Puan, de María Alché y Benjamín Naishat

LAS RAZONES DE MI INEXISTENCIA. 

“El único conocimiento verdadero es saber que no sabes nada”.

Sócrates 

El cine debería ser un reflejo de la situación política y social de los tiempos que nos han tocado vivir, o al menos, el buen cine. Pienso en ese cine que mira a su alrededor y nos explica historias sobre personajes que hacen cosas como nosotros, que sobreviven a duras penas en una realidad muy hostil, incluso violenta, que no les ayuda a ser ellos mismos y sobre todo, a vivir digna y honestamente. La película Puan es ese cine. Porque es una película que nace por muchos motivos. El primero sería el más claro y evidente, el de reivindicar la enseñanza pública frente a esos burócratas elitistas que nunca la conocieron, luego, porque el tema a tratar es la filosofía, la rama educativa más dañada y violentada por esos mismos que se hacen llamar demócratas y en realidad, sólo son un esbirros de lo privado y sus triquiñuelas ilegales. Ante este panorama, la película nos muestra una serie de vidas en continua precariedad, que deben hacer miles de trabajitos para llegar, y sobre todo, para seguir haciendo lo que aman, a pesar de todos aquellos políticos que defienden lo contrario. 

Puan nace como reivindicación a las políticas fascistas de un tipo como Milei, el nuevo mesías derechista que venderá su país al mejor postor. De su pareja de directores tenía algunas referencias. María Alché (Buenos Aires, Argentina, 1983), que empezó como actriz en La niña santa, de Lucrecia Martel, hace 20 años, y trabajó en otras películas, e hizo cortos y dirigió una cinta en solitario, Familia sumergida (2018), un drama protagonizado por Mercedes Morán. De Benjamín Naishat (Buenos Aires, Argentina, 1986), director de tres títulos, entre el que conozco Rojo (2018), un thriller político en los albores de la dictadura argentina con unos formidables Darío Grandinetti y Alfredo Castro. Con Puan, nos sitúan en la famosa calle homónima del barrio Caballito, centro neurálgico de la capital, donde en el número 480 encontramos la Facultad de Filosofía y Letras, centro de lucha reivindicativa y resistencia por antonomasia. La trama es sencilla y muy intensa, muy reflexiva y tremendamente física, y está protagonizada por Marcelo Pena, uno de esos profesores tímidos, academicistas y llenos de dudas y miedos, a la sombra siempre de alguien, de su mujer, luchadora y resistente, y de su mentor, que acaba de morir. La muerte provoca un vacío que coloca a Pena en un disyuntiva, no sólo profesional sino también existencial. La cosa se pone más dura con la aparición de su némesis, el tal Rafael Sujarchuk, un profesor con don de gentes, apasionado, con trayectoria internacional, un hombre de mundo y renovador, que además también opta a la cátedra como Pena. 

Como mencionaba Azcona aquello que: “La comedia es el mejor invento para soportar la realidad triste y gris”. Alché y Naishat optan por mirar esa realidad difícil de profes que no cobran y cuando lo hacen no les llega para vivir, donde Pena debe hacer unas cuántas actividades para sacar dinero extra. Una universidad en dificultades económicas y un país en estado de inquietud constante. La comedia alivia tanto desastre social, una comedia punzante, corrosiva, muy divertida, y a veces, tremendamente negrísima, en la que seguimos las andanzas de Pena, un personaje quijotesco y nada atrayente, pero dentro de su torpeza y su desorientación, encontramos a un hombre que ama su trabajo, que debe reivindicarse, aunque le cueste, y hacerse fuerte ahora que su puesto se ve seriamente amenazado por los nuevos vientos. Una historia directa, sincera y nada artificial, con la luz de una grande como la cinematógrafa Hélène Louvert, que ya estuvo en Familia sumergida, amén de grandes como Varda, Denis, Doillon, Klotz, Rohrwacher, entre otros. Su luz es cotidiana, íntima y acogedora, donde se mezcla con astucia la realidad dura con la comedia más irreverente. 

La excelente música de Santiago Dolan, con ese aroma de comedia italiana a lo Monicelli, De Sica y Risi, en que la música no sólo sirve para explicar, sino para mirar hacia dentro de los personajes y las situaciones que viven. En el mismo tono se encuentra el montaje que firma la brasileña Livia Serpa, otra reclutada de Familia Sumergida, donde prima el caleidoscópico de la trama, con mucho movimiento y diferentes espacios, donde abundan lo acotado y lo mínimo, para aumentar el acoso físico y mental en el que se encuentra el omnipresente protagonista Marcelo Pena. Un gran actor como Marcelo Subiotto, en su primer protagonista, que también estaba en Familia sumergida, bien acompañado, y también sufrido, por un profe más moderno y más diferente en todo como Leonardo Sbaraglia en su papel de Rafael Sujarchuk, todo un lince en ese mundo de profes carcas con olor a naftalina. Y otros intérpretes importantes como Mara Bestelli y Andrea Frigerio, que vimos en Rojo, y demás actrices, con oficio y experiencia como Julieta Zylberger, Alejandra Flechner, Cristina Banegas, entre otros, forman un reparto que transmite transparencia y naturalidad. 

No dejen escapar una película como Puan, de María Alché y Benjamín Naishat, porque les hará pasar un rato divertido, pero no el de risa fácil, sin más, no, aquí hay mucho que rascar, porque se habla de cosas importantes pero sin ser trascendentes ni mucho menos, aburridos. Los directores argentinos se lo montan estupendamente, porque nos hablan de temas importantísimos como la enseñanza pública, la filosofía como herramienta indispensable para resistir ante una sociedad sin valores y obsesionada con la apariencia y el materialismo. Películas como Puan son muy reconfortantes y llenas de valores y muchas más cosas. Agradecemos que existan porque su financiación no ha resultada nada sencilla, ya que encontramos hasta cinco países envueltos en su producción, y eso, aún la hace más fundamental, por su arrojo y su valentía para hablar de temas, que históricamente han sido demasiado profundos y alejados de todos, y ellos los hacen cercanos y cotidianos, y le ponen ese punto de comedia tan de verdad y tan zavattiniana y azconiana, de las que nos han de la “realidad” y sus cosas, sus tristezas y esperanzas de gentes que viven en nuestra misma calle o en la calle de atrás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La red avispa, de Olivier Assayas

LA GUERRA FRÍA.

“Durante la guerra fría, vivimos en tiempos codificados cuando no era fácil y había tonos de gris y de la ambigüedad”

John le Carré

Cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, empezó otra guerra, la “Guerra Fría”, un conflicto lidiado en todo el mundo, una guerra que enfrentaba a la URSS y a los EE.UU., las dos grandes potencias, tanto económicamente como militarmente, por el control mundial, un enfrentamiento encubierto y no declarado entre espías que se investigaba unos a otros, una guerra que duró casi medio siglo. A principios de los noventa, con la caída de la Unión Soviética, muchos pensaron que todos los países al amparo soviético, como Cuba, también caerían, pero las cosas se encaminaron por otros derroteros. El director Olivier Assayas (París, 1955), con más de tres décadas en el cine, un cine que se mueve entre los conflictos sentimentales y familiares entre  grupos de personas de diferente índole que les une algo en común como la amistad o los lazos sanguíneos, en los que ha conseguido certeros títulos como Finales de agosto, principios de septiembre (1998), Las horas del verano (2008), Después de mayo (2012) o Dobles vidas (2018), entre otras, y el thriller sofisticado y profundo como Demonlover (2002) o Boarding Gate (2007).

También, se ha adentrado en el thriller político con Carlos (2010) miniserie dedicada a Ilich Ramírez Sánchez, uno de los terroristas, mercenarios y espías más importantes de la “Guerra Fría”, activo del 1973 hasta bien entrada la década de los noventa cuando fue capturado. Edgar Ramírez, el actor que interpretaba a “Chacal”, vuelve a ponerse bajo las órdenes de Assayas, que basándose en la novela The Last Soldiers of the Cold War, de Fernando Morais, para contarnos un entramado político que abarca todos los años noventa, entre Cuba, Miami y Centro América. Ramírez da vida a René González, un piloto cubano, casado y con una hija pequeña, que deserta rumbo a EE.UU. Allí, se pondrá en contra con los cubanos anticastristas que con la excusa de salvar a balseros, tienen una red donde trafican con droga y dinamitan el estado cubano. Conoceremos a otros como González, que han optado por el mismo camino, como Gerardo Hernández (interpretado por Gael García Bernal), o Juan Pablo Roque (Wagner Moura), aunque en realidad todos ellos juegan a un doble juego en el que es muy difícil descifrar quién trabaja con quién, y quienes ayudan a Cuba o la dinamitan con sus operaciones secretas.

Assayas consigue un buen thriller político, en el que se mezclan con astucia y seriedad el conflicto patrio con el personal, donde la familia juega un papel fundamental, como en el caso del personaje de Ramírez, con su esposa Olga Salvanueva (interpretada por Penélope Cruz) castrista convencida, o Ana Margarita Martínez (que hace Ana de Armas) la cubana enamorada de EE.UU., que tiene que lidiar con la ambigüedad de su marido, el personaje que interpreta Moura. O un personaje como José Basulto (al que da vida Leonardo Sbaraglia), una especie de reclutador de anticastristas en Miami, con todo lo que parece y no es. Quizás puedan liar algo las idas y venidas de la película, en la que a modo de pequeños episodios van mostrándonos las diferentes capas que oculta la película, muy al estilo de Scorsese, y la verdadera naturaleza de cada uno de los personajes y todo aquello que muestra y también, lo que oculta al resto. La red avispa  tiene ese aroma intrínseco de grandes títulos del género como El ministerio del miedo, El espía que surgió del frío, Nuestro hombre en la Habana, o muchos de los trabajos de Costa-Gavras, un especialista en el género político, y las más recientes como Syriana o El topo, donde nada es lo que parece y todos parecen engañarse unos a otros, donde el espectador debe estar muy atento para ir descifrando las pistas y secretos que se irán desvelando.

El cineasta francés maneja con pulso firme y nervio las tramas que rodean el relato, los diferentes espacios donde se juega, capturando esa atmósfera crucial para una cinta de estas características, para crear esa ambigüedad ya no solo en las miradas, gestos y movimientos de los personajes, sino en los lugares donde se desarrollan la trama compleja y humana. Assayas ha formado un grupo de intérpretes bien conjuntados que saben captar las esencias que encierran cada personaje. Además, entre los intérpretes encontramos nacionalidades sud y centroamericanas, incluso española, que mantienen los diferentes idiomas de la película, desde el castellano, inglés o ruso, dotando a la obra de una verosimilitud magnífica, ofreciendo esa veracidad esencial que tanto necesita una película de estas características. Cine de personajes, donde los espías son cercanos y llenos de miedos, inseguridades y de contradicciones, que a veces actúan por instinto, emocionalmente y otras, siguen a pies juntillas las órdenes aunque no se muestren muy de acuerdo, el eterno conflicto entre patria o familia, entre lo que uno piensa y lo que siente o debe de hacer, esa dicotomía que con inteligencia explica la película. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar

LOS FANTASMAS DEL CINEASTA.

“Sin el cine, mi vida no tiene sentido”

La primera vez que Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, Ciudad Real, 1949) habló de un director de cine en sus películas fue en La ley del deseo (1987) con Pablo Quintero, un heroinómano profundamente enamorado de un joven, aunque la vida le colocaba en la tesitura de soportar los arrebatos de Antonio. Le siguieron tres años después Máximo Espejo en ¡Átame!, un veterano realizador encoñado de su actriz, luego vino Enrique Goded en La mala educación (2004) que vivía un sonado romance con su actor protagonista en aquellos años 80, y finalmente, Mateo Blanco en Los abrazos rotos (2009) que después de muchos años, recordaba el único amor de verdad que perdió en la persona de su actriz fetiche. Ahora, nos llega Salvador Mallo, sesentón, cansado y triste, muy diferente a los anteriores retratados, porque este no filma, no encuentra el motivo, el deseo de ponerse tras las cámaras, y además, sufre terribles dolores que aún hacen más difícil su oscura existencia. Aunque, como sucede en el cine de Almodóvar el pasado vuelve a llamar a sus puertas, y la Filmoteca Española restaura una de sus películas, Sabor, rodada 32 años atrás, para organizar un pase con público. Este hecho le pone en el camino de Alberto Crespo, el actor protagonista, una visita muy incómoda y difícil, ya que no se hablan desde entonces. Las visitas y los encuentros entre ambos se ampliarán, y Mallo, debido a sus terribles males, se aficionará al caballo como remedio.

La vida siempre caprichosa y maléfica en el cine del manchego, y caleidoscopia (como los maravillosos títulos de crédito inciales) nos llevará al pasado y el presente de manera desestructurada, personal e íntima,  provocando que el director se suma en sus recuerdos infantiles, cuando creció en aquella España de los 60, en las cuevas de Paterna, escenas que le volverán a su cabeza, entre duermevela y un pasado con muchas cuentas que ajustar, en ese espacio tan blanco, con esas sábanas secadas al sol, ese viento atronador y el tiempo infantil en que Salvador destacaba con la escritura y la lectura, y la relación con su madre Jacinta. Y ahí no queda la cosa, Salvador se reencontrará con su primer amor, Federico, aquel que le devolverá a los primeros años 80 en Madrid, cuando la juventud y la vida andaban con energía y valentía. La película número 21 de Pedro Almodóvar es un ejercicio de introspección, de recogimiento personal, que navega entre la autoficción y los recuerdos, reconocemos al director en la piel de Salvador Mallo pero con indudables diferencias, vemos en Mallo todos aquellos miedos que acechan a Almodóvar, todo aquello que la proximidad de la vejez devuelve a lo más primigenio en forma de deseos, como la infancia, las primeras experiencias, aquel cine con olor a pis, las tardes infinitas en el pueblo, el primer deseo que sintió en su piel, la relación con su madre, los primeros años en Madrid, el cine como forma de vida, los amantes que se fueron, los que no llegaron, y los soñados, y las películas, los relatos en su interior, los deseos que anidan en sus personajes, que antes anidaron en él, en que Sabor, la película de ficción sería una aproximación de La ley del deseo, la primera película que produjo El Deseo, aquella que lo cambió todo, quizás la primera película autobiográfica plena en el cine del manchego.

La aparición de Alberto Crespo, esos personajes del pasado tan almodovarianos, que habla de un monólogo de Cocteau, el mismo autor de La voz humana, que se representaba en La ley del deseo, y sirvió de inspiración para la siguiente película Mujeres al borde un ataque de nervios. Un deseo evocado en el que la película nos habla de las difíciles relaciones entre director y actor, entre aquello que se sueña y aquello convertido en realidad, las diferentes formas de creación en el proceso creativo. Luego, la infancia de Almodóvar, aquí transformada en las cuevas de Paterna, casi como prisiones subterráneas en aquella España gris, católica y triste, sumergidas a la vida, como la maravillosa secuencia de arranque de la película, cuando vemos a Mallo sumergido completamente en una piscina y la cámara avanza a su (re)encuentro, casi como una búsqueda, como una aproximación a alguien sumido en sus recuerdos, sus fantasmas y sus vidas. Una época que Almodóvar la presenta evocando sus recuerdos cinéfilos enmarcándola en el neorrealismo italiano, con su costumbrismo y la vida tan cotidiana y sencilla, con una madre que evoca a Anna Magnani del cine de Visconti o Pasolini, figuras indiscutibles para el cine del manchego que ha recordado en sus películas como Volver, y en la vejez, con sus ajustes entre madre e hijo, entre todo aquello pasado, todo aquello dicho y lo no dicho.

Y la relación con las madres de su cine, que cambiará a partir del fallecimiento de la suya, Francisca Caballero en 1999, relaciones materno-filial sentidas y vividas, muy presentes en su cine desde los inicios, aunque antes las madres almodovarianas eran seres castrantes, imposibles y de caracteres agrios, como recordamos a la Helga Liné de La ley del deseo, la Lucía de Mujeres al borde de un ataque de nervios o la madre del Juez Domínguez en Tacones lejanos. A partir de esa fecha, 1999, y con Todo sobre mi madre, las madres de sus películas adquieren otro rol, la madre protectora, sentida y capaz de cualquier cosa para salir adelante, como la Manuela de la citada película, la Raimunda de Volver o la Julieta. Todas ellas seres bondadosos, con sus defectos y virtudes, pero seres dispuestos a todo por sus hijas, aunque a veces la vida se empeñe en joderlas pero bien. Y finalmente, la visita de Federico, ese amor de Salvador Mallo, quizás el primer y único, el más verdadero, una visita corta pero muy intensa, de esas que dejan una huella imborrable en el alma, las que el tiempo no consigue borrar, aquellas que nos aman y fustigan de por vida, porque amores hay muchos, pero sólo uno que nos rompe el alma y la vida.

Almodóvar vuelve a contar con muchos de sus técnicos-fetiche que han estado acompañándolo en estos casi 40 años de vida haciendo cine como José Luis Alcaine en la luz, con esos colores mediterráneos del pasado evocando su infancia, y el contraste de los colores vivos como el rojo, el color del cine de Almodóvar, con los más apagados, para mostrar el exterior e interior del personaje de Salvador Mallo, o la novedad de Teresa Font, en tareas de montaje, después del fallecimiento de José Salcedo, presente en casi todas sus películas, el arte de Antxón Gómez, otro de sus fieles colaboradores, y con Alberto Iglesias en la música, siempre tan delicada y suave para contarnos las almas que se esconden en el personaje protagonista, o la inclusión del tema “Soy como tú me quieres”, de Mina, que escucharemos en varios instantes, que Almodóvar logra introducirlo en su cine y su relato como si este hubiera sido compuesta para tal efecto.

En el apartado actoral más de lo mismo, intérpretes que han estado en el cine de Almodóvar desde sus inicios, como Antonio Banderas, en 7 de sus películas, dando vida con aplomo y sobriedad al director alter ego de Almodóvar o algo más, un director crepuscular, que nos recuerda al vaquero cansado y dolorido, que sólo quiere sentarse sin más, rodeado de sus libros, de sus autores, recordando su pasado, y sin dolor, y si es posible, mirar la vida, sin nostalgia y rodeado de paz, un director en crisis que recuerda a Guido Anselmi, aquel en Fellini 8 ½, que arrastraba sus vivencias, sus recuerdos y su forma de mirar la vida y sobre todo, el cine, o el director Ferrand de La noche americana, que en mitad de un rodaje caótico le asaltaban las dudas y el valor de su trabajo, el de Opening Night, que acarreaba sus dudas además de lidiar con una actriz alcohólica y perdida, y finalmente, el José Sirgado de Arrebato, que curiosamente interpretaba Eusebio Poncela, que era el director de La ley del deseo, perdido en su crisis y obsesionado con el súper 8.

Con una Penélope Cruz en estado de gracia, fantástica como la madre del protagonista en su infancia, un personaje que recuerda a la Raimunda de Volver  y a tantas madres sacrificadas y currantas con los suyos, y Julieta Serrano en la vejez, haciendo por tercera vez de hijo de Banderas, una mujer delicada peor con carácter, que repasa con azote los actos y no actos de su hijo, y ese Asier Etxeandia, un personaje adicto a la heroína y actor sin actuar, que muestra a un tipo roto y olvidado, y Leonardo Sbaraglia dando vida a Federido, el amor del pasado, el que jamás ha podido olvidar Salvador, protagonizando ese (re)encuentro, uno de los momentos más intensos y bonitos de la película. Almodóvar vuelve a su cine por la puerta grande, en un ejercicio de autoficción brillante y esplendoroso, siguiendo las vicisitudes de alguien con dolor físico y emocional, un ser frágil, perdido, espectral, que evocará sus recuerdos, los buenos y no tan buenos, sus vidas, su cine, sus amores, su madre, su infancia y todo aquello que lo ha llevado hasta justo ese instante, en que su vida parece terminarse, incapaz de encontrar aquel primer instante en que todo cambió, en que su vida adquirió un sentido pleno y gozoso, en que su vida encontró su camino, el más profundo y sentido, aquel que buscaba y no encontraba. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA   

El desentierro, de Nacho Ruipérez

LAS HERIDAS ABIERTAS.

“Conocer la verdad no cambia nada”

La película se abre con un plano aéreo que recoge la resolución del conflicto, un conflicto que nos llevará primero tres días antes de ese último plano, y luego, nos llevará aún más allá, porque la película pivota entre dos frentes abiertos, el año 1996 y el 2017, en la asistimos a constantes idas y venidas entre los dos tiempos, porque todo lo que sucede en el presente, se verá condicionado a aquellos años, a veinte años atrás. La trama arranca con la llegada de Jordi para asistir al funeral de su tío Félix, político muerto en extrañas circunstancias, donde se reencontrará con Diego, su primo hermano e hijo del político fallecido. Jordi sigue traumatizado por la desaparición de su padre Pau veinte años atrás, y con la ayuda de Diego empieza a investigar posibles cabos sueltos. La aparición en escena de Germán Torres, antiguo socio político de Félix, hace aún más si cabe que la madeja del pasado oscuro que envuelve a esos personajes, se relacione con la desaparición de Pau. La puesta de largo de Nacho Ruipérez (Valencia, 1983) rastrea aquellos años 90 de esplendor discotequero con la famosa “Ruta del bacalao”, la corrupción que campaba sin límites por las tierras levantinas, y los cientos de puticlubs que afloraban en las carreteras nacionales, tiempos que ahora se miran desde la distancia, desde las pesquisas de Jordi y Diego, rastreando los lugares abandonados o en estado ruinoso de aquellos años de falsa magia y chanchullos políticos. Los arrozales y las tierras valencianas se convierten en el escenario perfecto para buscar a los ausentes, para abrir cajas cerradas a cal y canto, y volver a aquellos lugares y aquellos personajes que pululaban por aquel ambiente de dinero negro, putas maltratadas y mentiras.

El director valenciano maneja con astucia y credibilidad los dos tiempos en los que se sustenta la cinta, construyendo una atmósfera sobria y clásica para hablarnos de los años 90, en la que hay dos líneas argumentales, la corrupción política de Félix y su socio, por un lado, y la historia de amor de Pau y Tirana, la prostituta en las redes de la trata. Dos tramas que se verán mezcladas y tendrán tintes dramáticos para algunos de los personajes implicados. En la actualidad, Ruipérez cimenta la trama en un thriller setentero, a lo Pakula o Boorman, áspero y sangriento, donde la cámara se mueve con la misma energía que los acontecimientos, y el descenso a los infiernos a los que van los dos primos irremediablemente, porque hay cajas que es mejor no intentar abrir, y dejarlas cerradas para siempre. El amor y el deseo de saber la verdad conduce la película hasta ese camino sin retorno, hasta lo más oscuro de la condición humana, porque saber es el único camino para Jordi y su primo Pau, que deberán enfrentarse a los suyos y a sus miedos e inseguridades para digerir esa verdad que los cambiará para siempre.

Los lugares vacíos que antaño fueron concurridos y llenos de neones, los inmensos arrozales que ahora parecen desiertos de almas perdidas, esas fábricas abandonadas que fueron prosperas en su tiempo, o seres que vagan sin rumbo, que acarrean pesadas mochilas de mala conciencia o incluso algún que otro cadáver a sus espaldas doloridas y maltrechas, es la inquietante y tenebrosa atmósfera que Ruipérez construye con aplomo y sinceridad, dejando que el espectador vaya descubriendo la luz ante tanta oscuridad, y lo hace a través de un ritmo pausado y honesto, donde no caben las sorpresas sacadas de la manga o personajes de la nada, como suelen ocurrir en muchos thrillers actuales, donde manejan tramas superficiales, donde hay buenos y malos, Ruipérez prescinde de todo eso, y crea uno de los debuts más estimulantes de los últimos años en cine de género, manejando con inteligencia a sus personajes, sus diferentes tramas y esa luz sombría y cegadora que abruma a sus protagonistas, obra del gran Javier Salmones, contribuyendo a ese ritmo infernal y reposado que imprime la maestría de la veterana Teresa Font.

El cineasta valenciano se ha nutrido de un reparto que mezcla juventud con nombres consagrados, dotando a la película de complejidad y ambientes oscuros y llenos de matices y detalles, donde abundan los personajes que mienten, llenos de rabia, donde el miedo y la inseguridad forman parte inquietante que casa con naturalidad con ese paisaje de pasados sombríos,  como los dos primos, Michel Noher y Jan Cornet, que atrapan naturalidad y sinceridad, bien acompañados por Nesrin Cavadzade como Tirana, y Jelena Jovanova como su hija, y el siempre conciso Leonardo Sbaraglia como el desaparecido Pau, y los Jordi Rebellón como Félix, un tirano Francesc Garrido como Germán Torres y Ana Torrent, la esposa seria y oscura de Félix. El desentierro es una thriller con hechuras que pone el foco en la corrupción y esos amores fou que suelen acabar olvidados en espacios oscuros y abandonados, donde las almas inquietas y rotas acaban por encontrar aquello que nunca buscaron, pero en el fondo no podían encontrar otro destino que no fuese fácil y feliz.