Entrevista a Claire Simon, directora de la película “Quiero hablar sobre Duras”, en el marco del BCN Film Festival en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el martes 26 de abril de 2022.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Claire Simon, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Gerard Cassadó de Filmin, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“Sólo nosotras esperamos aún, con una espera de todos los tiempos, la de las mujeres de todos los tiempos, de todos los lugares del mundo: la espera de los hombres volviendo de la guerra”.
Marguerite Duras
“Nadie sabrá de ti, Penélope, más que el diseño que te forjaron los homeros y las mitologías”
Olga Zamboni
En el imaginario de Carolina Astudillo (Santiago de Chile, 1975), cualquier imagen, sonido o texto escrito, sea cual sea su procedencia, casi siempre ajena, se descontextualiza por completo, como si la imagen se tratase de un objeto orgánico, un espacio que se abre, se profundiza y sobre todo, se resignifica, transformándose, en un minucioso trabajo de montaje, en otra imagen, y un significado completamente diferente al de su origen. Todo este proceso de Astudillo nos devuelve, no solo a reinterpretar constantemente el pasado de la historia, sino a resituarnos en relación a todas esas “nuevas” imágenes y como no, a todo el discurso que generan después de su vuelta a nacer.
Desde el primer trabajo que vi de la directora chilena afincada en Barcelona, aquel De monstruos y faldas (2008), y los posteriores siguientes, la mirada de la cineasta siempre se muestra atenta a la memoria, un cine que lucha contra el olvido, no solo de las imágenes, sino de todas aquellas personas que se vieron olvidadas por el discurso oficial. Su opera prima El gran vuelo (2014), ya buceaba en la historia de Clara Pueyo Jurnet, militante del Partido Comunista que desaparece sin dejar rastro después de su etapa en la cárcel, a través de otras imágenes que hacía suyas, y las voces que nos contaban su vida. Después de Ainhoa, yo no soy esa (2018), donde recuperaba la vida de joven y su desencanto vital, a través de sus huellas, en forma de diario, videos y voz. En Canción a una dama en la sombra, vuelve a la vida de Clara Pueyo i Jurnet, pero esta vez, en la peripecia vital de su hermano Armand, y la esposa de éste, Soledad Tartera, y nos convoca a las vidas olvidadas y fantasmales de una pareja separada por la guerra, un amor truncado por el exilio y la espera, que es como se divide la película, solamente esperanzada en las cartas que recibe la mujer desde el exilio francés, entre el septiembre del 39 a mayo del 40 cuando dejó de recibirlas.
El cine de Astudillo, siempre inquieto y curioso con la propia materia cinematográfica, en su incesante de búsqueda de imágenes, objetos y textos del pasado, va mucho más allá, adentrándose en otros espacios, en otras miradas. En primer lugar, vuelve a rodar material propio, como hiciera en la mencionada Ainhoa, yo no soy esa, eso sí, con una cámara de Súper 8, en el que acoge a dos actrices, Alicia González Laá y Padi Padilla, de reconocida trayectoria teatral, para que lean, respectivamente, las cartas de Armand a Soledad, y fragmentos de textos como el de El dolor, de Marguerite Duras, en el que escribía sobre la espera de su amor que fue encerrado en un campo nazi, y otros como los de Marcela Terra, entre otras. La realizadora chilena vuelve a sumergirnos en un profundo y magnífico caleidoscopio de imágenes, textos, sonidos, texturas y demás, en el que nos va envolviendo en una época triste, difícil y sumamente angustiosa, donde se juega a un elemento característico de la directora como la presencia-ausencia, y todo ese espacio límbico que queda, donde hay tiempo para la ilusión y la esperanza aunque sean efímeras y muy débiles.
Estamos ante la película de mayor duración de Astudillo, casi las dos horas de metraje, donde seguimos el periplo de una mujer, Soledad, que espera la vuelta de su marido, Armand, y un hombre que no puede volver a su vida, a su patria, y sobre todo, a una forma de vida que el fascismo ha roto. La directora vuelve a contar con dos de las cómplices más íntimas en su cine, Ana Pfaff en la edición, haciendo un grandioso trabajo de montaje, donde toda esa mezcla de imágenes, sonidos y textos de orígenes diversos, acaba adquiriendo una armonía increíble, llena de sensibilidad y reflexión, y Alejandra Molina en el diseño sonoro, una de las partes fundamentales en el cine de la chilena, porque el juego de diferentes y complejas capas, adquiere ese tratamiento sonoro capital que no resulta de acompañante, sino que va más allá, creando todo un espacio donde todo se desenvuelve hacia otros lugares. Destacamos las incorporaciones en el universo de Astudillo del cinematógrafo Américo Voltio, en el que consigue dotar de textura orgánica a las imágenes de Súper 8, y la excelente música de Carles Mestre que sabe dotar de intimidad y delicadeza a la dureza del tema que se trata en la película.
La cineasta chilena no habla de mujeres que solo esperan, como la Penélope de Homero, sino en ese sentido, también hay una mirada diferente al clásico, descontextualizándolo y creando una forma, más actual y feminista, donde Soledad, la mujer que espera en Canción de una dama en la sombra, espera activamente, trabajando en la fábrica y tirando hacia adelante a sus hijos, donde su historia es la historia de muchas mujeres que la guerra dejó solas pero no muertas, sino completamente resistentes, valientes, madres y mujeres, que la emparenta con Penélope (2017), de Eva Vila, donde hay también hay una mirada desde aquí al clásico, reinterpretándolo y sobre todo, situándolo en una visión más feminista y humanista. Astudillo crea imágenes muy potentes y reveladoras, porque dentro de su fusión de imágenes, sonidos, textos y texturas, construye un demoledor discurso sobre la importancia de la memoria, rescatando a tantas personas que se pierden en el olvido de la historia, desenterrando sus vidas, luchando ferozmente contra ese olvido que tantos gobiernos han pretendido inculcar.
Viendo el cine de Astudillo pensamos en la labor del cine o la idea del cine en los tiempos actuales, porque el cine, aparte de contar historias, debe generar reflexión, porque si no es cine, es otra cosa, es espectáculo y entretenimiento vacuo y superficial, y el cine de la directora chilena e mantiene firme y convencido en todo lo que quiere conseguir en el espectador, devolverle la historia de verdad, aquella que nos han ninguneado desde las élites poderosas, que no les conviene el pasado, porque rastrea sus orígenes que nunca son honestos ni humanos. El cine de la cineasta chilena lucha contra todo eso, desenterrando fantasmas, dándoles el espacio que otros les negaron, y sobre todo, devolviéndoles su dignidad, su valor, su valentía y su humanismo, para que las personas de ahora sepamos quienes fueron y además, rescatar la lucha en las sombras de tantas mujeres como Soledad, antes Clara, y tantas y tantas que desconocemos, porque también ellas hicieron su guerra, no en el frente, sino en casa, sobreviviendo y sobre todo, alimentando a sus hijos e hijas, las personas del mañana, y soportando una sociedad triste, beata, conservadora y militar, una vida que no fue nada fácil, y ellas también sufrieron su exilio y ausencia, sin amor, sin consuelo y sin vida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
Estamos en el París ocupado por los nazis, en junio de 1944. Marguerite es una mujer de unos treinta años que participa en la resistencia junto a su marido, Robert Antelme. Un día, la Gestapo detiene a Robert y lo deporta. A partir de ese instante, comienza el particular vía crucis de Marguerite, en la que su única existencia se reduce a esperar, a convertirse en una sonámbula en su propio apartamento, y caminando sin cesar por las calles de París con el objetivo de encontrar algún indicio, por pequeño que sea, del paradero de su marido. Marguerite encuentra consuelo o rabia en Rabier, un policía colaboracionista que le facilita información del paradero de su marido, y también, sigue en contacto con miembros de la resistencia como Dionys. El director Emmanuel Finkiel (Boulogne-Bilancourt, Francia, 1961) ayudante de Tavernier, Kieslowksi o Godard, encuentra en el texto biográfico de “El dolor”, de Marguerite Duras (1914-1996) la base para construir su relato, un relato en el que también hace memoria de su propia familia, ya que muchos de sus miembros fueron deportados. Finkiel nos habla de las presencias, y sobre todo, de las ausencias y el tiempo, del dolor de una mujer que ha dejado de vivir, sólo existe para su marido, aquel que no está, aquel que no sabe dónde se encuentra, y sobre todo, que fue de él.
Finkiel acota su película en un período de un año más o menos, aquel que va desde junio del 1944 a abril de 1945, un espacio de tiempo, donde París será liberada y la alegría de unos, la mayoría, contrasta con la tristeza y la desesperación de unos pocos que ven que los suyos no regresan y el tiempo, el maldito tiempo, pesa como una losa, como si no quisiera avanzar, como si fuese esa agua estancada que huele a podrido, un tiempo pesado, dolorido y triste. La luz de Alexis Kavyrchine consigue encerrarnos en esa prisión de ausencia en la que se encuentra instalada, muy a su pesar, Marguerite, con ese rostro triste, de no vida, ese rostro en mitad de la nada, en mitad de no sabe dónde, con esa mirada caída, sin fuerzas, de una mujer herida, que sólo espera, como si su espera fuese un aliento de vida tan frágil que despertarse y caminar cada día en busca de noticias, fuese casi un milagro, como si fuese el último día, porque quizás mañana no tendrá fuerzas suficientes para emprender su rutina diaria.
Finkiel captura el alma triste y despojada de esa ciudad ocupada, entre colaboracionistas, delatores, deportaciones, y sobre todo, ese miedo que te entra en las entrañas y te desgarra por dentro, ese miedo instalado en cualquier rincón de la ciudad, donde todo se mueve con sigilo y nervios, donde cualquiera se ha convertido en extraño y enemigo, donde hasta el más perdido, puede delatarte. El cineasta francés ha hecho una película de corte clásico, pero tristemente actual por su contenido, en el que la ética y la moral tanto de unos y otros, vencedores o vencidos, se debate entre aquello que hacemos para conseguir con vida, aunque sea a costa de otros que en realidad son inocentes, y nuestra conducta ante la maldad cotidiana, esa que vemos y sabemos, pero que callamos por miedo a la represalia. Finkiel construye una intriga psicológica de gran calado cinematográfico, en el que seguimos la existencia durísima y triste de Marguerite, por un lado, y por el otro, el contexto de la guerra en las ciudades, donde la guerra era demasiado presente, donde el invasor y aquellos que le ayudaban, sembraban el terror en cada calle, en cada esquina y en cada apartamento, sin lugar a respirar, con un ahogo continuo donde nadie está a salvo.
Finkiel convierte en la ciudad en un personaje más, inundando sus calles de miedo, de dolor, de tristeza, como un espacio sin vida, reflejo del trasfondo psicológico que experimentan sus personajes, desde Marguerite, impresionante la composición de la actriz Mélanie Thierry (que habíamos visto como cooperante en la guerra de los Balcanes en Un día perfecto, de Fernando León de Aranoa) en la que consigue con sutileza y sobriedad capturar todas las emociones que tiene su personaje, esa Marguerite rota por el dolor, con sus angustias y pesares, sin recurrir a las estridencias y la gestualidad tan recurrentes en este tipo de personajes tristes. Le acompañan Benoît Magimel, como colaboracionista, y completamente irreconocible, con bastantes kilos de más, con esa soberbia y prepotencia del vencedor, y esos trajes impolutos en los que demuestra su posición en tiempos tan amargos y de carencias, en una interpretación modélica, en la que como su partenaire, retrata desde la contención y el detalle más ínfimo, y esta terna la completa Benjamin Biolay como uno de los jefes de la resistencia, y principal apoya emocional de Marguerite, con ese aire de Belmondo, en el que compone una interpretación intensa y sobre todo, de miradas, desde la sobriedad del conjunto de la película. Finkiel ha creado una obra con mayúsculas, sin recurrir a trucos efectistas ni maniobras argumentales facilonas, sino todo lo contrario, mostrando la ausencia y ese dolor que provoca, ese dolor que se agarra al alma y no la deja respirar, que acaba corrompiendo tus sentimientos, tus fuerzas para seguir, tu coraje para seguir esperando, aunque sea lo más duro de tu vida, porque seguir alimentando la esperanza es lo único a lo que puedes agarrarte cuando ya nada más importa y existe.