Asuntos familiares, de Arnaud Desplechin

YA NO SOMOS HERMANOS.  

“Cuando odias a una persona, odias algo de ella que forma parte de ti mismo. Lo que no forma parte de nosotros no nos molesta.”

Herman Hesse

Mucho del prestigio internacional que ha conseguido el cineasta Arnaud Desplechin (Roubaix, Francia, 1960), lo ha adquirido centrándose en las complejidades de las emociones humanas, y más concretamente, las que tienen que ver en el universo familiar. Si tuviésemos que quedarnos con una película que refleja el alma de su cine esa sería, sin lugar a dudas, Un cuento de Navidad (2008), en el que a partir del encuentro de la familia Vuillard, vamos viendo las diferentes relaciones, tranquilas y feroces, que mantienen los diferentes miembros, y más aún, cuando la madre necesita un trasplante y el único donante es el oveja negra de la familia. En Asuntos familiares (“Frère et soeur” del original que traduciremos como “hermanos”), edifica su drama cotidiano y complejo a través de la relación rota entre dos hermanos, también llamados casualmente Vuillard de apellido. Ella, Alice, reputada actriz de teatro, odia a Louis, un exitoso escritor y profesor. 

La película obvia y con razón las causas de ese odio feroz y violento, se toma su tiempo para mostrarlo, le interesa más cómo actúan estas almas heridas, indagando en ese odio enfermizo como podemos presenciar en la secuencia prólogo que abre la historia. El director francés escribe un guion junto a Julie Peyr, con la que ha trabajado en cinco películas, centrado en ese odio, sí, pero como suele ser habitual en el cine de Desplechin, con muchos satélites alrededor, que no solo lo enriquecen, sino que lo tensan con más subtramas. Tenemos el accidente de los padres mayores que convertirá el hospital en el centro neurálgico donde los hermanos pueden reencontrarse después de veinte años de silencio, también, la parte artística, un elemento importante en el cine del cineasta francés, y como no, la familia, la otra familia, el otro hermano, sobrinos, las parejas y demás amigos, incluso alguna admirado rumana que mucho tendrá que ver con la situación emocional que vive Alice. Durante los ciento ocho minutos de metraje se opta por la linealidad en el relato, aunque hay algunos destellos en forma de flashback, en los que nos van dando pinceladas del amor entre los dos hermanos enemistados, y como no, su ruptura, un amor que no es contado como si fuese una historia sentimental, tema que también está muy presente en la filmografía de Desplechin. Uno de esos amores que se rompen, que uno de los dos rompe, y rompe de manera abrupta, de los que duelen para siempre, de los que te dejan en un vínculo-bucle de difícil escapatoria, como le sucede a Louis, que se ha quedado muy herido. 

Un tema como la envidia que será el conflicto que más guerras emocionales genera a lo largo de la historia de la humanidad es el quid del enfrentamiento entre los dos hermanos, unos Caín y Abel que no se hablan, que todo esa distancia y silencio les ha hecho muchísimo daño, un daño que ha afectado al resto de parientes y allegados. Pero la película no se queda sólo en una especie de resolución como si fuese un thriller de manual, ni mucho menos, la historia es sumamente compleja, hay dulzura y sensibilidad, amor entre la familia y demás muestras de cariño, sin lugar a dudas, aunque eso sí, como la vida misma, también asistimos a actos de  violencia verbal y física, malas miradas, gestos muy reprobables y muchísimo odio y silencio. Todo contado con una gran naturalidad y cotidianidad, mezclándolo todo en secuencias que tienen de todo, amor y furia, cariño y dolor, alegría y tristeza, y esos momentos en los que uno o una no sabe cómo definir y sobre todo, no sabe cómo ha llegado a ese punto de no retorno y porque puede haber tanto dolor en personas que una vez se amaron. 

El cineasta francés cuenta con algunos cómplices que lo han acompañado a lo largo de su filmografía que pasa de la decena de títulos como el músico Grégoire Hetzel, al que hemos escuchado en películas de Denis Villeneuve, Anne Fontaine, Mathieu Amalric y Catherine Corsini, entre otras,  que le da ese toque de misterio y naturalidad que tanto le va al tono y el estado de ánimo que tiene la película, así como la luz y textura que firma la cinematógrafa Irina Lubtchansky, de la que hemos visto películas tan importantes como El último verano (2009), de Jacques Rivette, Un hombre fiel (2018), Louis Garrel, y Un año, una noche (2022), de Isaki lacuesta, en un gran trabajo donde la cámara se convierte en uno más, un elemento esencial en el universo Desplechin, donde la cámara traspasa y escruta a sus personajes, abriendolos en canal y mostrando lo que son, sus bondades y miserias, sus miedos y valentías y sobre todo, sus locuras y sus alegrías. Otro habitual es el montador Laurence Briaud, presente en casi todos sus trabajos, que da coherencia y sentido a este laberinto emocional tan sumamente complejo y agotador. 

Un tema capital en el cine de Desplechin es la elección del reparto, porque sus personajes no son individuos de una sola pieza, tienen muchos rostros, muchos cuerpos y atraviesan por muchas tempestades interiores y exteriores, y no es nada fácil meterse en sus entrañas. Por su mirada han pasado grandes como Emmanuelle Devos, el citado Amalric, Catherine Deneuve, Benicio del Toro, Charlotte Gainsbourg, Roschdy Zem y Léa Seydoux, entre otros y otras. Para sus dos hermanos ha contado con dos conocidos como Marion Cotillard para ella, que ya la tuvo en Los fantasmas de Ismael (2017), en el rol de una gran actriz de teatro que está representando Los hermanos Karamazov, de Dostoyevski, como no podía ser de otra manera (con ese momento impagable del hermano parándose delante de su cartel y la mirada que le sale del alma), adicta a las pastillas para soportar tanta soledad e infelicidad, y Melvil Papoud para él, que era uno de los integrantes de la mencionada Un cuento de Navidad, ese escritor maldito que se ahoga en su mierda y anda perdido y alejado de sí mismo. 

Dos almas demasiado iguales, demasiado diferentes, situados en las mieles del éxito, casi como dos pretendientes de una sola silla, aspirantes a la corona y sobre todo, dos almas heridas, rotas y vapuleadas, que piden amor, amor de verdad, y no lo logran. Golshifeth Farahani como Faunia, la pareja de Louis, actúa como un pilar que ayuda a su hombre a no romperse del todo, y luego, todo un ramillete de buenos intérpretes que dan esa profundidad tan característica en el cine de Desplechin. Asuntos familiares es una película honda, altamente sensible, que incómoda y mucho. Un retrato certero y profundo que nunca se mira hacia sí mismo, sino que en cada momento está interpelando a las emociones del espectador, en esa montaña rusa vertiginosa donde andan subidos sus dolidos protagonistas que arrastran su odio, su culpa y su mierda sin descanso. Una cinta que nos propone un viaje sin billete de vuelta a las profundidades del alma, a todo aquello que queremos olvidar y no podemos, contra todo aquello que luchamos en silencio, con todos nuestros desequilibrios y soledades. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un diván en Túnez, de Manele Labidi

LA CONSULTA DE SELMA.

“Burocracia es el arte de convertir lo fácil en difícil por medio de lo inútil”

Carlos Castillo Peraza

Si hay algún elemento inconfundible que define el universo berlanguiano, ese no es otro que, el enfrentamiento desigual entre el corriente ciudadano y la burocracia, o más bien, deberíamos decir, el sometimiento del honrado y humilde ciudadano ante una burocracia partidista, compleja, jerárquica y triste, propia de un país quebrado política y socialmente hablando, que se cae en pedazos, un país sumido en el caos, y sobre todo, un país que oprime legalmente a sus ciudadanos, obligándolos, en la mayoría de casos, al exilio o a los designios de un estado dictatorial. Muchas de esas pautas sigue Un diván en Túnez, opera prima de Manele Labidi, franco-tunecina de 1982, a partir de experiencias personales, construye el personaje de Selma, tunecina de nacimiento y exiliada a Francia, como ella, junto a sus padres a los cinco años, y ahora, adulta, vuelve a su tierra con la intención de empezar de nuevo, y abre una consulta de psicoanálisis en la buhardilla donde reside, junto a su tío y su familia, en uno de los suburbios más populares de la capital tunecina.

Selma aterriza en Túnez sumido en el caos y en el desconcierto, saliendo de tres décadas de dictadura, mientras recoge sus pedazos. Un país que ha emprendido un viaje de incertidumbre y reconstrucción, en una especie de camino introspectivo en el que todavía la población anda buscándose y no para de hablar, tras años en silencio impuesto, en un país que todavía recoge las miserias de los años del plomo, y a la vez, comienza a entender que la libertad recién estrenada, no será nada fácil y rápida. Selma empieza a tener clientes, parece que la gente tiene ganas de expresar aquello que le preocupa, aquello que ha callado tantos años, aquello que no entiende de sí mismo, y sobre todo, entender ese futuro incierto todavía oscuro de su más ferviente cotidianidad. Pero he aquí la cuestión, el estado tradicionalista, no ve con buenos ojos la iniciativa, que se sale completamente de las tradiciones del país, y se descuelga, exigiéndole un permiso especial para continuar con su consulta, una serie de trámites sin fin, extraordinariamente arduos de conseguir,  que sacarán de quicio a Selma y la llevarán a replantearse su vida en Túnez.

Labidi nos habla de la situación política, económica, social y cultural en un Túnez después de la revolución de primavera del 2011, donde la gente ha despertado y empieza a buscar y buscarse, y que mejor contexto que el psicoanálisis, y lo hace vistiendo de comedia, eso sí, una comedia disparatada y febril, donde aparte de Selma, tenemos a los personajes más variopintos que dan el reflejo emocional de un país a la deriva, pero lleno de vitalidad y fuerza, arrancando con su peculiar familia, un tío, un alcohólico amargado y derrotado, de buen corazón que, insta a su hija para que estudie, su mujer, la guardiana de la casa y llena de energía, la hija, una rebelde sin causa que hace lo imposible para salir de Túnez y emigrar a Francia, también, tenemos a un vecino, imam religioso, deprimido por el abandono de su esposa, un policía, que vale para todo, desde un control de alcoholemia, sin aparato, hasta cualquier incidente, al que le atrae Selma, una funcionaria peculiar, que debido a la crisis, vende cualquier producto de contrabando a las mujeres, y la retahíla de pacientes, desde el obsesionado que se cree espiado por los servicios secretos, el panadero, en busca de su identidad, la peluquera cincuentona que está muy perdida, o la señora que busca recetas y medicinas…

Personajes todos ellos definidos y complejos, con sus pequeñas o grandes alegrías y tristezas, que huyen de la caricatura y de de la superficialidad, dotando al relato de interés y profundidad, llevados por las ansias de libertad del país, pero arrastrados por un país religioso y tradicional, que nos recuerdan a los que pululaban por las comedias italianas como La ladrona, su padre y el taxista, de Blasetti o Matrimonio a la italiana, de De Sica, o las comedias negras de Berlanga-Azcona, con sus Plácidos, José Luis o Canivells, todos ellos pobres diablos metidos, a su pesar, en un país de pandereta y burrocracia.  Personajes bien retratados e iluminados por esa luz mediterránea obra del cinematógrafo Laurent Brunet (que ha trabajado con nombres tan importantes como Amos Gitai, Martin Provost, Christophe Honoré y Karin Albou, entre otros), y la energía necesaria con el exquisito montaje de Yorgos Lamprinos (con películas como Custodia compartida, de Xavier Legrand, en su haber), dotan a la narración de esa dicotomía que reina toda la historia, entre la tradición y modernidad en la que se mueven los personajes, en una especie de limbo, tanto personal como emocional, y del país en el que se encuentran, todas esas personas que van y vienen por un país sumido en múltiples cambios que todavía arrastra un pasado atroz y difícil de olvidar.

Destaca el maravilloso reparto lleno de rostros tunecinos conocidos como los de Majd Mastoura como el policía (ganador del Oso de Plata por la película Hedi, de Mohamed Ben Attia), o los de Hichem Yacoubi como el panadero (intérprete que hemos visto en películas tan importantes como Un profeta, de Jacques Audiard), entre muchos otros, que destilan naturalidad, comicidad y complejidad, juntos a la grandísima presencia de Golshifteh Farahani, convertida en la actriz iraní más internacional, dando vida a una mujer que vuelve a su pasado y se reencontrará con demasiadas huellas que creía olvidadas. Selma es una mujer inquieta, solitaria, taciturna e independiente. Una especie de rara avis en ese Túnez, generalmente hablando, que no está casada, no tiene hijos y siempre tiene el cigarrillo en la comisura de los labios. Una alma libre, decidida y transparente, pero también, llena de miedos, inseguridades y vacía, cuando tropieza con ese estado que pretende imponerse a cualquier avance liberador, un estado incapaz de ver los cambios sociales, y agarrado a ese pasado turbio y oscuro, donde los sueños de Selma se obstaculizan continuamente, demandando inútiles documentos que no sirven de nada, solo para controlar y deshacer los sueños de una población ávida de luz y libertad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Paterson, de Jim Jarmusch

poster_patersonLA BELLEZA DE LO COTIDIANO.

“Nada es original. Roba de cualquier lado que resuene con inspiración o que impulse tu imaginación. Devora películas viejas, películas nuevas, música, libros, pinturas, fotografías, poemas, sueños, conversaciones aleatorias, arquitectura, puentes, señales de tránsito, árboles, nubes, masas de agua, luces y sombras. Selecciona sólo cosas para robar que hablen directamente a tu alma. Si haces esto, tu trabajo (y robo) será auténtico. La autenticidad es incalculable; la originalidad es inexistente. Y no te molestes en ocultar tu robo, celébralo si tienes ganas. En cualquier caso, siempre recuerda lo que dijo Jean-Luc Godard: No es de donde sacas las cosas, es en donde las pones.”

Jim Jarmusch

Los personajes de Jarmusch (Akron, Ohio, EE.UU., 1953) son gentes humildes y sencillas, que no destacan ni tampoco lo desean, suelen vagar por ciudades pequeñas o en las periferias de grandes ciudades, no siguen un patrón fijado, no van a la caza de algo o alguien, sino caminan, en un viaje sin fin, del que poco sabemos, porque poco nos dicen, son individuos que tienen poco y tampoco ansían más, sus ilusiones tienen un cariz emocional, desearían ser músicos, poetas o gentes de la bohemia, conocer a los grandes y tomar unas copas y fumarse unos cigarrillos. Poco más. Jarmusch envuelve a sus criaturas que, tienen procedencias y espíritus de toda índole y condición como, músicos frustrados, convictos enamorados, asiáticos rockeros perdidos, transeúntes nocturnos en busca de sí mismos, pistoleros muertos andantes, asesinos místicos, don juanes venidos a menos, vampiros sin alma, etc… Todos ellos, se mueven bajo una espesa capa de melancolía y desilusión, bajo un cielo gris de cualquier lugar, y en unos ambientes vacíos, desnudos, en los que encontramos lugares casi desérticos, bares donde va siempre la misma gente, y siempre se acababa hablando de lo mismo.

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Jarmusch huye de la narrativa convencional, sus obras están estructuradas a través de las emociones de sus personajes, y caracterizadas por fuertes y cargadas atmósferas, dentro de una misé en scene basada en la quietud y en los silencios, unos relatos en los que no hay una fuerte carga dramática, ni nada que conseguir, sólo la cotidianidad más ordinaria y sobre todo, la inmensa futilidad de la vida y sus pequeños placeres y detalles.  En su nueva película, Paterson, nos traslada hasta Paterson, una pequeña localidad en New Yersey, en el que conocemos a Paterson, un joven conductor de autobuses que escribe poesía, Paterson vive con su novia Laura, un torbellino de creatividad (sobre los colores del banco y el negro) e inconstancia, y su perro. Jarmusch acota su película en una semana, y mantiene sus constantes narrativas: repetición de secuencias y situaciones, el protagonista se llama igual que la ciudad, y en el que cada día, de los siete en los que somos testigos, se mantendrá la misma rutina, Paterson se levanta a las 6 y cuarto pasadas, desayuna cereales, se viste y se encamina hacia el hangar donde le espera su autobús, después recorrerá la ciudad conduciendo, mientras escucha furtivamente las conversaciones que mantienen los distintos pasajeros, cuando finaliza, vuelve caminando a su casa, recoge el correo y luego endereza el buzón, entra en casa, saluda a su mujer, que le sorprende con una nueva explosión de creatividad y una nueva idea de trabajo, ya sea artístico o manual, cenan juntos, y más tarde, saca al perro (que es de ella) a pasear, y en un momento dado, lo ata a un poste y entra en el mismo bar y se toma una cerveza, al rato, vuelve a casa y se acuesta junto a su mujer (situaciones que nunca veremos) y así, durante cada día, y los siete días que acontece la película.

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Jarmusch es un gran observador de la complejidad y contradicciones humanas, aquí, su conductor, introvertido y muy silencioso, escribe poesía, pero no sobre los grandes temas de la vida, sino sobre su intimidad, sobre su mirada de su cotidianidad, sobre su mujer, sus comidas, sus trayectos, los árboles que se encuentra, sobre la insignificancia de la belleza más ordinaria y cercana, sobre todos esos ínfimos detalles que se escapan por la aceleración de nuestras vidas. Jarmusch mira a sus personajes desde la tranquilidad y el sosiego, e invita a los espectadores que hagan lo mismo, tomas largas y fijas ayudan a seguir a Paterson y todo lo que le rodea y se va encontrando, incluyendo elementos sutiles que enriquecen la película, como el encuentro con la niña poeta, que Paterson lee uno de su poemas sobre el agua, o el fugaz encuentro matutino con su encargado y la retahíla de problemas que este le cuenta, o más concretamente, el encuentro con el japonés frente a la cascada, lugar que Paterson utiliza para comer al mediodía y contemplar la belleza del lugar.

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La película de Jarmusch se nutre de la intimidad y la delicadeza que nos rodea, de los rincones naturales y posindustriales de una ciudad como Paterson que podría ser cualquiera de las nuestras, del amor como idea de lo sencillo y lo humilde, de las conversaciones tranquilas junto a una cerveza, de todos esos personajes que transitan en comunión por un mundo que parece ir hacia un lado y todos nosotros en la dirección contraria. Jarmusch es un cineasta estadounidense, pero con raíces europeas, es una simbiosis entre lo del viejo continente (el cine de los 60 francés, inglés, o del este…) con las rupturas de la contracultura norteamericana de finales de los 50 (la generación beat con los Kerouac, Ginsberg, Burroughs, y demás) junto a la música de aquellos tiempos que impulsó a tantos jóvenes a lanzarse a la materialización de sus sueños (Neil Young o Iggy Pop, a los que ha filmado en dos películas). El cine de Jarmusch lo pueblan intérpretes que escapan de toda forma y encasillamiento, ha trabajado con músicos (Laurie, el citado Pop o el incombustible Waitts) con actores extranjeros o incluso le ha dado un nuevo aire a intérpretes con personajes muy característicos como Johnny Deep o Bill Murray, ofreciéndolos tipos venidos de vuelta y casi sin ganas de seguir.

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En Paterson, el alma poética que estructura su relato lo interpreta Adam Driver, con su aspecto zangolotino, de considerable altura, y ese rostro impertérrito que mira, observa y articula mínimas palabras, que lo expresa todo en su poesía y su cuaderno, a su lado, el lado opuesto, Laura, interpretada por la iraní Golshifteh Farahani, un no parar, llena de energía, habladora y nerviosa. Se aman y viven felices. Jarmusch logra con lo mínimo un universo inundado de riqueza poética, sólo desde la mera observación, incluso diríamos que en ciertos momentos la película podría ser un retrato de la vida en las pequeñas ciudades del medio oeste norteamericano, pero el cineasta de Ohio alimenta su relato desde la sensibilidad y la belleza de una calle desierta de domingo, la contemplación del tránsito, ensimismarse mirando la naturaleza y la trayectoria del agua,  viendo una película antigua un sábado por la noche, los rincones sucios de una zona industrial, o la escritura en un minúsculo sótano lleno de trastos.