El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania

CONDENADOS Y PRIVILEGIADOS.

“Un artista es alguien que produce cosas que la gente no necesita tener”

Andy Warhol

Fue viendo una exposición en el Louvre de Paría sobre el artista belga  Wim  Delvoye, en que el artista había tatuado la espalda de Tim Steiner, que estaba sentado en un sillón sin camisa mostrando el diseño de Delvoye. Este hecho fue la primera piedra de El hombre que vendió su piel, la segunda película de ficción de la directora Kaouther Ben Hania (Sidi Bouzid, Túnez, 1977), que había empezado en el campo del documental sobre temas como la religión, la inmigración en Zaineb takrahou ethlj (2016), los abusos sexuales en Le Challat de Tunis (2016), y en su primera ficción de título Beauty and the Dogs (2017). En su nueva película retrata dos mundos antagónicos, dos universos en las antípodas, dos formas de vivir y de ser. Por un lado, tenemos a Sam Alí, un joven sirio, impetuoso y rebelde, que debe abandonar su país en vísperas de la guerra, y también, alejarse de su amor de familia adinerada que se casará con ella. Su destino será Beirut, en Líbano, pero su objetivo es Europa. En la ciudad libanesa, de casualidad, conoce al artista Jeffrey Godefroi y su asistente Soraya, el otro lado. El artista, reconocido mundialmente, le propone un plan. Le tatuará en su espalda una visa, que será una obra de arte muy cotizada y será su pasaporte para aterrizar en Bruselas.

La directora tunecina construye una eficaz e interesantísima fábula moral de nuestro tiempo, que indaga en el significado del arte, sus límites, todo el negocio que lo envuelve, su elitismo y su explotación, y además, profundiza en la hipocresía y perversión del mundo occidental, de su aprovechamiento de los menos afortunados y sobre todo, del verdadero valor de los seres humanos, que nos debatimos entre el producto y la persona, o quizás eso ya ha desaparecido y todo está en venta. La elegancia y la bella plástica obra del cinematógrafo Christopher Aoun (del que habíamos visto su trabajo en Cafarnáum, de Nadine Labaki), detallista y abrumadora que consigue crear esa atmósfera inquietante y oscura que rodea la película, la suave y cercana música de Amine Bouhafa (del que conocíamos sus trabajos en Timbuktu y la reciente Gagarine), y el no menos depuradísimo trabajo de montaje para una película de ciento cuatro minutos de la extraordinaria editora Marie-Hélène Dozo, que ha montado todas las películas de los Dardenne.

Bajo la sombra de Fausto, de Goethe, la película es una nueva aproximación a la compleja relación entre el necesitado y Mefistófeles y el cheque en blanco que firma el incrédulo, en este caso refugiado, una libertad que no lo es tal, porque ese es otro elemento en el que se apoya la trama, la libertad entendida desde un sentido humano, y no material, su significado y su posición. El hombre que vendió su piel no se define en ningún género al uso, sino que se sustenta en varios, porque tenemos la fábula moral citada, el drama del refugiado, la tragedia de un mundo de los que tienen y los que no, el amor como motor de todo y de nada, el absurdo del arte donde todo lo es y todo se vende, incluso las personas y sus sueños, y el humor negro y la sátira que usa Sam Alí como respuesta a su prisión y a su aislamiento, el alto precio que paga por ser libre o simplemente, querer serlo. El entramado argumental, más en la forma y en las diferentes texturas con las que está contado para crear esa atmósfera sofisticada, irreal y malsana en la fragilidad por la que se mueven todos los personajes.

Una película de estas características requería un grandísimo reparto que se fusionase con inteligencia e intimidad como éste, encabezado por el fabuloso actor sirio Yahya Mahayni, premiado en Venecia, que aborda con simplicidad y aplomo la dificultad de un personaje que no tiene nada, que luego cree tenerlo todo para darse cuenta que le falta todo sin el amor, Dea Liane da vida a Abeer, en su primer papel largo en cine, la mujer en otra cárcel, la de su familia, que también huye con marido impuesto y luchará por volver a donde era feliz, y luego tenemos a los otros, los del otro lado del espejo, el artista Jeffrey Godefroi que interpreta maravillosamente el actor belga Koen de Bouw, fomentado en el medio televisivo, y finalmente, una falmante y magnífica Monica Bellucci, que le cuesta tan poco estar estupenda y metida completamente en el personaje de Soraya, una artífice del dinero, de la apariencia y el mundo snob del arte. Kaouther Ben Hania ha cosido una película de rabiosa actualidad y sin tiempo, donde confluyen las pasiones y los sueños humanos ancestrales como el significado de la vida, la libertad y el amor, porque en el fondo todos estamos en esto para estar mejor de lo que estamos, o quizás, habría que saber que estamos haciendo aquí, y el verdadero sentido de la vida no sea otro que ser y no estar, como mencionaba Hannah Arendt, muchos están en eso, otros, desgraciadamente, usan el dinero y su poder para encontrarlo, diferencias y posiciones eternas como los que retrata con astucia la película. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Esta lluvia nunca cesará, de Alina Gorlova

ANDRIY SULEIMAN, REFUGIADO KURDO.

“Esto es lo que hace la guerra. Y aquello es lo que hace, también. La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa. La guerra abrasa. La guerra desmembra. La guerra arruina”.

“Ante el dolor de los demás” (2002), Susan Sontag

Conocía la existencia del conflicto kurdo, pero fue viendo La espalda del mundo (2000), de Javier Corcuera, que conocí la tremenda gravedad del problema. La película explicaba el caso de Leyla Zana, una parlamentaria encarcelada en Turquía por temas políticos. El capítulo seguía la gris y triste existencia de su familia exiliada en Suecia, después que el marido pasase dieciséis años en la cárcel. Cuatro años después, en Las tortugas también vuelan, de Bahman Ghobadi, ambientada en un campo de refugiados del Kurdistán iraquí, éramos testigos de las condiciones miserables de un pueblo como el kurdo condenado a la huida constante, intentando encontrar un lugar al que pertenecer. La cineasta Alina Gorlova (Zaporiyia, Ucrania, 1992), de la que conocíamos su trabajo en el campo documental con la película No Obvious Signs (2018), en la que retrataba a una soldada ucraniana en pleno proceso de rehabilitación por estrés postraumático.

En Esta lluvia nunca cesará (significativo y desesperanzador título), el retrato se centra en la vida de Andriy Suleiman, un kurdo sirio que abandonó el país árabe por la guerra de 2012, y se instala en Lysychansk, al este de Ucrania, país de origen de su madre. La cámara de Gorlova sigue la vida del joven, voluntario de la Curz Roja en la guerra del Donbass en 2014, y de su familia, y su periplo por varios países donde se encuentra diseminada su familia y amigos, como Irak, Kurdistán y Alemania, donde quiere empezar de nuevo. La cineasta ucraniana divide en diez partes su película, a modo de capítulos, y usa el blanco y negro para mostrar esas vidas errantes, grises, difíciles y rotas, vidas que son meras sombras debidos a los graves efectos y causas de la guerra, que parece seguirles allá donde van. El retrato es profundamente humano y alejado de sentimentalismos. Todo se cuenta desde la verdad, o mejor dicho, desde lo auténtico de unas vidas que quieren salir adelante y a duras penas lo consiguen, poniendo el foco en todas las personas anónimas que han huido de su país, sus trabajos y su vida, e intentan encontrar ese lugar en el que volver a estar tranquilos y en paz.

Gorlova construye una intimidad que traspasa, que nos seduce con muy pocos elementos, y nos convierte a los espectadores no solo en testigos privilegiados del drama humano de este grupo de kurdos, sino en personas que conocen una verdad que es en realidad la de muchos refugiados en todo el mundo, personas que lo dejan todo por la guerra, personas acogidas en países extranjeros, personas que deben luchar diariamente para no perder su identidad, no en un sentido nacionalista ni patriótico, sino en el concepto humano, de tus orígenes, de tu forma de vivir, de tus tradiciones, de todo lo que significa ser kurdo. Un documento excepcional y cercano, cimentado con la complejidad de las diferentes existencias, como la labor humanitaria del protagonista kurdo frente al desfile de la máquina militar pesada ucraniana que van a la guerra del Donbass, al este del país, una zona de eterno conflicto entre los prorusos y los ucranianos contrarios, un conflicto que retrató de forma magistral el cineasta ucraniano Serguéi Loznitsa en su película homónima de 2018. Las contradicciones de los bailes tradicionales kurdos y ucranianos, así como el desfile de soldados frente a la marcha del orgullo gay en Berlín.

Un mundo lleno de contrastes, de grises automatizados, de perversidad y alegría en la mismo espacio o según en la perspectiva que te encuentres o te toque circunstancialmente. Esta lluvia nunca cesará no es una película apológica ni se decanta por nadie ni por nada, si hay una idea política, porque en cualquier acción humana la hay, es sin lugar a dudas, la del lado de lo humano, de mirar de frente a todos aquellos que huyen por la guerra, a todos aquellos que, lejos de sus tierras, siguen viviendo la guerra diariamente, de los traumas que deja la guerra, el exilio y estar lejos de todo sin saber donde se está, de todos los espacios oscuros que construyen unos poquísimos y afectan a millones de personas alrededor del mundo, de la guerra como mal eterno de la historia de la humanidad que define mucho nuestra forma de vivir, de compartir y de mirar al otro. Andriy Suleiman es uno de tantos refugiados que cada día abandonan su vida para emprender un camino lleno de peligros y de dolor del que desconocen completamente donde les llevará y que será de ellos, y lo más incierto, si algún día podrán regresar a sus vidas y cuántas vidas costará tanto desastre imposible de detener. Aunque la película no solo muestra desgracia y tristeza, porque también hay tiempo para el reencuentro, para seguir adelante a pesar de todo, y sobre todo, hay tiempo para seguir se esté donde se esté. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Vivianne Perelmuter e Isabelle Ingold

Entrevista a Vivianne Perelmuter e Isabelle Ingold, directoras de la película «Ailleurs, partout», en el marco de la Mostra Internacional de Films de Dones, en la Filmoteca de Catalunya en Barcelona, el miércoles 2 de junio de 2021.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Vivianne Perelmuter e Isaelle Ingold, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, y a Anne Pasek de Comunicación de la Mostra, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki

LA DIGNIDAD DE LOS INVISIBLES.

Desde que irrumpiera en el panorama cinematográfico a principios de los ochenta, Aki Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957) ha construido una de las filmografías más estimulantes, interesantes y humanistas (que sobrepasa la veintena de títulos entre largos de ficción y documentales) un universo que no sólo nos remiten al estado actual de las cosas, sino que nos recuerda a grandes cineastas humanistas que han hecho del cine una herramienta crítica, válida para la reflexión y sobre todo, un vehículo capaz de remover conciencias, y dar voz, y por lo tanto visibilidad, a todos aquellos que el sistema les niega su lugar en el mundo. Su cine se centra en individuos solitarios, aislados, los invisibles del sistema, almas en pena, que viven con muy poco o casi nada, que se mueven por barrios obreros y viven en pisos fríos y vacíos, o visitan bares apartados, donde se bebe mucha cerveza y se fuma mucho, se ganan la vida con trabajos precarios, que bordean o entran de lleno en la esclavitud, en los que aflora el individualismo y la servidumbre. Relatos sobre perdedores, a los que se les engaña, algunos acaban maltrechos o con sus huesos tras los fríos barrotes de una cárcel. Tipos parcos en palabras, más bien de mirar o hacer, aunque, el cineasta finés siempre encuentra un resquicio de luz, algún espacio, por pequeño que parezca, para ofrecer algo de calor a sus personajes en el gélido Helsinki, una ilusión, si, aunque frágil a la que agarrarse, como ocurría en las películas sobre Charlot.

Un cine en el que la música, casi siempre de rock y en vivo, se erige como un elemento primordial en su narrativa, actuando como eje vertebrador de lo que se cuenta, explicando más allá de lo que callan y sienten sus personajes. Otra característica esencial en su cinematografía son sus cómplices en los viajes, desde Timo Salminen, su cameraman desde los inicios, y sus intérpretes, los Kati Outinen, Sakari Kuosmanen, Matti Pellonpää, André Wilms, entre otros, actores y actrices que dan vida a esos errantes de vida negra que luchan para encontrar ese espacio que el estado les niega y acaba expulsando del «aparente» paraíso. Y finalmente, el humor que estructura todas sus películas, un sentido del humor nórdico, inteligente, y muy negro, transgresor e hirreverente, en algunas ocasiones, que compone una sinfonía pícara y de mala uva a todo lo que va ocurriendo, dejando una risa a medio hacer que a veces da calor, y otras, congela. En El otro lado de la esperanza, continúa una especie de trilogía (ya había perpetrado otra, sobre «lo proletario»,  compuesta por Sombras en el paraíso, del 86, siguió, dos años después, con Ariel, y finalizó con La chica de la fábrica de cerillas, en el 90) que Kaurismäki ha llamado “portuaria”, iniciada en el 2011 con Le Havre, en la que recuperaba al personaje de La vida de bohemia (1992), el idealista Marcel Marx, para conducirnos por una historia sobre un niño africano, que llega como polizón y necesita refugio,  era acogido por el protagonista, un viejo limpiabotas, hecho que le hacía enfrentarse ante la ley (siempre injusta y desigual con las clases más desfavorecidas).

Ahora, la terna es diferente, el sujeto en cuestión, o digamos, el iniciador del relato es Wikström, un vendedor de mediana edad de trajes y corbatas que, cansado y desilusionado por su vida, decide dejar a su mujer (magnífica, la secuencia que abre la película, por su sobriedad y concisa) y cambiar de trabajo, comprando un restaurante “La jarra dorada”, en el que parece que no frecuenta mucho personal. Paralelamente, Kaurismäki nos cuenta la llegada a Helsinki de Khaled, un inmigrante sirio, que después de perder a toda su familia, ha vagado por toda Europa con el objetivo de encontrar a su hermana. Pide asilo político, y todo su proceso burocrático que lo condena primero a un centro y luego a una espera, para dilucidar si es aprobada su petición. Un día, o mejor dicho, una noche oscura, Wikström descubre a Khaled, que ha tenido que fugarse, porque lo quieren deportar a Alepo, porque según las autoridades no entraña peligro, cuando está siendo devastada, junto a su basurero y le da trabajo. Kaurismäki, quizás, ha hecho la película más cercana a la actualidad que nos asalta diariamente, aunque el genio finlandés no nos habla del drama de los refugiados como los medios lo hacen cada día, no, la película huye completamente de la visión partidista y superficial, y se aleja de los discursos moralizantes de las élites y la mayoría de los medios imperantes, aquí no hay nada de eso.

Kaurismäki construye una película humanista, extremadamente sencilla, y muy honesta, podríamos decir que incluso inocente, pero no en la expresión de escurrir el bulto, sino todo lo contrario, en el que se aboga por una solución al problema de un modo humanista, mirando a todos aquellos que vienen y escuchando sus problemas, no haciendo oídos sordos al conflicto. La película cimenta en la humanidad y la fraternidad las armas contra el problema de los refugiados, sacando a relucir esos valores humanos que parece que la sociedad capitalista, individualizada y de consumo, nos ha arrebatado, o nosotros hemos olvidado. Soluciones sencillas contra males complejos, quizás algunos les parecerá naif, pero no hay nada de eso, el cine de Kaurismäki es profundo, enorme, y mira a la realidad desde el alma, exponiendo todas las posiciones, retratando a los que ayudan a Khaled, como los que no, explicándonos todo lo que le va ocurriendo al refugiado, que se mueve entre sombras y dolor, en esta odisea en la Europa actual, un continente que sólo sabe mirarse a su ombligo y esconder sus miserias, que las hay y muchas, bajo la alfombra sucia y podrida. Kaurismäki vuelve a mostrarnos una mise en scene minimalista (marca de la casa) fundamentadas en tomas largas, en las que apenas hay movimientos de cámara, y vuelve a adentrarnos en sus memorables espacios (desnudos, en las que apenas se observan muebles u otros objetos, en los que conviven anacronismos con la mayor naturalidad, en el que descubrimos sofisticados aparatos que registran huellas dactilares que conviven con máquinas de escribir, lugares en los que sobresalen los colores fuertes, como verdes o rojos, herencia del maestro Ozu).

Kaurismäki vuelve a emocionarnos y a concienciarnos con su cine, creando un hermoso canto a la vida, al humanismo y fraternidad de cada uno de nosotos, anteponiendo lo humano y los valores ante la barbarie deshumanizada que se ha convertido Europa, en la que sus líderes se empeñan en hablar de pueblos y hermandad, pero que la realidad es otra, donde se niega asilo y se expulsa a aquellos que sufren guerras y hambre provocadas por el imperialismo occidental. El cineasta finlandés recoge el testigo de los Chaplin, Renoir, Rossellini, Kiarostami o Jarmusch, entre otros, para contarnos una fábula de nuestro tiempo, en la que aboga por los valores humanistas frente al dolor o el sufrimiento del otro, extraer lo bueno de cada uno para ayudar a quién lo necesita, y sobre todo, una fraternidad valiente y amiga, en la que los más desfavorecidos se ayudan entre sí, a pesar de las dificultades que atraviesen, porque, como explica la película, es lo único que tenemos, porque el poder hace tiempo que ha dejado de interesarse por los que ya no existen, por todos los invisibles, todos los que se levantan cada día para trabajar por cuatro perras mal dadas y existir en una sociedad cada vez más hipócrita, desigual e injusta, por todos aquellos que Kaurismäki ha convertido en los protagonistas de su cine, en la que el genio finés les da voz, palabra, rock and roll y algo de aliento.