Cazafantasmas: Imperio Helado, de Gil Kenan

EL PASADO SIEMPRE ANDA MUY CERCA… 

“Hace solo unas semanas que trabajo para la compañía pero debo decirle que estas cosas son reales. Desde que me uní a estos hombres, he visto cosas que lo harían palidecer”

Janine Melnizt interpretada por Annie Potts en Ghostbusters (1984)

Fue hace 40 años cuando Los cazafantasmas (Ghostbusters, en el original), de Ivan Reitman (1946-2022), irrumpió con fuerza obteniendo un grandísimo éxito de público, una comedia gamberra que mezclaba fantasía y aventuras, a partir de un guion de Harold Ramis (1944-2014), y Dan Aykroyd que, además interpretan junto a Bill Murray y Ernie Hudson, junto a Sigourney Weaver. El éxito ocasionó una secuela en 1989 con el mismo equipo, que volvió a reventar taquillas. La cosa quedó ahí. Con el nuevo milenio se retomó la saga con la versión femenina con Ghostbusters, de Paul Feig, con números no tan generosos como los que esperaban. Cinco años más tarde llegó Cazafantasmas: Más allá (Ghostbusters: Afterlife, en el original), de Jason Reitman, hijo de Ivan, y guion de Gil Kenan y él mismo, secuela de la del 89, con apariciones de los fantasmas originales que homenajeaban a Ramis que había fallecido. 

Con Cazafantasmas: Imperio Helado, la saga vuelve a New York, volviendo a dónde empezó todo, al mítico parque de bomberos, con ese fantástico prólogo ambientado en 1904 con el parque como punto de salida de unos apagafuegos que se enfrentarán con un misterioso enigma que deja helados a la sociedad parapsicóloga en la famosa biblioteca de la ciudad donde arranca la película del 84. Para esta nueva película-revival se vuelve a partir del guion original, en un remake que coescriben Ivan Reitman y el propio Gil Kenan (London, UK, 1976), que dirige, volviendo a la familia Spengler, la hija de Egon, Callie, sus dos hijos, el teenager adulto Trevor, y la quinceañero Phoebe, y Gary Grooberson. Instalados en el antiguo parque como sede de los Ghostbusters, siguiendo la pauta de la primera, se enfrentarán a un ser maligno de magnitudes estratosféricas, y pedirán ayuda a Ray Stantz (Aykroyd), convertido en un anticuario de objetos fantásticos, con su podcast, al que le llegará una bola mágica y complicada. Winston Zeddemore (Hudson), es ahora el magnate que financia el nuevo almacén de fantasmas, a los que se añadirá el Dr. Peter Venkman (Murray), para enfrentarse a un fantasma que hiela todo y domina a los otros espectros. 

Si aquella del 84 tenía un gamberrismo y una diversión propia de los ochenta, en los que había mucha más libertad y sobre todo, incorrección, siempre dentro de unos cánones para todos los públicos. En esta nueva aventura, la cosa se ha ablandado considerablemente, porque la familia tradicional está en el centro de todo, y se le añade las cuotas bienintencionadas como la parte multicultural con el indio como guardián del fuego, Rick Moranis hacía más gracia por aquello del gafapasta, antes que se inventará el término, y la desaparición del personaje de Dana Barrett que hacía Sigourney Weaver, una lástima, reconvertido en la relación de Phoebe y su amiga “fantasma”. Acción hay y mucha y unos efectos visuales la mar de espectaculares, como suelen ser en las producciones comerciales estadounidenses, aunque la cosa asombra bastante, por su calidad y destreza, la historia pierde mucho en comparación con la del 84, porque en ésta todo está muy empaquetado, esperando los gags y los instantes de aventura, resulta novedoso el personaje de Walter Peck, que vuelve a interpretar William Atherton que, si en la primera era un tocapelotas y cretino inspector de plagas, ahora es el alcalde de la ciudad, y sigue a la caza de los cazafantasmas, porque, pasados 40 años, sigue creyéndose poco o nada todo esos artilugios y siempre tiene algo que reprocharles o acusarlos. 

Se agradecen los 115 minutos de metraje, sin estirar en demasié una trama, como si que hacen otras producciones de las mismas características, creyendo que cuánto más mejor, aunque por fortuna en esta película no lo han hecho, y la cosa queda igual de estupenda, porque el espectador que se acerque a Cazafantasmas: Imperio Helado, encontrará todo aquello que daban las anteriores: comedia, ahora más familiar, como era la anterior, aventuras, toques fantásticos, el fantasma prota muy terrorífico, otros más divertidos como la masa verde, un clásico, como el muñeco-michelín de marinerito ahora en miniatura, juguetón y omnipresente. La trama no se ceba con explicaciones fatigosas e incomprensibles de física cuántica y cosas por el estilo, van a lo que van, con menos gracia que la del 84, pero firme en su idea de pasar un buen rato y entretener al personal un par de horas. Como sucedía en la anterior, es decir, en Cazafantasmas; Más allá, la de hace tres años, volvemos a tropezarnos con los Paul Rudd y Carrie Coon, y Finn Wolfhard y Mckenna Grace como los hijos, con Celeste O’Connor y Logan Kim, como sus coleguitas, la presencia de los tres cazafantasmas originales citados más arriba, con la secretaria divertida, también mencionada en la apertura del texto, presencias que se agradecen y mucho, por su carisma y su diversión y sus locuras, y por rehacer de nuevo algunos de los gags más recordados de la película. Encontramos nuevos fichajes como los de Kumail Nanjiani como el guardián, Patton Oswalt como un cerebrito del almacén de ghsots, y Emily Alyn Lind como la amiguita del más allá de Phoebe. Una película que pretende diversión, aventuras, acción, dosis de fantasía y algo de terror, el de sustos con gracia, y sobre todo, una nueva incursión en la comedia-familiar-fantástica que atraiga millones de espectadores, y es mucho más que muchas películas del estilo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los pasajeros de la noche, de Mikhaël Hers

UNAS VIDAS DURANTE LOS OCHENTA.

“Quedará lo que fuimos para otros. Trocitos, fragmentos de nosotros que quizá creyeron entrever. Habrá sueños de nosotros que ellos nutrieron. Y nosotros no éramos nunca los mismos. Cada vez éramos esos magníficos desconocidos, esos pasajeros de la noche que ellos se inventaron, como sombras frágiles, en viejos espejos olvidados en el fondo de las habitaciones”.

El universo del cineasta Mikhaël Hers (París, Francia, 1975), pivota sobre la idea de la ausencia, la que sufrían Lawrence y Zoé, novio y hermana de la fallecida Sasha en Ce sentiment de l’eté (2015), y David, que perdía a su hermana mayor y debía hacerse cargo de la hija de esta, Amanda en Mi vida con Amanda (2018). El mismo vacío que padece Élisabeth, una mujer a la que su marido acaba de dejar para irse a vivir con su novia en el lejano 1984. Un guion de libro, bien detallado que firman Maud Ameline, que vuelve a trabajar con el director después de Mi vida con Amanda, Mariette Désert y el propio director, que recoge el ambiente de aquellos años con sutileza, con momentos felices, tristes y agridulces.

La película arranca con unas imágenes reales, las de aquel 10 de mayo de 1981, el día que Mitterrand ganaba las elecciones francesas y se abría una etapa de euforia y felicidad. Inmediatamente después, nos sitúan en 1984, en el interior de las vidas de la citada Élisabeth y sus dos hijos, Judith, una revolucionaria de izquierdas en la universidad, y Matthias, un adolescente de 14 años, pasota y perdido. La llegada de Talulah, una chica de 18 años, que vive sin lugar fijo y frecuenta mucho la noche, cambiará muchas cosas en el seno de la familia, y sobre todo, los hará posicionarse en lugares que jamás habían imaginado. La mirada del director, que en la época que se sitúa su película era un niño, es una crónica de los hechos de verdad, muy humana y cercanísima, alejándose de esa idea de mirar el pasado de forma edulcorada y sentimentalista, aquí no hay nada de eso, sino todo lo contrario, en los que nos cuentan la idea de empezar de cero por parte de Élisabeth, una mujer que debe trabajar y tirar hacia adelante su familia, con la inestimable ayuda de un padre comprensivo y cercano.

La historia recoge de forma extraordinaria la atmósfera de libertad y de cambio que se vivía en el país vecino, con momentos llenos de calidez y sensibilidad, como esos momento en el cine con los tres jóvenes que van a ver Las noches de luna llena, de Éric Rohmer, protagonizada por la mítica actriz Pascal Ogier, desaparecida en 1984, una referencia para Talulah, con la que tiene muchos elementos en común, el momento del baile que da la bienvenida a 1988, y qué decir de todos los instantes en la radio con el programa que da título a la película, “Los pasajeros de la noche”, para todos aquellos que trabajan de noche, y todos aquellos otros que no pueden dormir, y necesitan hablar y sentirse más acompañados. A través de dos tiempos, en 1984 y 1988, y de dos miradas, las de madre e hijo, la película nos habla de muchas cosas de la vida, cotidianas como el despertar del amor en diferentes edades, la soledad, la tristeza, la felicidad, la compañía, aceptar los cambios de la vida, aunque estos no nos gusten, y demás aspectos de la vida, y todo lo hace con una sencillez maravillosa, sin subrayar nada, sin dramatizar en exceso los acontecimientos que viven los protagonistas.

Como ya descubrimos en Mi vida con Amanda, que se desarrollaba en la actualidad, Hers trabaja con detalle y precisión todos los aspectos técnicos, donde mezcla fuerza con naturalidad como la formidable luz que recuerda a aquella ochentera, densa y luminosa, que firma un grande como Sébastien Buchman, con más de 70 títulos a sus espaldas, un exquisito y detallista montaje de otra grande como Marion Monnier, habitual en el cine de Mia Hansen-Love y Olivier Assayas, que dota de ritmo y ligereza a una película que abarca siete años en la vida de estas cuatro personas que se va casi a las dos horas. Un reparto bien conjuntado que emana una naturalidad desbordante y una intimidad que entra de forma asombrosa con un excelente Didier Sandre como el padre y el abuelo, ayuda y timón, que en sus más de 70 títulos tiene Cuento de otoño, de Rohmer, Megan Northam es Judith, la hija rebelde que quiere hacer su vida, la breve pero intensa presencia de Emmanuelle Béart haciendo de locutora de radio, solitaria y algo amargada.

 Mención aparte tiene el gran trío que sostiene de forma admirable la película como Quito Rayon-Richter haciendo de Matthias, que encuentra en la escritura y en Talulah su forma de centrarse con el mundo y con el mismo, con esos viajes en motocicleta, que recuerdan a aquellos otros de Verano del 85, de Ozon, llenos de vida, de juventud y todo por hacer, una fascinante Noée Abita, que nos encanta y hemos visto en películas como GénesisSlalom y la reciente Los cinco diablos, entre otras, interpretando a Talulah, que encarna a esa juventud que no sabe qué hacer, y deambula sin rumbo, sola y sin nada, que conocerá el infierno y encontrará en esta familia un nido donde salir adelante, y finalmente, una deslumbrante Charlotte Gainsbourg, si hace falta decir que esta actriz es toda dulzura y sencillez, como llora, como disfruta, ese nerviosismo, esa isla que se siente a veces, como mira por el ventanal, con ese cigarrillo y esa música, que la transporta a otros tiempos, ni mejores ni peores, y ese corazón tan grande, que nos enamora irremediablemente. Nos hemos a emocionar con el mundo que nos propone Mikhaël Hers, que esperemos que siga por este camino, el camino de mirar a las personas, y describiendo con tanta sutileza y sensibilidad la vida, y sus cosas, esas que nos hacen reír, llorar y no saber lo que a uno o una les pasa. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Buscando la perfección, de Julien Faraut

LA OBSESIÓN DEL GENIO.  

“El cine miente, no el deporte…”

Jean-Luc Godard

La película se abre con una película de Gil de Kermadec titulada Les bases techniques du tennis, filmada en 1966 y en blanco y negro, sobre posiciones y técnicas innovadoras para extraer el máximo rendimiento cuando se practica el tenis. Gil de Kermadec fue un jugador de tenis de primera, más tarde fue Presidente de la Federación de Tenis Francesa durante más de veinte años y también, de la Federación Internacional. Pero, también era un gran director de cine, y cómo otros grandes cineastas del documental como Rouch o Marker buscaron en «lo real» su forma de trasnmitir el detalle y la naturalidad en sus imágenes, como consecuencia de esa búsqueda y como trabajo para la enseñanza del tenis filmó desde 1976 hasta 1985 a un jugador para estudiar su técnica. Las imágenes del tenista John McEnroe (Wiesbaden, Alemania, 1959) son las últimas que Gil de Kermadec filmó, y son la base de la película Buscando la perfección, de Julien Faraut, que ya había trabajado para el INSEP (Instituto Nacional deDeporte) sobre imágenes de archivo a menudo inéditas, sobre los Juegos Olímpicos de París de 1924, el legendario saltador Bob Beamon o sobre el primer largometraje de Chris Marker rodado durante los Juegos Olímpicos de  1952. Recuperando estas filmaciones, más de 20 horas en 16 mm, que estaban almacenadas sin catalogar en una de las estanterías del INSEP.

Faraut les saca el polvo a esas imágenes y recupera una forma de filmar el deporte muy diferente a la que estamos acostumbrados por televisión, donde el resultado es lo primordial. Aquí, estamos ante otra cosa, más íntima, visceral y llena de tensión, donde cada punto del tenis se convierte en una capítulo lleno de suspense, donde todo parece morir en cada punto, y vuelta a empezar. El objetivo sigue como un león enjaulado a John McEnroe durante el Roland Garros de 1984, el año del tenista estadounidense, donde lo había ganado todo, y albergaba el mayor porcentaje de la historia del tenis, que todavía nadie ha podido superar, 82 victorias por solo 3 derrotas. McEnroe llegaba a Roland Garros con el propósito de triunfar en el único Grand Slam que se le resistía. Durante una hora Faraut edita y nos muestra las imágenes de Gil de Kermadec y las eleva a través de un montaje enérgico, vibrante y lleno de espectacularidad, con la compañía de la narración del actor francés Mathieu Amalric, con esa voz cálida y de testimonio omnipresente, que describe con minuciosidad e intimidad el juego del tenista estadounidense, así como sus salidas de tono, marca de su estilo de juego, en el que constantemente discutía airadamente con jueces, cameramans, mostrando una gran hostilidad con el público con el fin de descentrar a sus rivales y llevarse el partido, una mente fría y caliente a la vez, alguien capaz de la diablura técnica más exquisita que se servía de todo tipo de artimañas ajenas al juego para mantener la tensión en el juego y sobre todo, amarillear a sus rivales.

El cineasta francés acompaña la película con música rock, un elemento interesante que retrata la fiera que anida en el interior de McEnroe, con temas de Sonic Youth y Zone Libre, una música alejada también de los partidos convencionales de tenis. Faraut deja para la última media hora de su película, el partido de la gran final de Roland Garros de 1984 que enfrentó a McEnroe con Iván Lendl. En ese instante, la película de planteamiento digresivo, con idas y venidas constantes, convirtiéndose en una especie de caleidoscopio magnífico sobre la forma y concepción cinematográfica y la condición humana, en que deporte y cine se mezclan y funden creando un escenario épico y cercano a la vez, donde el juego del tenis trasciendo a algo más, entre la capacidad de McEnroe de crear su hostilidad marca de la casa, en que todo el mundo lo increpara y se pusiera del lado del contrario como mencionaba el crítico francés Serge Daney: “La hostilidad era su droga, era preciso que todo el mundo estuviera en su contra”.

El partido está en todo su apogeo, cada punto es primordial, se lucha hasta la extenuación para conseguirlo, nada parece suficiente, los golpes se suceden, la tensión aumenta, los tenistas practican su mejor tenis para ganar el duelo fratricida, donde la película va cambiando su tono, más sombrío en una pista bañada por el sol y el calor, envolviéndose en un western fronterizo, muy oscuro y terrorífico, donde los pistoleros más rápidos del lugar se encuentran en mitad de todo, uno a cada lado, se miran, se estudian y se desafían, batiéndose en un duelo sin cuartel, donde habrá gloria para uno y tristeza para otro. Una media hora brutal y llena de tensión, como en una película de Hitchcock, como en Extraños en un tren, con la extraordinaria secuencia del partido de tenis, donde cada juego significa algo mucho mayor, donde la vida y al muerte se suceden casi al instante, donde todo depende de donde bote la pelota, de cómo se devuelva la pelota cuando bota en tu campo, de cómo la tensión y la atmósfera que se ha generado en el partido no nos desconcentre y podamos ganar a nuestro rival.

Centrados en los movimientos y la técnica exquisita de McEnroe, apenas vemos a su contrincante Lendl, vivimos con el tenista norteamericano su rabia, su mal carácter o al menos eso expresaba, sus continuos aspavientos al juez de silla, sus interminables discusiones y sus continuas protestas, y su hostilidad al público, al que siempre colocaba en una posición contraria a él, alguien que a parte de su genio con la raqueta, se desenvolvía como el malo de la película, ese antihéroe con el que el público jamás congenia, una especie de “bad boy” infinito que jamás cambio su forma de ser y jugar en la pista, porque todo su talento extraordinario en el tenis siempre iba junto a esa forma de moverse y discutir en el juego. Faraut ha construido una película bellísima y poética sobre el mundo del deporte y el cine, sobre la capacidad del ser humano de construir la belleza de aquello más insignificante y ajeno a los ojos de los espectadores, porque las preciosistas y esculturales imágenes de Gil de Kermadec se alzan de forma ceremoniosa y nos devuelven a esa magia del cine capaz de todo, de convertir unos movimientos y un juego en toda una lección de humanidad y belleza. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA