Esperando la noche, de Céline Rouzet

LA IMPOSIBILIDAD DE SER. 

“La valentía es no dejarse intimidar por el miedo”

Rebecca Solnit 

Erase una vez… Una familia que llega a una zona residencial, de esas tan tranquilas que parecen esconder algo oscuro, llenas de casas con su jardín verde tan natural como artificial, con piscina de agua demasiado azul, y demás lujos innecesarios de gente que no sabe en qué gastar el dinero que gana. La familia en particular son Laurence y Georges, madre y padre, Lucie, la hija pequeña y finalmente, Philémon, el hijo adolescente, demasiado pálido y extraño. A parte del hijo, lo demás no parece raro, aunque a medida que avanza la trama, nos daremos cuenta que la cosa si guarda ciertas rarezas. La directora francesa Céline Rouzet, que debutó con 140 km à l’ouest du paradis (2020), un documental sobre una de las zonas más remotas de Papúa Guinea que analiza el turismo y el neocolonialismo. Para su segunda película Esperando la noche (“En attendant la nuit”, en el original), se adentra en el género para contarnos una sensible e íntima historia sobre el difícil paso de la infancia a la adolescencia de un chaval, el tal Philémon, que tiene un secreto: necesita sangre humana para alimentarse. 

Rouzet huye deliberadamente del vampirismo como fenómeno terrorífico para situarse en los pliegues de ese momento vital, tan esperanzador como inquietante, en la que nos habla desde el alma de conflictos cotidianos en los que impone una naturalidad oscura, parecida a la de las películas de David Lynch, donde todo lo que vemos insinúa unas puertas para adentro donde ocurren los terrores más espeluznantes. Su relato se aleja de las argucias argumentales y construye un guion junto a William Martin en el que prevalece la honestidad, el secreto no es ningún misterio, porque como hacía Hitchcock, lo desvela al principio, así que, la trama se desarrolla en eso que comentábamos al inicio del texto, en el proceso de un joven que quiere ser aceptado por los jóvenes del lugar y aún más, en el miedo que siente en revelar su “secreto”. Por el camino, el film habla del sacrificio familiar para proteger a su hijo, llevándolos a hacer cosas ilegales y demás cosas. La película plantea lo vampírico como una enfermedad o discapacidad que nos puede alejar de los demás, incluso del amor como le ocurre a Philémon que se siente atraído por Camille. 

La cineasta francesa huye de los lugares comunes del terror más convencional, porque su película va de otra cosa, y la llena de lugares extremadamente domésticos y cercanos como la casa y las calles y el bosque y el río, siempre de día y en verano, con esa luz tranquila y pausada que firma el cinematógrafo Maxence Lemonnier, del que hemos visto hace poco HLM Pussy, de Nora el Hourch, en la que envuelve de cotidianidad y cercanía su película. El montaje de Léa Masson, habitual de Claire Simon, que además estuvo en el debut de Rouzet, huye del corte enfático y se instala en un marco reposado donde todo se cuenta con el debido tiempo, sin prisas ni estridencias, en sus 104 minutos de metraje. La excelente música de Jean-Benoît Dunckel, la mitad de “Air”, que ha trabajado en grandes títulos como María Antonieta, de Sofia Coppola, El verano de Sangaile, de Alanté Kavaïté y en Verano del 85, de Ozon, nos envuelve de forma natural e inquietante al anthéore de la película, confundido y torturado, en ese estado de ánimo entre el miedo, el conflicto y la necesidad de abrirse del protagonista, enfrascado en sus temores y oscuridades, y las otras, las de fuera, las que más miedo le producen, porque no sabe cómo reaccionan los otros cuando sepan su “secreto”.

La presencia del debutante Mathias Legoût Hammond en la piel del oculto Philémon es todo un gran acierto, porque el joven actor sabe transmitir todo el problema que arrastra un adolescente que quiere ser uno más y no puede, protegido por el amparo familiar pero con ganas de descubrir otros espacios de la vida como la amistad y el amor. Le acompañan una siempre arrolladora Elodie Bouchez como la la madre, que fácil lo hace y todo lo que genera una actriz dotada de un aura especial. Jean-Charles Clichet es el padre, que le hemos visto en películas de Honoré y Hansen-Love, entre otros, la niña es la casi debutante Laly Mercier, genial como hermana pequeña, tan lista como rebelde, y finalmente, la estupenda presencia de Céleste Brunnquell como Camila, la amada de Philémon, una actriz maravillosa que nos encantó en El origen del mal y Un verano con Fifí, entre otras, siendo esa mujer que, al igual que el protagonista, se transformará. No se pierdan Esperando la noche, de Céline Rouzet, si les gustan las películas de terror sin efectismos y que profundicen en el alma humana, sus verdades y mentiras, y sus brillos y oscuridades, y todo lo que nos hace humanos o no, y cómo reaccionamos ante el diferente y lo desconocido, que es eso lo que nos hace inteligentes  y sobre todo, bellas personas. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Las dos caras de la justicia, de Jeanne Herry

ENFRENTAR EL DOLOR. 

“Qué mecanismo psicológico tan raro, y tan común, el que provoca el sentimiento de culpa y de pudor en la víctima y no en el verdugo”. 

El mundo (2207), de Juan José Millás

Hace dos temporadas nos quedamos sobrecogidos por la elogiada Maixabel, de Icíar Bollaín, donde conocíamos la historia real de la citada mujer, que quiso conocer a los asesinos de su marido. Toda una muestra de coraje, valentía y serenidad de una persona que enfrenta su dolor y rabia frente a las personas que le arrebataron una de las personas más importantes de su vida. La tercera película de Jeanne Henry (Francia, 1978), después de las interesantes Elle l’adore (2014), y En buenas manos (2018), bucea en la denominada justicia restaurativa, una actividad que consiste en enfrentar a autores de delitos enfrentándolos con víctimas de delitos parecidos. Estamos ante una película sobre el habla, sobre el diálogo, sobre el dolor, las heridas, el trauma y la reparación, cerrando todas esas roturas del alma. Una película en la que se habla mucho, peor muy bien, nada banal ni sentimentalista, sino todo lo contrario, incidiendo en los diversos conflictos de cada una de las víctimas y verdugos, con calma y pausa, con tiempo, exponiendo cada problema, cada proceso, cada mirada y cada gesto. 

No estamos ante una película más, es una película cosida a conciencia, porque tiene entre manos un tema delicado y extremadamente sensible, un tema que requiere pausa, profundidad y mucho tacto. En Las dos caras de la justicia (del original Je verrai toujours vos visages, traducido como Siempre veré tus caras), se palpa una tensión parecida a la que palpaba en la magnífica Doce hombres sin piedad (1957), de Sidney Lumet, donde los espectadores nos convertimos en testigos privilegiados que participan en estos encuentros, resulta altamente aleccionador el arranque-prólogo de la película, cuando vemos a los voluntarios en los talleres de aprendizaje, aprendiendo y enfrentándose a futuros conflictos, y el salto a un año después, cuando entramos en materia, y vemos la realización in situ. Y no sólo la película aborda uno de los encuentros, del que hemos hablado, sino que también, explica un caso desde su primigenia, cuando una joven Chloé, se presenta en la oficina y explica su caso, víctima de abusos sexuales por su hermanastro, con el que quiere encontrarse para enfrentar su dolor. No son dos relatos paralelos que van y vienen, sino que van de la mano, porque, tanto en uno como en otro, vemos lo que ocurre después y antes del proceso de justicia restaurativa. 

Herry abandona todo sensacionalismo e impacto, ya sea visual o argumentativo, para centrarse en las personas y en su interior, con ese planos cercanísimos y en interiores, casi en su totalidad, con una narrativa desnuda y sencilla, a modo de documento, en un gran trabajo del cinematógrafo Nicolas Loir, con el que trabaja por primera vez, del que conocemos sus trabajos para Antoine de Bary y Cédric Jimenez, entre otros. Una cámara que mira y está detenida, que sigue a sus personajes del modo clásico, sólo si se mueven, una cámara-testigo como si de una película de Wiseman se tratase, que observa, filma y deja las conclusiones y reflexiones para el espectador. El montaje, construido a partir de planos cortos y cerrados, también trabaja para conseguir esa intimidad y transparencia que encoge el alma, en una película que se va a las dos horas de metraje, y hablada, con nula acción física, contada a través de diálogos que suben y bajan como si estuviéramos en una montaña rusa, elementos que componen un interesantísimo trabajo de Francis Vesin, cómplice de la directora en su tercer trabajo juntos. La estupenda música de Pascal Sangla, que ya estaba en En buenas manos, ejerce ese cruce entre drama íntimo y personal, donde no hay respiro, aparte de algún que otro diálogo entre los voluntarios que participan, consiguiendo esa finísima línea donde drama y tragedia bucea, tocándose levemente, pero sin caer en el dramatismo y la desesperanza, sino encontrando vías de comunicación, empatía y miradas cómplices. 

Una película de estas características necesita un gran plantel de intérpretes, actores y actrices que con una mirada y un gesto transmitan todo ese desequilibrio emocional que sufren sus protagonistas, donde el pasado se haga muy presente, y donde se explique lo necesario sin caer en lo reiterativo ni superfluo. Tenemos a los verdugos: Nassim, que hace Dali Benssalah, del que recientemente vimos La última reina, siendo Barbarroja, Thomas es Fred Testot, especializado en comedias locas y divertidas, Issa es Birane Ba. Frente a ellos, las víctimas: Nawelle que hace Leïla Bekhti, una actriz con amplio recorrido con nombres tan interesantes como Lafosse, Caudel, Mihaileanu, Audiard, etc…, Grégoire en la piel de Gilles Lellouche, un actor muy reconocido en el país vecino, que ya estaba en En buenas manos, y Sabine en la piel de Miou Miou, madre de la directora, también en la mencionada En buenas manos, toda una institución en Francia, que ha trabajado con grandes como Bellocchio, Tanner, Miller, Losey, Malle, Deray, Leconte, Berri, y más. Otra víctima es Chloé que tiene el rostro de Adèle Exarchopoulos, y luego están los voluntarios: Élodie Bouchez, la inolvidable protagonista de La vida soñada de los ángeles, que trabajó en la citada En buenas manos, Sulianne Brahim, que tiene películas con Amalric, Donzelli y Macaigne, y Jean-Pierre Darroussin, poco hay que decir del excelente actor fetiche de Guédiguian, entre muchos otros. 

Sólo nos queda aplaudir y hablar maravillas de uno de los grandes títulos de la temporada que acaba de comenzar, y lo decimos sin ánimo de ser demasiado indulgente ni eufórico, sino porque la película lo merece, porque plantea temas muy complejos y peculiarmente dolorosos, a partir de una forma y un fondo que son dignos de estudio, profundizando de forma digna, humanista y ejemplar, sin manejar al espectador a su antojo, elemento que reiteramos, sino dejándolo libre y generando ese espacio de observación y reflexión, tan vital para no sólo entender sino también comprender, valores en desuso en los tiempos actuales, más dados a la crítica y el desprecio facilón. Debemos quedarnos con el nombre de la cineasta Jeanne Herry no sólo por afrontar temas tan difíciles como la maternidad en su anterior y citadísima película en este texto, y ahora, la culpa, el dolor y el trauma y los caminos para afrontarlos, para mirarlos y curarse, a través de víctimas que han roto esa coraza de autocompasión y se han lanzado a participar, a ser activo, a mirar al verdugo, a enfrentarse al otro, y sobre todo, enfrentarse a su dolor y a sí mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Simone, la mujer del siglo, de Olivier Dahan

LA HUMANISTA COMPROMETIDA.

“La igualdad es una necesidad vital del alma humana. La misma cantidad de respeto y de atención se debe a todo ser humano, porque el respeto no tiene grados”.

Simone Veil

Después de más de dos décadas dedicándose al cine, el director Olivier Dahan (Ciotat, Francia, 1967), ha dirigido películas muy heterogéneas como Erase una vez… (2001), una mezcla entre el fantástico y los cuentos infantiles, La vida prometida (2002), con Isabelle Huppert en la piel de una prostituta en un durísimo drama, la secuela del thriller de gran éxito Los ríos de color púrpura (2004), Nuestra canción de amor (2010), rodada en EE.UU., es una bellísima historia de amor entre una paralítica que ya no canta y un enfermo mental solitario. Antes le llegó el mega éxito de crítica y público con La vie en Rose (2007), en la que se recorría la vida de la cantante Edith Piaf a través de una soberbia Marion Cotillard. Volvería a la biografía con Grace de Mónaco (2014), con Nicole Kidman, pero sin los resultados esperados.

 

Con Simone, la mujer del siglo, cierra una especie de trilogía dedicada a una artista, un actriz y ahora, una política, eso sí, una política singular como Simone Veil (1927-2017), en la que se recorre su vida de forma desestructurada, a modo de un intenso flashback, en la que cogemos a Veil ya mayor, en una casa junto al mar, y con lápiz en mano, repasando su trayectoria vital, arrancando en su Niza natal durante la infancia, pasando por los campos de exterminio nazis, y luego, su paso por la política como ministra de sanidad, y lucha constante y feroz contra las desigualdades sociales y los derechos de los más desfavorecidos, y su incesante trabajo por la memoria y contra el olvido. Dahan se ha rodeado de grandes técnicos para que su película tenga ese gran trabajo tanto en la forma como en el fondo, con la aportación en la cinematografía de Manuel Dacosse, habitual del cine de François Ozon, el montaje de Richard Marizy, habitual de Dahan, como el diseñador de producción Christian Marti y el vestuario de Gigi Lepage, y la gran aportación de la música de Olvon Yacob, para darle esa textura y tono que tanto necesita una película que abarca ciento cuarenta minutos de la vida de una mujer excepcional, vitalista, luchadora, feminista y muy valiente, cuando ser valiente era todo un desafío para una sociedad machista y anclada en el pasado más conservador.

 

La película dentro de su desorden y naturalidad pensadas, tiene dos bloques diferenciados, la juventud de Veil que abarca de 1941 al 1962 con su paso por los campos nazis y sus inicios como magistrada en la que cambiará la situación penitenciaria del país, conocerá el amor y formará su familia, y luego, un segundo bloque más amplio de 1968 al 2006, donde somos testigos de su trayectoria política, donde lucha por los derechos de los más necesitados, como el aborto femenino del año 1975, y por la memoria. La película funciona de manera asombrosa y totalmente natural, pasando de un tiempo a otro, de una ciudad a otra, y de un estado a otro, casi sin darnos cuenta, actuando en los detalles más íntimos y personales, donde no hay sentimentalismos ni piruetas narrativas ni mucho menos formales, todo está al servicio de la historia de su protagonista, hablándonos al oído, como si fuese en susurros, de todo lo que engloba su vida, tanto de los temas más cómodos y agradables, a esos otros temas más difíciles y complejos, donde los conflictos se muestran sin cortapisas ni embellecimientos de ninguna clase, siempre desde una perspectiva humanista y honesta, tal y como era la protagonista que se está retratando. Porque Simone no fue una más, ni tampoco lo pretendió, su labor y su imagen la trabajó constantemente y siempre quiso hacer de la sociedad más justa, igualitaria y equitativa, y entendió la política como una misión y una responsabilidad para y por el ciudadano, no como ahora, que se ha convertido en un chiringuito de especuladores y funcionarios obedientes del capital y la miseria.

El reparto de la película brilla con intensidad y naturalidad, con una estelar Elsa Zylberstein, alma mater del proyecto, en la piel de Veil en su etapa de adulta y madurez que abarca casi cuarenta años, quizás el mejor personaje de su carrera, porque no imita a Simone, sino que es Simone, centrándose en sus detalles y gestos más íntimos y personales, y sus miradas, porque sus miradas lo dicen todo, y cada cosa que está pensando. La asombrosa Rebecca Marder, que hemos visto en alguna película de Kaplisch y Suzanne Lindon, es la joven Veil, donde vemos ya su ímpetu y su arrojo para enfrentarse a todas las injusticias. También, vemos a Élodie Bouchez como la madre de Veil, siempre tan encantadora y cercana, Judith Chemla como su hermana, su compañía y apoyo, Olivier Gourmet como el marido maduro de Veil, ese pilar para los momentos duros y esa complicidad para los otros momentos, y finalmente Philippe Torreton, un actor que nos encanta desde sus maravillosas películas con Tavernier.

Dahan, que también se ha encargado del guion de la película, no solo ha construido una película importantísima para mirar a la vida y logros de Simone Veil, sino que también ayudará a todos aquellos y aquellas que no la conozcan, y seguramente, se convertirá en un referente absoluto por todo lo que hizo y todo lo que mostró a los demás que vinieron después, porque Simone no solo fue una mujer comprometida con su tiempo y con las personas, sino que se levantó enérgicamente ante cualquier injusticia que vio, y lo hizo desde la convicción y el deseo de ver un mundo mejor y una sociedad más humana. La película de Dahan recoge todo ese legado y lo hace desde la sinceridad y la excelencia, tratando con tacto y detalle cada elemento y circunstancia de la vida de Veil, una vida intensa, en la que hubo de todo, y la película lo muestra desde la honestidad y la cercanía que necesita, consiguiendo ese difícil equilibrio entre lo que se muestra y lo que no, y sobre todo, en cómo se muestra lo mostrado, sin caer en convencionalismos ni torpezas para engatusar el respetado. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA