Entrevista a Biel Rossell y Maria Morera, intérpretes de la película “La vida sense la Sara Amat”, dirigida por Laura Jou, en el marco del BCN Film Fest, en el Hotel Casa Fuster, el lunes 29 de abril de 2019.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Biel Rossell y Maria Morera, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Ana Sánchez de Trafalgar Comunicació, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.
“Tenía tantas ganas de vivir que le costaba conformarse con el reflejo de esas vidas ajenas”
(De Ana Karenina, de León Tolstói)
Erase una vez…en un pueblo entre montañas a principios de los ochenta, durante una noche de verano, cuando unos chavales y chavalas juegan al escondite a la luz de la luna, unos lo hacen a desgana, quizás ya van teniendo esa edad de hacer otras cosas que perder el tiempo en jugar a juegos de niños. Una de esas niñas, Sara, desaparece sin dejar rastro, todo el pueblo se echa a las calles y al monte a buscarla sin resultado. Pep, un chaval de la ciudad que pasa los últimos de verano junto a su abuela, descubre que Sara, la niña de la está profundamente enamorado, se ha ocultado en su habitación. Sin tiempo a reaccionar Sara le pide que la deje quedarse. La directora Laura Jou empezó como actriz para luego dedicarse en cuerpo y alma a ser coach de intérpretes infantiles con nombres tan importantes como Agustí Villaronga o J. A. Bayona, amén de dirigir un precioso corto No me quites (2012) en la que planteaba una historia de amor fou, además de llevar desde el 2011 preparando a actores ya actrices a través de su estudio de interpretación. Un largo camino que abre una nueva etapa con su puesta de largo con un relato iniciático y sentimental sobre el despertar a la edad adulta de un chaval de 13 años durante el final de un verano ambientado en aquellos años 80.
Un cuento sobre la vida y su lado menos amable, que adapta la novela homónima de Pep Puig en un guión firmado por Coral Cruz (colaboradora estrecha de Villaronga, Fernando Franco o Carlos Marques-Marcet) en una historia que se deja de sentimientos vacuos y giros inverosímiles de guión para centrarse en la relación íntima y profunda que se va fraguando entre el citado Pep y la escabullida Sara, situada durante muchos minutos de metraje en la habitación del chaval, convertida en una especie de habitáculo secreto donde los dos chicos pueden ser quiénes desean, ocultos de la mirada de los adultos. Jou centra la fuerza del relato y su conflicto en la interpretación de los jóvenes actores, Biel Rossell dando vida al tímido Pep y Maria Morera a la decidida Sara, debutantes en estas lides, en la que la experiencia de la directora se convierte en fundamental, apoyada en el trabajo del coach Isaac Alcalde (que se ocupa también del breve papel de alcalde, importante en la trama) para conseguir esa naturalidad y veracidad maravillosas que consigue de su jovencísimo reparto, que comparten las edades de sus personajes, bien secundados por los otros intérpretes adolescentes, que destilan esa autenticidad crucial para el desarrollo de una historia contada con esa mirada en los albores de la adolescencia, cuando todavía todo es posible, cuando empezamos de verdad a vivir, cuando descubrimos el universo que nos rodea.
La película plantea un relato de despertar a la vida, de mirarse a ese espejo (ojeto significativo en la película que nos explica mucho de lo que sienten sus personajes) y encontrarse diferente, no como todos los días, en el que descubrimos quiénes somos interiormente, como le ocurre a Sara, una niña complicada, como la definirá su madre, alguien que se asfixia en ese pueblo perdido, alguien que quiere huir, escapar de ese entorno familiar triste e infeliz, que lee libros como Ana Karenina, de Tolstói, en que la desdichada heroína rusa tiene mucho que ver con el conflicto que atraviesa Sara, sentirse diferente y vacía en un entorno difícil, de pura apariencia, y my falso. Y se encuentra o acude al encuentro de Pep, un chaval que no es del pueblo, que está de paso, alguien que puede ayudarla, alguien que, hechizado por la energía y la valentía de Sara la seguirá a pies juntillas.
La mágica y evocadora luz de Gris Jordana (habitual de los cortometrajes de Clara Roquet y de trabajos tan estimulantes como Pozoamargo, de Enrique Rivero) convierte la película en esa atmósfera especial e íntima que tanto pide esta historia de adolescentes, de juegos en mitad de la noche, de esos primeros morreos jugando a “Verdad, consecuencia o beso”, los primeros pitillos, los chapuzones en la piscina de cloro, las bromas y burlas de los demás, las tertulias nocturnas de las abuelas, los primeros amores, las primeras eyaculaciones o los primeros escarceos sexuales. La obra nos invita a descubrir un universo estival lleno de vida, de dolor y pérdida, un mundo que la película capta con tranquilidad, naturalidad y cercanía, sin forzar ni aparentar, solo filmándolo y llenándolo de vida y personajes, como ese momento impresionante cuando Pep descubre la habitación de Sara, con ese cuadro en mitad del plano en que la ilustración sale queriendo libertad, vivir, sentir otro aroma, muy lejos de allí, objeto metafórico convertido en el reflejo que siente Sara.
Algunos pensarán en películas que abordan con sensibilidad y profundidad la vida y el amor en el paso de la infancia a la edad adulta como en Una historia de amor sueca, de Roy Andersson o Mes petites amoureuses, de Jean Eustache, o inlcuso, la más reciente Tú y Yo, la despedida de Bernardo Bertolucci, cintas que nos situaban en ese universo pre adolescente, de esas primeras soledades, de esos descubrimientos que producen alegría y dolor, de ser y sentirse adultos, de las primeras mentiras, secretos y ocultaciones, de darse cuenta que la vida no era como nos la habían contado, que había más, y había que descubrirlo, experimentarlo, sentirlo, porque las mejores cosas de la infancia y la adolescencia pasan en verano, en esos veranos recordados, soñados y sobre todo, vividos, porque para Pep, Sara y los demás, ese verano será diferente, será único, se almacenará en el archivo de sus recuerdos, en esas emociones que siempre guardamos y nunca compartimos, ese verano, el verano de las primeras veces, el verano que lo cambiará todo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Tanto el arranque como el cierre de la película, filmados en los mismos escenarios, indican de forma necesaria y ejemplar el camino tortuoso y brutal que sigue ella, Marta, la mujer de este relato, donde la trama se posará para contarnos, a través de su mirada inquieta y rota, este drama que casi podríamos hablar de drama otoñal, porque los cielos grises y nublados del norte acapararán no sólo el ambiente donde se desarrollan los acontecimientos, sino el ánimo de sus dos personajes. Porque la cinta nos cuenta un año en la vida, o podríamos añadir, la no vida, o la despedida de Luis, novio de Marta, que sufre una enfermedad terminal. Después de someternos a la existencia de Ana, la enferma de TLP que se hacía daño a ella y a todos los de su entorno, en un durísimo drama sobre las consecuencias de las depresiones y la ansiedad, en La herida (2013), interesante debut de Fernando Franco (Sevilla, 1976) como director después de una larga trayectoria como montador, en los que ha trabajado en títulos de Armendáriz, Berger, Sorogoyen o Ángel Santos, entre muchos otros.
Franco vuelve a sumergirnos en un durísimo drama de andamiaje sobrio, cocido a fuego lento, y contenido sobre dos personajes, el enfermo y su cuidadora, mientras su amor libre de ataduras y emocionante, se ve sometido a este duro camino, donde resucitarán los miedos e inseguridades, no sólo de cada uno, sino del amor que sienten. Un enfermo que se esconde de los demás, que le cuesta aceptar su enfermedad y deterioro, y una compañera, que deberá asumir la voz y la palabra del sufrimiento, mintiendo a los demás, haciendo ver que el problema que viven, no les afecta a ellos. Franco y su coguionista Coral Cruz (que firmó la adaptación de Incerta glòria) se inspiran en la novela corta de Arthur Schnitzler para envolvernos en un drama íntimo, que se desarrolla casi en la totalidad de cuatro paredes, el piso de la ciudad y la casa junto al mar de las vacaciones otoñales, donde aflorarán las mentiras, la culpa y el miedo, en unos personajes que lidian como pueden ante la adversidad de la enfermedad, ante la fractura de su vida, ante ese amor que no pueden retener y tienen que despedir.
La luz tenue y desnuda, con tonos opacos y muy suaves de Santiago Racaj ayuda a crear ese paisaje frío de dolor y silencio que se ha instalado en sus vidas, unas vidas que ya no tienen futuro ni proyectos, sino instaladas, muy a su pesar, en un continuo enfrentamiento con la enfermedad en este peculiar y doloroso descenso a los infiernos cotidiano, que casi podemos sentir y tocar, como si estuviéramos presentes en las habitaciones del piso, el hospital o esa casa junto al mar, excelentemente confeccionadas por el arte de Miguel Ángel Rebollo, que dota a las estancias de esa frialdad incómoda y automatizada que se ha quedado en estas vidas. Franco acota su película en un año, 365 días en la que seremos testigos de ese tiempo enfermo, en el que plantea su película desde la mirada observadora, el cineasta que mira y filma con detalle y tiempo su película, sin caer nunca en ningún sentimentalismo ni excesiva empatía con sus espectadores, aquí todo sucede en un tempo candente, todo sucede sin sobresaltos, como si la enfermedad hubiese contaminado no sólo su alrededor, sino a ellos mismos, como si hubiese penetrado en su espíritu y ahora tuviesen que arrastrarlo con mucha dificultad y sufrimiento.
Las contadas localizaciones exteriores de la película, enfatizan aún más si cabe, el deterioro de los personajes, sumiéndolos en un entorno agreste y rocoso, como sucede con los exteriores urbanos, donde Marta encuentra esos espacios ajenos a ella, pero necesarios para disfrutar de un leve alivio ante lo que le espera en su hogar, que además describen su interior, esa rotura del alma que debe vivir esta enfermedad que va a transformar sus vidas, y ya nada volverá a ser igual. Franco instala su cámara en esa enfermedad contada como un diario, con sus horas, minutos y segundos, donde parece que el tiempo no existe, sólo el tiempo entre inyecciones, desesperaciones y la terrible agonía, acercándose en forma y planteamientos a Elena, de Andrei Zvyagintsev o Amor, de Haneke, sendos dramas muy sobrios de perfecta ejecución formal y emocional, donde la distancia y la prudencia emocional revisten las experiencias en emocionantes sin ser emotivas, y en capturar la intimidad, lo que queda tras la puerta, de esas frágiles vidas que se van lentamente.
La admirable composición de la pareja protagonista, que vuelven a trabajar con Franco después de La herida, unos contenidos y sobrios Marian Álvarez que vuelve a enfundarse un personaje difícil y doloroso que tiene que lidiar con un novio enfermo que no pone las cosas fáciles, sino todo lo contrario, inventarse un sufrimiento frente a los demás, y sobrevivir al que tiene en casa, y a su lado, Andrés Gertrudix como el enfermo, sacando esa decrepitud y desaliento que le exige un personaje que se oculta tras su pareja, ese amor resquebrajado, ausente y enfermo que le ayuda a no sentirse sólo, aunque esto a veces no resulte lo más apropiado. Franco lo ha vuelto a hacer, nos ha sumergido en una película compleja, que se dirige a todos nosotros, desde la sinceridad, adoptando un tono serio y ajustado, donde todo respira en su tempo, donde las cosas suceden de forma sencilla y austera, centrándonos en un amor que deviene en otra forma de amar, en otra forma de sentir, y sobre todo, en otra forma de cuidar y a pesar de todo, continuar escuchando el leve aliento de tu amor que se va perdiendo, cada día un poco más…