Once Were Brothers: Robbie Robertson and The Band, de Daniel Roher.

CUANDO ÉRAMOS JÓVENES.

“Todo pasa, todo cambia. Haz lo que crees que tienes que hacer”

Bob Dylan

En 1976, en el Winterland Ballroom de San Francisco, tuvieron lugar unos conciertos de despedida del grupo de rock “The Band”, por allí pasaron leyendas como Dylan, Eric Clapton, Muddy Waters, Van Morrison, Neil Young y Joni Mitchell, que se unieron al grupo en el Winterland de San Francisco, en unos espectáculos memorables que decía adiós a una de las bandas de rock más influyentes y míticas de la historia. Martin Scorsese estaba allí para registrar aquellas noches inolvidables. El resultado fue The Last Waltz, una de las mejores películas-concierto del rock and roll. Más de cuatro décadas después, de la mano de uno de los miembros de “The Band”, Robbie Robertson (Toronto, Ontario, Canadá, 1943) autor de muchas bandas sonoras de Scorsese, recorremos la historia de la banda, apoyándonos en su libro de memorias Testimony, publicado en 2016, y viajamos por sus recuerdos personales y musicales, desde aquellos inicios a finales de los cincuenta en Toronto, cuando Robbie y sus amigos-hermanos del alma Levon Helm, Rick Danko, Richard Manuel y Garth Hudson se conocieron y empezaron a tocar como “The Hawks”, pasando por las legendarias giras acompañando a un jovencísimo Bob Dylan en el 65 y 67, sus grandes actuaciones, sus grabaciones domésticas, su excelente álbum de debut, Music From Big Pink en el 68, etc… Toda una revelación de entonces, que los puso en el candelero del rock de aquellos años, auténtica efervescencia de música, cultura, juventud, revolución y estallido social que se vivía en Estados Unidos.

A través de imágenes de archivo, algunas de ellas inéditas, audio de entrevistas de los componentes que se fueron, fotografías de Elliott Landy, un gran especialista en el género, y los testimonios de personalidades musicales como el propio Robertson, Bruce Springsteen, Eric Calpton, Taj Mahal, Ronnie Hawkins, Van Morrison, Dominique Roberton y el cineasta Martin Scorsese, que coproduce la cinta junto a Brian Grazer y Ron Howard. El jovencísimo cineasta Daniel Roher, apenas 26 años, de Toronto, ha construido un documento extraordinario y conmovedor sobre la música rock, sobre un grupo de hermanos que hicieron música junto a los más grandes, porque su música llena de fuerza, pasión y sensibilidad marcó un tiempo, el que va de mediados de los sesenta a principios de los setenta, un tiempo mítico, inigualable y que jamás volverá, un tiempo donde “The Band”, más que un grupo de rock progresivo, era una hermandad en el que todos iban a una, y todos eran uno.

La película no solo se centra en los aspectos más felices y agradables, donde el grupo de amigos disfrutaba con la música, con el compañerismo y demás, sino que también explora aquellos momentos donde el alcohol y las drogas hicieron acto de presencia en el seno del grupo y provocaban grandes conflictos internos en el alma de todos, siguiendo esa maldita estela tan asociada al rock, en el que somos testigos del auge y la caída de un grupo talentoso que sentían la amistad y la música como nadie, quizás esa pasión desaforada y la amistad que les unía fue el detonante que, nada es eterno, y como cantaba Dylan: “Los tiempos están cambiando sin remisión…”, y nada se puede hacer ante eso. Roher escenifica de manera sencilla y contundente el tsunami que significó una banda como “The Band” en el panorama musical de aquel tiempo, trasladado a su forma de narración con esa mezcla intensa y brutal que hace de las imágenes de antes con los testimonios de ahora, capturando ese espíritu bestial y la velocidad de crucero con la que se vivía entonces.

La película nos habla de manera frontal y directa registrando todo aquel tiempo imborrable, donde todo ocurría ya y encima pasaban millones de cosas a diario, donde todo se experimentaba de forma muy intensa y pasional, donde el rock era el himno de todos los jóvenes, donde la vida y la música iban de la mano y se convertían en uno solo, donde lo personal y lo profesional caminaban por una cuerda floja constante a punto de romperse, en que el equilibrio físico y mental pendía de algo muy frágil, y en esa extraña dicotomía se movían los rockeros de entonces que sin quererlo estaban cambiando la historia de la música popular para siempre. Once Were Brothers: Robbie Robertson and The Band, no solo deja testimonio de una de las mejores bandas de rock de la historia, sino también de su enorme influencia en los grupos de entonces y venideros, y como no, de un tiempo maravilloso y libre, donde parecía que todo podía cambiar, que otro mundo era posible, que las cosas podían funcionar de otra manera, más humanista, más libre y sobre todo, menos alienante y acomodada, aunque la realidad y la tristeza se impusieron y esos tiempos soñados no llegaron a venir, siempre nos quedará una banda como “The Band” y la música rock que tanto deslumbró a todos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki

LA DIGNIDAD DE LOS INVISIBLES.

Desde que irrumpiera en el panorama cinematográfico a principios de los ochenta, Aki Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957) ha construido una de las filmografías más estimulantes, interesantes y humanistas (que sobrepasa la veintena de títulos entre largos de ficción y documentales) un universo que no sólo nos remiten al estado actual de las cosas, sino que nos recuerda a grandes cineastas humanistas que han hecho del cine una herramienta crítica, válida para la reflexión y sobre todo, un vehículo capaz de remover conciencias, y dar voz, y por lo tanto visibilidad, a todos aquellos que el sistema les niega su lugar en el mundo. Su cine se centra en individuos solitarios, aislados, los invisibles del sistema, almas en pena, que viven con muy poco o casi nada, que se mueven por barrios obreros y viven en pisos fríos y vacíos, o visitan bares apartados, donde se bebe mucha cerveza y se fuma mucho, se ganan la vida con trabajos precarios, que bordean o entran de lleno en la esclavitud, en los que aflora el individualismo y la servidumbre. Relatos sobre perdedores, a los que se les engaña, algunos acaban maltrechos o con sus huesos tras los fríos barrotes de una cárcel. Tipos parcos en palabras, más bien de mirar o hacer, aunque, el cineasta finés siempre encuentra un resquicio de luz, algún espacio, por pequeño que parezca, para ofrecer algo de calor a sus personajes en el gélido Helsinki, una ilusión, si, aunque frágil a la que agarrarse, como ocurría en las películas sobre Charlot.

Un cine en el que la música, casi siempre de rock y en vivo, se erige como un elemento primordial en su narrativa, actuando como eje vertebrador de lo que se cuenta, explicando más allá de lo que callan y sienten sus personajes. Otra característica esencial en su cinematografía son sus cómplices en los viajes, desde Timo Salminen, su cameraman desde los inicios, y sus intérpretes, los Kati Outinen, Sakari Kuosmanen, Matti Pellonpää, André Wilms, entre otros, actores y actrices que dan vida a esos errantes de vida negra que luchan para encontrar ese espacio que el estado les niega y acaba expulsando del “aparente” paraíso. Y finalmente, el humor que estructura todas sus películas, un sentido del humor nórdico, inteligente, y muy negro, transgresor e hirreverente, en algunas ocasiones, que compone una sinfonía pícara y de mala uva a todo lo que va ocurriendo, dejando una risa a medio hacer que a veces da calor, y otras, congela. En El otro lado de la esperanza, continúa una especie de trilogía (ya había perpetrado otra, sobre “lo proletario”,  compuesta por Sombras en el paraíso, del 86, siguió, dos años después, con Ariel, y finalizó con La chica de la fábrica de cerillas, en el 90) que Kaurismäki ha llamado “portuaria”, iniciada en el 2011 con Le Havre, en la que recuperaba al personaje de La vida de bohemia (1992), el idealista Marcel Marx, para conducirnos por una historia sobre un niño africano, que llega como polizón y necesita refugio,  era acogido por el protagonista, un viejo limpiabotas, hecho que le hacía enfrentarse ante la ley (siempre injusta y desigual con las clases más desfavorecidas).

Ahora, la terna es diferente, el sujeto en cuestión, o digamos, el iniciador del relato es Wikström, un vendedor de mediana edad de trajes y corbatas que, cansado y desilusionado por su vida, decide dejar a su mujer (magnífica, la secuencia que abre la película, por su sobriedad y concisa) y cambiar de trabajo, comprando un restaurante “La jarra dorada”, en el que parece que no frecuenta mucho personal. Paralelamente, Kaurismäki nos cuenta la llegada a Helsinki de Khaled, un inmigrante sirio, que después de perder a toda su familia, ha vagado por toda Europa con el objetivo de encontrar a su hermana. Pide asilo político, y todo su proceso burocrático que lo condena primero a un centro y luego a una espera, para dilucidar si es aprobada su petición. Un día, o mejor dicho, una noche oscura, Wikström descubre a Khaled, que ha tenido que fugarse, porque lo quieren deportar a Alepo, porque según las autoridades no entraña peligro, cuando está siendo devastada, junto a su basurero y le da trabajo. Kaurismäki, quizás, ha hecho la película más cercana a la actualidad que nos asalta diariamente, aunque el genio finlandés no nos habla del drama de los refugiados como los medios lo hacen cada día, no, la película huye completamente de la visión partidista y superficial, y se aleja de los discursos moralizantes de las élites y la mayoría de los medios imperantes, aquí no hay nada de eso.

Kaurismäki construye una película humanista, extremadamente sencilla, y muy honesta, podríamos decir que incluso inocente, pero no en la expresión de escurrir el bulto, sino todo lo contrario, en el que se aboga por una solución al problema de un modo humanista, mirando a todos aquellos que vienen y escuchando sus problemas, no haciendo oídos sordos al conflicto. La película cimenta en la humanidad y la fraternidad las armas contra el problema de los refugiados, sacando a relucir esos valores humanos que parece que la sociedad capitalista, individualizada y de consumo, nos ha arrebatado, o nosotros hemos olvidado. Soluciones sencillas contra males complejos, quizás algunos les parecerá naif, pero no hay nada de eso, el cine de Kaurismäki es profundo, enorme, y mira a la realidad desde el alma, exponiendo todas las posiciones, retratando a los que ayudan a Khaled, como los que no, explicándonos todo lo que le va ocurriendo al refugiado, que se mueve entre sombras y dolor, en esta odisea en la Europa actual, un continente que sólo sabe mirarse a su ombligo y esconder sus miserias, que las hay y muchas, bajo la alfombra sucia y podrida. Kaurismäki vuelve a mostrarnos una mise en scene minimalista (marca de la casa) fundamentadas en tomas largas, en las que apenas hay movimientos de cámara, y vuelve a adentrarnos en sus memorables espacios (desnudos, en las que apenas se observan muebles u otros objetos, en los que conviven anacronismos con la mayor naturalidad, en el que descubrimos sofisticados aparatos que registran huellas dactilares que conviven con máquinas de escribir, lugares en los que sobresalen los colores fuertes, como verdes o rojos, herencia del maestro Ozu).

Kaurismäki vuelve a emocionarnos y a concienciarnos con su cine, creando un hermoso canto a la vida, al humanismo y fraternidad de cada uno de nosotos, anteponiendo lo humano y los valores ante la barbarie deshumanizada que se ha convertido Europa, en la que sus líderes se empeñan en hablar de pueblos y hermandad, pero que la realidad es otra, donde se niega asilo y se expulsa a aquellos que sufren guerras y hambre provocadas por el imperialismo occidental. El cineasta finlandés recoge el testigo de los Chaplin, Renoir, Rossellini, Kiarostami o Jarmusch, entre otros, para contarnos una fábula de nuestro tiempo, en la que aboga por los valores humanistas frente al dolor o el sufrimiento del otro, extraer lo bueno de cada uno para ayudar a quién lo necesita, y sobre todo, una fraternidad valiente y amiga, en la que los más desfavorecidos se ayudan entre sí, a pesar de las dificultades que atraviesen, porque, como explica la película, es lo único que tenemos, porque el poder hace tiempo que ha dejado de interesarse por los que ya no existen, por todos los invisibles, todos los que se levantan cada día para trabajar por cuatro perras mal dadas y existir en una sociedad cada vez más hipócrita, desigual e injusta, por todos aquellos que Kaurismäki ha convertido en los protagonistas de su cine, en la que el genio finés les da voz, palabra, rock and roll y algo de aliento.