Lo que arde, de Oliver Laxe

CAMINANDO CON EL FUEGO.

“Si hacen sufrir es porque sufren”

Cuanta razón tenía mi querido Ángel Fernández-Santos cuando mencionaba que en las primeras imágenes se condensaban el espíritu y las raíces de la esencia del relato que a continuación nos contarían. Lo que arde sigue ese impulso que sostenía el recordado crítico con su arranque poético y cruel con esas imágenes que abren el tercer trabajo de Oliver Laxe (París, 1982) sobrecogidos por su belleza y dureza, cuando observamos como una máquina va cortando sin ninguna piedad un grupo de árboles eucaliptos, arrasándolos literalmente, en que el mal llamado progreso devasta la naturaleza y por consiguiente, su patrimonio. De repente, esa destrucción se detiene en seco, la máquina queda paralizada frente a un imponente y centenario eucalipto, como si la naturaleza, en su último aliento, todavía tuviese fuerzas para doblegar la codicia humana. La primera película que rueda Laxe en Galicia, después de sus dos aventuras con Todos vós sodes capitáns (2010) y Mimosas (2016) ambas filmadas en Marruecos, donde el director residía, el cineasta galego mira hacia su interior, hacia sus orígenes, cuando viajaba los veranos para visitar a sus abuelos en los montes de Os Ancares, provincia de Lugo. Aquella tierra de la infancia se convierte ahora en el paisaje áspero y bello, difícil y dulce, duro y sensible, en el que se desarrolla el relato.

Una historia que arranca con la vuelta de Amador, después de cumplir condena por incendiario, a la aldea junto a su madre Benedicta y sus animales, con el aroma de western, cuando aquellos hijos prodigo volvían a casa, después de conocer la civilización y salir trasquilados, en la piel del Mitchum de Hombres errantes o el McQueen de Junior Bonner. Laxe, a medio camino entre el documento y la ficción, filma con detalle y precisión la cotidianidad del hijo y su madre, cuidando de sus vacas, caminando entre los árboles y los senderos escarpados y agrestes del bosque, subiendo colinas y montes y observando un territorio en continua contradicción, como la relación entre ser humano y naturaleza, un dificultoso enlace entre las necesidades y los intereses de unos contra los elementos naturales que siguen un curso invariable, ancestral y caprichoso. Pero también tenemos el lado humano, ese pueblo que estigmatiza y desplaza a Amador por su condición de incendiario, llevando esa cruz pesada que le ha asignado la sociedad del lugar, como le ocurría a Eddie Taylor en Sólo se vive una vez, de Lang, cuando al salir de la cárcel, intenta sin salida huir de su condición de proscrito.

Laxe arranca en invierno, siguiendo el estado de ánimo que atraviesa Amador, adaptándose lentamente a las condiciones adversas de la estación, con la llegada de la primavera, las lluvias y el frío dejan paso a la luminosidad y el esplendor de un bosque que despierta del letargo hibernal, para cerrar su película con el verano y el fuego como visitante perenne de cada estío, devastando, como la máquina del inicio, todo a su paso, con unos vecinos desesperados intentando salvar sus casas, cuando piensan en ellas como reclamo turístico. El cineasta gallego-parisino se mueve constantemente entre los extremos humanos y naturales, entre aquello que nos atrapa y también, aquello que nos somete, entre lo justo y lo injusto, entre la belleza de la naturaleza y los animales, ante los intereses económicos y el cambio climático que están acabando con el rural, con los paisajes naturales y sobre todo, con la subsistencia de tantas gentes del campo. Laxe lanza una oda hacia estos lugares naturales en vías de extinción, espacios donde la vida se trasluce entre gentes que abren senderos con su caminar diario, que cuidan de los animales y los rescatan de su terquedad o miedo, donde se habla poco y se observa más, donde estos paisajes se ven contaminados con la mano del humano, que encuentra intereses mercantiles en casi todo, como en ese momento doloroso en que Amador y sus vacas se tropiezan con máquinas devastando árboles y recomponiendo la naturaleza.

Laxe nos sumerge en un relato sencillo e intimista, lleno de luz brillante y sombría, en el que indaga sobre la condición humana, sobre el olvido, el perdón, el amor y el estigma, donde la tierra se vuelve tensa e incendiaria, donde todo pende de un hilo muy fino, donde todo puede estallar en cualquier instante, donde las cosas obedecen a una estabilidad frágil. El cineasta vuelve a contar con sus cómplices habituales como Santiago Fillol en la escritura, Mauro Herce en la cinematografía, Cristóbal Fernández en la edición o Amanda Villavieja en el sonido, para dar forma a una película asombrosa, elegante, sobrecogedora y apabullante, tanto en sus imágenes como en su narración, exponiendo toda la complejidad vital de lo humano frente al entorno, un paisaje bello y cruel, con sus cambios climáticos y sus cambios producidos por el hombre, contándonos esta fábula sobre lo rural, libre y salvaje, como lo hicieron en su día gentes como Gutiérrez Aragón en El corazón del bosque, Borau en Furtivos o Armendáriz en Tasio, y tantos otros autores, en que el hombre luchaba contra los elementos naturales y sociales como hacía Renoir en El hombre del sur o Herzog en Aguirre, la cólera de Dios, y ese progreso devastador que aniquila el paisaje para imponer sus normas y leyes que cambian la forma natural con el conflicto que lleva a las gentes que viven de él y los animales que lo habitan.

Una película hermosa y magnífica con esa limpieza visual que ofrece el súper 16, y esos temas musicales que van de Vivaldi a Leonard Cohen, que ayudan a comprender más la complejidad de lo humano que rige la película, para sumergirnos en un universo ancestral lleno de continuas amenazas, a través de Amador, un tipo silencioso y melancólico con ese rostro vivido y marcado por el tiempo y el dolor, con las grietas faciales que da una vida dura y tensa (que recuerda al rostro de Daniel Fanego de Los condenados, de Isaki Lacuesta) junto a su madre Benedicta Sánchez, una mujer sufridora y maternal, que cuando su hijo regresa lo primero que le suelta es si tiene hambre, alguien que ama a su hijo, independientemente de qué se le ha acusado,  un amor maternal sin condiciones ni reglas. Dos intérpretes, que recuerdan a los actores-modelo que tanto mencionaba Bresson, se suman a Shakib Ben Omar, que aparecía en las dos primeras cintas de Laxe, debutantes en estas lides del cine, bien acompañados por sus leves miradas, gestos y detalles, en las que consiguen toda esa complejidad que emana de sus personalidades, de su tierra y su entorno. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Richard Billingham

Entrevista a Richard Billingham, director de la película «Ray & Liz», en el marco del D’A Film Festival. El encuentro tuvo lugar el lunes 29 de abril de 2019 en el Hotel Pulitzer en Barcelona.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Richard Billingham, por su tiempo, amistad, generosidad y cariño, y a Sandra Ejarque y Ainhoa Pernaute de Vasaver, por su tiempo, paciencia, generosidad y trabajo.

El hotel a orillas del río, de Hong Sangsoo

MIENTRAS CAE LA NIEVE.

La inmensa capacidad creativa de Hong Sangsoo (Seúl, Corea del Sur, 1960) con más de la veintena de títulos en 22 años desde que dirigiese en 1996 su debut con El día que un cerdo cayó a la nieve, ya no asombra a nadie, convertida en una de sus señas de identidad como cineasta, emulando a otros colegas como Fassbinder, Woody Allen o Jess Franco, autores que han hecho de su inagotable producción una de las formas más definibles de su universo cinematográfico. Sangsoo se centra en conflictos emocionales, donde los relatos sentimentales serían uno de sus centros de observación, situados en la periferia de las ciudades o en pequeñas poblaciones, donde sus personajes, gentes dedicadas al cine o al arte, a partir de conversaciones cotidianas y triviales, esparcen sus rupturas emocionales y sus incapacidades para encontrar el amor y sobre todo, para mantenerlo. A través de una forma sencilla y ligera, en el que se cuela lo poético de modo suave y sin estridencias, donde los encuadres obedecen siempre al movimiento y al gesto de los personajes, incluso utilizando el zoom como recurso narrativo, en la que el autor surcoreano indaga en los males modernos de una sociedad cada vez más aislada, perdida y enferma.

En El hotel a las orillas del río, Sangsoo nos convoca en una pequeña ciudad, que apenas veremos, en el interior de un hotel cerca de un río, en mitad del invierno, donde somos testigos del frío que padecen sus personajes, implacable metáfora de los estados emocionales en los que se encuentran. Por un lado, tenemos a un viejo poeta que convoca a sus dos hijos, a los que hace tiempo que no ve,  para despedirse de ellos, ya que sueña con su muerte cercana. Por el otro, tenemos a una joven que pasa su luto junto a su amiga del alma, después de que su chico la abandonará. Dos relatos independientes, que llegarán a cruzarse en algún momento del metraje, componen un relato intimista, sincero y veraz sobre las formas de decir adiós cuando uno sabe que su tiempo ha llegado a su fin, y otra, que también necesita decir adiós y cerrar esa etapa de su vida, ese amor que no fue, para seguir adelante con su vida. Sangsoo mira su película de adentro hacia afuera, a través del interior del hotel, un espacio aislado en el que apenas se divisan los cinco personajes en liza y la recepcionista, personaje que hila los dos relatos y pone esos instantes cómicos en los que asalta a sus huéspedes para solicitarles un autógrafo.

Todo sucede en el salón y las habitaciones del hotel, exceptuando tres momentos de un paseo en la nieve, el trayecto hacia el restaurant y la comida en el restaurant. El cineasta surcoreano evidencia una pureza de estilo que encaja a la perfección con el tipo de historias que cuenta, con ese luminoso y triste blanco y negro, en que la luz natural se cuela invadiendo los espacios de la película, que acompaña aún más si cabe la situación emocional de los dos personajes protagonistas, almas en la nieve, a la deriva, situados en mitad de la nada, en un lugar que hiela el alma, los sentimientos y los sentidos, un espacio no lugar, blanco, sin tiempo ni ubicación, vacío y aislado, como si todo el mundo fuese acorde con lo que ellos sienten, esos sentimientos confusos, de pérdida, de dolor, de final del camino, de no hay nada más, de empezar de nuevo o acabar de una vez. La película se interroga constantemente lanzando ideas e hipótesis, interpelando directamente a los espectadores porque bajo ese manto blando y esas conversaciones sin más, existe un poco oscuro y sin fondo de bandazos emocionales donde los personajes se desplazan sin rumbo, sin voluntad, atados a sus emociones rotas, resquebrajadas y vacías.

Un plantel de intérpretes en estado de gracia donde destacan las presencias de Kim Minhee, musa del director, que vuelve a componer ese personaje ajado, roto  y fantasmal que se mueve por inercia, y cuando lo hace, porque la mayoría del tiempo está tumbado, dormido y sin fuerzas, roto en todos los sentidos, intentando avanzar y a cada paso que da parece dar dos para atrás, y Ki Joobong, ese poeta cansado y triste, que ya no escribe, que anda por un hotel vacío y perdido en el tiempo, invitado por un desconocido, alguien casual en un lugar en el que nada tiene que hacer, quizás sí, quizás tiene que despedirse de los suyos por eso los convoca, o quizás, siente que su vida ya alcanzado su tiempo, y ya nada más tiene que decir ni hacer. Sangsoo vuelve a alimentar nuestra alma con su cine sencillo y honesto, con su capacidad asombrosa e inagotable para seguir sumergiéndose en la psique humana y todas sus contradicciones y demás, a través de aquello más cotidiano y superficial, como compartir una comida, mientras sus personajes conversan de grafología, del tiempo pasado, de la amistad como pilar fundamental en las relaciones humanas, y sobre todo, la incapacidad emocional, como mencionaba Ingmar Bergman en su cine, mal de todos los tiempos, donde los seres humanos no somos capaces de encontrar aquello que nos hace estar bien, y cuando lo encontramos, somos incapaces de valorarlo, de expresarlo a los demás y compartir lo que sentimos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA