El pájaro pintado, de Václav Marhoul

EL NIÑO QUE NO PODÍA HABLAR.

“Cuando el niño destroza su juguete, parece que anda buscándole el alma”

Víctor Hugo

La secuencia que abre la película resulta desgarradora y sin alma, advirtiéndonos, tanto la atmósfera como el contexto, en el que se desarrollará la película. En un bosque de abedules, robustos y altísimos, en una mañana nublada y fría, vemos corriendo a un niño que lleva en sus brazos a un hurón, parece estar huyendo de algo o alguien. De repente, es derrumbado de un golpe por unos niños que le salen al paso, le quitan el animal y después de rociar al bicho, le prenden fuego, mientras el niño mira atónito y triste la lamentable escena. Luego, cuando llega a casa, que comparte con su abuela, se queda callado, y recibe la reprimenda de la anciana, desconocemos si no puede hablar o prefiere mantenerse en silencio. Un silencio que lo acompañará durante todo el metraje. Estamos a finales de la Segunda Guerra Mundial, en algún lugar de Europa del Este, sumida en el caos y la violencia de la contienda bélica, en esa Europa devastada por la guerra y sometida a múltiples supersticiones y analfabetismo, en este contexto, durísimo, desgarrador y desolador, conoceremos la existencia de un niño del que desconocemos su nombre y la razón de su silencio.

El director Václav Marhoul (Praga, República Checa, 1960) dedicado a la producción durante muchos años, es el responsable del cine de Tomás Vorel, había dirigido dos obras anteriormente. En Mazaný Filip (2003), adapta el universo detectivesco de Raymond Chandler a partir de la figura de su inmortal Phil Marlowe, en Tobruk (2008), basándose en la novela de Stephen Crane, nos situaba en el norte de África, en el otoño de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, siguiendo la existencia de Jiri Pospichal, un joven idealista que conocerá la amargura de la guerra. El director checo, se basa en la novela homónima del escritor polaco Jerzy Kosinski, en un relato estructurado en capítulos, titulados como los personajes que formaran parte de este viaje físico y emocional del niño protagonista en mitad de la guerra, que recuerda en su conjunto a la novela anónima del siglo XVI, Lazarillo de Tormes. La historia arranca con la muerte de la abuela que deja al niño desamparado y sin rumbo, se irá tropezando con hechiceras, molineros violentos, cosacos rusos, soldados nazis, pajareros alcohólicos, granjeros pedófilos, jóvenes ninfómanas, y una serie de personajes que se mueven en esa Europa sin alma, llena de ignorancia, cruel, supersticiosa y violenta, donde el niño experimentará por primera vez la vida, con sus tristezas y amarguras, convirtiéndose en una especie de superviviente muy a pesar suyo, aprendiendo la maldad humana y la amargura de existir, experimentando la soledad más triste y la infelicidad en todos sus aspectos.

Este niño sin nombre recuerda a otro niño como Iván Bondarev de La infancia de Iván (1962), de Andréi Tarkovski o a Flyora Gaishun, el chaval de Ven y Mira (1985), de Elem Klímov, dos niños que se enfrentan a la tragedia y la desolación de la Segunda Guerra Mundial, solos y desamparados sufren su crudeza, violencia y muerte. Marhoul filma su película en un descarnado y sucio blanco y negro, obra del cinematógrafo Vladimír Smutný (colaborador del cine de Jan Sverák), donde se remarca la deshumanización que va encontrándose el niño en su periplo vital, capturando a través de la película en 35mm, la intimidad y la cercanía necesarias para ir descubriendo, a partir de la mirada del niño, todo esa sociedad maloliente y salvaje que va encontrándose, eso sí, la cámara sabe muy bien lo que debe mostrar y lo que no, filmando la violencia, tanto física como emocional, sin embellecerla, y sobre todo, mostrándola desde una posición crítica, resolviéndola de manera magnífica con el recurso del fuera de campo, y haciendo un uso ejemplar del sonido, y el sobrio y catalizador montaje obra de Ludêk Hudec.

El director checo construye una película larga, llega hasta los 169 minutos de duración, y sobre la Segunda Guerra Mundial, y su devastación en la población, siguiendo la mejor tradición del cine de la Europa del Este, donde prevalece el blanco y negro, relatos de gran dureza sobre las relaciones difíciles entre personajes y un contexto social y rural muy duro y descarnado, y las consecuencias nefastas de la guerra en los habitantes, tanto físicas como psicológicas, con esos instantes de gran crudeza cuando los cosacos atacan el pueblo, o las vejaciones que sufren por parte de los nazis un pueblo indefenso a merced de los abusos de un poder ilimitado y asesino. El pájaro pintado es una película durísima, violenta y desoladora, sumergiéndonos en el contexto de la guerra y en el alma oscura de los seres humanos, donde hay un niño que sufre todas las acciones terribles de esos adultos llenos de soledad, amargura y tristeza, que usan al inocente para descargar su vacío y basura emocional acumulada.

Marhoul descarga toda su película en la mirada del debutante Petr Klotár, auténtica alma mater del relato, que sin emitir ninguna palabra, transmite toda esa transición que sufre a fuerza de golpes y abusos, de su infancia a la edad adulta, convirtiéndose en uno más de esa sociedad desorientada y salvaje, bien acompañado por una retahíla de grandes intérpretes internacionales encabezados por Udo Kier, Harvey Keitel, Stellan Skarsgard, Julian Sands, Barry Pepper, y luego, un grupo de intérpretes checos, polacos y rusos, menos conocidos para el gran público, pero igual de capacitados para desarrollar unos personajes complejos como Aleksey Kravchenko (que los más cinéfilos lo recordarán como el niño de Ven y Mira, ahora convertido en un soldado ruso amable), Lech Dyblik, Jitka Cvancarová, Júlia Valentová y Petr Sverák, entre otros. Václav Marhoul se ha destapado como un cineasta de atmósferas y personajes, filmando con crudeza y sensibilidad toda la desolación, amargura y oscuridad que encierran los seres humanos, y cómo las experimenta un niño sometido a esas voluntades tan terribles, guiándonos de modo excelente y visceral por una epopeya convertida ya en un relato digno de admirar no solo por todo lo que cuenta y como lo cuenta, sino su veracidad, su magnetismo y la mirada que desprende un niño en mitad de la guerra, o podríamos decir, en mitad de la nada más absoluta. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El Irlandés, de Martin Scorsese

EL ÚLTIMO GÁNSTER.

El pipiolo Charlie de Mean Streets. El joven Henry Hill de Goodfellas. El avispado Sam Rothstein de Casino. El vengativo Amsterdam Vallon de Gangs of New York. Y el duro Frank Sheeran de El irlandés. Todos ellos fueron hombres jóvenes con el sueño de prosperar en la vida. Todos ellos se cruzaron en el camino de alguien con pinta de ser dueño de algo. Todos ellos dejaron de ser quiénes eran para ser otros. Todos ellos dejaron la vida corriente y anodina para convertirse en brazos ejecutores de poderosos gánsteres. Todos ellos forman parte del universo gansteril de Martin Scorsese (New York, EE.UU., 1942) que a lo largo de sus veinticinco títulos como director ha dedicado bastantes obras a explorar el mundo del hampa, de los negocios oscuros, la corrupción, y las personas y gentuza que pululan por esos lugares de mucha pasta, traiciones y asesinatos. Scorsese se ha sentido cómodo explorando esos  ambientes agobiantes y oscuros, en los que nos sumergía en las vidas de tipos corrientes empujados por convicciones personales, a los que contra viento y marea se empeñaban en introducirse en tempestades que en muchos casos les sobrepasaban. La mirada del director de Queens es profunda y concisa, retrata con dureza y amargura el mundo del hampa de manera que no deja lugar a dudas de la miseria y el horror de ese universo, capturando con honestidad todo ese mundo familiar y sentimental en contraposición con ese otro mundo donde la violencia está tan presente.

El cine de Scorsese ha recorrido la historia de la mafia de Estados Unidos durante el siglo XX, convirtiéndose en un cronista certero y brillante de esas familias y actividades, desde finales del XIX en Gangs of New York, los años veinte con la ley seca en el capítulo piloto de la serie en Broadwalk Empire, los ambientes gansteriles de New Yersey en Goodfellas,  pasando por los oscuros y violentos años setenta del Nueva York de poca monta en Mean Streets, o las triquiñuelas y violencia que se cocía en Las Vegas durante los setenta y ochenta en Casino, o la mafia irlandesa de The Departed, donde los gánsteres compartían protagonismo con los policías. Scorsese se ha basado en personajes reales o los ha rebautizado basándose en personajes que existieron. Tipos duros, faltos de escrúpulos, asesinos, capaces de todo, ajenos a cualquier ley y metidos en esos mundos donde la lealtad y el respeto se pagan con dinero, con mucho dinero.

El irlandés es una especie de compendio de todas sus películas, empezando porque es la obra que abarca más años, ya que arranca a mediados de los cincuenta cuando su protagonista Frank Sheeran es un camionero sin más, y llega hasta principios del nuevo siglo, cuando Sheeran apura sus últimos días retirado en una residencia, enfermo y deteriorado. La película se estructura mediante un flashback, en la que el propio Sheeran nos va contando su vida (muy habitual en el cine de gánsteres de Scorsese) su entrada, evolución y final en la familia de Russell Bufalino, y sus relaciones con el sindicalista Jimmy Hoffa (que ya había tenido una película en 1992 interpretado por Jack Nicholson y dirigida por Danny DeVito). La película se basa en la novela I Heard You Painting Houses, de Charles Brandt, como hiciera con las novelas de Nicholas Pileggi en sus celebradas Goodfellas y Casino, en un guión que escribe Steven Zaillan, con el que ya colaboró en Gangs of New York. Scorsese desestructura su relato a través de una road movie, aprovechando un largo viaje por el que Buffalino y Sheeran pasaran por lugares de su historia, en el que se mezclan pasado y presente, en los que la película se irá deteniendo y recordando los pasajes allí vividos, quizás en ese sentido si que tiene la película estructura de último viaje, del final de un tiempo, de adiós, describiendo con minuciosidad una forma de vida del hampa que se extingue, que se acaba, donde Sheeran encarna al último superviviente, y por ende, el encargado de contarnos a nosotros los espectadores esa historia que desaparece con él, un relato que solo comparte con nosotros, como evidenciará su momento con los federales donde no cuenta nada sobre Hoffa.

El relato va de un lugar a otro, de una mirada a otra, pero sin dejar la mirada de Sheeran y su historia, la de un corriente camionero de Pennsylvania convertido en un matón de la mafia. Scorsese se mueve dentro de ese clasicismo que encontramos en otras de sus películas, mezclándolo con una forma más  posmoderna en el momento de contar las situaciones, consiguiendo envolvernos en una película magnífica y arrolladora en todos los sentidos, atrapándonos con sus 210 minutos que llenan pero, como suele pasar en el cine de Scorsese, podríamos estar más rato viendo las historias de Sheeran y los demás. La estupenda y concisa luz de Rodrigo Prieto que vuelve a colaborar con el director, después de Silencio y El lobo de Wall Street, casa perfectamente con ese mundo, submundo y espacio donde se mueven estos tipos, porque es a través de sus personajes que Scorsese nos va contando el sinfín de historias que se van desarrollando, teniendo en la relación de Frank Sheeran y Jimmy Hoffa el grueso de la película, aunque también veremos a los Kennedy, Nixon y los demás, tejiendo las sucias y oscuras relaciones entre política y mafia, en que esa estructura de retratos e historias funciona a las mil maravillas gracias al estudiado y sobrio montaje de Thelma Schoonmaker, que lleva editando las películas de Scorsese hace más de cincuenta años, donde no dejan ningún cabo suelto y aprietan con el ritmo según el momento, creando la tensión y el misterio necesarios, sin olvidar la banda sonora, que Scorsese vuelve a demostrarnos su precisión haciendo un gran recorrido por la música popular estadounidense.

La cámara se desenvuelve de manera natural, utilizando con mucho orden y concisión todo aquello que debemos ver y todo aquello que deja fuera pero que intuimos que sucederá, así como hacia donde derivarán las diferentes acciones, después de los encuentros y los posteriores enfados de los personajes. Qué decir de la interpretación de los diferentes roles que vemos en la película, encabezados por un Robert De Niro, en su novena película con Scorsese, dando vida a Frank Sheeran, con su característica mirada, gestualidad y esa forma tan inquietante que tiene a la hora de asesinar y moverse por ese universo gansteril, Al Pacino, que junto a De Niro se repartieron buena parte de los mejores trabajos de la década de los setenta, debuta en el cine de Scorsese, y vuelve a compartir pantalla con De Niro después de los breves planos en Heat, dando vida a Hoffa, el líder sindical que todo Dios conocía durante los setenta y ochenta, época donde los camioneros dominaban el cotarro de la economía, y el hampa hacía lo imposible por mantenerlos a su lado, ya que eran quiénes transportaban la mercancía que les hacía ganar grandes sumas de dinero. Hoffa despareció misteriosamente en 1975 sin dejar el más mínimo rastro.

Pacino da vida a un tipo que se creyó más listo que nadie, alguien que nunca tuvo en cuenta con quiénes trataba, un ser que traicionó a aquellos que lo subieron. Joe Pesci, que vuelve con Scorsese, alejado de aquellos matones que acaban en el fango de Goodfellas o Casino, dando vida a Russell Buffalino, el jefe de la mafia siciliana, con ese porte reposado de los que saben vestir, mandar y cuidar a quién se lo merece y hacer desaparecer a quién se pasa de la raya. Harvey Keitel, que también vuelve al universo Scorsese, en la piel de Angelo Bruno, otro capo, en un rol breve pero muy intenso. También vemos a Stephen Graham en la piel de Tony Pro, otro líder sindical con aires de mafioso, y Anna Paquin siendo Peggy, la hija menor de Sheeran que tendrá una relación distante y compleja con su padre y sus “amigos” por sus innumerables delitos y crímenes. Y después, como es habitual en el cine de Scorsese, toda una retahíla de intérpretes entre los que hay profesionales y otros que no lo son, pero dan ese aspecto duro, con esos rostros de tiempo, con aires de mafioso, serio y sucio que tanto busca el director.

Scorsese maneja la fuerza expresiva de sus intérpretes y las acciones que les somete de forma magistral, cociendo a fuego lento todo el magma de relaciones, conflictos y miradas, donde destacan sobremanera el realismo y la brutalidad con la que están filmados los actos violentos y los asesinatos, marca del estilo de un Scorsese en plena forma, volviendo al universo gansteril como los grandes, donde la historia y los personajes están por encima de todo, hecho que lo convierte en un cineasta atípico en su país, donde todo se envuelve en pirotecnia muy ruidosa. Scorsese consigue ese aroma de ocaso y sombrío que tiene el Sunset Boulevard y Fedora, ambas de Wilder, Grupo salvaje, de Peckinpah, Barry Lyndon, de Kubrick o El último magnate, de Kazan, retratando la vida y su ocaso, su trago final, donde abundan los personajes complejos y ambiciosos, seres de muchas piezas, seres que hacen pensar, que nos revuelven moralmente, tipos sin escrúpulos, gentes que deambulan por mundos donde todo vale, donde la gente está ahí para satisfacerles en sus ideas ambiciosas y en sus formas de vivir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La juventud, de Paolo Sorrentino

poster_lajuventudEL DESENCANTO DE VIVIR.

El universo del cineasta Paolo Sorrentino (1970, Nápoles, Italia) está plagado de personajes maduros desencantados con la vida, inquilinos de su propia existencia, cansados de la futilidad de vivir y perdidos en su hastío existencial. Como le ocurría a Titta di Girolamo, el cincuentón aburrido que arrastraba su soledad viviendo en un hotel sin nada que hacer, ni tampoco sabiendo hacía donde ir en Las consecuencias del amor (2004), a Giulio Andreotti, el capo del estado italiano que se aferraba al poder por miedo a desaparecer en Il Divo (2008), y a Jep Gambardella, el periodista cansado que se movía entre la decadencia y la desesperación de una clase miserable e insustancial en La gran belleza (2013).

Sorrentino, que vuelve al idioma inglés, como hiciera en la fallida Un lugar donde quedarse (2011), se ha ido hasta los Alpes suizos, y ha situado su película en un hotel de vacaciones, donde nos encontramos a Fred Ballinger (maravilloso Michael Caine), un músico octogenario retirado que rechaza los cantos de sirena de la mismísima Reina Isabel II que quiere que dirija la orquesta para celebrar el cumpleaños del príncipe, le acompaña Micky Boyle (Harvey Keitel), su amigo de la infancia, cineasta, que con la ayuda de unos jovenzuelos guionistas, está metido en la construcción del guión que significará su testamento fílmico, junto a ellos, se suma Lena (Rachel Weisz), la hija del primero, que acaba de ser abandonado por su marido, hijo del segundo. También, se encontrarán con otro huésped, Jimmy Tree (Paul Dano), un joven actor que se halla inmerso en la preparación del personaje de su próximo trabajo, y para redondear el cuadro, las apariciones de Maradona, sometido a una cura, que arrastra su obesidad y asfixia, junto a los tiernos cuidados de su joven enfermera. Sorrentino nos sitúa en un balneario lujoso, rodeado de naturaleza y de un paisaje de belleza evocadora, en ese espacio de quietud y sin nada que hacer, el realizador italiano nos lo muestra de forma estilizada, donde lo visual se apodera del cuadro, no obstante, no deja que esa belleza nos cautive y sigue sometiendo a sus criaturas a sus inquietudes como cineasta, tratando temas que le continúan obsesionan, como la crisis existencial y artística, la decadencia de vivir, la futilidad de la existencia, la memoria y los recuerdos olvidados, el amor, las relaciones humanas y paterno-filiales, y la falta de deseos e ilusiones en la vejez, y el inexorable paso del tiempo, entre otros.

Michael Caine, Director Paolo Sorrentino, and Harvey Keitel on the set of YOUTH. Photo by Gianni Fiorito. © 2015 Twentieth Century Fox Film Corporation All Rights Reserved

Sorrentino no olvida a sus maestros, y como sucedía en La gran belleza, el universo Felliniano está muy presente en la película, encontramos las huellas de Guido Anselmi, el personaje que interpretaba Marcello Mastroianni, en 8 ½ (1963), el cineasta en crisis, que también paseaba su existencia en un balneario, donde repasaba su vida, sus amores, sus inquietudes, sus recuerdos y el tiempo que se extinguía a su alrededor, y otros personajes Fellinianos como los de Ginger y Fred, que bailaban en el ocaso de su vida rodeados de un mundo televisivo que había olvidado a sus referentes, o aquellos otros, de Y la nave va, que despedían al amigo durante una travesía en barco. Seres perdidos, que no encontraban, por mucho que buscaban, la verdadera existencia de la vida, y se refugiaban en sus sueños para soportar el peso vital. Sorrentino deja a sus personajes que hablen, que sientan el peso de su frustración, que naveguen por un camino sin sentido, que la espera de la desaparición sea lo más digna posible, o no. Los dos amigos evocan su vida, lo que hicieron, y dejaron de hacer, las mujeres que amaron, o creyeron amar, de un mundo que se extingue frente a ellos, al que ya no pertenecen, que les ha olvidado. Un mundo decadente y vacío, tanto para los que están en su ocaso como para los jóvenes, que no consiguen encontrarse a sí mismos, llenos de miedos e inseguridades, y disfrutar de su existencia, aunque sea así de superficial y solitaria. En un momento de la película, el personaje de Keitel, recibe la visita de Brenda Morel (extraordinaria Jane Fonda) que parece la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses, una actriz fetiche para él, que le insta a dejar todo su propósito y en descansar de su cine y sobre todo, de sí mismo, porque su mundo ya ha desaparecido y jamás volverá. Quizás la idea de Sorrentino no sea otra, que sea cual sea tu vida, por muy placentero que pueda llegar a ser, con el tiempo, cuando seas mayor, ni siquiera se acordarán de ti, o por el contrario, tú ni te acordarás.