la india de otra gran película desmitificadora como Los asesinos de la luna, del gran Scorsese, Sadie Lapointe es Sadie, la sobrina que quiere huir de allí, de tanta soledad, vacío y sin futuro, y luego el mexicano José María Yazpik como capataz en el río Amazonas, Viilbjork Mailing Agger, que repite después de la experiencia de Jauja, y luego una retahíla de grandes intérpretes componiendo unos personajes cercanos y naturales.
A los que conozcan el cine de Lisandro Alonso estarán deseosos de volver a sus historias, sus imágenes, y sobre todo, su ensoñamiento, porque hacía casi una década que no veíamos una película del argentino, tiempo que ha dedicado a otros menesteres, según explica. Así que, le estreno de Eureka, título muy bien colocado y cuando vean la película estarán conmigo, es todo un acontecimiento a sus más fieles seguidores, en los que me encuentro, y no solo eso, porque aquel que no conozca su cine, es una gran oportunidad de conocerlo, porque además de disfrutar con uno de los narradores más singulares y personales del cine actual, es también un explorador de imágenes, a través de sus encuadres y planos, de sus largos planos y de sus primeros planos, y de encuadrar a sus personajes en los espacios, donde es todo un virtuoso, y añadir ese espacio espiritual, ese paisaje que no vemos pero está ahí, y esta película lo muestra, no desde lo físico, sino desde lo espiritual, desde ese lugar del que los occidentales nos hemos alejado tanto que ya ni reconocemos, y es ahí donde los indios, por mucho que les hayan expulsado de sus tierras, siguen hablando con sus ancestros, con sus muertos, con los otros, y siguen viendo aquello que nosotros no vemos, y es en ese instante donde mejor se mueve la película de Lisandro Alonso, haciendo visible lo invisible. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“El dinero es la felicidad humana en abstracto; en consecuencia, aquel que no es capaz de ser feliz en concreto, pone todo su corazón en el dinero”.
William Shakespeare
Tres años después de El irlandés, financiada por Netflix, volvemos a encontrarnos con una película de Martin Scorsese (New York, EE.UU., 1942), Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon), con Apple Studios al frente de la producción. La película se basa en el libro de David Grann, transformado en un guion escrito por el propio Scorsese y Eric Roth, uno de los grandes escritores cinematográficos estadounidenses con casi medio siglo de carrera al lado de nombres como los de Mulligan, Mann, Spielberg, Fincher y Villeneuve, que escribió El buen pastor (2006), segunda cinta como director de Robert De Niro. La trama se posa en la década de los veinte del siglo pasado, acabada la Primera Guerra Mundial, en la zona de Oklahoma, con la llegada de Ernest Burkhart a casa de su tío William Hale, una especie de benefactor e íntimo amigo de los indios Osage, unos nativos expulsados de sus tierras a Oklahoma, donde se tropezaron con el petróleo y se convirtieron en los más ricos del país. La película nos cuenta como cientos de blancos llegaron al lugar y se hicieron amigos de los nuevos ricos con el fin de atraerlos y quedarse con su riqueza.
El film número 26 de Scorsese es una película tipo de su magnífica e intensa filmografía en la que ha dedicado muchas historias a explorar y profundizar en todos aquellos que llegaron al Nuevo Mundo con el afán de enriquecerse fuera por los medios que fueran, dedicándose al mundo oscuro y al gansterismo. En este caso, como suele ocurrir, las cabezas visibles son personas aceptadas por la comunidad, gentes de bien que se suele decir, personas que llevan vidas paralelas, porque cuando no los ven, hacen y deshacen a su antojo, con el único fin de quedarse aquello que no es suyo, por ejemplo, el dinero de los indios Osage. La película se cuenta y se saborea, contándonos los detalles cotidianos, arrancando con el excelente prólogo donde nos ponen en situación, dando buena cuenta del pasado y presente de los Osage, en el que vamos asistiendo a sus fiestas y tradiciones, costumbres, sus plegarias y demás componentes que nos ayudan a ver todo lo que allí acontece y cómo. La trama gira en torno al romance, boda e hijos de la pareja del citado Ernest Bukhart y la india Mollie Kyle, todo bajo el amparo del tío Hale, todo un mandamás en la sombra que hace todo lo posible e imposible para que sus planes de riqueza a costa de la inmensa fortuna de los Osage caiga en sus manos.
La cinta tiene una calidad técnica excepcional en una historia pensada para verse en una pantalla grande con sus encuadres panorámicos y sus planos a lo Ford y Wyler, en la que ha vuelto a contar con el trabajo del cinematógrafo Rodrigo Prieto, en su cuarta película juntos, donde lo íntimo como lo colectivo tiene una factura exquisita y tremendamente visual, en que cada detalle y cada encuadre está al servicio de lo que se quiere contar y cómo hacerlo. Mención aparte tiene la montadora Thelma Schoonmaker, con 83 años de edad, y editora de casi todas las películas del director italo-estadounidense con el que empezó en ¿Quién llama a mi puerta? en 1967, consiguiendo un relato pausado y lleno de tensión y un ritmo cadencioso y tranquilo, sin prisas, donde todo se va contando con esa idea de la cotidianidad más sencilla y transparente, donde sus 206 minutos de metraje no cansan en absoluto, sino todo lo contrario, nos quedamos saciados de un relato dividido en ⅔ partes en los que vemos una cosa, y luego, vemos otra, que prefiero no desvelar por el bien de la experiencia del espectador.
La música de Robbie Robertson también va en consonancia con sus imágenes dejando la épica a un lado y escarbando en estos pecados originales de la construcción de los Estados Unidos donde en unos cuatro años, los que van de 1921 a 1925, unos setenta indios fueron asesinados por esos blancos codiciosos sin escrúpulos y sin humanidad. Tiene la película semejanza con aquel otro monumento que es La puerta del cielo (1980), de Michael Cimino, casi idéntica en duración, que posándose a finales del XIX, también sacaba de la alfombra las matanzas que hubo por Wyoming de los colonos más antiguos a los inmigrantes que venían de Europa del Este, en el que se escarbaba también en los cimientos asesinos y oscuros de Estados Unidos. La película es uno de los proyectos más codiciados por Scorsese desde sus inicios, que por fin a podido ver la luz, y eso se nota en cada instante, en que el director aparece como uno de los productores, porque no quería que ningún detalle por ínfimo que fuese quedase al azar, como su extensa duración, a la que algunos les ha parecido errónea, aunque para el que está escribiendo este texto, la película necesita ese tiempo y ese ritmo, porque no resultaba nada fácil armar semejante trama, sin no detenerse en las complejas relaciones de unos y otros.
El reparto de la película, como sucede en las del cineasta americano, siempre resulta muy bien elegido y mejor interpretado, empezando por Leonardo DiCaprio, en el sexto largometraje con el director, dando vida a Ernest Bukhart, un rudo, pardillo y truhan sin oficio ni beneficio, que quedará al amparo de su tío, siendo la arma ejecutora de sus asesinatos, y demás deslices criminales y mucho más, convirtiéndolo en esposo de la india para que se acaba quedando con su dinero. De Robert De Niro poco hay que decir, que bien está cuando lo coge un tipo como Scorsese, en su décima película al alimón, porque su William Hale es el prototipo de rico americano, porque tiene muchas caras, la buena que ama toda la comunidad, porque hace edificios, hospitales y demás cosas que ayudan, pero por otro lado, es un vulgar criminal que hace y deshace a su antojo, eliminando indios sin más. La gran sorpresa de la película es la presencia de Lily Gladstone como Mollie Burkhart, la esposa de Ernest, que ya nos encantó tanto en Certain Women (2016) y First Cow (2019), ambas de Kelly Reichardt. Su papel como india Osage es de una profundidad excelente, como mira esta mujer, como se mueve y cómo se coloca la falta y ese mantón que la resguarda de los malos augurios y de los malos hombres blancos. Todo un acierto para un personaje con un gran peso en la trama de la película. Después tenemos una retahíla de personajes made in Scorsese, y digo esto porque no parecen intérpretes, porque son ellos sin necesidad de adornos superfluos ni estridencias de ningún tipo, como Jesse Plemons, que ya estaba en El irlandés, Tantoo Cardinal, John Lithgow, Brendan Fraser, Cara Jade Myers, Scott Shepherd, Louis Cancelmi, Sturgill Simpson, y muchos más, que explican el buen hacer de Scorsese en la exhaustiva elección del reparto y su concienzuda dirección de actores donde todos son y nada más.
Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese es una nueva muestra, y esto lo digo para los escépticos, de uno de los grandes del cine, un tipo que ha sido fiel a su cine y su forma de hacerlo, desenterrando las miserias y la violencia del país donde nació, en el que se ha sumergido sacando todo aquello que la política blanca y mercantilista nunca ha querido ver y siempre se ha esforzado por negar y ocultar, ya sea en el New York oscuro, violento y mugriento de los británicos que lo crearon y los italianos que lo continuaron o de los americanos que han vuelto de una guerra tan absurda y perdida como la de Vietnam, o los gangsters que construyeron Las Vegas, o esos tipos blancos que se creyeron los reyes de todo, hasta llegar a esos blancos también que asesinaban para enriquecerse siempre bien vestidos y con buenos modales, esos hombres blancos que hoy día siguen manejando el cotarro, y haciendo que otros sigan haciendo lo que ellos quieran para que las cosas sigan su curso y siga todo tan mal para todos los demás, como muestra la última de Scorsese, que esperemos que no sea la última y siga encontrando recursos para seguir mirando su país y todos esos hombres malolientes y asesinos que lo construyeron. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Felipe Gálvez, director de la película «Los colonos», en el hall del Hotel Catalonia Diagonal Centro en Barcelona, el lunes 16 de octubre de 2023.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Felipe Gálvez, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, y a María Oliva de Sideral Cinema, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“A las Tierras Vírgenes no les gusta el movimiento. La vida es una ofensa para ellas, pues la vida es movimiento; y el objetivo de las Tierras Vírgenes es siempre destruir el movimiento. Hielan las aguas para impedir que corran hasta el océano, chupan la savia de los árboles hasta que congelan sus esforzados corazones vegetales; pero con quien son más feroces y hostiles es con el hombre, al que acosan y aniquilan hasta que lo someten; al hombre que es el más inquieto de los vivos, siempre rebelde con el dictamen que proclama que todo movimiento debe, al final, desembocar en la quietud”.
(Extracto de “Colmillo Blanco”, de Jack London)
El 6º título de la carrera de Alejandro González Iñárritu (1963, México) se basa en las experiencias reales de Hugh Glass, legendario explorador que sobrevivió al ataque de un oso “grizzly” y se convirtió en una leyenda de las montañas y del río Missouri, experiencias que fueron recogidas en la novela de Michael Punke, en la que se basa parcialmente la película de Iñárritu, que además, tuvo una adaptación anterior en la película El hombre de una tierra salvaje (1971), de Richard C. Sarafian, escrita por Jack DeWitt, y protagonizada por Richard Harris (parte de este equipo realizó la trilogía Un hombre llamado caballo). Con estos antecedentes, la última película del realizador mexicano, – rodada inmediatamente después de Birdman (La inesperada virtud de la ignorancia), que le valió el reconocimiento de la Academia -, es una historia como le gustan al cineasta, personajes en situaciones extremas, donde el entorno es marcadamente hostil, en el que impera un excesivo tremendismo, donde la violencia extrema, seca y bruta no tarda en imponer su voluntad.
Iñárritu deja claras sus intenciones en el arranque de la película, nos sitúa en las heladas y extremas llanuras de Dakota del Sur en 1823, donde los tramperos cazadores de pieles son atacados salvajemente por los indios Arikara. El realismo exacerbado se mezcla con un espectáculo de horror, sangre y muerte. Todo está contado para desparramar al espectador de su asiento, no hay tiempo para pensar en las imágenes, todo sucede a una velocidad de vértigo, el espectáculo tiene la palabra, todo se enmarca en la grandiosidad del mainstream hollywoodiense. Ahí, damos paso al ataque del oso, – una secuencia de verdadera angustia que no tiene fin – , la expedición, maltrecha por el ataque de los indios, y debido a las dificultades extremas del camino, deciden dejar el malherido y terminal cuerpo de Glass al cuidado de unos voluntarios, sólo uno, John Fitzgerald, que se erigirá como el antagonista y pieza clave en la trama, lo hará por un buen puñado de dólares. Circunstancias y motivos inmorales, llevarán a Glass a quedarse sólo a su suerte. A partir de ese instante, la película adquiere su verdadero desarrollo, Iñárritu nos enfrenta a varios puntos de vista, por un lado, tenemos a la expedición que continúa su camino, luego, los indios Arikara, que tras robar las pieles, se las venden a un grupo de franceses, y mientras buscan a la hija del jefe que ha sido secuestrada, y la peripecia solitaria y condenada al fracaso de Glass. Iñárritu se queda con este último, sigue sus pasos, de olor a muerte, la supervivencia en condiciones extremas se sucede de forma contundente y visceral, sobrevivir es el objetivo para enfrentarse al temido y malvado Fitzgerald (un personaje de una sola pieza, que echa en falta un enfoque más humano y profundo).
El caminar lento y terrible de Glass está filmado por Iñárritu como es costumbre en su cine. Un fatalismo llevado a la desesperación, y una grandilocuencia formal, donde además se recrea en capturar el horror como si de un espectáculo se tratase. La natural y bellísima luz del cinematógrafo Emmanuel Lubezki (habitual de Iñárritu y de las últimas películas de Malick), y los planos largos, retratan de forma realista el cuerpo malherido que lucha con todo para no morir, el primitivismo y la brutalidad están filmados sin concesiones, dejando todo el salvajismo y encarnizamiento al descubierto. La única ley del salvaje oeste es matar para que no te maten. Aunque toda esta cercanía y proximidad, queda deslucida cuando Iñarritu se pone profundo, y mediante secuencias oníricas, nos descubre el pasado del personaje, casado con una nativa Pawnee con la que tenía hijos, uno de ellos, tendrá un protagonismo importante en el transcurso de la trama. Di Caprio cumple con su cometido, su interpretación del no muerto Glass está basada más en miradas y gestos que en la palabra, y tiene un antagonista, interpretado por Tom Hardy, que a pesar que su personaje no tiene mucha combatividad emocional, deja algún detalle interesante. Iñárritu sigue fiel a su estilo, entiende el cine como un espectáculo de masas, donde todo tiene cabida, la violencia explicita con lo romántico, el ensimismamiento retorcido de la miseria y animalidad humana en contacto con un entorno extremo y salvaje, y se ha enfrascado en una película muy al estilo western, con venganza de por medio, que pedía más contención, sobriedad e interioridad, como hacía Pollack con Las aventuras de Jeremiah Johnson, o Penn con Pequeño Gran hombre, por ejemplo. Aunque su mirada sigue al servicio de la grandilocuencia y la exageración formal, en la que tiene cabida la épica, no de los hombres corrientes, que trabajan sin descanso, sino la de las grandes leyendas de redención y superación.