Buscando a Coque, de Teresa Bellón y César F. Calvillo

¿DÓNDE SE FUE NUESTRO AMOR? 

“Cuando alguien dice que todo está bien, es que nada está bien”. 

Hay comedias románticas y comedias románticas. Y digo esto, porque en las últimas décadas el género se ha prostituido demasiado, es decir, se ha convertido en una amalgama de clichés, historias demasiado superficiales y nada atrayentes, donde nos entretienen con chucherías con grandes cantidades de azúcar para finalmente, celebrar exageradamente la idea del amor idealizado o algo que se le parece. ¿Dónde quedaron aquellas maravillosas comedias románticas? Me refiero a aquellas como Sucedió una noche, Al servicio de las damas, La fiera de mi niña, Historias de Filadelfia, Vacaciones en Roma, Con faldas y a lo loco, Charada, Annie Hall y Atrapado en el tiempo, entre muchas otras. Historias divertidas, llenas de amor (o eso que sentimos que nos pasa cuando nos gusta alguien), con personajes excéntricos y muy cotidianos, y sobre todo, con grandes dosis de aventura, de riesgo y de no te menees. Salvando las distancias, la película Buscando a Coque, pertenece a este segundo grupo, y no porque pretenda emularlas, ni mucho menos, sino porque nos sitúa en el seno de una pareja con 17 años de amor en común. Una relación que parece que va bien, aunque, a simple vista, esto mismo se podría decir de la mayoría. Una unión que se torpedea cuando ella se va a la cama con Coque Malla, el ídolo de él, y el lío ya está montado, porque él quiere preguntar a Coque los motivos, y hará lo indecible para conseguirlo. 

La pareja de cine y de amor formada por Teresa Bellón y César F. Calvillo que ya nos deleitaron con películas cortas como Cariño, me he follado a Bunbury (2016), del que nace esta película en cuestión, cambiando el músico zaragozano por el madrileño, amén de otros cortometrajes como No es fácil ser… Gorka Otxoa (2016), y Una noche con Juan Diego Botto (2018), todos con el denominador en común del famoso y el/la fan. Para su primer largometraje, nacido de las Residencias de la Academia de Cine, han contado con la compañía de la productora Beatriz Bodegas con películas tan interesantes como Tarde para la ira y Animales sin collar, entre otras, en la que la mencionada pareja, que se llaman igual que la pareja de cineastas, interpretan a una pareja en crisis, o quizás, son una pareja que han perdido el amor y lo que ha pasado es un detonante que los saca del letargo de la relación,  y él decide que van a emprender un viaje desde Madrid a Miami tras la pista del músico. Allí, se encontrarán una ciudad de contrastes, grande y apabullante, donde se sienten más perdidos que antes, con el choque de la fantasía del turista con la realidad superficial, deambulando su  ex amor o lo que queda de él, en una especie de terapia inconsciente en que se miran, comparten y son cómplices, después de bastante tiempo, de lo que son, tanto como persona como pareja, y siendo realistas de todo aquello que han ido perdiendo sin darse cuenta. 

La trama tiene interés porque no sólo se queda en ellos, sino también en “Miami”, lleno de almas perdidas como ellos, con la velocidad absurda de una gran ciudad que carece de identidad, y las estupideces consumistas en las que estamos todos atrapados sin hacer nada para cambiarlas. Estamos ante una comedia romántica al uso, con sus tópicos, pero tópicos con gracia, ingeniosos diálogos, y esos choques entre los recién llegados y los de allí, que son también de aquí, en una gran urbe materialista llena de almas sin consuelo, como esa maravillosa recepcionista de la discográfica, o el insatisfecho tatuador, dos grandes intérpretes de reparto que no sólo dan profundidad a la pequeña odisea de los protagonistas, sino que dan un toque real y surrealista a la trama. Qué decir de Coque Malla, haciendo y riéndose de sí mismo, o mejor dicho, siendo el personaje que está en todas partes y nunca vemos, omnipresente en las conversaciones-reproches de los protas y la otra cara de la moneda, siempre invisible y esquivo. La cuidada y natural cinematografía de un grande como Javier Salmones, con más de noventa títulos a sus espaldas, da ese aroma de cotidianidad, pero también de peli de aventuras urbanas, donde lo importante no es si encuentran o no a Coque, sino todo lo que les ocurre en los United States mientras tanto. El montaje de Irene Blecua combina lo grande con lo más pequeño, es decir, que estamos ante una comedia romántica entretenida y nada pretenciosa, con esa otra comedia más profunda, donde se habla de amor o aquello que creemos que es, de las propias existencias, de nuestras decisiones y todo lo que nos ha llevado al punto donde estamos, a preguntarnos y cuestionarnos quiénes somos y porqué. 

La música de Coque Malla ayuda a profundizar en aquello que sienten los personajes, deambulando por varios estados emocionales, con el famosísimo tema “No puedo vivir sin ti”, con el que hay bastante humor socarrón, la canción “Todo ocurrió de pie”, que es clave en la película, con una secuencia de esas que hacen grande cualquier trama, y otros temas del músico que consiguen ser el mejor cómplice para la historia que se está contando. Una película así, en la que la pareja protagonista debe ser creíble y sobre todo, atrayente, y con vis cómica, está muy bien conseguida con el dúo Alexandra Jiménez y Hugo Silva, formando esa pareja con su crisis y sus crisis, dando rienda suelta a sus miedos, inseguridades, y tras Coque Malla, o quizás, sólo andan detrás de aquello que un día tuvieron y ahora no encuentran. Unos seres perdidos, como todos, en esta maraña de existencias, de lugares, de sentimientos, que van de nosotros, aunque la mayoría de veces, no les hacemos ni puto caso, porque estamos en otras cosas que creemos muy importantes, pero en realidad no lo son, son inmediatas, más entretenidas y fáciles, tal vez, porque las importantes son aquellas que nos duelen de verdad, aquellas que si perdemos, tardaremos en recuperarnos y dejarán en nosotros una huella imborrable, ya saben de qué les hablo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Animales sin collar, de Jota Linares

DEUDAS CON EL PASADO.

El espectacular arranque de la película en la que nos sitúan en el interior de un automóvil en plena noche, en el que dos individuos jóvenes, uno, el que conduce, es un manojo de nervios, balbucea y está al borde del colapso, el otro, en cambio, anda moribundo y con un pie en el otro mundo. El coche circula a toda velocidad, todo ocurre muy rápido, sin tiempo de respirar, los planos son cortos y agitados. De repente, pasamos a general y el coche se detiene y deja al moribundo en la entrada de urgencias de un hospital, y sale a toda pastilla. Corte a un parking de discotecas, estamos unos años atrás, el que conducía se encuentra con una mujer, los dos se miran y saben que, a partir de ese momento, sus vidas quedarán ligadas muy a su pesar. De la noche del inicio pasaremos a la luz cálida, en ocasiones abrasadora y asfixiante de esa Andalucía rural, alejada de ruido, tráfico y prisas. La puesta de largo de Jota Linares (Cádiz, 1982) está inspirada libremente en Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, la heroína Nora metida en un berenjenal íntimo, social y político de finales del XIX pasa a la Andalucía actual en otro embrollo de la misma naturaleza que mezcla el pasado y el presente, la política y lo íntimo, en el que se respira una atmósfera oscura y agobiante que contrasta con los espacios llenos de luz de la película, y la paz que, presumiblemente tienen esos ambientes.

La película lleva el sello de la productora Beatriz Bodegas, artífice de Tarde para la ira, de hace un par de años, también debut como director del actor Raúl Arévalo, un intenso y brutal thriller urbano en él que también se jugaban cartas con el pasado. Ahora, de la mano de Jota Linares, que ya había llamado la atención con sus cortometrajes como 3,2 (Lo que hacen las novias), Ratas o Rubita, planteando historias oscuras y perversas dentro de la cotidianidad, vuelve a esas premisas para hablarnos de varias cuestiones. Por un lado, tenemos el pasado, en el que Nora, el personaje femenino que hace una extraordinaria Natalia de Molina, será la encargada de llevar el peso de la trama, en el que Linares descansará toda la parte emocional soterrada, aquella que no se ve, pero bulle en su interior como una olla a presión a punto de estallar, en el que sentiremos toda su angustia, dolor y rabia en los acontecimientos que irán surgiendo.

Luego,  tenemos la política, con el personaje de Abel, que interpreta un sobrio y elegante Daniel Grao, uno de esos políticos jóvenes que viene a hacer borrón y cuenta nueva ayudando a los desfavorecidos y los olvidados con un partido que se llama “Pueblo Unido” (si hacen sus cábalas encontrarán su símil en la realidad) un marido tranquilo y sereno que tiene en ese lunes el día más importante de su carrera política, el discurso de investidura como presidente de la Junta de Andalucía. El tercer vértice de la trama encontramos a Víctor, estupendamente interpretado por Ignacio Mateos, en el que sentimos su desesperación y miseria,  un alto cargo manchado de corrupción con padre en la cárcel y madre senil, que remueve el pasado para no perder sus privilegios, chantajeando a Nora y provocando el cisma de la película, uno de esos tipos que ha utilizado la política como moneda de cambio, como espacio para acaudalarse y ahora, se ve perdido y herido como un lobo dando sus zarpazos a diestro y siniestro.

Encontraremos a dos personajes más, a Virginia, con el temple de una fantástica Natalia Mateo, en uno de esas almas a la deriva que pertenece al pasado de todos y de ninguno, que llega a servir de ayuda a una desesperada Nora, y también, conoceremos a Félix, al que da vida un convincente Borja Luna, interpretando un fotógrafo, también del pasado, que será testigo de todo la revolución emocional que está a punto de estallar. El cineasta gaditano nos encaja su película en sólo 3 días, que irá puntualizando como si fuesen capítulos, con esa penterante luz de Junior Díaz , también debutante, que baña la intimidad con suavidad, pero con esa negrura que sólo las almas sin consuelo conocen. Linares dota a su trama de un ritmo pausado, a fuego lento, sin prisas ni aspavientos emocionales ni sentimentales, en un magnífico thriller intenso,  íntimo y social donde todo escuece y nada es lo que parece, en un brutal ejercicio de sobriedad y estilo, donde todo se cuenta desde las entrañas, donde crecen y brotan lo más sucio y miserable de la condición humana, donde los males nos hacen polvo a nosotros y aquellos que queremos, en esos espacios del alma en los que nadie miente, donde la verdad es dolorosa y no deja luz para aliviarla.

La película toca muchos palos, desde el thriller seco y áspero, como el que hacían Fleischer, Fuller, Ray o Boorman, a ese cine rural violento y sangrante de Pascual Duarte o Furtivos, el western, con esos paisajes desérticos, donde antes pasaban carreteras y se podía oler la vida, al estilo de Hellman o Peckinpah, de esos tipos tirados y perdidos con su coche a cuestas como único hogar o final, la política, como juego de bandos y aniquilación del adversario, el pasado como arma arrojadiza del que no puedes despegarte y del que deseas enterrar por siempre jamás, y la mirada femenina, esa mujer que hace lo (im) posible para manejar los problemas y tiene que acarrear un montón de penurias y conflictos internos para que la armonía y esa paz, sólo de apariencia, siga siendo el motor de la vida de su marido, aunque a veces, todo es demasiado hostil y doloroso para seguir manteniéndose fuerte y valiente, porque hay momentos que también uno tiene que mirar por sí mismo y dejar que otros agarren las riendas de su vida y se enfrenten a sus propios conflictos.

https://youtu.be/NeJe8r2cQoQ

Tarde para la ira, de Raúl Arévalo

tarde_para_la_ira-821487359-largeVIAJE SIN RETORNO.

La película se abre de forma magistral y enérgica, en unos primeros minutos donde deja claro sus intenciones, en la que nos amordazará contra la pared y nos dejará así hasta que finiquite su historia. Filmando un atraco desde el punto de vista del conductor que espera en el interior del automóvil a sus compinches (recuerda a la situación parecida que se desenvolvía en Sólo se vive una vez, de Lang) que espera nerviosamente a que los ejecutores salgan y puedan salir cagando leches. Pero, algo ha salido mal, la policía llega y el conductor que se llama Curro, tiene que salir a toda hostia, que después de escabullirse un par de calles, los perseguidores le provocan un accidente y es detenido. La película viaja hasta ocho años después, cuando Curro (estupendo Luis Callejo en un rol lleno de sequedad, amargura y violencia) está a punto de cumplir su condena.

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Raúl Arévalo (1979, Madrid) que lleva más de una década dedicándose a la interpretación bajo la dirección de autores tan relevantes como Daniel Sánchez Arévalo, Isaki Lacuesta o Pedro Almodóvar, entre muchos otros (a los que agradece en los créditos lo mucho que ha aprendido de ellos) interviniendo en películas notorias como Azul oscuro casi negro, Murieron por encima de sus posibilidades, La isla mínima o Cien años de perdón, las dos últimas emparentadas con el thriller dramático por el que transita su primera película como director. Arévalo nos sumerge en una historia dura, áspera y muy violenta, bajo un decorado que se mueve entre dos espacios, por un lado, los barrios obreros madrileños, en los que pululan gente de mal vivir, gimnasios tapaderas, bares de cafés por la mañana, menú de mediodía, partidas de mus y partido los domingos, y por el otro, el paisaje rural, hostales de carretera, casas de pueblo a los que ir para descansar, fiestas mayores de pueblo con baile en la plaza, animales y huerta, en los que nos encontramos a gente humilde, gente con escaso dinero, que tira pa’lante como puede o como le dejan.

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La acción arranca con José (excelente Antonio de la Torre, buque insignia en los últimos tiempos de ese cine negro que tan buena salud manifiesta en nuestro cine) del que poco conocemos, un ser roto, alguien que lo ha perdido todo, alguien que viene a ajustar cuentas con el pasado con todos aquellos que un mal día se cruzaron con las personas que más quería, sabemos que ha hecho amistad en el bar, donde va a menudo, y se siente fuertemente atraído por Ana (descomunal la interpretación de Ruth Díaz, premiada en Venecia, que deja sin aliento, moviéndose  entre la fragilidad de su físico, que desprende una carnalidad desaforada, su fuerte carácter y esa belleza mezclaza con la desilusión de tantos años sola tirando del carro) la mujer que espera a Curro y trabaja en el bar que comparte con su hermano. Arévalo opta por el formato súper 16 mm, contando en tareas de fotografía con Arnau Valls (responsable entre muchas otras de Toro o Tres bodas de más) para insuflar a sus planos de esa textura granulada, que penetra en los personajes, amén de una cámara que no deja ni a sol ni a sombra a sus personajes, acercándose a sus entrañas y perforando cada poro de su piel. Un montaje cortante y sobrio obra de Ángel Hernández Zoido (autor de La mujer sin piano o Caníbal…) envuelve la película de forma prodigiosa llevándonos en volandas por esta historia seca, abrupta, que nace del interior, que camina con fuerza en este viaje muy físico hacia la muerte, en el que no hay vuelta atrás, en este macabro y brutal descenso a los infiernos, a ritmo de rumba y quejíos, protagonizado por seres corrientes que el fatal destino los ha llevado a conocerse en las circunstancias más adversas y terribles.

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Arévalo se enfunda el traje de faena, consigue transmitir y agujerearnos con momentos de tensión de gran altura,  que se desatan en las diferentes situaciones entre los personajes, una tensión bien manejada que va in crescendo en una trama desarrollada con avidez y eleganci, dosificando con inteligencia la información de cada uno de las criaturas que se mueven entre las sombras y la oscuridad que teje cada salpicadura de la cinta. Una película con aroma a Peckinpah y su Perros de paja, con clara referencia al personaje de David Summer (interpretado por un imberbe Dustin Hoffman) que tiene mucho que ver con José, el urbanita de vida cómoda que el fatal y caprichoso destino lo convertirá en un ser armado con una escopeta que clama justicia ante los maleantes impunes que se va ir encontrando. También, encontramos aires del cine rural español, con las novelas de Sender o Aldecoa, y el cine de Saura a la cabeza, y los Borau o Isasi-Isasmendi, entre otros, un cine metafórico en el que la realidad social del momento se convertía en ese espejo deformante que nos guiaba para reflexionar sobre los males interiores tanto individuales como colectivos, y las oscuras complejidades que baten el alma de los seres humanos. Arévalo se ha destapado de forma prodigiosa y excelente en labores de dirección en una película contundente, rabiosa, y llena de negrura, que atrapa desde el primer instante, envolviéndonos en un ambiente en el que los paisajes ahogan, no dejan vivir, que arrastran y agobian a unos personajes que tratan de respirar y sobrevivir, y huir de un pasado que quieren olvidar, pero bien sabido es que hay cosas que por mucho que las entierres, no hay manera de ocultarlas, siempre salen a la superficie para saldar cuentas y continuar con su camino.