Miocardio, de José Manuel Carrasco

EL AMOR DEL PASADO.

“El miocardio es el tejido muscular que rodea las paredes del corazón. Tiene la función de generar las contracciones necesarias para que la sangre llegue a todas las partes del cuerpo. Funciona involuntariamente y por esto no se puede regular. Se podría decir que aquello que se encarga de alimentar nuestro cuerpo lo hace de manera involuntaria. Por lo tanto, vivimos involuntariamente”. 

Hay mucho cine español, mucho más de lo que las instituciones oficiales pretenden. Un cine español más humilde, más sencillo y sobre todo, un cine español que apenas tiene visibilidad en los medios, y mucho menos,  presente en las salas, tan reticentes a aventurarse a un estreno que necesita mucha piedra, es decir, tiempo para que los espectadores la conozcan y se atrevan a descubrirlas. Eso sí, cuando lo hacen, este cine español, al que se le ha llamado de muchas formas diferentes, es un cine que conecta con el público y consigue unos logros, muy modestos, pero importantes. Miocardio, del cineasta murciano José Manuel Carrasco reúne todas las características de este cine, porque hace de su modestia y su dispositivo, sus mejores credenciales, porque es, ante todo, un cine que habla de tantas vulnerabilidades y miserias humanas.  

Carrasco que tiene una filmografía en la que abundan la friolera de 11 cortometrajes, amén de alguna serie y guiones junto a Luis E. Parés en su magnífica La primera mirada (2024), y debutó en el largometraje con El diario de Carlota (2010), donde retrataba a una adolescente en plena vorágine sentimental y sexual. Su segundo largo parece que rescata a aquellos adolescentes, ahora entrados en los cuarenta o rondando esa cifra. Tiempo donde se mira a atrás y se hace una especie de balance o tal vez, uno se da cuenta de todas las malas decisiones que se tomaron. La acción arranca con Pablo, un tipo de unos cuarenta y tantos, como decía Sabina, que publicó un libro hace ya mucho, que se ha separado de Pilar porque no aguanta su amargura y en fin, un tipo triste y lo peor de todo, sin ganas de seguir. Aunque, el teléfono suena y es Ana, su primer amor de hace quince años. Una ex que viene a ponerlo patas arriba, a mirar atrás, a tomar conciencia de lo que hicimos y lo que no. Un encuentro que es como mirarse al espejo y enfrentar los errores y los aciertos. Con un tono de comedia agridulce, muy de la atmósfera de Wilder, que recogieron muy bien aquí los Colomo y Trueba en los albores de los ochenta. Un género para hacer análisis de lo mucho que nos había costado y lo mucho que la habíamos cagado. 

El cineasta nacido en Grenoble (Francia), pero murciano de adopción, se ha reunido de un plantel magnífico para acometer su segunda película. Tiene a María del Puy Alvarado que, a través de Malavanda, ha producido a cineastas tan importantes como Carlos Saura, Rodrigo Sorogoyen y Maite Alberdi, a Alberto Pareja en la cinematografía que le ha acompañado en 4 cortometrajes, creando esa luz tan natural y tan real que genera esa atmósfera de cotidianidad y doméstica que tiene el cine de Truffaut con Doinel, en las que va retratando sus éxitos y fracasos sentimentales. La música de Claro Basterrechea, del que conocemos sus trabajos en El fin de ETA y en la serie El pionero, con una composición sutil nada molesta que ayuda a tomar pausa ante la explosión de emociones que se van sucediendo entre Pablo y Ana. El extraordinario montaje de Vanessa Marimbert, otra colaboradora de Malvanda, ya que la hemos visto en Las paredes hablan, del mencionado Saura, en films con Esteban Crespo, en El buen patrón, de Fernando León de Aranoa, y la mencionada La primera mirada, que consigue estructurar con acierto y concisión los 78 minutos de metraje, que se viven con reposo e intensidad, en una película encerrada en cuatro paredes que recoge casi dos décadas de los protagonistas. 

Estamos delante de una de las no parejas protagonistas más acertadas de los últimos años, que recuerdan a otra no pareja, la de Vito Sanz e Itsaso Arana en la inolvidable Volveréis, de Jonás Trueba. Vito repite, construyendo otro tipo al que se le quiere por su torpeza y sus nervios, que está demasiado cerca de todos nosotros. Un actor que parece que no interpreta y eso es lo mejor que se le puede decir a un actor. A su lado, tenemos a Marina Salas, que ha trabajado en varios cortos con Carrasco, que nos gustó mucho en películas como La mano invisible y El cover, es Ana, el fantasma del pasado dickensiano de Pablo, una mujer que no sabe muy bien a qué viene, o mejor dicho, a qué vuelve, peor ahí está, que ejercerá de espejo discordante para Pablo para que se vea y salga de ese pozo tan oscuro donde se ha metido, por miedo y por no enfrentar la realidad. Hay dos intérpretes más de los que no podemos dar detalles para no destrozar la sorpresa a los espectadores. Uno es Luis Callejo, otro de la Carrasco Factory, un intérprete tan natural, tan creíble y tan cercano que nos encanta. Y Pilar Bergés, otra cómplice del director, que estuvo muy bien en Los inocentes (2018), de Guillermo Benet. 

Me ha gustado mucho Miocardio, de José Manuel Carrasco, por hacer muy ambicioso narrativamente hablando, donde se juega con propuestas y elementos que nos interpelan directamente a los espectadores. Seguro que viendo la película vamos a pensar en aquel amor, en todo lo que hicimos y lo que no, y sobre todo, en todas esas cosas que podíamos haber hecho de otra manera, y lo fantástico que sería poder repetir aquel amor para hacerlo mejor, para descubrir los errores y tener la oportunidad de subsanarlos y como se plantea en la trama, repetir y repetir hasta que salga bien. O quizás, los errores cometidos no los repetimos, aunque cometeremos otros, no lo podemos saber. Pero si que estaría fenomenal repetir aquel amor o volver a reencontrarse con la mujer que nos rompió el corazón y poder hablar de lo que sucedió, pero de verdad, sin trampas, con sinceridad y dejando egos y rencillas pasadas, y enfrentarse a lo que fuimos, a las equivocaciones y a todo lo que dejamos. Me encantaría que me ocurriese como Scrooge, que vida tendríamos de haber tomado otras decisiones. Tal vez, estaríamos igual que Pablo o no, quizás habría que preguntar a aquel amor del pasado si volviese a llamarnos para saber de uno. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Sidonie en Japón, de Élise Girard

LOS PARAÍSOS PERDIDOS.  

“Los verdaderos paraísos son los perdidos”. 

Jorge Luis Borges

La grandeza del cine japonés se ha alimentado de unas características que lo han hecho muy reconocible internacionalmente. Pensamos en ese tempo sostenido y cadente, unos encuadres fijos y muy pensados, ausente de diálogos y explicaciones, y personajes silenciosos que todo lo expresan a través de la mirada y el gesto tranquilo y tímido. Un cine donde lo importante se mueve en ese especie de limbo donde relato y forma se funden para seguir emocionalmente a unos individuos que se mueven de aquí para allá sin más. La directora Élise Girard (Thouars, Francia, 1976), empezó con un par de documentales y luego pasó a la ficción con Belleville Tokyo (2010) y Drôles d’oiseaux (2017), sendos retratos femeninos en los que podríamos rastrear el argumento de Sidonie en Japón, porque en la primera tenemos a una joven embarazada y abandonada por su pareja en pleno duelo, y en la otra, a otra joven que llega a París y descubre una librería antigua y a su solitario dueño. 

A partir de un guion que firman Girard junto a Maud Amelie (que coescribió Scarlet, de Pietro Marcello), la desaparecida Sophie Fillères (cineasta y coescritora con Philippe Grandieux), que ambas escribieron la película Garçon chiffon (2020), de Nicolas Maury, en la que a modo de cuento o de haiku japonés, nos cruzamos con la citada Sidonie, una madura escritora que ha perdido a su marido en un accidente y viaja a Japón porque su primer libro se edita en el país asiático. Allí, conocerá a Kenzo Mizoguchi, su editor que la llevará a diferentes actos de promoción como encuentros con la prensa, presentaciones y demás. Una trama construida a partir de la pausa y los silencios, con muy pocos diálogos, en los que conviven la idiosincrasia propia de Japón, entre lo ancestral y lo mega moderno, entre los vivos y los muertos, dos antagonismos que se mezclan constantemente en la historia, además de la parte emocional de los dos personajes, en pleno duelo. La escritora que sigue añorando a su marido, y el editor que no acaba de seguir después que su mujer lo dejase. A través del drama íntimo iremos pasando por lo fantástico, pero no desde el arquetipo, sino como conflicto emocional, donde el fantasma del marido de ella se le aparece, como sucedía en Sin fin (1985), de Kiéslowski.

La parte técnica de la película ejemplar en su definición y detalles camino al son de lo que cuenta la película, con una gran cinematografía de Céline Bozon, que ha trabajado con cineastas tan interesantes como Tony Gatlif, Valérie Donzelli y Serge Bozon, entre otros, donde cada encuadre está cimentado desde la pulcritud y la concisión, así como la sensible música de Gérard Massini, que va sumergiéndonos en esta relación tan especial y peculiar, así como el estupendo montaje de Thomas Glaser, que ya trabajó con la directora en la mencionada Drôles d’oiseaux, en una película nada fácil con sólo dos personajes, que hablan muy poco, y ese ritmo tan pausado que tiene la película, en una cinta de 95 minutos de metraje. Si lo técnico está en sintonía con lo que se cuenta, la interpretación es punto y aparte, porque la pareja protagonista es de una elegancia y naturalidad aplastantes. Qué decir de Isabelle Huppert, con más de medio siglo de carrera y más de 150 títulos como actriz. No sólo es una grande de la historia del cine, sino que lo que toca lo hace de una sencillez y calidez absoluta. Su Sidonie es una mujer rota, en soledad, sin alicientes, sin amor, que ni lee ni escribe. Su viaje a Japón será un no quiero pero que acepta como necesidad, como pequeña luz. 

Junto a Huppert, dos hombres. Por un lado, está el actor japonés Tsuyoshi Ihara, que hemos visto en Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood y 13 asesinos, de Takashi Miike, entre muchas otras, como el editor, un hombre también desolado, roto y autómata. Dos almas que se encuentran, con la misma ruptura emocional y en el mismo lugar, con esas miradas, palabras y silencios mientras van en coche o en tren o visitan lugares. Como marido-fantasma asume el rol el actor alemán August Diehl, con una carrera espectacular al lado de Hans-Christian Schmid, Schlöndorff, Glagower, von Trotta, Tarantino, August, Vinterberg y Malick, con una imagen poderosa y nada convencional. Si con todos los argumentos que he escrito sobre Sidonie en Japón, todavía no se han decidido a acercarse al cine a descubrirla, sólo les puede decir una última cosa. No es una película triste, habla de tristeza eso sí, también de dolor y de vacío interno, y de muchas cosas más relacionadas con el alma que, aunque no sean nada agradables, alguna vez en la vida o muchas veces vamos a tener que tratar con ellas, y ver cómo otras personas lo hacen, puede ser un buen aprendizaje o quizás es mucho más, porque pasar un duelo o extrañar a alguien que ya no quiera estar a nuestro lado son carencias que, seguramente no vamos a estar del todo recuperados de ellas, pero sí que podemos vivir con ellas, acostumbrarnos a esa pérdida, algunos días más que otros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las cartas de amor no existen, de Jérôme Bonnell

¿QUE FUE DE NUESTRO AMOR?

“¿Acaso podemos cerrar el corazón contra un afecto sentido profundamente? ¿Debemos cerrarlo? ¿Debe hacerlo ella?

James Joyce

Jonas es un tipo de cuarenta y tantos tacos, con encanto pero torpe, como cantaba Sabina, alguien que se encuentra en Stand by, no por decisión propia, sino porque su vidas y los hechos que la rodean parecen ir contra él, o simplemente, las cosas van sucediendo y Jonas va llegando tarde a todo, porque no quiere darse cuenta que las cosas se terminan, o hay gente con la que hay que terminar por nuestro propio bienestar. A Jonas le costó despedirse de la madre de su hijo, una mujer que ya no quería, también de su socio, un aprovechado que le ha metido en un gran lío, y además, le cuesta horrores decir adiós a Léa, su última novia. Jonas ahí anda, a la deriva por su miedo a cerrar, a decir adiós, y sobre todo, el miedo a la incertidumbre que se apodera de uno cuando cierra algo o a alguien y empieza de cero. Donde muchos ven una forma de empezar de nuevo, Jonas lo ve como una decisión que no quiere o no puede tomar, aunque la situación actual lo lleve a la mierda. Y en esas anda.

La historia arranca después de una noche de borrachera, Jonas se levanta más perdido que nunca y no decide otra cosa que visitar a Léa de buena mañana, y hacer lo imposible para recuperarla, una vez más. La cosa no va como espera y se refugia en el café de enfrente de su casa, como si se tratase de un naufrago en una isla desierta, esperando a Léa decide escribirle una carta, una carta para contarlo todo lo que siente por ella, y esta se decida a rescatarlo, porque él no se atreve o simplemente no se lo ha planteado, quizás ha llegado de coger la riendas de su vida y enfrentarse a ese tipo que tanto miedo le da y no es otro que él mismo. Las cartas de amor no existen (del original “Chère Léa”), es el séptimo largometraje de Jérôme Bonnell (París, Francia, 1977), y vuelve a colocarse en el tono que más le gusta al director francés, entre la comedia dramática y el romance, porque estamos ante una comedia romántica, con ese aroma que tenían las del Hollywood clásico, sin olvidarnos de Becker y Truffaut, donde el amor y su perdición es el trasunto real de la trama, una estructura que se desmarca acomodándose en el suspense hitchcockiano, con el inquietante macguffin, que no es otro que la citada carta, ya que su contenido nunca nos será revelado.

La acción, más propia del thriller psicológico que de la comedia al uso, juego mucho con los inequívocos y las subtramas que solo hacen más difícil la no aventura y no decisión del protagonista, jugando mucho con la información, porque se nos da poca información del pasado del protagonista y las personas que lo pululan, en una especie de radiografía emocional que sin querer se practica el propio Jonas que, al igual que le ocurría al dickensiano Ebenezer Scrooge, sus fantasmas del pasado comenzarán a revolotearle el alma, donde el café será el centro neurálgico de su catarsis personal, y saldrá a unas visitas como la de su ex en la cafetería de una estación, que recuerda a una de sus películas El tiempo de los amantes, de dos desconocidos que se conocían en un tren, y la peculiar relación con el dueño del café, el amante de Léa, su socio con el que se comunica vía móvil, al igual que su hijo, y algún que otro cliente y los habituales del barrio. Las cartas de amor no existen habla de amor, o quizás podríamos decir, de todo ese amor que creemos sentir, de las historias que hay que dejar, decir adiós, y del tiempo.

El tiempo real de la película acotada a un solo día, a una única jornada, veinticuatro horas donde casualmente Jonas hará balance de los hechos vitales hasta ahora, y en un lugar ajeno al suyo, en cierta manera, Jonas está en una especie de laberinto emocional en el que él mismo ha puesto sus obstáculos para no salir. La estupenda cinematografía de Pascal Lagriffoul, responsable de toda la filmografía de Bonnell, le da ese toque cercano y naturalista sin caer en ningún instante en el embellecimiento ni la condescendencia, la excelente música de David Sztanke va detallando todos los estados emocionales de Jonas en una especie de montaña rusa de nunca acabar, y el ágil y formidable montaje de Julie Dupré, que ya trabajó con el director parisino en À trois on y va y en la citada El tiempo de los amantes – amén de aquella maravilla que era Dos otoños, tres inviernos (2013), de Sébastien Betbeder – que rompe con habilidad ese único escenario donde se desarrolla casi toda la trama.

El maravilloso reparto de la película encabezado por Grégory Montel, un magnífico y desconocido para el público de por aquí, pero muy popular en Francia por su éxito televisivo por Call My Agent!, una serie que ha dado la vuelta al mundo. El actor se mete en la piel de Jonas, y nunca mejor dicho, porque la cámara se posa en él y dentro de él, dando vida a un tipo que tiene muchos frentes abiertos por miedo o por no atreverse: un trabajo que odio, porque en realidad le encantaría escribir, y mira tú, ha empezado por una carta, una carta que no puede parar de escribir, con relaciones pasadas que cree todavía estar ahí, con relaciones actuales, más de lo mismo, y enganchado a todo y nada, a un pasado que lo machaca y a un presente, de bólido, que repite patrones anteriores, un caso, en fin, quizás ese día, ese día tan loco, surrealista y extraño, le abra los ojos, depende de él. Le acompañan la siempre fascinante y natural Anaïs Demoustier como Léa, el eficaz Grégory Gadebois como dueño del café, Léa Drucker como al ex esposa, y finalmente, una sorprendente Nadège Beausson-Diagne, una cliente particular del café. Bonnell ha construido una película de verdad, auténtica, que no solo retrata a un tipo-náufrago de sí mismo, sino de su propia vida, y ya no digamos del amor, y lo hace desde dentro a fuera y al revés, contándonos ese París, ese otro París, el muy alejado de su estereotipo de ciudad del amor y mandangas por el estilo, aquí vemos su día a día, su cotidianidad, sus gentes y el amor, ¡Ayyy…! El amor,,,, Que seríamos sin él y con él. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA