Entrevista a Susi Sánchez

Entrevista a Susi Sánchez, actriz de la película «Reinas», de Klaudia Reynicke, en la cafetería de los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el lunes 2 de septiembre de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Susi Sánchez, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Lara Pérez Camiña y Sergio Martínez de BTeam Pictures, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Reinas, de Klaudia Reynicke

ÉRASE UNA VEZ EN… PERÚ. 

“Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”. 

John Dos Passos

La familia es parte muy importante del universo cinematográfico de Klaudia Reynicke (Lima, Perú, 1978), en sus tres películas y miniserie que ha dirigido hasta la fecha. La última es Reinas, coescrita junto a su compatriota el cineasta Diego Vega (que conocemos por ser uno de los creadores de la serie Matar al padre (2018), de Mar Coll), en la que a modo de fábula recoge parte de sus vivencias personales cuando en la Lima del Perú de principios de los 90, ante la gravedad de la situación política dejó el país siendo adolescente junto a su familia 30 años atrás y ha regresado cinematográficamente para contar su visión de aquel tiempo. Por eso, su relato está situado en la mirada de las dos niñas, Lucía y la adolescente Aurora, que si bien están dispuestas a emigrar a Estados Unidos con su madre, después de la aparición de Carlos, su padre que ha estado ausente mucho tiempo. La aparición del padre genera un revuelo en las dos niñas e instan a su madre a quedarse en el país y olvidarse del exilio.

La historia mezcla con inteligencia e intimidad los quehaceres cotidianos de la familia compuesta por las dos niñas, su madre y la abuela, y la situación política tan convulsa y agitada del país, donde lo personal y lo social se exploran de forma sencilla y nada complaciente, entre ese interior de la casa donde vienen familiares y se desarrolla buena parte de la película, y el exterior, de día como un día más, y la noche, muy amenazante y con toque de queda. La habilidad del guion en situarnos con muy poco en los conflictos y tensiones personales debido a la situación del país, y en hacerlo en presente, indagando de forma sutil y nada superficial en ese pasado que no hemos visto pero acabamos conociendo muy bien, tanto la década violenta de los ochenta y, sobre todo, la personalidad de ese padre, tan imaginativo, tan charlatán y tan alejado, que ahora quiere recuperar el amor de sus hijas ante las dudas de Elena, su ex y madre de las niñas, y la abuela, que lo conoce demasiado y por eso lo aleja todo lo que puede. Resulta interesante como la película capta la infancia y la adolescencia a través de las niñas, y ese mundo de los adultos tan preocupado por el país y el miedo a qué pasará. 

La excelente cinematografía de Diego Romero, que ya había hecho con Reynicke las mencionadas Love Me Tender y La vie devant, tiene en su filmografía trabajos con cineastas como Roberto Minervini e Ignacio Vilar, y La bronca (2019), dirigida por el citado coguionista Diego Vega y su hermano Daniel, consigue esa luz tan característica de la época, donde se manifiesta esa intimidad que mencionaba, donde la calidez de lo doméstico contrasta con la luz de afuera, más intensa y ruidosa, donde la agitación del país se nota en cada mirada y cada gesto de los personajes. El magnífico trabajo de montaje que firma el dúo Francesco de Matteis con más de 40 títulos a sus espaldas, y Paola Freddy, que ya había estado a las órdenes de la cineasta peruana, con una amplia experiencia al lado de nombres tan importantes como los de Krzysztof Zanussi, Andrea Pallaoro y Piero Messina, donde todo se mezcla con naturalidad y con buen ritmo, pausado y nada ajetreado, en la que se cuenta la difícil gestión ante los graves acontecimientos en sus 104 minutos de metraje que pasan de forma interesante y nada repetitivos. Sin olvidar algunos temas pop muy del momento como el de Hombres G que bailan en la fiesta. 

Mención especial tiene el extraordinario trabajo del equipo interpretativo con unas grandes actuaciones llenas de transparencia y cercanía, empezando por las dos niñas debutantes que son Abril Gjurinovic como Lucía, la pequeña de la casa y también rebelde, y Luana Vega es Aurora, en plena efervescencia adolescente, con los amores intensos y las amigas para toda la vida. Los adultos son los intérpretes peruanos Gonzalo Molina como Carlos, esa especie de soñador eterno, de aventurero de pacotilla pero parece ser que con gran corazón y con ganas de querer un poco a sus hijas, mientras que Jimena Lindo es Elena, la madre que ha tirado palante a pesar de las dificultades y que está moviendo mar y aire para conseguir la documentación necesaria, venciendo mil y un obstáculo burocrático, para salir del país y empezar de nuevo muy lejos de allí, antes que la situación se ponga peor. La gran Susi Sánchez hace de abuela, una matriarca observadora y acompañante que sabe muy bien de qué pie calza el susodicho padre de las niñas, una mujer que ha vivido demasiado para saber y conocer a los demás. Y finalmente, una retahíla de actores y actrices peruanos que interpretan de forma sencilla y natural.

La película Reinas se ha producido gracias al esfuerzo y el trabajo de tres países como Perú, Suiza, ciudad de exilio de la directora, y España, a través de Inicia Films de Valérie Delpierre, siempre tan atenta al talento como ha demostrado con Carla Simón, Pilar Palomero, David Ilundaín, Estibaliz Urresola, Àlex Lora y Enric Ribes, entre otros. La cinta de Reynicke no está muy lejos de cineastas como Lucrecia Martel y su inolvidable La ciénaga (2001), peliculón paradigma que ha abierto muchas puertas y ha ayudado a otro cine como el de Albertina Carri, Milagros Mumenthaler, Julia Solomonoff, Mariana Rondón, Tatiana Huezo, Dominga Sotomayor, entre otras, que han explorado la familia, la política y demás asuntos tan arraigados a su continente. No dejen escapar una película como Reinas, de Klaudia Reynicke, porque conocerán aquellos años convulsos del Perú de principios de los 90 y además, verán cómo los gestiona una familia desde sus diferentes miradas, de la infancia, la adolescencia, la adultez y la vejez, en su lucha por seguir viviendo con dignidad, aunque sea dejando su tierra para empezar de nuevo en otro país, en otro idioma y demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cinco lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa

MADRE E HIJA.

¿Por qué dignificamos tan poco lo doméstico ni nos paramos a pensar en el esfuerzo o tiempo que hay detrás de las personas que nos cuidan? ¿Cómo vamos a dignificar algo que no valoramos?

Alauda Ruiz de Azúa

De un tiempo no muy lejano aquí, muchas madres han hablado de la maternidad desde una posición íntima y real, muy alejada de esa abnegación silenciosa que falsamente se relacionaba con la maternidad. Hemos leído libros, escuchado canciones y visto películas, y demás, y las que quedan por venir, donde el hecho de ser madre ha cambiado mucho, se mira desde su realidad, profundizando en todas las situaciones bellas y no tan bellas, explorando las alegrías y las tristezas que conlleva un cambio emocional y físico tan importante en la vida de una mujer. Películas como Tenemos que hablar de Kevin (2011), de Lynne Ramsay, Tully (2018), de Jason Reitman, y escrita por Diablo Cody, Madres paralelas (2021), de Pedro Almodóvar, entre otras, retratan aspectos de la maternidad desde lo humano, desde el otro lado, más autentico y sobre todo, muy real, en que la recién llegada es a ratos bueno y en otros, muy oscuro.

Cinco lobitos, la sorprendente y honesta opera prima de Alauda Ruiz de Azúa (Baracaldo, 1978), que debuta en el largometraje después de dirigir varias películas cortas, trabajar como asistente de dirección y script, con una historia que habla desde dentro y sin cortapisas, que se mueve entre las oscuras grietas de ser madre y también, de ser hija, de mirar a nuestros padres, aquellos que nos cuidaron, desde otra posición, una posición que nos acerca y nos cambia nuestra forma de mirarlos y sobre todo, de relacionarnos con ellos. La historia que plantea es bien sencilla. A saber, Amaia, treintañera y con un empleo reconocido y que le gusta, acaba de ser madre, una situación que la supera y le impide la conciliación laboral, aprovechando una ausencia de su pareja por motivos laborales, viaja a casa de sus padres, en un pueblo costero del País Vasco, y allí, recibirá la ayuda física y emocional que tanto necesita. Aunque también allí, se dará cuenta de la importancia del cuidado y sus diferentes roles, tanto el de madre como el que había olvidado más, el de hija.

Una película de interiores, muy intimista, donde lo doméstico adquiere una importancia considerable, en el que Amaia convive junto a sus padres, Begoña, de fuerte carácter y dominanta, y Koldo, más apagado y sumiso, y donde todo lo que parecía de una forma, adquirirá otra dimensión, otro aspecto, otra textura, en el que Amaia entenderá muchas cosas de las que les están ocurriendo, y se relacionará con sus padres desde una cercanía y una mirada que hasta entonces ni imaginaba. La sutileza y la cercanía de la cámara ayuda a crear esta atmósfera que traspasa a los personajes, creando ese espacio orgánico y vivo, en un impresionante trabajo del cinematógrafo Jon D. Domínguez, al que conocíamos de sus trabajos con Nacho Vigalondo, Borga Cobeaga y de esa fantástica maravilla que es El hoyo, de Galder Gaztelu-Urrutia, y qué decir del gran trabajo de edición de Andrés Gil, cómplice de la directora en sus películas cortas, consiguiendo un ritmo estupendo, en que condensa a las mil maravillas los ciento cuatro minutos del metraje, en el que nos cuentan mucho tiempo de vida.

Una película como esta, basada en los personajes y sus relaciones, donde las miradas y los gestos cotidianos adquieren un valor extraordinario, necesitaba un plantel de intérpretes a la altura de lo que se cuenta como una impresionante Laia Costa, que nunca la habíamos visto tan humana, tan frágil y tan vulnerable, que recuerdo algo a aquel personaje que hacía en Victoria (2015), de Sebastian Schipper, que rodó en Alemania, eso sí en un registro completamente diferente. Su Amaia es uno de los personajes del año, una auténtica delicia de matices, complejidades y tan humana. A su lado, otra grande como Susi Sánchez, que engancha otro personaje a la altura de su inmenso talento, como el que hizo en La enfermedad del domingo (2018), de Ramón Salazar, dando vida a Begoña, la madre, la que lleva la voz cantante, a la que la vida le aguarda una relación más estrecha con su hija, donde el rol de cuidadora cambiará. Ramón Barea es uno de esos actores tan buenos y tan sencillos que tanto ayudan a dar profundidad a una película, y que siempre miran tan bien sin decir nada, como los grandes. Su Koldo mira muy bien, y también, calla y desaparece cuando las cosas aprietan y es mejor ausentarse, o al menos, así lo cree él. Y Finalmente, Mikel Bustamante es Javi, la pareja y padre de Ione, la hija de Amaia, un tipo que se ausenta por trabajo y quiere a sus dos “mujeres”, aunque está poco, peor Mikel hace con veracidad y atención.

Alauda Ruiz de Azúa ha construido una película magnífica y cercanísima, de esas tramas que no se olvidan fácilmente y permanecen en nosotros, relatos que nos invitan a penetrar en lo doméstico, en ese espacio reservado e íntimo, en ese lugar donde solo el cine es capaz de mostrar e investigar, y lo hace desde la verdad, por su forma de mirarlo y filmarlo, y también, por su forma de acercarse, desde lo humano y alejándose de lo condescendiente y sentimentaloide, capturando personas y tramas que nos ocurren a nosotros o conocemos, hablándonos desde la verdad y la autenticidad de la familia, de sus cosas buenas y no tan buenas, de todas las relaciones que se generan y las que no, y sus grandes cambios, reflexiona sobre la maternidad, desde su verdad y experiencia de haber sido madre e hija, en una película que nos mira de frente y qué mira de frente a todo su entorno y sobre todo, a sus personajes, unos individuos humanos, mostrando sus secretos, sus tristezas, sus silencios, sus reconciliaciones, y su desnudez y vulnerabilidad ante los demás. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La enfermedad del domingo, de Ramón Salazar

EL ABISMO DEL PASADO.

«Me veo en ella»

Dos imágenes separadas en el tiempo, dos imágenes por las que han pasado casi cuatro décadas, estructuran y encierran el cuarto largo de Ramón Salazar (Málaga, 1973). En una de ellas, observamos una niña de 8 años, mirando a través de la ventana en una tarde de domingo, esperando que vuelva su madre. En la siguiente, 35 años después, vemos a la madre, de espaldas, sumergida hasta la cabeza, en un lago en mitad de un bosque. Dos instantáneas que separan, se mezclan y condensan una relación compleja que se rompió hace 35 años. Aunque, el pasado, caprichoso y juicioso, volverá con una extraña petición, un encargo que devolverá al futuro a aquel tiempo que parecía lejano, de lado, cómo se quisiera borrar, como si jamás hubiera existido. Salazar compone un brillante y oscuro drama íntimo, donde encierra en las paredes de un bosque fronterizo, en el que convoca al pasado, encarnado en Chiara, aquella niña que miraba por la ventana, y el presente, que da vida Anabel, aquella madre que no volvió y abandonó a su hija.

El tiempo las vuelve a juntar, un tiempo indefinido, un tiempo sin tiempo, un tiempo de miradas y gestos, donde las palabras ya no tienen sentido, o quizás, es muy difícil saber qué decir, como explicarse, porque ya no hay tiempo para eso, sino para compartir diez días con aquella hija que dejó, y en un sitio alejado de todos y todo, donde apenas hay cobertura, un lugar de paz, sosiego y calma, porque las tormentas emocionales que surgirán invadirán esa atmósfera rural, ese ambiente casi sin tiempo, sin nadie, un espacio para ellas solas, todo aquel que no han vivido en tantos años de desesperación. Salazar ha compuesto en la película un viaje a las emociones desde un prisma diferente a sus anteriores trabajos, películas que se movían en tramas corales, donde una serie de personajes se entrecruzaban en ambientes urbanos, donde las emociones surgían para atraparlos, en el que exploraba aspectos como la soledad, la identidad y la infelicidad en los tiempo actuales, en el que sus personajes imaginaban y se transportaban en sueños a lugares diferentes y más amables, en los que realmente eran ellos mismos y los miedos e inseguridades desaparecían.

En La enfermedad del domingo, el universo onírico deja espacio a la cruda realidad, a solamente dos almas en tránsito, dos personajes, madre e hija, que tienen mucho que decirse, aunque les falten tanto las palabras, pero encontrarán la forma de hablarse sin palabras, comunicarse y acercarse, encontrarse en mitad de esa casa en mitad de ese bosque, de ese lugar sin tiempo, a través de sus miradas, sus emociones, porque no resulta fácil condensar en diez jornadas 35 años, un tiempo de abandono, un tiempo de carencia emocional, un tiempo que fue otro tiempo, un tiempo en el que sus vidas no compartían, no estaban, no eran, la madre, alejada y con espacio para olvidar, y la hija, reconstruyéndose a sí misma, creciendo sin esa figura maternal que ya no estaba, recomponiéndose y extrañándose de una vida rota, una vida incompleta, como cuando alguien arranca a una persona de una foto que ya no quiere ver y sentir.

Anabel y Chiara, las inmensas Susi Sánchez (que vuelve a trabajar con Salazar) y Bárbara Lennie, en dos apabullantes y magníficos trabajos convertidas en dos almas perdidas y desamparadas en ese bosque crepuscular, donde una, la madre, ha perdido su ambiente sofisticado y elegante que da el dinero, para despojarse y desnudarse frente a su hija, su pasado, su abandono y sobre todo, a la mujer que fue, a ella misma, y la hija, que vuelve, que desea compartir con su madre, porque ya no sabe quién es, ni ella misma sabe en quien se ha convertido. Dos mujeres que nos recuerdan a aquellas Charlotte y Eva, también madre e hija en Sonata de otoño, y en su difícil y áspera relación, o a Becky del Páramo y Rebeca, también madre e hija en Tacones Lejanos, y su terrible relación de amor y odio. (Des) Encuentros y sus conflictos en los que tanto Bergman como Almodóvar analizaban desde la fragilidad de las emociones, y la distancia que a veces se construye con los más cercanos.

El cineasta malagueño construye un poema sensible casi sin palabras, a través de una sofisticada y elegante mise-en-scène, donde brilla con fuerza la maravillosa y sombría fotografía de Ricardo de Gracia (que ya estuvo en 20000 noches en ninguna parte, la anterior película de Salazar) o el inmenso trabajo de arte de Sylvia Steinbrecht, en el que los objetos y el atrezo rememoran ese pasado oculto que el personaje de Anabel había intentado olvidar sin conseguirlo, y el exquisito montaje de Teresa Font (la editora de Vicente Aranda) dando ese tiempo para que los (des) encuentros entre madre e hija se saboreen y se retroalimenten, creando ese universo sin tiempo y sin lugar, un espacio indefinido y casi onírico, pero con su cruda realidad, en el que cohabitan madre e hija, donde el abandono y la maternidad aflorarán y se discutirá a través de las emociones complejas y diferentes de ellas dos. Salazar ha construido un cautivador, tenso y áspero poema visual y emocional, donde una madre y una hija se reencuentran, vuelven a aquel pasado que ninguna ha podido olvidar, ese tiempo que se cruza frente a ellas, frente a su pasado oscuro, a aquel instante perdido en la lejanía de domingo por la tarde, cuando una niña miraba por la ventana esperando a una madre que nunca volvió (o cómo decía Umbral: nunca un niño envejece tanto como en un tarde de domingo) deberán enfrentarse aunque no lo deseen, aunque no tengan fuerzas y no les salgan las palabras, deberán mirarse la una a la otra y (re) encontrarse, mirarse detenidamente, y quizás, abrazarse, porque tal vez el tiempo que las ha vuelto a unir ya no es el mismo, ha cambiado, es diferente, es otro.