Las mil y una, de Clarisa Navas

UN VERANO, EL AMOR.

“No es hasta que nos damos cuenta de que significamos algo para los demás que no sentimos que hay un objetivo o propósito en nuestra existencia”.

Stefan Zweig

En Hoy partido a las tres (2017), su interesante y significativa opera prima, que reivindicaba el fútbol femenino a través de un grupo de mujeres valientes y resistentes, la directora Clarisa Navas (Corrientes, Argentina, 1989), vuelve a su ciudad, y al barrio de las Mil, para volver a capturar un verano, la vida, la impaciencia, la realidad, y sobre todo, el amor, el primero, el que más toca y también, el que más duele. En Las mil y una, Navas nos seduce con la mirada y la belleza de Iris, amante del baloncesto, reservada y callada, que se fija en Renata, una joven de su misma edad, pero tan diferente a ella, de la que se cuenta en el barrio muchas cosas malas, con una vida pasada difícil y llena de horror. Pero, Iris, con el mismo ímpetu que tenían las heroínas barriales de su primera película, no se aminara y decide hacer oídos sordos de las habladurías y chismorreos que pululan en el barrio, y da el paso de conocer a la interesante Renata, y las dos adolescentes se enamoran, viviendo un amor oculto, alejado de las miradas prejuiciosas del resto de la vecindad.

La directora argentina, captura la vida y la realidad del barrio periférico, grandísimo trabajo del cinematógrafo Armin Marchesini, que ya estaba en Hoy partido a las tres, mediante estimulantes planos secuencia, en unos encuadres muy cercanos e inquietos, que siguen sin cesar el movimiento de sus personajes, mostrando una realidad que ocultan sus plazas sin asfaltar, sus callejuelas y pasillos, sus viviendas sociales y pequeñas, llenas de objetos amontonados, con esa sensación constante de observación que sienten sus personajes, recogiendo sin estridencias las vidas y las acciones de sus criaturas, con ese ritmo del aquí y ahora, donde el soberbio trabajo de montaje de Florencia Gómez García, ayuda a imponer esa realidad huidiza que recorre todo el relato. Navas nos habla de amor, pero también, de deseos, de pasiones, de amantes en las sombras, como la magnífica secuencia del juego del escondite, cuando la cámara va registrando los actos sexuales entre los jóvenes, entre sombras y ocultos de miradas inquisitorias, o aquella otra secuencia en la discoteca, donde la pasión se desata sin miramientos de ningún tipo.

Las mil y una no es una película nada complaciente ni sentimentalista, habla de cosas importantes, y lo hace con decisión, aplomo, delicadeza y verdad, esa verdad que la emparenta con el cine documental, porque nos habla de personas, de emociones, de amor queer, de amor gay, de esas inquietudes pasionales de la primera vez, de ese amor de verano, de su descubrimiento, de todo aquello que nos sucede, tanto emocional como físicamente, de la vida, de ese primer amor, tan inquieto, tan incierto, y sobre todo, tan novedoso en nuestras vidas, en que el barrio periférico, donde la vida y la realidad tienen otro funcionamiento, otro tedio, otra sensación del lugar donde nunca pasa nada, o nada que tenga que ver con nosotros, en ese lugar, nace el amor, el amor entre Iris y Renata, sujeto al resto, a los prejuicios, a las malas miradas, un amor que resiste, que se reivindica, que tiene que ocultarse y esconderse, como esa maravillosa secuencia en el tejado, cuando las dos chicas se esconden, solo las escuchamos, y la cámara quieta muestra en plano general la quietud del barrio de noche.

La magnífica elección del reparto, lleno de caras desconocidas, empezando por el dúo protagonista, Sofía Cabrera y Ana Carolina García, las Iris y Renta, respectivamente, que no solo defienden con transparencia y brillantez sus roles, sino que saben transmitir esa sensación constante de miedo e inseguridad de sus personajes, siempre escondiéndose y alejados del resto, viviendo su amor queer como si fuese un delito, resistiendo en un espacio difícil de resistir en todos los niveles. Bien acompañadas por otros jóvenes entre los que destacan Mauricio Vila dando vida al nervioso y artista Darío, empeñado en encontrar el amor que haga de su verano un lugar menos aburrido, y Luis Molina, en el rol de Ale, todo lo contrario a Darío, reservado y callado. Clarisa Navas brilla con su segunda película, volviendo a capturar con claridad y precisión la vida de dos adolescentes en su barrio, con sus idas y venidas, sus madres sin marido, intentando sacar adelante la vida que casi siempre se pone muy cuesta arriba en esos lugares, con la fiebre y la inquietud de la primera juventud, con sus amores, sus amistades, sus confidencias, sus deseos, sus pasiones, y esas emociones que siempre andan inquietas, agitadas y llenas de vida y también, de tristeza y desesperación. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los miembros de la familia, de Mateo Bendesky

PAISAJE EN LA NIEBLA.   

“La adolescencia representa una conmoción emocional interna, una lucha entre el deseo humano eterno a aferrarse al pasado y el igualmente poderoso deseo de seguir adelante con el futuro”

 Louise J. Kaplan

La adolescencia es un tiempo de incertidumbre, un tiempo de buscarse, de perderse y de encontrarse constantemente, un tiempo lleno de nubarrones, eso sí, pasajeros, de sentir por primera vez ciertas emociones incomprensibles, tan ajenas y extrañas a nosotros, pero en realidad, tan cercanas e íntimas, un tiempo de cambios, tanto corporales como emocionales, de mirar aquello que nunca mirábamos, a ver las cosas desde otra posición, un tiempo de descubrir y sobre todo, descubrirnos, un tiempo que cuando queremos darnos cuenta se convierte en un mero recuerdo lleno de niebla y muy lejano. En el tiempo de la adolescencia instala Mateo Bedesky (Buenos Aires, Argentina, 1989) su segundo trabajo, que recoge alguno de las situaciones ya apuntadas en su opera prima Acá dentro (2013) en la que exploraba el aislamiento y proceso interior de David, un joven porteño al que escuchamos divagar sobre cuestiones vitales, laborales o sentimentales.

En Los miembros de la familia, Bendesky convoca a dos hermanos. Por un lado, Gilda, 20 años, recién dada de alta de un proceso de rehabilitación emocional, enfrascada en su sentido a la vida y experimentando con adivinaciones y terapias, obsesionada con su “mala energía”, en cambio, Lucas, de 17 años, obsesionado con el fitness, y con su cuerpo y la lucha, experimenta a través de sus pulsiones sexuales. Dos hermanos que realizan un viaje a la costa, al lugar de veraneo de la madre, fallecida de suicido, para llevar a cabo la última voluntad de ésta, depositar sus restos en el mar, aunque lo único que les han entregado es su mano prostética. Llevada a cabo la operación, se ven obligados a permanecer en ese lugar de veraneo en invierno (como aquel triste y vacío hotel de Whisky) ya que hay huelga de autobuses y las alternativas cuestan un dinero que no tienen. Gilda y Lucas tendrán que convivir en una casa que no soportan, llena de fantasmas, inventados o no, y de espacios a los que no se atreven a entrar, además, de su dificultosa relación que los enfrenta constantemente, debido a sus diferencias de carácter y el duelo por el que atraviesan.

El cineasta argentino construye un espacio cinematográfico sencillo, lleno de silencios y vacíos, con una cámara que filma esa intimidad con la distancia y la prudencia del que mira con atención, pero deja espacio para captar la soledad y el proceso interior de cada personaje, situándolos en una especie de limbo muy físico peor a la vez emocional, donde cada uno lleva lo que lleva como puede o siente. Los (des) encuentros de los dos hermanos, y a través de ese espacio silencioso, roto por el mar, y esa situación de prisión, escenifica con sensibilidad y creatividad todo ese conflicto emocional que atraviesan los dos personajes principales, atados y experimentando la adolescencia y el duelo por la madre fallecida, una especie de dos náufragos emocionales varados en una isla demasiado ajena y alejados de una realidad muy jodida y un futuro lleno de incertidumbre, como si todo lo que les ocurre, les estuviera sucediendo a otros que se les parecen mucho.

Bendesky necesitaba a dos intérpretes jóvenes que supieran transmitir el tsunami emocional que sufren los dos hermanos, y los ha encontrado en la capacidad transmisora de Laila Maltz (que habíamos visto esplendorosa en las imprescindibles Kékszakállú (2016), de Gastón Solnicki, y en Familia sumergida (2018), de María Alché) componiendo un personaje muy perdido, sin rumbo, experimentado con las energías alternativas, el amor y la sexualidad, desesperada por encontrar ese camino lleno de niebla que no logra atajar, y Tomás Wicz, otro joven talentoso, que arma con sabiduría e intensidad ese Lucas, lleno de energía y pulsión sexual que quiere desatar cuanto antes mejor. Dos hermanos, dos almas perdidas y sin rumbo, dos formas diferentes de enfrentarse al duelo en la adolescencia, rodeados de una casa ajena y extraña, llena de recuerdos y la memoria de los ausentes, de vivencias demasiado lejanas, demasiado perdidas en el tiempo, llenos de miedo y de inseguridades con respecto a la madre fallecida, en ese doloroso proceso de duelo, en que la película también introduce interesantes elementos de un humor negro para aliviar la tensión que viven los dos hermanos, unos Robinson Crusoe atrapados en una costa en invierno, en una luz tenue y apagada, y una casa llenas de demasiados sombras y lugares oscuros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Alanis, de Anahí Berneri

RETRATO DE UNA TRABAJADORA SEXUAL.

La película se abre de un modo brillante y demoledor, a través de un plano fijo (asfixiante, sin espacio para respirar) observamos a una mujer de unos 25 años mientras se asea en el lavabo, se desnuda y entra en la ducha, la vemos apenas reflejada en un espejo, por partes (constante que se repetirá a lo largo del metraje, creando esa mirada de vidas a trozos que tienen que recomponerse). Corte a la bañera, donde agachada se frota fuertemente y se vierte agua. Inmediatamente después, descubrimos que tiene un hijo, Dante de año y medio, y comparte piso con Gisela, donde reciben a los clientes. Alanis es trabajadora sexual. La siguiente secuencia es la policía, que pasándose por clientes, irrumpen en la vivienda y las sacan a patadas, llevándose detenida a Gisela acusada de trata. Alanis con su hijo a cuestas se va a vivir con su tía temporalmente. La directora Anahí Berneri (Buenos Aires, Argentina, 1975) afronta en su quinto trabajo, el marco de sus anteriores películas, retratos duros, y en primera persona, de seres en continuo conflicto por encontrar su lugar en la sociedad, y en el mundo. En su debut, Un año sin amor (2005) mostraba la lucha encarnizada de un escritor homosexual enfermo de sida, en su siguiente trabajo, Encarnación (2007) describía la vuelta a su pueblo natal de una ex actriz madura que tuvo su fama en películas de serie B, en Por tu culpa (2010) el conflicto de una mujer divorciada y madre de dos hijos, y en Aire libre (2014) el tedio de una pareja que acaba viviendo separada.

En su nuevo trabajo, continua con sus temas preferidos abordando las cuestiones de género desde una mirada intimista y realista, en la que captura con  su cámara las 72 horas de una mujer joven que se dedica a la prostitución por decisión propia, en una manera de subsistir, de tirar hacia delante. Alanis es despojada de su hogar, de su lugar de trabajo, se ve sacada a golpes de su vida, peor con su carácter de superviviente nata, encuentra lugares para ejercer su trabajo, como en el interior de un coche en las vías muertas de una estación, o por las calles nocturnas, en las que las prostitutas dominicanas ejercen su posición y la echan a patadas. Berneri huye de cualquier posicionamiento moral o subrayados sentimentales, su película es un retrato de una trabajadora sexual, de su personalidad, en continuo movimiento, en su búsqueda de trabajo y de salir de su situación temporal, mientras sigue amamantando a su hijo, y encontrando, por todos los medios a su alcance, el camino a seguir, mostrando una dignidad fuera de lo común.

Alanis es una película de cine directo, cine de guerrilla, de militancia, donde pone en cuestión el trato a las mujeres que ejercen la prostitución por voluntad propia, en el que abre el eterno debate sobre la hipocresía moral de una sociedad que acepta trabajos precarios como legales, mientras, por el contrario, ejerce una mirada ambivalente sobre el trabajo sexual, que sin prohibirlo a nivel gubernamental, lo persigue y lo condena. Alanis está filmada con contundencia, dando golpes en la mesa, con esos planos fijos, algunos muy cortantes, y otros, despiadados y brutales, sin música añadida, apoyando la naturalidad y el realismo que persigue la cineasta, como la inmensa interpretación de Sofía Gala Castiglione, llena de crudeza, realismo y sangre, consiguen emocionarnos y sumergirnos, no solamente a un nivel físico, sino en todos los niveles, penetrando en su cuerpo, su piel, sus pechos, y su sexualidad, como la tremenda escena sexual (la única que veremos en toda la película) donde la violencia ya no es física, sino verbal.

Berneri, con la ayuda de su socio, el guionista Javier Van de Couter (que repite después de Aire libre) realiza un crónica de sucesos, alejada de los informativos moralistas, con toda su crudeza punzando, explorando los pliegues de ese mundo de calle y realista que se nos escapa, que apenas vemos y late en los rincones más oscuros y sucios de nuestras ciudades. En sus apenas 82 minutos, una película-retrato sobre una mujer, su maternidad, su trabajo y sus quehaceres cotidianos haciendo frente a una sociedad moralista y a ese Buenos Aires oscuro, inmigrante y marginal, donde las vidas frágiles y de urgencia, se mueven dando palos aquí y más allá, levantándose del suelo después de recibir todo tipo de golpes, tanto físicos como emocionales, pero siguiendo por el camino elegido, en busca de clientes, y cogiendo unos pesos de la caja si hacen falta, caminando a la vera de una mujer, en este caso trabajadora sexual, a través de su desnudez, su sexualidad, que comete errores y es compleja, como todos nosotros, pero seguirá en pie enfrentándose a todo y todos, en su forma de trabajo, en su manera de afrontar la vida, a ella misma, en su maternidad, y en su trabajo sexual.

Alanis es una película inmensa, llena de honestidad y sinceridad, sin complejos ni añadidos, que rezuma carácter y humanismo por los cuatro costados, de ese cine que corta el alma, pero profundamente necesario y valiente, como aquel cine enmarcado en la más profunda realidad directa que profundizaba en los temas cotidianos, en los más cercanos y en los que tenían que ver con las circunstancias personales, como el que ejercían Renoir, Rossellini, los cineastas del Free Cinema, los de los Nuevos Cines, y tantos otros, en su afán de crear un naturalismo callejero, del aquí y ahora, creyendo en el cine como herramienta social y política de reflexión y conocimiento, en un medio eficaz y de resistencia para retratar a personas, las que el moralismo viejuno y estúpido, que invisibiliza y expulsa a la periferia, criminalizándolos, en muchos casos, solamente por llevar vidas completamente diferentes a los que el orden social burgués ha impuesto como correcto. Vidas que sobreviven a diario, a duras penas, llenas de obstáculos, esas vidas que nos cruzamos cada día por la calle mientras vamos en dirección a nuestras cosas.