LOS ESPEJOS DE LA FICCIÓN.
“Ningún arte traspasa nuestra consciencia y toca directamente nuestras emociones, profundizando en los oscuros habitáculos de nuestras almas, como lo hace el cine”.
Ingmar Bergman
La isla de Farö, la isla donde Ingmar Bergman (1918-2007), rodó algunas de sus grandes obras como Como un espejo (1961) y Persona (1966), se convirtió en su lugar espiritual, un espacio donde creaba, pasaba largas temporadas y en el que murió y está enterrado. Un lugar de peregrinación para muchos cinéfilos, un lugar enigmático, anclado en un sitio remoto del mar Báltico, un espacio complejo, casi desértico, con muy pocos habitantes, un lugar para visitar, perderse y sobre todo, crear. La directora francesa Mia Hansen-Love (París, Francia, 1981), lleva desde el año 2015 visitando la isla de Farö, donde ha creado e imaginado sus películas, y donde nació La isla de Bergman, su séptimo largometraje. Una película que, al igual que ocurrían en sus anteriores trabajos habla de la vocación, en el que la naturaleza y el viaje vuelven a tener un protagonismo central, y sobre todo, las relaciones sentimentales.
La directora parisina ya nos había hablado del mundo del cine en aquella maravillosa y sensible que fue Le père de mes enfants (2009), su segunda película. En esta ocasión, nos coloca en el centro, en el borde o vete tú a saber, de una pareja de cineastas que han viajado a la isla para encontrar inspiración, como muchos otros y otras, para sus próximas películas. Es una pareja que les mueve la pasión y la obsesión por el cine, peor que en el instante en que se desarrolla la trama, se encuentran muy alejados entre sí. Tony hace películas de terror comerciales y está a punto de empezar a rodar. En cambio, Chris, que hace películas de autor, no encuentra un final para su historia de amor en la que relata su primer enamoramiento, tan pasional y tan imposible. Hansen-Love nos cuenta varias películas en una, o quizás, podríamos decir que, nos cuenta una impresionante y enigmática fusión entre realidad y ficción, o lo que es lo mismo, entre cotidianidad e imaginación y sueño. En muchos momentos del relato no sabremos en qué situación o estado nos encontramos, si lo que está ocurriendo es real o no, y si estamos fuera o dentro o ambas opciones en la película, porque los procesos creativos tienen mucho de eso, de imaginar, de soñar, de construir una realidad ficticia, o simplemente dejarse llevar por unos personajes reales o no, que solo viven en la mente del creador o de aquello que nos imaginamos o creamos imaginarnos.
No es una película sobre la figura de Bergman, pero si sobre su legado, su huella en cada lugar de la isla, que va impregnándose en la realidad y ficción que vive e imagina la protagonista. Se habla del Bergman creador y también, del Bergman ausente, aquel que tuvo familia y no estuvo con ellos, aquel que amó a tantas mujeres y ninguna, al tipo que iba a la compra y no caía simpático, al creador famoso contra el mal padre y peor esposo. La dicotomía que tanto impregna el cine de la directora francesa, con esos profesores de filosofía, productores de cine, dj’s, periodistas, enfrentados a sí mismos, y al amor, a su trabajo, a sus vidas en constante construcción y deconstrucción, unas vidas en tránsito, que no cesan de caminar y emprender nuevas rutas y nuevas aventuras, pocas elegidas y muchas a su pesar. La isla de Bergman es una película que habla del cine, pero desde la trastienda, en el momento de creación, de las dudas, la vulnerabilidad, los miedos y demonios de los artistas, de todos los bloqueos creativos, y de la imaginación como motor indiscutible para la creación, y sobre todo, para vivir que, contamina toda la obra.
El cinematógrafo Dennis Lenoir, que ya trabajó con la directora en Edén (2014) y El porvenir (2016), amén de grandes del cine francés como Tavernier, Raoul Ruiz, Assayas y P. Claudel, vuelve a diseñar una luz tranquila y cálida, pero también inquietante y oscura, con el scope y en 35 mm, que no solo captura la indefinición de la citada isla, sino también, todas las tinieblas que se van pegando a los protagonistas y todo lo que les va sucediendo. El impecable y conciso trabajo de montaje de Marion Monnier, que ha estado en toda la filmografía de Hansen-Love, que consigue en sus ciento doce minutos de metraje, atraparnos desde su arranque, que recuerda al de El porvenir, y someternos a sus imágenes y todas las vidas y no vidas que se cuentan, así mismo como los diferentes tonos, texturas y miradas que se van moviendo por la película, como si se tratase de un laberinto-bucle infinito donde nunca sabemos cómo empieza y mucho menos como acaba, del que entramos y salimos o quizás, damos vueltas y vueltas completamente hipnotizados por la historia que nos cuentan.
Un reparto equilibrado y lleno de naturalidad encabezado por una maravillosa y encantadora, y dicho sea de paso, llena de demonios pasados y presentes, Vicky Krieps en la piel y el cuerpo y el alma de Chris, la directora de cine que no encuentra su final, bien acompañado del otro lado del espejo, de todos los espejos que coexisten en la trama, del tal Tony, la antítesis de Chris, o quizás su insensibilidad se acerca a una vulnerabilidad oculta, un sensacional Tim Roth, y los “otros”, los de ficción o realidad, según se mire, la fragilidad y el tormento de Mia Wasikowska en la mirada de Amy, otra directora o la misma, enganchadísima a Joseph, que hace tan bien y tan cercano como el resto, Anders Danielsen Lie, el intérprete fetiche de Joachim Trier. La isla de Bergman tiene mucho del cine del director sueco, o tal vez, de sus procesos creativos, de esa isla, tan llena de vida y de muerte, tan poderosa y tan frágil, tan fantasmal y demoniaca, porque se habla de su cine, de sus lugares en la isla, de todo ese mundo que sigue ahí, de las piedras, de los árboles, del mar, de las rocas esculpidas, de toda su sombra y toda su ausencia.
También tiene mucho de Viaggio in Italia (1054) de Rossellini, de ese matrimonio roto o a punto de romper, de esa mujer vagando y visitando la isla, sus monumentos, tropezándose con otros y otras fuera y dentro de ella, de sueños y vigilias, de una imaginación en diálogo constante y lucha contra la realidad, el pasado y lo que creemos haber vivido pero no vivimos, y en cambio, en aquello que vivimos y nos empeñamos en olvidar porque cuesta recordarlo o simplemente, hace tanto daño que lo hemos construido de otra manera, sin tanto dolor y tristeza, porque la película de Hansen-Love es otra muestra del rico universo de la cineasta parisina, de todos esos mundos e infiernos que la rodean, a ella y sus criaturas, a todo lo que nos muestra y todo lo que nos imaginamos, a sus personajes constantemente en una cuerda floja sentimental, creativa y vital, unos seres que aman y viven con pasión, anclados en sus mundos, ajenos al real, y ensimismados en sus espacios creativos, donde todo se mira de forma muy diferente, aunque como ocurría en el cine de Bergman, es inevitable que el paraíso que nos construimos, no tenga grietas por donde se cuelan nuestros demonios más ocultos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA