Fallen Leaves, de Aki Kaurismäki

LA MUJER QUE ME ENSEÑÓ EL AMOR. 

“Todo lo que sabemos del amor es que el amor es todo lo que hay”.

Emily Dickinson

La primera vez que vi una película de Aki Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957), fue Nubes pasajeras (1996). Sus dos protagonistas Ilona y Lauri perdían sus trabajos y se sumían en una triste y solitaria existencia donde los problemas económicos eran su pan diario. Aunque no tenían nada si les quedaba lo más importante: el amor que se tenían, que pese a quién pesará, seguía firme en su interior. A día de hoy, sigo recordando como me conmovió lo que sentían el uno por el otro a pesar de las tremendas dificultades. Al acabar la película, pensé si alguna vez sentiría un amor parecido como el que se tenían Ilona y Lauri. He visto casi todas las películas del cineasta finés, y todas, absolutamente todas, se instalan a partir de dos pilares fundamentales: el trabajo y el amor, o dicho de otra manera, el trabajo como espacio de miseria, explotación y tristeza, y el amor como el otro lado del espejo, o quizás, el espacio donde encontrarnos a nosotros mismos ante tanta desgracia laboral, y sobre todo, encontrar a esa persona donde compartir nuestra soledad, nuestras emociones y sobre todo, sentir que el mundo en el que vivimos tiene ilusión y esperanza, en cierta medida, un poco más humano. 

En la película número 17 de Kaurismäki, nos encontramos a Ansa y Holappa, dos personas invisibles de cualquier ciudad del mundo occidental, que tienen sus empleos insatisfechos, vidas tranquilas, quizás demasiado, y poco más. Una noche, la noche del viernes hay karaoke en uno de esos bares tan característicos en la filmografía del finlandés, se miran y se atraen, pero como ocurre en la vida y en las películas del director finlandés, las circunstancias van impidiendo que esa atracción se materialice y la “posible” pareja no se encuentra. Tanto la forma como en el fondo, la película no camufla sus inspiraciones, todo lo contrario, las hace muy evidentes, desde Tiempos modernos, de Chaplin, donde se evidencia esa deshumanización del trabajo y las condiciones miserables que padecen los trabajadores. El humanismo y la intimidad de Cuentos de Tokio, de Ozu, y la austeridad y el minimalismo de Bresson, a los que habría que añadir el Made in Kaurismäki: las actuaciones musicales que usa como leit motiv de lo que está contando, y la falta de empatía y el no sentimentalismo de la actuación de sus personajes, amén de unos diálogos nada empáticos y cortos, en los que profundiza el carácter nórdico, donde es mejor mantenerse en silencio que hablar demasiado. 

Un cine apoyado en todo aquello que no se ve como el silencio, que remite al cine mudo, como ya hizo Kaurismäki con Juha, que no necesita alardes ni subrayados, sino una mirada y un gesto, más que en la palabra, lleno de personajes solitarios, de vidas anodinas, y caracteres reservados, que acostumbran a vivir con poco y junto a ellos mismos, que como todos, desean encontrar a alguien, pero a alguien de verdad, a alguien con quién mirarse, compartir soledades y caminar en silencio en la misma dirección. Una cinematografía basada en los claroscuros, que acompañan leves luces de neón, muy del estilo de Ozu, en que el rostro de los protagonistas es el centro de la acción, más por lo que no dicen, con esos maravilloso momentos donde los vemos viajar en tren y tranvías, con esa atmósfera atemporal que tiene el cine del finlandés, que firma Timo Salminen, que ha no iluminado toda la filmografía de Kaurismäki, erigiéndose no solo en su más fiel colaborador, sino en una persona indispensable para emocionarnos con el cine del finlandés. El montaje que vuelve a firmar Samuel Keikkilä, como ya hiciese con la anterior, El otro lado de la esperanza, vuelve a ser todo un alarde de condensación y ritmo, con su corta historia, apenas alcanza los 81 minutos de metraje, donde está todo lo que se tiene que decir y de la forma que se tiene que decir. Todo una lección sin pretenderlo. 

Solo podemos rendirnos a las interpretaciones de su pareja protagonista, porque es maravilloso cómo componen sus personajes, desde lo que no se dice, desde la mirada profunda, contenida y sostenida, aquella que lo dice todo. Una pareja que amamos al instante, por sus silencios y su sencillez. Tenemos a  Alma Pöysti es Ansa, que debuta en el universo Kaurismäki, componiendo una mujer sencilla y muy solitaria, con todos esos trabajos cada vez más duros y más sucios, pero con una entereza brutal, una guía para todos porque su fuerza inquebrantable es admirable, que tiene muy claro que no quiere un alcohólico en su vida como le espeta a Holappa, que interpreta Jussi Vatanen, que también debuta junto al realizador finés, que arrastra su alcoholismo y le lleva a ser rechazado. Junto a ellos, intérpretes que repiten con Kaurismäki como Janne Hyytiäinen que hace de amigo con problemas sentimentales y aficionado al karaoke, que fue Kostinen, el atribulado guardia de seguridad de Luces al atardecer, también está Nuppu Koivu como amiga de Ansa, con los mismos conflictos que el anterior, pero sin ser muy del karaoke, y Sherwan Haji, que era el refugiado sirio de El otro lado de la esperanza, aquí como breve compañero laboral del protagonista. 

La última película de Kaurismäki recibe el nombre de Fallen Leaves, esas “Hojas caídas” que nos describen el otoño, esa estación intermedio, y hace alusión al poema y a la canción que escuchamos, no es una historia de amor, es una historia sobre el amor, sobre ir al cine y mirar a la persona que tenemos al lado, que precisamente van a ver Los muertos no mueren, de Jarmusch, con esos carteles del vestíbulo en los que podemos ver los de Breve encuentro, de Lean, clara referencia a la película, porque Kaurismäki habla sobre cine en cada una de sus películas, y no lo hace desde la referencia, sino desde el amor, del que siempre ha reivindicado en un mundo cada vez más lleno de guerras (como evidencia la constante información de la invasión de Rusia a Ucrania), un amor a las cosas de nos hacen humanos: la fraternidad, el compañerismo, la mirada al otro, la empatía, la compasión, el humanismo, que tanto ha explicado en sus películas, donde el amor se ha visto en sus múltiples formas, texturas y conceptos como sucedía en Sombras en el paraíso, Contraté a un asesino a sueldo, La vida de bohemia, la mencionada Nubes pasajeras, Un hombre sin pasado, y la citada Luces al atardecer. Amores tranquilos, amores cotidianos, amores sencillos en un mundo precario y periférico, amores como el que tienen Ansa a Holappa, que le pide lo que le pide para estar con ella, como ese instante donde ella junto a la perra abandonada… y hasta aquí puedo leer. Una mujer que enseña a amar a Holappa, a amar de verdad, a ser mejor persona, a descubrirse a sí mismo, a dejar todo lo que le hace mal, y sobre todo, a compartir la soledad, una mirada, una película en un cine, una cena con una flor en medio, a compartir un silencio en mitad de la noche, y a ser mejores personas a pesar de este mundo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nuestra hermana pequeña, de Hirokazu Koreeda

nuestra-hermana-pequeña-poster-peliculaLAS CUATRO ESTACIONES DE LAS HERMANAS KODA.

“Todo lo que vive requiere esfuerzo”

La cinematografía de Hirokazu Koreeda (1962, Tokio, Japón) se ha caracterizado por profundizar temas como la memoria, la muerte o la aceptación de la pérdida. Sus películas están protagonizadas por personas sumergidas en un proceso de tránsito, un conflicto que les llevará a enfrentarse a las heridas del pasado que todavía arrastran, y se mantienen ocultas, y la llegada de algún elemento externo, ya sea persona o objeto, les llevará a reabrirlas, volver a experimentar ese dolor, y enfrentarse a ellos mismos. Koreeda se ha convertido en uno de los cronistas de las últimas décadas de la vida japonesa, a través de las relaciones de padres e hijos, como lo fue su adorado y querido maestro Yasujiro Ozu del Japón de antes y después de la segunda guerra mundial. Cine poético y liberador, pero también cine social y profundamente inquieto, cine fabricado con extrema delicadeza y belleza, cine del tiempo y de las relaciones humanas, cine sobre el espacio y el paisaje que se mueven unos personajes agarrotados por el pasado y que viven con incertidumbre el futuro.

Koreeda, en su décimo trabajo para el cine, ha recurrido a Umimachi Diary, de Akimi Yoshida, una de las novelas gráficas más exitosas de los últimos tiempos, para hablarnos de tres hermanas, muy diferentes entre ellas. Sachi (que nos recuerda a la Noriko de las películas de Ozu), la mayor, doctora de profesión, ha optado por el rol de la madre que nunca tuvieron, la segunda, Yoshino, empleada en un banco, romántica y alocada en busca de su príncipe azul, y la menor, Chika, que trabaja en una tienda de deportes, inocente y aniñada, pero de corazón puro. Tres hermanas que tras la muerte del padre, que huyó en el pasado con otra mujer, descubren que tienen una hermana pequeña, Suku, de 15 años, una espabilada e inteligente niña algo tímida y muy madura. Sachi decide que vivirá con ellas en Kamamura. El cineasta japonés nos introduce en la cotidianidad de las cuatro hermanas, la casa familiar en la que viven, sus respectivos trabajos, los amores inconclusos que no acaban de fructificar, el restaurante favorito donde comen caballa frita, y sobre todo, en el inexorable paso del tiempo, manejado con perfecta armonía a través de los acontecimientos que se van produciendo: la bravura del océano en verano, cuando arranca la película, el follaje otoñal que inunda cada plano, la exuberante floración de los cerezos, el estallido de las flores en primavera, para volver al verano con los fuegos artificiales que iluminan las noches cálidas.

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La cámara de Koreeda es observadora y paciente, describe el paso de las estaciones y los accidentes ambientales que se originan, introduciendo a sus personajes y sus derivas emocionales en el centro del cuadro, no están filmados en tono documental, sino como seres completamente integrados en un paisaje bello y triste de Kamamura que actúa como el reflejo de lo que sucede en sus interiores. Koreeda cuenta su drama intimista a través de los ojos de Suku, que llega del campo cargada con secretos familiares a la espalda, que lentamente irán conociéndose, y también, a través de la mirada de Sachi, que con la ayuda de su conflicto interior que se desata con el problema con su novio, descubriremos el origen de su compleja relación con su madre. Una película sobre la memoria, sobre la herencia de los que ya no están, el legado que nos dejan, como ese árbol de ciruelas que ya nos es tan productivo como antaño o el maravilloso licor que emana y es producido con cariño y guardado como si de un tesoro se tratase.

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Como suele ocurrir en las películas asiáticas, encontramos muchas secuencias construidas a través de la comida, tanto en su elaboración como en los momentos que se reúnen para ingerirla. Koreeda aprovecha las situaciones que se originan para adentrarse en los conflictos interiores que todavía arden, a través de los objetos, la comida y las miradas. Todo está contado con suma delicadeza y belleza, la poesía inunda de forma cadente, nada sucede forma apresurada, todo se cuece a fuego lento, avivando la llama como un leve susurro, tejiendo como se hacía antaño, hilvanando la historia como lo hacía Ozu (como hiciese Koreeda profundamente en Still walking, que se erigía como una mirada contemporánea del clásico Cuentos de Tokio) mirando a sus personajes desde lo más profundo del corazón, conmoviendo desde el alma, y dejándose llevar por el tiempo que todo lo consume y renueva, como los viajes en tren, el humo de las chimeneas, los paseos en bicicleta, compartir una comida entre miradas y confidencias, presenciar la ciudad desde lo alto de la montaña o un paseo observando como la primavera ha llegado…

Cuentos de Tokio, de Yasujiro Ozu

18888484.jpg-r_640_600-b_1_D6D6D6-f_jpg-q_x-xxyxxRecupero el comentario de Cuentos de Tokio, de Yasujiro Ozu, que hice para Cineclub Sabadell el Jueves, 28 de Junio del 2012, con motivo del estreno de Una familia de Tokio, de Yôji Yamada, película que rinde homenaje a la cinta de Ozu.

«Toda gloria está condenada al polvo, a la nada; nada hay eterno en este mundo.»  Yasujiro Ozu

El cine de Yasujiro Ozu, considerado uno de los cineastas más grandes de la historia del cine, es único. Su propia experiencia vital, los hechos históricos acaecidos en Japón durante la primera mitad del siglo XX, y su personal e intransferible concepción cinematográfica, amén de su fascinación en sus años mozos por el cine norteamericano: Chaplin, Lubitsch, Vidor… le llevaron a dejar una filmografía magnífica, plagada de historias sencillas, humanas y tremendamente cotidianas y corrientes. Algunos críticos lo han considerado el cineasta de la verdad, de la vida. Ozu, desde sus años de aprendizaje hasta su última película creyó en el cine por encima de todo, apoyándose en la materia prima que más conocía: su propia vida y su mirada. Con su cine nos invita a reflexionar, a pensar en nosotros mismos, a formar parte de su mundo, pero sobretodo nos abre una puerta a mirar, a contemplar sus historias, a dejarnos llevar por su mirada. Ozu, como ocurre con los grandes autores, siempre hizo la misma película. Durante su carrera le obsesionaron los mismos temas: las relaciones entre padres e hijos, la occidentalización de Japón, lo viejo y lo nuevo, el fluir de la historia, la fugacidad el tiempo, la lenta extinción de los valores ancestrales, y su progresiva sustitución por un nuevo modelo de sociedad. En definitiva, el conflicto entre hombre y naturaleza. Todas estas obsesiones las trasladó a la pantalla utilizando los mínimos elementos: la utilización de la posición baja de la cámara, a 90 centímetros sobre el suelo, planos estáticos -son contadas las ocasiones dónde mueve la cámara – y sus muy característicos planos-telón, esas imágenes desnudas o con gente que utiliza como transición entre plano y plano, los trenes y los barcos como incesantes metáforas del transcurrir del tiempo, etc… Los objetos del decorado adquieren en el universo ozuniano una gran importancia, ya que el rodaje casi siempre tiene lugar en unos pocos interiores. Destaca la virtuosidad de su montaje, la utilización de planos generales y medios, el rechazo a elementos de uso corriente en el lenguaje cinematográfico institucionalizado, como son el flashback, los fundidos o encadenados. El crítico Antonio Santos lo argumenta de la siguiente manera: Un cine que nace de su tiempo, del que es así mismo reflejo y crónica; un testimonio vivaz de la situación difícil que arrastran muchas familias japonesas debido a las vicisitudes históricas del país. En consecuencia, irá evolucionando al tiempo que lo hacen la sociedad y la economía japonesas. Cabe considerarlo, pues, un emotivo retrato intrahistórico de Japón a lo largo de las primeras décadas del siglo XX. Todas sus historias ocurren en tiempo presente y durante, por lo general, un breve período de espacio. La presencia del verano o del tiempo soleado es casi obsesiva en su cine. Sus relatos giran en torno0-tokio a la familia, que actúa como parábola incesante del tiempo. Historias críticas, nunca se detienen, continúan. Cineasta formalista, todo está controlado, pensado y meditado. Ozu utiliza la realidad como materia primera para sus películas, pero la recrea, la modula, como si de un escultor se tratase. Sus actores hacen interpretaciones no naturales, no empatizan con el público y todos mantienen el mismo tono, ninguno de ellos sobresale. Ozu no busca la capacidad interpretativa del actor sino lo que era. Con el paso del tiempo, siempre se rodeó del mismo equipo técnico: el guionista Kogo Noda, el fotógrafo Yuharu Atsuta, el montador Yoshiyasu Hamamura, el equipo artístico con Chishu Ryu, Setsuko Hara, Sô Yamamura… Todos ellos formaron la familia artística del maestro nipón. De su vida personal se conoce muy poco; que vivió junto a su madre y se mantuvo soltero. Podríamos decir que es el cineasta del vacío, de la contención, de la brevedad, de lo esencial, de lo intuitivo y de lo no explicado. Sus historias callan más que hablan. Su espacio escénico es de 360º – alejándose del habitual que es de 180º- y lo va desgajando en cuadrantes de 45º. En el espacio cinematográfico de Ozu todo funciona, la profundidad de campo es una de sus señas de identidad y es un consumado perfeccionista de la misè en scene. Sus películas son ejercicios de formalismo llevadas hasta la máxima pureza. Ozu transgredió las reglas del cine del momento para depurar y descubrir su propia gramática. Su película número 46, Cuentos de Tokio, quizás el título más representativo de toda su filmografía. También es su película más conocida a nivel internacional, una obra que habla de padres e hijos, de la distancia abismal que existe entre ambos. Los ancianos que viajan a la gran megalópolis a visitar a sus hijos se sienten ignorados y desplazados, sólo encontrarán el consuelo y la compañía de Noriko, interpretada por Setsuko Hara -que protagoniza una curiosa trilogía que había empezado con Primavera tardía, seguido con Principios de Verano y acabado con Cuentos de Tokio– la nuera viuda de uno de sus hijos fallecido en la guerra. El crítico Dennis Honshak definía la película de esta manera: Un cuento moral sobre el envejecimiento y la devoción. El cine de Yasujiro Ozu se asemeja narrativamente a otros grandes cineastas como Robert Bresson y Carl Theodor Dreyer, en su continua obsesión por representar el eterno conflicto entre el hombre y su entorno, utilizando los mínimos elementos cinematográficos. Entre los autores modernos podríamos encontrar cineastas admiradores de su trabajo que han homenajeado al cineasta como Jim Jarmusch, Wim Wenders – que filmó Tokio-ga (1985)- Claire Denis, Hou Hsiao Hsien con Cafè Lumière (2003), Aki Kaurismaki o Abbas Kiarostami (Five dedicated a Ozu, 2003). el japonés Hirokazu Kore-eda rindió tributo a Ozu con Still Wlking (2008), en la que a partir de planteamientos narrativos similares, relataba una historia inversa a la que hizo Ozu en Cuentos de Tokio. Voy a dejarles con Tokyo monogatari, una película de padres e hijos, sobre la tradición y la modernidad, que habla de la familia y sus problemas cotidianos. Pónganse cómodos, relájense y disfruten del maestro Yasujiro Ozu, porque hoy, más que nunca, sí que van a mirar el cine, a disfrutar de él y, sobretodo, a dejarse llevar por el constante fluir de la vida…