Las salvajes en Puente San Gil, de Antoni Ribas

ESA ESPAÑA PRIMITIVA Y SALVAJE.

«(…) España cañí y España troglodita. España anémica y España analógica. España patriotera y refranera y coplera y emigrante. España de camareros y apostadores de la quiniela. España de mantilla y cabra legionaria. España de jugadores de mus y ciclistas domingueros. España de ladrones y señoritos juerguistas y patrones de yate. España del día de la banderita y los arcos de triunfo y del mondadientes para entresacarse de las muelas los paluegos y/o restos de comida. (…)”

(De la novela Pequeñas mujeres rojas, de Marta Sanz)

La compañía de revistas de Palmira Imperio llega al pueblo de Puente San Gil, con todo el papel vendido para las tres funciones, aunque le preceden los escándalos que han sufrido en el pueblo colindante de Pozoverde, razón por la que las mojigatas defensoras de la moral interceden con las fuerzas vivas del pueblo, entre ellas las del cura, para que suspendan la función, y lo consiguen. Las mujeres de la compañía deciden salir a conocer la localidad, otras, se quedan en el teatro echando un mus. Antoni Ribas (Barcelona, 1935 – Barcelona, 2007) licenciado en derecho y económicas, arrancó en el mundo del cine desde abajo, pasando por todos los escalafones, llegando a ser ayudante de dirección de Rafael Gil, de Antoni Isasi-Isasmendi en Tierra de todos, o con Luis García Berlanga en Plácido. Las salvajes en Puente San Gil es su opera prima, basada en la obra de teatro homónima de José Martín Recuerda, basada en hechos reales, que ya tuvo problemas por su contenido cuando se estrenó en las tablas.

Ribas fundó su productora Montornés Films y en 1966 se puso manos a la obra para trasladar al cine un relato sobre la España profunda, sobre esa España oscura y negra, primitiva y salvaje, en que la llegada de las mujeres de la compañía desata el furor y la sangre contenida y represiva. Ribas arranca su película con una especie de prólogo donde vemos a Don Edelmiro, el dueño del teatro-cine del pueblo, intentando conseguir un vehículo para los artistas, conocemos a Rosa, una joven desamparada que mantiene relaciones con Juan, empleado de Edelmiro. Después de eso, donde se muestra la realidad del pueblo, pasamos a la compañía, que viaja en el tren, con sus reivindicaciones salariales y los problemas que arrastran del último pueblo donde actuaron. Mientras, están siendo acosadas por un grupo de jóvenes desde la carretera, situación que se hará más patente cuando llegan a la estación, su camino al pueblo y la llegada, con esa algarabía de muchachos, sedientos de carne fresca que apabulla a las mujeres en todo momento.

Ribas no deja títere con cabeza, atiza con fuerza a todo y todos, empezando por esa muchedumbre joven y masculina enaltecida por la mujer, una jauría impredecible y difícil de sujetar, como algunos, que van de pueblo en pueblo, intentando camelarse a alguna de las mujeres. También, recibe la iglesia, en forma de ese párroco conciliador del inicio, para luego pasar a esa autoridad represora y vencida por la moral, posicionándose a favor de la autoridad, que se interpone ante las mujeres. Y los habitantes del pueblo, como el dueño de la pensión, que se niega a hospedar a los artistas, ya que los acusa del escándalo de Pozoverde. Ribas opta por mirar y denunciar la injusticia contra las artistas,  mostrando la humanidad y la fraternidad que reina entre las mujeres artistas, con sus pequeñas rencillas, que se ven acusadas injustamente,  solo por el mero hecho de tener una vida diferente y alejada de esa terrible moral católica, se convierten en el punto de mira de los problemas que ocasionan los jóvenes, y en la excusa perfecta para mitigar las acciones de esos jóvenes delincuentes. El director barcelonés acota su película en un solo día, un sábado cualquiera o quizás un sábado en el que los vecinos de puente San Gil, sobre todo, los hombres del pueblo y colindantes, tienen toros por la tarde y revista por la noche.

Iremos conociendo la realidad de los personajes a medida que van avanzando los sucesos de forma sutil y honesta, como la citada Rosa, una mujer encerrada en cuatro paredes que aprovecha la visita de los artistas para encaramarse en su troupe y salir de ese lugar tan siniestro, o las diferentes situaciones de las artistas, como la “chica del tamouré” que será expulsada de la compañía ya que la hacen responsable de cierta desaparición de dinero de un vecino de Pozoverde, y vagará por el pueblo hasta encontrarse con un grupo de jóvenes que la adoptan como suya, u otras realidades de la compañía, que vagan por esos caminos de Dios sin más esperanza que la de sentirse artistas por unos momentos y cobrar en algún momento, y lidiar con esa algarabía de jóvenes sedientes de carne, una dura realidad que también se mostraba en películas como Luces de varieté (1950), de Federico Fellini y Alberto Lattuada, o Cómicos (1954), de Juan Antonio Bardem.

Ribas impone un fuerte ritmo a su película-retrato-denuncia, sus personajes no cesan de moverse de un lugar a otro, con ese blanco y negro enfermizo y tenue, que además resalta esa situación social, económica y cultural que se vivía en un país azotado por la miseria moral y física, donde la falta de libertades en todos los ámbitos, provocaba situaciones tremendas como las que viven las mujeres en la película, continuamente acosadas y vilipendiadas. Ribas consigue transmitir ese aroma de pérdida y tristeza tan instalada en esos pueblos de la España profunda, donde los personajes viven encerrados en su trabajo y en sus vidas tan lúgubres, sin más esperanza que el sábado de toros y revista, confundiendo los sueños con enamorar a una de las mujeres de fuera para embellecer miserablemente ese sábado. El director catalán se refleja en esos espejos de Nunca pasa nada (1963), nuevamente de Bardem, o El Extraño viaje (1964), de Fernando Fernán-Gómez, donde la llegada de los artistas alimentaba las esperanzas a muchos pueblerinos que ansiaban con abandonar el pueblo católico, pobre y miserable, en el que todo estaba ya hecho.

El ramillete de intérpretes ayuda a que la película esté viva y emane naturalidad y sinceridad, empezando por ese Don Edelmiro al que da vida Valentín Tornos (que conseguiría una popularidad enorme en la televisión de los setenta siendo don Cicuta en el Un, dos, tres… responda otra vez) le sigue Elene María Tejero como Rosa, con esa inocencia y libertad tan reprimida, y su amor del pueblo Juan al que interpreta Luis Marín, el pobre diablo que aspira a una vida mejor pero no sabe cómo,  el cura que no es otro que el insigne Adolfo Marsillach, ejemplar en ese defensor de la moral que quiere ayudar a todos, las vedette Carmen de Lirio como Asunción o Trini Alonso, la Palmira Imperio, que va a necesitar de mucha ayuda para que nada malo suceda. Rosanna Yanni como la primera artista, las alegres y divertidas, María Silva y unas jovencísimas Marisa Paredes y Teresa Hurtado, la hecha palante Vicky Lagos, y la decidida Charo Soriano, la expulsada del paraíso Nuria Torray, y Jesús Guzmán, marido de una de las chicas y defensor a ultranza, dispuesta a partirse la cara con quién sea. Ribas tuvo una carrera desigual con dramas históricos como La ciudad quemada o Victoria, de la que hizo dos secuelas, con películas más comerciales como Palabras de amor o El primer torero porno, o producciones internacionales como Dalí Tierra de cañones, entre otras. Quizás sea Las salvajes en puente San Gil, su película más conseguida, mejor realizada y más personal, lanzando esa mirada hacia esa parte oscura, tradicionalista y conservadora de un país sumido en la oscuridad y la represión. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

 

Encuentro con Jaime Rosales

Encuentro con el cineasta Jaime Rosales, con motivo de la presentación de su película «Petra» y del ciclo que le dedica la Filmoteca, junto a Esteve Riambau. El encuentro tuvo lugar el martes 16 octubre de 2018 en la Filmoteca de Cataluña en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Jaime Rosales, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño,  y a Jordi Martínez de Comunicación de la Filmoteca, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño.

Petra, de Jaime Rosales

LOS LÍMITES QUE NOS IMPONEMOS.

En el cine de Jaime Rosales (Barcelona, 1970) no han nada producto al azar, todo forma parte de una estructura dramática medida y construida para cada película, consiguiendo de esta manera una película diferente cada vez, pero con rasgos definibles y conocidos que vendrían a conformar una mirada contemporánea y profunda sobre la condición humana en procesos dramáticos donde la violencia se convierte en un eje transformador de las existencias de los personajes en cuestión. En su debut, Las horas del día (2003) indagaba en la personalidad de un hombre común de una gran ciudad que asesinaba de forma fría y salvaje, en una mise en scène que aprovechaba el espacio de manera perturbadora, en que alargaba el tempo cinematográfico consiguiendo aterrorizar aún más si cabe al espectador. En su siguiente película, La soledad (2007) construía un juego visual en el que dividía la pantalla en dos, al que llamó Polivisión, en el que volvía a jugar con el espacio y los movimientos de sus personajes, para hablarnos del destino de dos mujeres en una ciudad cualquiera que deben lidiar con un hecho trágico. En Tiro en la cabeza (2008) nos introducía en la piel de unos terroristas de ETA y uno de sus asesinatos, pero vistos desde la distancia con teleobjetivos y prescindiendo del diálogo. Sueño y silencio (2012) en la que se centraba en una familia en el Delta del Ebro que sufrían un accidente que trastocaría toda su vida, supone un paréntesis en su filmografía, una película que devendría en el fin de un recorrido como cineasta, donde su comunión con el público estaba rota y Rosales tuvo que redefinirse como autor y emprender una búsqueda interior. De todo ese proceso nacería dos años después Hermosa juventud, en el que es una reinvención de su estilo, en el que la naturalidad presente se convierte n el centro de la trama, con intérpretes debutantes y equipo joven para hablarnos de las penurias económicas de una pareja que tiene que hacer porno amateur para ganarse la vida.

En Petra, sexto título de su carrera, Rosales parece haberse reencontrando consigo mismo como cineasta, construyendo un relato aristotélico en el que ha ido mucho más allá, empezando por la construcción del guión, en el que ha contado con la veteranía de Michel Gaztambide (habitual del cine de Urbizu) y la juventud de Clara Roquet (coguionista de 10.000 km e incipiente directora de estupendos cortometrajes) una mezcla interesante que ha generado un relato dividido en capítulos desordenados en el tiempo que empiezan con un Dónde conoceremos o sabremos…, como hacía Cervantes en su inmortal El Quijote…, en una trama instalada en la familia, con el pasado y la mentira como ejes centrales, un retrato naturalista, inquietante y fascinante que nos lleva a una trama repleta de mentiras, espacios ocultos y perversos, en que el tiempo hacía delante o hacía atrás consigue sumergirnos en una trama inacabable, llena de falsedades, (des) encuentros entre sus personajes y un relato que se clava en nuestro interior vapuleándonos de manera eficiente y brutal. Porque Rosales nos cuenta historias interesantes, aunque su imprenta autoral podríamos encontrarla en el Cómo lo cuenta, y aquí, consigue esa mezcla estupenda en que nos interesa tanto el qué como el cómo, abriéndonos múltiples puntos de vista en nuestra manera de mirar la película, y recolocando mentalmente las piezas desordenados del guión.

Otro de los elementos de la película que más llaman la atención son sus espacios y su manera de filmarlos, con esos planos secuencia y panorámicas donde no siempre lo que está sucediendo es lo mostrado, sino que Rosales juega con el espacio convirtiéndolo en una herramienta narrativa de gran calado, en la que no sólo nos muestra a sus personajes y sus reacciones, sino el espacio en que los enmarca, que suele decirnos muchas más cosas de las que a simple vista nos muestra, con el acompañamiento musical que incide en todo lo que se muestra o no, y esos espejos que reflejan los estados anímicos de unos personajes entrecruzados en un ambiente perverso de amos y criados. La elección de la película analógica de 35 mm y su cinematógrafo Hélène Louvert (habitual del cine de Marc Recha, y también, de la reciente Lázaro feliz, de Alice Rohrwacher, filmada en 16 mm) pintan la película aprovechando la luz natural y la singularidad de sus espacios rurales, en los que la piedra y la madera están presentes en ellos, una luz fría y natural que contrastan con la oscuridad de las relaciones que allí se cuecen, y también, con esos espacios sombríos de la ciudad. Rosales es un estudioso del espacio y su forma de filmarlos, en el que prevalece la precisión y austeridad, nada que distraiga a los espectadores, construyendo narrativas de extraordinaria limpieza visual,  que constantemente interpelan al espectador en el que todo el interior de los personajes y la soledad que transmiten, acaba teniendo su materialización tanto en el espacio como en la luz que lo baña.

El cineasta barcelonés nos introduce en su película con la Petra de su título, que será ella, desde su mirada, que nos muestra la atmósfera y los personajes que la habitan, Petra es una joven pintora que llega a vivir una residencia con Jaume, un artista mayor consagrado (una llegada que recuerda a la entrada en el piso de la protagonista de La soledad). En esa casa ampurdanesa conocerá a Marisa, la madura esposa de Jaume, y Lucas, el hijo de ambos que también es un artista. En la casa, trabajan Juanjo, el guarda y Teresa, su mujer, y Pau, el hijo de ambos, que tendrán su importancia en los hechos que allí sucederán. Petra ha llegado con la excusa de pintar, pero sobre todo, conocer a Jaume y confesarle que cree que es su padre, entre medias, se tejerán una serie de relaciones difíciles y complejas entre los personajes, en el que Jaume actúa como un maléfico despiadado en el que desprecia a todos y cada uno de los que le rodean, convirtiéndose en una especie de ogro moderno en que su posición y poder lo llevan a aprovecharse de todos. Para más desazón, la violencia emocional y física, harán acto de presencia en la trama, como es habitual en el cine de Rosales, en el que veremos las diferentes reacciones hostiles de los personajes y sus posteriores acciones.

Unos personajes interpretados por un grupo de intérpretes concisos y sobrios, que sienten y mienten más que hablan, donde las miradas y sus gestos lo son todo, encabezados por una magnífica Bárbara Lennie haciendo de Petra, bien acompañada por la sobriedad de Alex Brendemühl (que ya fue el asesino abyecto de Las horas del día) Marisa Paredes como la madre que con sólo una mirada nos introduce en esa relación perversa que mantiene con Jaume, que da vida Joan Botey, debutante reclutado durante el proceso de búsqueda de localizaciones, que hace de ese artista malvado y perverso, capaz de todo, en un estudio interesante sobre el arte y los monstruos que crea, y unos actores de reparto sublimes como Oriol Pla, ese hijo que nunca tuvo Jaume, en un personaje sociable que aguarda su momento, Carme Pla en un breve pero brutal caracterización de esa mujer condenada a la perversidad de Jaume, Petra Martínez (que estaba en La soledad) como la madre de Lennie, con su secreto bien guardado, y por último, Chema del Barco como el guarda callado y ejemplar que advierte a Petra del carácter de Jaume.

El cineasta catalán comparte cuestiones formales y argumentales con el universo de  Almodóvar en su faceta más negra y laberínticos pasados familiares, cercanos al folletín, pero tratados de forma y fondo antagónicos a ese género popular, con una mirada sobria y alejada de sentimentalismos, con la serenidad del cineasta interesado en las relaciones humanas y la tragedia que a veces esconden,  pero filmados de manera diferente, y con un humor tratado de maneras distintas, con el aroma de la violencia rural al estilo de Furtivos, de Borau o Pascual Duarte, tanto la novela de Cela como la película de Ricardo Franco, con rasgos del cine de Haneke o Von Trier, en esos personajes malvados y abyectos, en que la violencia forma parte de su realidad más cotidiana e inmediata, la sobriedad de clásicos como Ozu o Bresson, que ya conocíamos en otras películas de Rosales, en un relato oscuro y terrorífico en el que nos habla de identidades, de búsquedas, de familia, y mentiras, en el que todos y cada uno de los personajes, se mueve siguiendo en ocasiones sus más bajos instintos, luchando encarnizadamente con sus emociones y sus conflictos internos, en una trama perversa y maléfica, que nos inquietará y agradará por partes iguales, y no nos dejará en absoluto indiferentes.

Encuentro con Marisa Paredes

Encuentro con la actriz Marisa Paredes, con motivo del acto de homenaje por el Goya de Honor 2018, junto a Isona Passola (Presidenta de l’Acadèmia del Cinema Català) y Judith Colell (vocal de la Junta de la Academia del Cine Español). El encuentro tuvo lugar el jueves 13 de septiembre de 2018 en el Soho House en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Marisa Paredes, Isona Passola y Judith Colell, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Ana Sánchez y Tariq Porter de Trafalgar Comunicació, por su tiempo, generosidad, paciencia y cariño.

Mi familia italiana, de Cristina Comencini

Mi_familia_italiana-248488928-largeEL GALÁN QUE NOS AMÓ

En la película de Fellini Y la nave va, un grupo de amigos, familiares y amantes, se embarcaban con los restos mortales de una diva de la ópera para rendirle tributo en su último adiós. Ahora, el homenajeado es un actor, Saverio Crispo (trasunto de los Mastroianni, Delon, Belmondo, Trintignant…) que falleció hace una década, y su pueblo, situado en la región de Puglia, ha preparado una fiesta donde le dedicará una plaza y una proyección, por ese motivo se reúnen sus mujeres: dos de sus ex, y cuatro de sus cinco hijas. Cristina Comencini (Roma, 1956), que comenzó su carrera como guionista junto a su padre a principios de los 80, Luigi Comencini (1916-2007, uno de los padres de la commedia all’italiana, con más de 40 títulos en su filmografía, entre los cuales destacan éxitos del calibre de Pan, amor y fantasía -1953-, Todos a casa  -1960- o Sembrando ilusiones -1972-, producida por Dino de Laurentiis, que contó con un reparto estelar, Alberto Sordi, Bette Davis, Joseph Cotten y Silvana Mangano). Ahora, la Comencini se enfrenta a una  película de mujeres, muy coral y deudora del talento paterno, una comedia con el estilo de las de antes, en el que reúne en una villa italiana a la familia disfuncional y heterodoxa del artista fallecido, que ejemplifica a la perfección la vida díscola del actor, de ahí el título original Latin lover.

Por un lado tenemos la anfitriona, Rita (Virna Lisi), la que se presenta como la esposa oficial, y una hija, Susanna, presidenta de la fundación del actor, organizadora del evento y que mantiene en secreto a su novio de los ojos de su familia, luego, está el paréntesis francés, donde el intérprete tuvo un affaire de un par de años con una actriz, del que no queda rastro, pero si una hija, Stephanie (Valeria Bruni Tedeschi), que ha heredado la promiscuidad paterna, con tres hijos de tres parejas diferentes, después llegó España, y ahí conoció a Ramona (Marisa Paredes), que si se presenta, la acompaña su hija Segunda (Candela Peña), aunque sea la tercera hija, ésta viene con dos hijos y un marido (Jordi Mollà), don juan de tres al cuarto que pondrá sus ojos en Solveig, la cuarta hija, sueca, de la época en que el actor trabajó allí, y de la etapa americana, hay una hija, Shelley, pero no aparece en el homenaje. También, pululan un crítico admirador del divo, un paparazzi que sueña con arrancar algún secreto no desvelado, y por último, Pedro del Río (Lluís Homar), doble del actor en su etapa del spaguetti western en España. Presentados los contrincantes de esta comedia que se mueve por muchos tonos y ambientes, desde la tragicomedia, el vodevil, donde pasa de todo, revelaciones de secretos ocultos, risas por las situaciones disparatadas que van sucediendo, puertas que se abren y cierran, personajes surgidos del pasado que algunas no quieren volver a ver, alguna lágrima por el tiempo pasado, y sobre todo, muchísimo amor por el ausente.

Comencini con un buen plantel de intérpretes, unos comediantes en estado de gracia, que mueven a sus personajes la mar de bien, la directora los pelea, los hace reír, llorar, los discute entre sí, y también, les saca sus miedos y anhelos, porque en el fondo, aunque apenas se conozcan, son una familia, todos pertenecen al mismo hombre, al actor estrella, aclamado por todo el mundo, pero que fuera de los focos, sólo fue alguien que amó de verdad a cada una de las mujeres que conoció, aunque fuera sólo por un tiempo. La cineasta romana se destapa ofreciéndonos un lúcido e interesante tributo a aquel cine europea que asombró a todo el mundo a partir de los años cuarenta hasta finales de los setenta como el cine italiano de comedia, que hacía su padre y sus coetáneos, al cine filosófico y existencial de Bergman, al cine de la Nouvelle Vague en Francia, al spaguetti que se hizo en España, y también un guiño al cine de Hollywood. Una manera de hacer cine ya extinguida y desaparecida que sólo forma parte de los recuerdos, de la memoria, de lo que en cierta medida nos habla la película, somos lo que vivimos y también, como nos recuerdan.