Hipnosis, de Ernst De Geer

¡QUITÉMONOS LAS MÁSCARAS!. 

“Hemos construido un sistema que nos persuade a gastar dinero que no tenemos, en cosas que no necesitamos, para crear impresiones que no durarán, en personas que no nos importan”. 

Emile Henry Gauvreay 

Erase una vez una pareja formada por André y Eva que, a parte de quererse, sueñan con montar una app que ayude la salud de las mujeres en los países empobrecidos. Su objetivo es acudir a uno de estos hoteles de lujo donde se va a celebrar una sesión formativa “los famosos pitching” en el que recibirán ideas y claves para triunfar, o lo que es lo mismo, vender su idea y ganar dinero con ella. Todo parece ir viento en popa. Se muestran motivados y van a la par, con sus bromas sobre perros y demás. Eva quiere dejar de fumar y se somete a una sesión de hipnoterapia. Parece que la cosa no ha ido más allá. Aunque, en un momento dado, ya en el hotelazo, Eva comienza a comportarse de forma natural, es decir, actúa sin filtros, totalmente desinhibida y rompiendo todos los esquemas de comportamiento y muchas cosas más, causando una gran estupefacción a todos los presentes.

La ópera prima de Ernst De Geer (Estocolmo, Suecia, 1989), coescrita por su fiel guionista Mads Stegger, es una bomba incendiaria a la estúpida mercantilización de nuestros tiempos y sobre todo, a toda esa amalgama de nombres anglosajones que se han impuesto en el mundo de los “bussines”, tales como el citado pitching, los nuevos charlatanes que ahora se denominan “coach”, y las odiosas startups, donde hay que estar vendiéndose constantemente hablando de las maravillosas virtudes de tú producto para convencer a inversores que quieren apostar por la nueva, una más, gallina de los huevos de oro. Unos ambientes sofisticados llenos de gurús del diseño y el negocio más rentable, que actúan para los demás y “venden” sus formas de venta, un sin dios, donde Hipnosis encuentra el lugar para acuchillar sin remedio, y sobre todo, poner patas arriba esta nueva forma de negocio que es tan vieja que cualquier otra, porque el objetivo es el mismo, crear productos que generen necesidad para el consumidor aunque no le haga falta para nada, que lo compre y punto. La película no se corta, atiza con energía y con muchísimo humor negro, donde la sátira es el medio donde mejor se encuentra, porque, ante tal panorama de estupidez, caraduras, convencionalismos sociales y la obsesión por agradar, sólo hay que reírse de todo y sobre todo, de uno mismo. 

Estamos ante una producción de Suecia, Noruega y Francia, donde prima la pulcritud y el detalle en la parte técnica, en ese tono entre lo cotidiano y lo surreal, con unos personajes muy cercanos y a la vez, totalmente complejos e inquietantes, donde encontramos a colaboradores del director desde sus cortometrajes, como Jonathan Bjerstedt, en un gran trabajo de composición y la sobriedad de cada encuadre y plano, donde se resalta ese laberinto-prisión donde cada palabra, cada diálogo y cada mirada cuenta para vender tu idea. El conciso y rítmico montaje de Robert Krantz donde en sus interesantes y ajustados 98 minutos de metraje estamos metidos en una historia que va in crescendo, donde la incomodidad y el meneo emocional y los momentos desagradables se van acumulando, en el que cada vez nos vemos más agobiados y con ganas de gritar sin parar, al igual que la música de Peder Kjellsby, que acentúa esos momentos de risa congelada, donde las cosas se van desmoronando de forma cada vez más surrealista y divertidísima, donde el terrible juego de máscaras parece no tener fin con continuas vueltas de tuerca muy sorprendentes. 

Una pareja protagonista fantástica y memorable que pasan por su particular montaña rusa llena de altibajos y experiencias de todo tipo, donde se pondrá a prueba lo que sienten y su app. Son Asta Kamma August, hija del director Bille August y la actriz Pernilla August, a la que hemos visto en películas como El pacto, y en series como Sex, The Kingdom: Exodus, de Lars Von Trier y Ocurrió a orillas del río (que se puede ver en Filmin). Su Eva es inolvidable, una mujer que, después de la mencionada hipnosis, se convertirá en su particular Sra. Hyde, donde todo vale, en la que la máscara se cae y vuelve la realidad, la desinhibición sin medida, a hablar, a hacer y a comportarse de forma compulsiva y sin complejos ni nada que le contenga. Junto a ella, aunque en momentos se encuentre frente a ella, tenemos a André que hace Herbert Nordrum, al que hemos visto en películas como La peor persona del mundo, de Joachim Trier y Hotel Royal, de Kitty Green, entre otras, con un personaje que aguante el tipo ante el comportamiento de su chica, intentando salvar las posibilidades de su app y el objetivo económico. Él sigue creyéndose el esperpento y la mercantilización banal de sus existencias. 

Una película como Hipnosis juega desde la misma mirada crítica y satírica que lo hacían films como Toni Erdmann (2016), de Maren Ade, The Square (2017) y El triángulo de la tristeza (2022), ambas de Ruben Östlund, la mencionada La peor persona del mundo, y Sick of Myself (2022), de Kristoffer Borgli, entre otras, donde se lanzan cuchillos muy afilados contra la perversión y la superficialidad del mundo actual y de todo lo que rodea, en que todo está en venta, donde todo el mundo se vende y donde las apariencias lo son todo, en que cada uno lucha encarnizadamente por demostrar su valía en pos al contrario o rival, da igual, en una sociedad de falsedad y de elitismo idiota, en que el “yo” se ha vuelto el no va más, y la primer persona es el medio para destacar en cualquier ámbito de la vida o lo que sea ahora mismo. Quédense con el nombre de Ernst De Geer porque seguramente, al menos lo espero, siga indagando en los numerosos males de nuestro tiempo y nos siga deleitando con películas como Hipnosis, con su mordacidad, su irreverencia, su crítica y su sátira, y convoque a la reflexión y sea como un espejo donde mirar nuestro patetismo, ridiculez y vacío en unas vidas que ya no son tal, sino meros reflejos expuestos a vender y venderse, en fin. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA 

Tengo sueños eléctricos, de Valentina Maurel

EL LABERINTO DE EVA. 

“Tengo sueños eléctricos. Una horda de animales salvajes se aman a gritos, a veces a golpes”.

Ese ese período de la adolescencia en ese tránsito de la niñez a la edad adulto, un espacio tan delicado, y a la vez, tan cambiante y lleno de incertidumbre ha sido retratado por un cine sudamericano personal y profundo, analizando los cambios físicos y fisiológicos, la construcción de la identidad propia, el despertar al amor y la sexualidad, el divorcio de los padres y demás. Películas como La niña santa (2004), de Lucrecia Martel, Después de Lucía (2012), de Michel Franco, Las plantas (2015), de Roberto Doveris, Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki, Tarde para morir joven (2018), de Dominga Sotomayor y Las mil y una (2020), de Clarisa Navas. Todas ellas podrían ser espejos donde se miraria Tengo sueños eléctricos, la ópera prima de Valentina Maurel (San José, Costa Rica, 1988), en la que focaliza todo su conflicto en la mirada de Eva, una adolescente de dieciséis años, que no lleva bien la separación de sus padres, y está empezando a descubrir las necesidades y cambios sexuales de su cuerpo, y se debate en vivir con un padre violento o una madre demasiado susceptible.

Las primeras imágenes de una película siempre resultan importantes, pero en el caso de Tengo sueños eléctricos lo son aún más, porque su increíble e impactante arranque resulta muy revelador a lo que luego veremos, con la cámara se sitúa en la parte trasera del automóvil, donde se encuentra el punto de vista de Eva, y vemos la violencia que se va desatando in crescendo hasta explotar en un ataque de ira del padre golpeándolo todo objeto que se encuentra, y luego, en la casa, cuando la madre reforma la casa y quiera lanzar todo lo antiguo. Veremos la relación de Eva con su madre y su padre, llena de contrastes, entre una madre que quiere paz imperiosamente y huir del pasado, y un padre, que busca lo contrario, volver a su escritura, salir de fiesta y conocer mujeres. con una imagen tremendamente cotidiana y muy cercana, que firma Nicolás Wong Díaz, que trabajó en La llorona (2019), de Jayro Bustamante, con una textura gruesa que traspasa la pantalla, en la que podemos ser testigos al instante de esa relación padre e hija llena de altibajos donde la línea que separa del amor al odio es demasiado fina, tan frágil que amenaza tormenta constantemente. El preciso montaje obra de Bertrand Conard, que nos lleva sin descanso ni tregua por los diferentes ambientes de la capital, lugar de nacimiento de la directora, donde se desarrolla la película que son un espejo revelador de la relación cambiante entre los dos principales protagonistas. 

La fuerza de las imágenes y la sencillez y calidez de la propuesta, consiguen un relato profundo y sensible no solo de la adolescencia o mejor dicho, de ese tránsito complejo y lleno de incertidumbre por el que hemos pasado todos los adultos, y en el que nunca se sabe a ciencia cierta si todo aquello que te está ocurriendo tiene mucho que ver contigo o la imperiosa necesidad de abandonar la infancia y ser uno más del mundo de los adultos, aunque no comprendas la mayoría de cosas que viven y mucho menos, sienten. La grandísima labor de Maurel en su dirección de intérpretes consigue que cada uno de ellos brille con luz propia, sin nada de estridencias ni aspavientos que no vienen al caso, aquí todo se construye desde dentro, desde el alma, con sencillez y honestidad más cercanas e íntimas, mostrando todo aquello invisible a partir de la mirada, el gesto y el detalle más ínfimo. La pareja protagonista es magnífica con Reinaldo Amien Gutiérrez en el papel de Martín, ese padre que, después de la separación, quiere volver a ser adolescente, recuperar sus sueños de artista e irse de fiesta, y andar con muchas mujeres, una vida que seduce a Eva, su hija, pero a la vez, esos ataques violentos de su padre la devuelven a cuando la vida era muy oscura. 

Pero si algo resulta grandiosa la película Tengo sueños eléctricos es la elección para el personaje de Eva de una actriz debutante como Daniela Marín Navarro, porque cada mirada, detalle y gesto que tiene en la película es sumamente portentoso, con una fuerza y una sensualidad fuera de lo común, de las que se recuerdan, en una de las llegadas al cine más deslumbrantes que se recuerdan, porque la actriz debutante posee una inteligencia natural y alejada de la pose que es toda una lección de interpretación de composición de personaje sin necesidad de caer el sentimentalismo ni la condescendencia. Celebramos la llegada al cine de una cineasta como Valentina Maurel, porque no seduce con brillo y sobre todo, sin caer en errores de mucho cine de esta índole, en el que hay que empatizar por decreto con los personajes, aquí no hay nada de eso, porque la cineasta franco-costarricense muestra y retrata una relación en la que los espectadores la vemos, la vivimos y nos dejan que saquemos nuestras propias conclusiones de forma libre y honesta, y eso es ya mucho en un cine cada vez más cómplice de lo establecido y lo políticamente correcto, en fin, la película de Maurel huye de lo complaciente y cómodo, para mostrarnos muchas situaciones que nos generan tensión, muchísima incomodidad y sobre todo, nos lanzan gran cantidades de preguntas, que esa y no otra debería ser la función de cualquier expresión artística, y también, del cine que es el que ahora nos ocupa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La primera mujer, de Miguel Eek

EVA TIENE UNA VIDA NUEVA.

“Estoy más o menos bien. Estoy estable y estar aquí para mí ahora es aturdirme más. Aquí los problemas son con gente que no está bien, que no tiene culpa. (…) Necesito estar con gente normal. Tener amistades, un trabajo o unos estudios para poder trabajar. Tener una casa, pareja. Y nada más. Quiero ser una persona normal”.

Tanto Lilith (1964), de Robert Rossen y Monos como Becky (1999), de Joaquím Jordà, tienen en común que, a partir de premisas entre el documento y la ficción, abordan de manera profunda y sensible todos los conflictos relacionados con las enfermedades mentales. Además, la película de Jordà, junto con En construcción (2001), de José Luis Guerín, abrió nuevos terrenos a la no ficción y sobre todo, acercó a muchísimos jóvenes a estudiar el cine desde otras perspectivas, realidades y posiciones políticas. Seguramente, uno de esos jóvenes inquietos fue Miguel Eek (Madrid, 1982), que creció en Mallorca, y ha dedicado toda su filmografía como productor, guionista y director a temas relacionados con su ciudad. En Vida divina (2015), se acercó a tres religiosas de clausura, en Vida y muerte de un arquitecto (2017), nos explicaba los pormenores del arquitecto Josep Ferragut, en Ciudad de los muertos (2019), la trama giraba en torno a los trabajadores del cementerio de Palma, y en Próximamente últimos días (2020), se adentraba en la gestión cooperativista del Cineciutat.

Un cine muy cercano, intimista, transparente y conmovedor, que abre resquicios de luz en una sociedad que va demasiado deprisa y con un rumbo muy fijado. Ante eso, el cineasta mallorquín abre diferentes ventanas para asomarse a temas y elementos que se evitan y se destierran de la cotidianidad. En La primera mujer, vuelve a tocar uno de esos temas de los que la sociedad huye y oculta, la enfermedad mental vista en primera persona, sin adornos ni nada que se le parezca, a través de una mujer llamada Eva, de pasado muy oscuro que, después de quince años acarrando sus problemas mentales, ahora se encuentra curada, y está a la espera de salir del hospital psiquiátrico de Mallorca, donde se ha pasado los últimos seis años. Eek divide su película en dos partes bien diferencias. En la primera, asistimos codo con codo a la cotidianidad de Eva, en sus talleres de cerámica, sus quehaceres domésticos, sus comidas y la interacción con los otros pacientes. La espera es difícil, pero la mujer no desespera y sigue con buen humor y su voluntad en dejar atrás toda esa vida dura y de toxicómana. En la segunda parte, todo cambia para Eva, le dan su piso tutelado, un trabajo, encuentra una pareja, visita a su madre en la residencia donde vive, y también, espera poder ver a su hijo que no ve desde que la diagnosticaron.

Eek construye una película sensible, íntima y naturalista, todo desprende verdad y autenticidad, acercándose a la enfermedad mental desde el alma y el respeto y honestidad de una enfermedad devastadora, visibilizando a todos los pacientes que la sufren diariamente, revolviendo entre ellos y extrayendo su humanismo, sus secretos, sus conflictos, y sus ilusiones y reflexiones. La primera mujer nos sitúa en el centro de todo, nos convierte en testigos privilegiados para mirar y observar a todos los pacientes, nunca se juzga a nada ni nadie, todo está filmado con muchísimo respeto y esperanza, porque el film huye completamente de la estigmatización, la tristeza y el paternalismo que rodea el universo de la salud mental, convirtiendo a los pacientes en seres como nosotros, y sobre todo, metiéndonos en el meollo de todo, para ver qué sucede y para reflexionar porque uno de ellos podemos ser nosotros en cualquier momento. Un montaje magnífico que resuelve una película que trata un tema muy complejo en solo 76 minutos, que firma Aina Calleja Cortés, que también actúa como guionista, y ya había trabajado con Eek, que cuenta con una filmografía al lado de nombres tan poderosos como Mar Coll, Liliana Torres y Nely Reguera, entre muchos otros. Destacar la cinematografía naturalista y con esa luz que da brillo y empaque a todo lo que se cuenta, que hace Jordi Carrasco, que ha estado en los equipos de Agustí Villaronga, e hizo la misma labor en Próximamente últimos días.

Somos uno más, somos testigos de la experiencia vital de Eva, una mujer que empieza una vida nueva, una vida llena de esperanza y dificultades, pero con la voluntad de olvidar y alejarse de su vida anterior, una película que navega entre la lucidez y la oscuridad, entre lo que hemos sido y somos, que hace especial hincapié en las segundas o terceras oportunidades, y sobre todo, ayuda a desenterrar muchos prejuicios y gilipolleces en torno de la salud mental y todos aquellos que la padecen. Eek no solo ha hecho una película sobre la salud mental, sino también sobre todos nosotros, nuestra posición moral ante una enfermedad de estas características, ante como la juzgamos y la tratamos, siempre de forma injusta y muy alejada de su realidad más cercana, y la película ayuda y no veas como ayuda, a verla con otros ojos, desde otras posiciones, una posición frente a frente, de igual a igual, de ser a ser, y también, de tomar conciencia a no estigmatizarla, a no ocultarla, y a abrir diálogos y debates en torno a ella, porque ya no es ese enemigo que se ocultaba en todos los ámbitos de la sociedad, ahora, es una enfermedad como cualquier otra, quizás muchísimo más salvaje que otra, porque no se ve, pero está ahí, y sus consecuencias pueden ser devastadoras. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA