Entrevista a Boré Buika y Nansi Nsue, intérpretes de la película «Hate Songs», de Alejo Levis, en el marco del D’A Film Festival en la Sala Raval del Teatre CCCB en Barcelona, el lunes 8 de abril de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Boré Buika y Nansi Nsue, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Maria Oliva de Sideral Cinema, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Entrevista a Alejo Levis y Àlex Brendemühl, director y actor de la película «Hate Songs», en el marco del D’A Film Festival en la Sala Raval del Teatre CCCB en Barcelona, el lunes 8 de abril de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Alejo Levis y Àlex Brendemühl, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Maria Oliva de Sideral Cinema, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“He decidido apostar por el amor. El odio es una carga demasiada pesada”.
Martin Luther King
El magnífico trabajo de Ibon Cormenzana (Bilbao, 1972), a través de su productora Arcadia Motion Pictures, con la que ha producido más de 40 películas a cineastas de la talla de Pablo Berger, Rodrigo Sorogoyen, Claudia Llosa, Julio Medem y Enrique Urbizu, entre otros, a lo largo de dos décadas. Con Mundo Cero, el bilbaíno emprende una nueva aventura, con el ánimo de producir cine social, comprometido y humanista con la finalidad de impulsar un cambio social y recaudar fondos para apoyar el trabajo de las ONGs. La primera película que nace es Hate Songs, que se detiene en el genocidio de Ruanda que, entre abril y julio de 1994, el gobierno hegemónico hutu trató de exterminar a los tutsis, con una cifra de asesinados cercana al millón de tutsis, según las organizaciones internacionales. La película no lo hace desde la grandilocuencia y el discurso condescendiente, sino que se adentra en la emisora de radio, la RTML, la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, en la que promulgaron el discurso del odio e incitaron a la población hutu a salir a las calles a exterminar tutsis, dando todo tipo de detalles de sus víctimas.
Un único espacio, el estudio donde se ubicó la emisora, e inspirados por Musekeweya (Nuevo amanecer) que, desde 2003, utiliza la ficción radiofónica para ayudar a la reconciliación y al perdón entre los ruandeses. El director barcelonés Alejo Levis, del que conocíamos sus trabajos como montador y cinematógrafo para Eugenio Mira o el mencionado Cormenzana en Culpa (2022), y sus dos largos con Todo parecía perfecto (2014), producida por Arcadia, donde se adentraba en un extraño amor onírico, y No quiero perderte nunca (2017), que daba vueltas a las relaciones paterno-filiales desde el fantástico. Con Hate Songs continúa instalado en los relatos sencillos, con pocos personajes, intensos y situados en una localización. Porque todo eso es la película, a partir de un guion que firman Denise Duncan, vinculada al mundo teatral, Albert Val, del que hemos visto recientemente su trabajo en El maestro que prometió el mar, y el propio director, nos sitúan en la mencionada emisora en la que se esta llevando a cabo el ensayo de una ficción sobre el genocidio de Ruanda. Estamos en abril pero en el 2019, con Simon, un técnico y director belga, y Nansi Nsue y Ncuti, dos intérpretes ruandeses. El ensayo y el recuerdo de aquella infausta radio que alentó el odio y el asesinato, pronto destaparán muchos fantasmas, los de aquellos que perecieron en aquel tiempo de horror, y las tensiones entre los tres participantes, en el que parece que hay mucho que reparar todavía, y donde el perdón y la reconciliación están presentes, pero todavía requeiren de mucho trabajo.
Tomando de inspiración la excelente Doce hombres sin piedad (1957), de Sidney Lumet, y otras experiencias del gran director estadounidense, el relato lleno de tensión, con una atmósfera que se va cargando generando un aire irrespirable, con tres personajes que escenifican los tres elementos en conflicto: occidente, hutus y tutsis. Tres personajes que irán subidos en esta montaña rusa de emociones, sentimientos y tensiones, que irán cambiando el rol y su posición en ese trabajo que no va a resultar tan sencillo como parecía. La parte técnica ayuda a establecer los códigos de este entramado thriller psicológico que te agarra y no te suelta, con la participación de la debutante Lali Rubio en la cinematografía que, firma junto al director, un excelente trabajo de luz, apoyada en los rostros y los primerísimos planos, y los encuadres con el cristal de por medio, una gran idea que resalta las tremendas diferencias y sus respectivos roles cambiantes entre unos y otros. Otro debutante es el músico Asier Renteria, que impone una melodía que no se limita a acompañar, sino a sumergirse en las emociones complejas de los personajes, y el montaje, también de Levis, que en sus excelentes 82 minutos de metraje, nos lleva por un relato lleno de furia, de rencor, y también, de amor, memoria y reconciliación.
Con un trío de intérpretes maravillosos como Àlex Brendemühl, qué decir de uno de los actores más extraordinarios de nuestro cine, y de cualquier cine, siendo el técnico y el director belga, componiendo esa mirada hipócrita y cínica de occidente, con esa mirada condescendiente y oportunista del blanco. A su lado, Nansi Nsue, la actriz ecuatoguineana, que hemos visto en películas recién estrenadas como El salto, de Benito Zambrano, y de Clara Roquet, entre otros, hace de Stephanie, la actriz tutsi que recordará a los suyos, en un viaje al alma, a su memoria, y sobre todo, a la redención y al perdón que tanto ansía, aunque duela y mucho. Frente a ella, Boré Buika, mallorquín de ascendencia ecuatoguineana, que hemos visto en series de éxito como La mesías y Mar de plástico, entre otras, es el actor hutu, que también tendrá su viaje particular hacia el dolor, la reconciliación y la memoria. Tres intérpretes que no sólo transmiten verdad y emoción en sus diferentes personajes, sino que lo hacen mirándonos de frente, sin artificios ni estridencias ni nada que se le parezca, en unas composiciones difíciles, que demandan actitud, serenidad y aplomo, para no sólo viajar por la memoria, y las diferentes cargas y duelos personales, sino por la memoria de todo un país que hace casi 30 años se sumió en las más terrible de las oscuridades.
Damos la bienvenida a la propuesta de la productora de Mundo Cero y su primera película Hate Songs, porque hace aquello que ha hecho grande el cine, en su espacio de conocer, recordar, y por ende, a no olvidar, a volver al terror de Ruanda, pero no desde la revancha sino desde la reconciliación, en un acto de memoria, tan necesario, aunque cueste tanto recordar, porque recordar significa volver al dolor, volver a aquello que nos hizo daño, y requiere valentía y coraje, porque recordar siempre es un acto difícil y muy doloroso, pero vital para seguir mirándonos los unos a los otros, perdonarse y sobre todo, perdonar a los otros, porque sino todo lo que se edifica en ese sentido nunca está del todo bien construido, porque está lleno de faltas, de pedazos inconclusos, de taras que no se han resuelto. Todo camino de perdón es complejo y oscuro, y por eso cuesta mucho empezar, pero es tremendamente necesario para uno mismo y para los demás, por la convivencia y el amor, tan faltos en este mundo donde impera el egoísmo, el silencio y dejar pasar el tiempo. Recuerden que nunca es tarde para pedir perdón, porque además de ser un acto muy generoso hacia el otro, es el acto más valiente que existe. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
«Me gusta pensar que los momentos más importantes de la Historia no tienen lugar en los campos de batalla o en los palacios, sino en las cocinas, los dormitorios o las habitaciones de los niños»
David Grossman
La película arranca de forma magistral y concisa, situándonos en el Berlín de 1921, bajo una luz prodigiosa filmada en blanco y negro, y una sobria ambientación, asistimos al asesinato de Talat Pashá, uno de los autores del genocidio armenio de 1915 a manos de Turquía, llevado a cabo por el ciudadano armenio Soghomon Tehlirian, y su posterior juicio. El acusado que, se declara culpable, es absuelto. De esta apertura, pasamos a principios de los ochenta en la ciudad de Marsella, en la que conocemos a la comunidad armenia refugiada, y más concretamente a una de sus familias, la cual será el núcleo de la trama que se nos contará.
Robert Guédiguian (Marsella, Francia, 1953) se ha caracterizado por construir un cine contemporáneo, situado en su Marsella, y a partir de comedias con apariencia ligeras y cercanas, ha realizado películas de índole social, en las que habla de temas candentes de los ciudadanos de ahora, como el desempleo, la inmigración, las carencias sociales, todo ello, a través de personajes próximos, cálidos y humanistas, interpretados por los habituales Ariane Ascaride, Gérard Meyland y Jean-Pierre Darroussin. En su 19 película de su filmografía, vuelve a sus orígenes, al pueblo de sus antecesores, a Armenia, su padre era armenio, y se embarca en una reconstrucción histórica, como ya hiciera en el 2006 con Le voyage en Arménie, en la que nos contaba la vuelta de un exiliado y como se encuentra la tierra de su infancia, ahora, Guédiguian ha ido mucho más lejos, y se ha planteado una película compleja y difícil, tanto por lo que cuenta como por los temas que trata.
Guédiguian ha tomado una noticia real, la sucedida en Madrid en 1981, cuando el periodista José Antonio Gurriarán quedó paralítico a consecuencia de un atentando perpetrado por el ASALA (Ejército secreto Armenio para la liberación de Armenia), suceso que llevó a Gurriarán a investigar sobre el tema, y a conocer a sus verdugos, de la que salió la novela “La bomba”. El director marsellés nos cuenta la historia de Aram, uno de aquellos jóvenes armenios/franceses que, instigado por la madre, acaba enrolándose al ASALA, y en una de sus acciones, una bomba que hace volar el coche del embajador de Turquía en París, hiere, dejando paralítico, a Guilles Tessier, un ciclista que casualmente pasaba por allí. Guédiguian realizado una película primorosa, cuidando todos los detalles, filmando en los lugares donde se desarrollaron los hechos y centrándose en la complejidad de sus personjes, hablándonos de varias cosas, por un lado, tenemos a Aram y su lucha armada, con sede en Beirut, en el que asistimos a los conflictos, tanto internos como externos del joven, la cotidianidad en la vida clandestina y su lucha por que su pueblo sea reconocido. Y por el otro, a Guilles, el joven francés que, después de su ardua recuperación, quiere conocer a su verdugo, después que Anouch, madre de Aram, lo visitará en el hospital para expresarle sus condolencias.
El cineasta francés nos habla sobre la culpa y el perdón, en un relato político, que investiga la memoria y la identidad no solamente de un pueblo, sino también la de cada uno, sin olvidarnos, del tema más complejo que aborda la película, el posicionamiento sobre la legitimación de la violencia para defender una cusa justa. Guédiguian no toma partido, nos cuenta su película mostrándonos todas las razones que justifican sus personajes, sin decantarse por ninguno de ellos, no estamos ante un panfleto político, no hay nada de eso, y celebramos enormemente la decisión de Guédiguian, que logra mantenernos en vilo, consiguiéndolo a través de lo más mínimo, centrándose en las historias humanas, que jalonan su filmografía, unos seres que luchan por tirar hacia adelante, a pesar de las dificultades con las que se encuentran, gentes humildes, con dudas y miedos, que se equivocan mucho y pocas veces aciertan, esta vez, el realizador marsellés se ha adentrado en un freso histórico que recorre un siglo del pueblo armenio, que arrastra la desidia y lucha contra el olvido de muchas naciones que no reconocen su triste pasado.
Una película reflexiva, contundente y apasionante, que se va contando con pausa, sin prisas, que consigue apoderarse de cada uno de los espectadores de forma sutil, sin aspavientos ni desmesura, mostrándonos que a veces los ideales que defendemos obedecen más al miedo que a un pensamiento reflexivo, y en ocasiones, el único camino que nos queda es la lucha armada, aunque eso nos obligue a tomar decisiones que vayan en contra a nuestros principios morales. Guédiguian con su habitual Ariane Ascaride y un trío de jóvenes intérpretes, que ofrecen vitalidad y naturalidad a sus personajes, cimenta una historia donde no existen inocentes y culpables, sobre la necesidad de entender primero antes de juzgar, sobre las injusticias cometidas, aquellas que nadie responde, aquellas que se quedaron en el olvido, que hacen daño, pero que el pueblo armenio se niega a ese destino y sigue en pie, valiente y decidido, luchando por ser reconocido.
Desde que presenciamos estupefactos y aterrados las filmaciones del exterminio nazi durante la II Guerra Mundial, el debate sobre la representación del horror está latente, y seguirá presente y generando posturas y controversias de diversa naturaleza. Noche y niebla, de Resnais o Shoah, de Lanzmann, no utilizaron las imágenes de archivo y se centraron en los lugares del horror y cedieron la palabra a los verdugos y las víctimas. Un ejercicio parecido fue el que hizo el cineasta camboyano Rithy Panh, en su magistral S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos, aunque Panh no disponía de imágenes y se las ingenió para llevar a los verdugos a los lugares de tortura y de esta manera escenificar los horrores que allí sucedieron. Después, y con la ayuda del novelista francés Chritophe Bataille, escribió La eliminación, donde relataba los horrores de su infancia y la desaparición de toda su familia a manos de la dictadura de Pol Pot (1975-1979). En 2013, filmó la magnífica La imagen perdida, donde adaptaba el libro, y sustituía con indudable maestría e ingenio la falta de imágenes, creando un mundo donde las personas eran figuritas talladas en barro.
El trabajo de Joshua Oppenheimer (Austin, Texas. 1974) sigue la misma línea que Rithy Panh. Con La mirada del silencio, cierra el díptico iniciado en 2012 con The act of killing, donde representaba los horrores del genocidio indonesio (1965-1966) con la participación de los verdugos de Suharto (un período donde la dictadura asesinó a un millón de personas acusándoles de comunistas), una película que filmaba a los verdugos, que muchos de ellos siguen en el poder y gozan de impunidad, representaba los horrores y lugares donde se cometieron las atrocidades en un tono que profundizaba en la banalidad y lo grotesco. La cinta recibió críticas por el tono utilizado por Oppenheimer, recriminándole su sensacionalismo y no tomar la debida distancia y caer en la fascinación de filmar el mal. Ahora, con este nuevo trabajo, nuevamente producido por Werner Herzog y Errol Morris, cambia su posición, realizando un giro de 180º, y cediendo la voz a las víctimas, en este caso a Adi, un optometrista que vive en su barrio junto a los asesinos de su hermano. Resulta esclarecedor que la profesión del hilo conductor del film, sea un profesional que devuelve la luz a los que no ven, metáfora de la impunidad en la que viven los verdugos de la dictadura, que siguen amparados por el gobierno, que continúa al frente del país.
La película sigue Adi en su tarea de desenterrar el pasado y así desde el presente, mirar al futuro de manera diferente. Visitar a los verdugos que viven puerta con puerta, asesinos que no se arrepienten de sus atrocidades, en un país donde el gobierno sigue vanagloriándose de los horrores del pasado y no pide perdón a las víctimas ni a sus familias, un país sumido en la oscuridad y en la injusticia, donde no hay espacio para la reconciliación. Oppenheimer se introduce en el difícil y tortuoso camino que emprende Adi, las tensiones que provoca en su familia su decisión de hablar con los asesinos, y el deber que tiene todo ser humano de conocer la realidad por muy cruda y horrible que resulte. Un cine mayúsculo y profundamente humano que desentierra el silencio y el miedo que lleva más de medio siglo conviviendo con los vencidos y sus familias, un cine necesario, construido desde la honestidad y el respeto hacia los que ya no están, y hacía los que los recuerdan y luchan por mantener viva su memoria.
Nos encontramos alrededor de 1915, en Mardin, ciudad turca cercana a la frontera de Siria. Allí, Nazaret Manoogian, un joven herrero vive en compañía de su mujer y sus dos hijas gemelas, y el resto de su familia. Estalla la I Guerra Mundial, y muchas minorías pasan a considerarse enemigas del Impero Otomano. Una noche, el ejército turco lo detiene junto a los demás hombres y los llevan al desierto a trabajos forzados lejos de su familia. Después de escapar in extremis de la muerte, se alía con un grupo de desertores y durante un ataque, un conocido le habla de un lugar, en medio del desierto, donde llevaron a su familia.
Con El Padre (The Cut), Fatih Akin (Hamburgo, 1973), finaliza su particular trilogía “El amor, la muerte y el diablo”, que arrancó en Contra la pared (2004), que le valió el Oso de Oro en la Berlinale, donde relataba la relación tormentosa de una turca y un hombre de origen turco alemán con aires fatalistas, le siguió Al otro lado (2007), donde el destino de seis personas se cruzaban a través de la muerte. Akin emprendió el trayecto de esta aventura personal y brutal, como nos tiene acostumbrados en su cine, después de leer el libro 1915: Ermeni Soykirim (1915: El genocidio armenio), del conocido periodista turco Hasan Cemal. El realizador turco-alemán asegura haberse documentado leyendo más de 100 libros sobre el tema. Su película desentierra un pasado oscuro que las autoridades turcas incluso hoy día siguen negando. Akin utiliza el genocidio contra el pueblo armenio como telón de fondo en su película, para centrarse en la terrible y épica odisea que tiene que vivir el joven Nazaret, que arranca en su pueblo en 1915 y sigue por los tortuosos caminos y las tormentas de arena del desierto de Mesopotamia, para encontrar asilo en una fábrica de jabón reconvertida en hogar para refugiados, seguir visitando orfanatos y prostíbulos en busca de la huella de sus hijas, cambiar de continente y llegar hasta La Habana (Cuba) para con la ayuda de un paisano seguir la búsqueda y finalmente, llegar hasta el año 1922, 7 años después, y encontrar su destino y el final de su viaje en un pequeño pueblo helado de Dakota del Norte, en los EE.UU.
Akin nos cuenta dos historias, dividida en dos partes, la primera relata la supervivencia de Nazaret, y luego, una pausa, en el que su vida emprende un nuevo objetivo, y ahí se inicia su segundo segmento, la incesante y difícil búsqueda de sus hijas que creía fallecidas. El cineasta de origen turco, muestra el horror y la muerte en su crudeza, el camino interior de alguien, que después de lo que ha vivido, ha perdido su fe, ya no cree en Dios, sólo cree en sí mismo, y sobrevive a duras penas con el objetivo de reencontrarse con los suyos. Akin nos ofrece una película histórica, un fresco sobre la vida y la muerte, sobre la maldad y la solidaridad humanas, una odisea que alterna en su viaje por la mezcla de géneros, desde el western épico y crepuscular, hasta las cintas exóticas de aventuras por el desierto, y el género social, la descomposición y composición familiar, la emigración al nuevo mundo, la intolerancia de los unos contra los otros, elementos que tendrían como espejos transformadores títulos de la grandiosidad de Centauros del desierto, de John Ford, o América, América, de Elia Kazan.
Una película construida a partir de la figura de su protagonista, Tahar Rahim, único punto de vista y la mirada del cineasta, (que fue contratado por su magnífica composición en Un profeta, de Jacques Audiard), además de realizar un trabajo brillante, tiene la desventaja de pasarse casi toda la película sin hablar, por el corte que le producen, el elemento musical juega un papel fundamental, pues sitúa palabras allí donde no las hay. Además, Akin ha podido contar en el guión con la grandísima aportación de Mardik Martin, (el guionista estadounidense de origen armenio, que había trabajado con Scorsese en Toro Salvaje y New York, Ney York, que llevaba más de tres décadas sin trabajar para el cine). Otro de los grandes momentos del film se desarrolla cuando en 1921, una noche, el protagonista ve El chico, de Chaplin, bajo un cielo estrellado, instante mágico donde el cine capta la emoción de los sentimientos y anhelos del protagonista. Una película contundente, de gran belleza plástica, que a ratos enmudece y en otros, sobrecoge. Una de esas cintas como las que se filmaban antes, de las que firmaba David Lean, con su grandiosidad y su épica, que recorre los años terribles y sobrecogedores de un ser humano en busca de su familia y sobre todo, de sí mismo.