Argentina, 1985, de Santiago Mitre

DIGNIDAD Y JUSTICIA.

“El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo de saber nos condena a la ignorancia; el miedo de hacer, nos reduce a la impotencia. La dictadura militar, miedo de escuchar, miedo de decir, nos convirtió en sordomudos. Ahora la democracia, que tiene miedo de recordar, nos enferma de amnesia: pero no se necesita ser Sigmund Freud para saber que no hay alfombra que no pueda ocultar la basura de la memoria”.

Eduardo Galeano

Las cuatro películas que he visto de Santiago Mitre (Buenos Aires, Argentina, 1980), giran en torno a la política, al hecho político. Sus personajes están enmarcados en ambientes donde la política decide sus actos y pensamientos, aunque el director argentino no solo se queda en ese marco, sino que va más allá, y usa la política como un pretexto para hablar de algo mucho más profundo, que no es otra cosa de la condición humana, toda su complejidad, contradicción y oscuridad, porque sus individuos, tengan el cargo que tengan a nivel político, están obligados a manejar sus aspectos personales, íntimos y menos públicos.

Mitre profundiza en las almas de sus personajes a partir de las situaciones morales que la política los lleva sin remedio, explorando todos sus actos y como no podría ser de otra manera, la gestión de esas consecuencias, que como suele ocurrir, nunca llegan a ser las más acertadas y las más comprensibles ante los ojos de los otros. Aunque, una cosa si tienen las almas de Mitre, nunca son personas que se dejen avasallar por las circunstancias y siguen remando a contracorriente, siguen creyendo en sus ideas y sobre todo, en su justicia. Con Argentina, 1985, el director Santiago Mitre se enfrenta por primera vez a un caso real, y a un persona como el fiscal Julio Strassera (1933-2015), convertido en el personaje de la película, porque a partir de él se construye todo el entramado. A partir de un guion del propio director y Mariano Llinás, toda una institución del cine más personal y profundo de Argentina, a través de El Pampero Cine, en su cuarto guion junto a Mitre, después de Paulina (2015), La cordillera (2017), y Pequeña flor (2022). La trama cuenta el caso real de Strassera, junto a su asistente Luis Moreno Ocampo y el equipo de jóvenes abogados, que se encargaron de la acusación en la causa contra los nueve mandos del ejército argentino, integrantes de la dictadura cívico-militar que entre el 1976 y 1983, que bajo las órdenes de Videla  sembró de detenciones, torturas, asesinatos y desaparecidos el país.

La película se desarrolla en dos tiempos. En la primera mitad, asistimos a la preparación del juicio, siguiendo las investigaciones y la recavación de información para preparar la acusación. En la segunda mitad, asistimos al juicio, en el que nos muestran las grabaciones reales, tanto de video como de audio que se registraron del juicio, que casa con la imagen de la película, más cuadrada que la estándar, un preciosista e intenso trabajo de Javier Julia, que ya había trabajado con Mitre en La cordillera y Pequeña flor, y qué decir del rítmico y magnífico trabajo de montaje de Andrés P. Estrada, que ha trabajado con gentes tan importantes como Pablo Trapero, Juan Schnitman, y estuvo en el equipo de La cordillera, en una película de ciento cuarenta minutos con un grandioso ritmo, en el que no cesan de suceder cosas, tanto físicas como emocionales. La excelente música de Pedro Osuna ayuda a sumergirnos en el contexto social, económico y cultural de aquella Argentina que quería hacer memoria en una democracia todavía con el olor a muerte y destrucción de la dictadura.

Un grandísimo reparto entre los que destaca un extraordinario Ricardo Darín, que se nos acaban los calificativos de este enorme actor, el bonaerense hace toda una amalgama de registros y detalles que son toda una lección de cómo interpretar y sobre todo, como capturar la esencia de un tipo que, muy a su pesar, tuvo que lidiar con el juicio más importante de la historia de Argentina, en uno de esos personajes con alma, sencillos y tremendamente cotidianos, como los que construía Frank Capra en sus maravillosas películas, gentes de aquí y ahora, de carne y hueso, que están muertos de miedo ante lo que les espera, enfrentarse al poder más oscuro y terrorífico, pero aún así, sacar valentía y ser dignos y hacer lo imposible por reparar las injusticias cometidas, y sobre todo, no rendirse jamás, a pesar del miedo, de las dudas y las amenazas a las que son sometidos por ese poder invisible y asesino. Bien acompañado por su peculiar Sancho Panza, el actor Peter Lanzani, al que habíamos visto en El clan, de Trapero, y El ángel, de Luis Ortega, se mete en la piel del asistente Luis Moreno Ocampo, un tipo sin experiencia que, a pesar de la oposición materna y familiar, con militares como parientes, se enfrenta a ellos y trabaja en lo que considera justo, necesario y digno.

En personajes más de reparto, nos encontramos con un actor que nos encanta, el veterano Norman Briski, que tuvo su idilio con el cine español, en películas de Saura y Gutiérrez Aragón, cuando estalló la dictadura y se exilio por estas tierras. En un personaje entrañable, de frágil salud, mentor de Strassera, con conversaciones de esas que encogen el alma y sirven para que el personaje que hace Darín tenga una voz de la experiencia, una especie de padre y amigo a la vez. Y, también encontramos la presencia de Laura Paredes, una actriz fetiche de “Los Pampero”, en un rol de superviviente de la dictadura. Mitre ha construido una película fabulosa, que tiene de todo, alma y cuerpo, que habla de política, de memoria, de dignidad y de justicia, de unos pocos hombres y mujeres que se enfrentaron a los asesinos militares de su país, y lo hicieron con las armas que tenían, libertad, democracia, reparación y verdad, palabras que deberían ser una realidad, y que suelen costar tanto que se materialicen en las sociedades actuales en las que vivimos. La película no necesita florituras ni aspavientos narrativos ni demás, para convencer al espectador y llevarlo de su mano, porque todo lo cuenta tiene una parte conmovedora y sensible, sin ser sensiblera ni condescendiente, y sumerge al espectador en este viaje de la dignidad y la justicia para los que ya no están y para los que se han quedado, para construir una sociedad un poco mejor cada día, aunque, como vemos en la película, haya que seguir luchando y luchando, y sobre todo, desenterrando muertos y darles la voz que otros le negaron. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Todos lo saben, de Asghar Farhadi

LA DESAPARICIÓN DE IRENE.

Siempre resulta estimulante volver a ver una película de Asghar Farhadi (Khomeini Shahr, Irán, 1972) por la fuerza de sus imágenes, enmarcadas en la más pura cotidianidad, describiendo con firmeza esos ambientes secos y fríos por los que se mueven sus personajes, donde en una aparente tranquilidad, o eso parece, irrumpe algo violento en forma de suceso que trastocará las vidas de sus protagonistas, abriendo la caja de Pandora, y llevándolos hacia el abismo, en unos relatos que arrancan como melodramas intensos, cerca de la mirada neorrealista para derivar en thrillers ásperos, duros y muy oscuros. Todos lo saben es una película que nace a través de dos elementos que ya habíamos visto en sus anteriores películas, la desaparición de un personaje que destapará viejas rencillas ya formaba parte de la estructura de A propósito de Elly (2009) la película que sacó a Farhadi de Irán y lo llevó al escaparate internacional con su premio en la Berlinale al mejor director, un relato con ecos de la novela El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, donde unos días de asueto de un grupo de amigos se convertían en unos días de pesadilla y revelaciones muy inesperadas, y por otra parte, El pasado (2013) la película de Farhadi que filmó en Francia, donde encontramos el elemento del pasado, espacio que desembocará a inesperados descubrimientos que tensará aún más si cabe la relación turbia que viven los personajes.

Dos elementos, la desaparición y el pasado, estructuran la octava película del cineasta iraní, aunque si bien es cierto, que el pasado forma parte de una manera más visible o menos en los relatos de Farhadi. En los primeros minutos de la película, Farhadi nos habla de un reencuentro, Laura, la hermana mediana, que vive en Argentina, llega al pueblo  para la boda de Ana (un espacio de la España profunda, donde se vive de las viñas, de las habladurías, y de la falta de trabajo) con sus dos hijos, Irene, la adolescente rebelde y un niño de seis años. Allí, se reencontrará con su familia, Mariana, la hermana mayor, y su marido, Fernando, y Rocío, la hija de ambos, que regentan una pequeña pensión, y por otro lado, Ana, la pequeña que se casará con Joan, y el patriarca de la familia, Antonio, que ahora se ha convertido casi en un inválido. También, encontraremos a Paco y su mujer Bea, Paco es el dueño de las viñas, e hijo de los antiguos guardas cuando las viñas eran de Antonio.

Presentados los personajes y sus relaciones, todos asisten a la boda, durante la celebración, y sin que nadie se percate, Irene desaparece y todos se ponen a buscarla. También, aparecerá otro elemento de tensión en el relato, Alejandro, el padre de Irene y marido de Laura, al que iremos descubriendo su pasado y cómo afecta al devenir de los acontecimientos. A partir de ese instante, con todos los actores de la contienda, Farhadi nos envuelve en un durísimo y oscuro melodrama familiar en el que las viejas rencillas del pasado aflorarán de manera brusca y rasgada que ira quebrando las relaciones entre unos personajes enmadejados que hablan poco y esconden muchísimo más, donde unos y otros, se moverán casi en tinieblas a pesar de la luz cegadora que desprende la película. El cineasta iraní construye un enérgico e intenso thriller donde nadie parece conocer las intenciones del otro, en un retrato sobre la culpa y sobre todo, la mentira, en el que unos personajes muy de aquí, donde cada uno de ellos se mueve bajo presión y movido por unos intereses personales y muy oscuros.

La película recoge el aroma de los dramas castellanos, donde las tierras, la familia y el pasado se entrecruzan creando atmósferas irrespirables y siniestras, donde la violencia campa a sus anchas y todo se puede quebrar en cualquier momento. En algunos momentos, el retrato deriva en los secos dramas rurales carpetovetónicos y trágicos que tanto afloran en la literatura y cine españoles, donde los hechos violentos derivan siempre de tensiones ancestrales entre los vecinos y los más allegados, donde la problemática del territorio y las viejas rencillas dirigen los ánimos oscuros y vengadores de sus lugareños. Farhadi ha recogido con mano maestra toda esa atmósfera y violencia latente, con esa luz brillante y maligna que atraviesa sin  respiro toda la película, con esa mirada contundente y acogedora de José Luis Alcaine, uno de los más grandes cinematógrafos de nuestro país (habitual de Almodóvar, con la que la película mantiene algún rasgo) o el sobrio y preciso montaje de Hayedeh Safiyari (habitual del director desde Fireworks Wednesday (2006) a excepeción de El pasado) y la música de otro grande como Alberto Iglesias, que en ciertos instantes, sirve para crear ese ambiente malsano que desata la desaparición de la chica.

Farhadi mueve a sus personajes, tanto a nivel físico como emocional, sin caer en la caricatura o la superficialidad, creando la tensión justa, sin necesidad de aspavientos sentimentales, sólo los pertinentes y adecuados, dejando a cada personaje su espacio y su rol dentro del relato, como la aparición del policía retirado, que aún echa más leña al fuego, ya que advierte con esa solemnidad y locuacidad de José Angel Egido, maravilloso en su rol, que las enemigos no andan muy lejos de la casa. El director iraní cuenta con un reparto de altura, con una Penélope Cruz haciendo de esa mujer y madre que sufre y padece la ausencia de su hija (con ecos del que hizo en Volver) con esos intensos y durísimos momentos con Paco, el personaje que hace Javier Bardem, con esa mezcla de crudeza y pasión que lo han convertido en uno de los actores más importantes del panorama cinematográfico, y ese Ricardo Darín, católico a ultranza que desafía el clan familiar e inseguro y desbordado ante los acontecimientos.

Unos principales bien acompañados por esa retahíla de secundarios que juegan un papel fundamental, como ese Fernando que hace Eduard Fernández, pasado de kilos y auspiciado por las deudas, con su mujer Mariana que también hace una estupenda Elvira Mínguez, o esa Bárbara Lennie como la mujer de Paco, que hace esa voz de la conciencia que Paco se niega a escuchar, o Inma Cuesta y Roger Casamajor transmitiendo esa paz que tanto se necesita ante tanto ruido emocional, sin olvidarnos de Ramón Barea, con su fuerza y torpeza, del que ya le quedan pocos tiros que pegar, y los interesantes Sara Sálamo con un personaje oscuro, y la agradable presencia de Carla Campra como Irene llevándose el protagonismo en los primeros minutos. Farhadi ha salido airoso en su nueva aventura internacional después de filmar en Francia y en francés, ahora le ha tocado el turno al idioma del Quijote, situándonos en uno de esos pueblos interiores toledanos, donde las cosas parecen una cosa y en realidad son otra, dejándonos ver hasta qué punto las mentiras forman parte de nuestra cultura y nuestra manera de pensar y hacer, en un oscurísimo melodrama familiar donde todos sus personajes obedecen a sus instintos y pasiones más ancestrales mamadas desde que eran niños, donde las cosas se resolvían en familia, pese a quién pese y caiga quien caiga.

Entrevista a Javier Cámara

Entrevista a Javier Cámara, actor de «Truman». El encuentro tuvo lugar el martes 27 de octubre de 2015, en la terraza de la habitación 801 del 10º piso del Hotel NH Calderón de Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Javier Cámara, por su tiempo, generosidad y simpatía, a Sandra Ejarque de Vasaver, por su paciencia, amabilidad y cariño, y a un colega que tuvo el detalle de tomar la fotografía que ilustra la publicación.

Truman, de Cesc Gay

truman_40911DESPEDIRSE DEL QUE SE VA

En Las invasiones bárbaras, de Denys Arcand, un grupo de amigos se reunían para despedirse de uno de ellos que tenía cáncer terminal. El séptimo título de Cesc Gay (Barcelona, 1967) anda por esos parámetros, no se trata de un grupo de gente, sino de uno, Tomás, que recorre medio mundo para despedirse de su amigo Julián, enfermo de cáncer, que ha decidido dejar el tratamiento y esperar el final, junto a su perro Truman. Gay sigue explorando sus temas preferidos, las relacionales de unos personajes incapaces de mostrar sus emociones, y relacionarse con los que más quieren, en definitiva, de mostrase a sí mismos. Seres torpes e ineficaces a la hora de abrirse a los demás, de explicar lo que sienten, y comunicar lo que les sucede, Bergman los denominaba paralíticos emocionales.

El cineasta barcelonés tiene la habilidad de conducirnos por una historia que a priori podría verse como un drama de muy y señor mío, pero Gay renuncia a cualquier tipo de sentimentalismo que arrastre al espectador a su drama, por el contrario, fabrica un admirable y contundente ejercicio de contención que traspasa nuestras miradas, que nos introduce en un encuentro entre dos amigos que hace la tira que no se ven, pero que siempre han estado juntos. Dos tipos que se quieren y admiran, como muestra una de las secuencias, donde Julián le dice a Tomás que admira su generosidad, y éste le devuelve el cumplido anunciándole que le encanta su valentía. Dos hombres que pasarán los próximos cuatro días hablando, discutiendo, y sobre todo, viviendo el instante, nada más que eso. El pasado no importa, importa el aquí y ahora. Dos amigos con vidas opuestas y muy diferentes, Tomás vive en Canadá junto a su mujer e hijos, y Julián, en Madrid, actor de profesión que vive sólo junto a su perro. Un animal que le ayuda a no estar sólo, que quizás es el único que lo entiende, o es el único que lo soporta.

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Como sucedía en anteriores trabajos de Gay, vuelve a contar con su habitual cómplice, Tomàs Aragay, en labores de escritura, para desarrollar una historia que sigue el camino que arrancó con En la ciudad, siguió con Ficció, luego con V.O.S., y finalmente Una pistola en cada mano, historias corales, situadas en Barcelona o alrededores, donde las relaciones sentimentales componían la sinfonía de su trama, personajes de clase media, pero sin mucha suerte con las dichosas emociones. Aquí, Gay vuelve a hacer gala de sus dotes de narrador, para relatar un encuentro entre dos amigos, pero a la vez, hay espacio para otros desencuentros, los amigos que fingen que no te vieron, y no tienen excusa, los que si te ven, pero tenían razones para no hacerlo, al hijo que cuesta contarle la verdad de uno, la ex mujer que pasaba por allí, elegir los ornamentos y cómo será tu funeral, o sobre todo, la preocupación de Julián, por el futuro de su perro, con quién se quedará y cómo vivirá sin él. También conoceremos a Paula, la prima de Julián, que representa esa parte que muestra su desacuerdo por la decisión tomada por su primo. Tomás llega con esa idea, pero poco a poco, irá desistiendo y aprovechará ese tiempo, el último que va a vivir junto a su amigo, para disfrutar de su compañía y de esos momentos que ya no volverán. Gay se muestra habilidoso en parir secuencias que muestran el interior de los personajes que va más allá de lo que a simple vista vemos, sumergiéndonos en una desnudez brutal que nos enfrenta a nuestros propios miedos e inseguridades. El tándem actoral, Darín y Cámara, (premiados en el Festival de San Sebastián) que vuelven a repetir con Gay, nos regalan unas composiciones humanas y sensibles, donde las razones ya no importan, lo que prevalece son los sentimientos, la amistad, el encuentro con el viejo amigo, compartir una comida, unas copas, un viaje y sobre todo, saber que tenemos a alguien cerca y en quién confiar, sin pedir nada a cambio, sólo con amor, ofreciendo el corazón, como cantaba Sosa.