Entrevista a Michel Franco, director de la película «Memory», en el hall del Hotel Seventy en Barcelona, el viernes 14 de junio de 2024.
Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Michel Franco, por su tiempo, sabiduría, generosidad, y a Miguel de Ribot de A Contracorriente Films, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
“La cualidad del amor no depende de la persona amada, sino de nuestro estado interior”.
Frase de “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera
En Cerrar los ojos, de Víctor Erice, había una interesante y profunda reflexión: “No sólo somos memoria, también somos emociones”. La misma reflexión se puede adoptar para Sylvia y Saul, el par de personajes que protagonizan la octava película de Michel Franco (Ciudad de México, 1979). Dos almas de New York , dos seres que arrastran sus respectivos problemas: ella quiere olvidar un pasado en el que fue alcohólica, y seguir viviendo con su hija pequeña y trabajando en una residencia. Él, que sufre demencia, lo olvida todo. Una quiere olvidar y el otro, se esfuerza por recordar. El director mexicano vuelve a enfrentarse a sus dos elementos característicos en su filmografía. Las enfermedades mentales y los conflictos familiares, siempre contados bajo un prisma de una cotidianidad muy transparente, alejándose del sentimentalismo y situando a los espectadores en esa posición de testigo privilegiado, eso sí, instado a observar y sobre todo, reflexionar sobre las actitudes y posiciones que van asumiendo los diferentes personajes.
De los ocho títulos con Memory, ya son tres rodados en inglés con intérpretes de allá, después de las dos cintas protagonizadas por Tim Roth, Chronic (2015) y Sundown (2021), la anterior a esta, se envuelve con una extraordinaria pareja como Jessica Chastain y Peter Sarsgaard en los papeles protagonistas. El relato, tan sencillo como natural, indaga en lo más íntimo y lo transparente de los días que se van acumulando en uno de esos barrios industriales de la gran ciudad, tan alejados del turismo y de ciertas películas tan prefabricadas, aquí no hay nada de eso, todo en el cine de Franco está construido a través de los personajes, a partir de su dolor, su oscuro pasado y ese presente dificultoso, un presente confuso en el que todavía hay que seguir luchando cada día, y aportando ese plus en las relaciones que se van generando entre los diferentes individuos. La relación de esta película, muy peculiar en su origen, como suele pasar en las películas del mexicano, encuentra o quizás (des) encuentra a dos personajes que parecen haberse llamado a gritos sin saberlo, dos almas que arrastran demasiado peso de atrás, dos almas que pertenecen a ese ámbito oculto e invisible del que nadie quiere oír hablar, y Franco lo hace visible y no sólo eso, lo hace cercano y natural, y nos obliga a estar presentes.
Hablar del dolor, de la tristeza, de la depresión, de las enfermedades mentales y hacerlo de la forma que lo hace Memory tiene un mérito enorme, porque lo acerca tanto que asusta de cómo lo explica y lo expone, involucrando a cada uno de los espectadores, siendo uno más, donde la luz apagada y doméstica ayuda muchísimo. Un gran trabajo de cinematografía del francés Yves Cape, con más de tres décadas de carrera, al lado de grandes nombres como los de Dumont, Carax, Kahn, Berliner, Denis y Bonello, entre otros, en la quinta película con Franco, una unión que da unos frutos fantásticos, como la aportación en la edición del mexicano Óscar Figueroa con más de 100 títulos a sus espaldas, con directores de la talla de Alejandro Gamboa y Felipe Cazals, en el cuarto trabajo junto al cineasta mexicano, con él que vuelve a coeditar, en un sobrio y pausado montaje que consigue que la película se vea con interés y nada reiterativa en sus 103 minutos de metraje. La imagen y el montaje resultan cruciales en el cine de Franco, porque sus historias se desarrollan en pocos elementos y espacios, donde todo se posa en una verdad muy íntima, en una verdad que traspasa la pantalla, en que las emociones son muy tangibles.
La mano de Franco con sus intérpretes se ve en cada detalle, en cada mirada y en cada gesto, tanto en cuando están en silencio como cuando hablan, desde muy adentro, sin nada de gesticulación, a partir de un estado emocional en que sus personajes deambulan como náufragos sin isla, como zombies sin muerte, como faros sin mar. Una magnífica pareja como Chastain y Sarsgaard dando vida a dos almas mutiladas, quitándose todo el oropel y neón de Hollywood y actuando y sobre todo, sintiendo cada una de sus composiciones, que no resultan nada sencillas. Dos retos mayúsculos: meterse en las existencias de dos almas en vilo, con sus problemas del pasado y del presente. Una olvidándose del alcohol que tanto daño ha hecho en su vida, y su familia, que tanto daño le ha provocado. Uno con su demencia, con sus olvidos y con su vuelta a empezar. Y van y se encuentran. Y encima se gustan y a pesar de tanta tara y obstáculo, hay están los dos, a pesar de todo, a pesar de todos. Hacía tiempo que no veíamos a dos seres con tantos problemas y que se encuentran y viven lo que viven. No podemos decir que es la película más humana de Franco, porque todas lo son y mucho, pero que tiene ese aroma de verdad y sobre todo, de amor, porque el amor, si existe, siempre aparece en las personas más insospechadas y en los lugares más oscuros y en las almas más tristes, quizás sea una ayuda para seguir sobreviviendo, o quizás, no, quizás el amor siempre está ahí, pero muchas veces, nuestras decisiones no hacen más que alejarlo. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
El nombre de Liv Ullmann (Tokio, 1938) siempre estará ligado al de Ingmar Bergman. Desde que el gran cineasta sueco la adoptase profesionalmente en Persona (1965), la moldeó y la transformó en una de las grandes actrices de la segunda mitad del siglo pasado, convirtiéndola en su musa en más de una decena de títulos, tanto en cine como en teatro. Animada por Bergman, Ullmann decidió debutar en la dirección con Sofie (1992), a la que siguió Kristin Lavransdatter (1995), dos retratos de mujer basados en novelas de gran relieve. Sus siguientes películas, Encuentros privados (1996) e Infiel (2000), ambas escritas por Bergman, y con algunos actores y técnicos de la filmografía del realizador sueco, fueron dos duros dramas, magníficamente filmados, situados en la infidelidad y las relaciones humanas. Para La señorita Julia, su quinta película como directora, Ullman ha fusionado sus dos grandes pasiones, teatro y cine. Basada en la obra de August Strindberg, la narración está ambientada en las paredes de una mansión en mitad del campo irlandés, – desarrollada casi toda en la cocina- la noche de San Juan de 1890, la original se situaba en la Suecia rural. En ese escenario, gélido y triste, de alcobas y pasillos de poca luz, se desarrolla una historia que habla de amor, pasión, deseo sexual, sentimientos, poder, clases sociales y las complejas y mutantes relaciones humanas, con la compañía de Schubert y su Andante con moto. La señorita Julia, -magníficamente interpretada por Jessica Chastain, quizás la mejor actriz de su generación- la hija del barón, se siente aburrida y quiere bailar con los criados, se tropezará con John, -estupendo Colin Farrell, sumiso y malvado, a partes iguales- un joven criado, muy apuesto al que intentará seducir a toda costa, el vértice de este triángulo lo compone Kathleen, -Samantha Morton, impresionante su mirada y sutiles gestos- la criada y novia de Johh. Ullman, al igual que hacía en sus anteriores obras, filma de modo sobrio y realista, sus personajes, desorientados y confusos, se mueven a través de una coreografía que los encierra y asfixia en un decorado casi interior, exceptuando el arranque del filme y alguna estancia de la imponente casa. Una trama donde prevalece el actor y la palabra, unos diálogos afilados que, en ocasiones son destructivos y en otras, delicados. La planificación de Ullman es clásica y detallada, sus planos pesan, tienen una carga de emoción y tragedia. La directora noruega tiene mucho oficio, sabe a conciencia lo que tiene entre manos y no defrauda en absoluto. Su mirada es sincera y honesta, teje su madeja narrativa de forma clara y concisa. Su cine no enjuicia, se mantiene al margen, nos cede a los espectadores el testigo de reflexionar y comprender o no a sus criaturas. Unos personajes que cambian su rol durante la acción, a veces son lobos y en otras, corderos, o las dos cosas a la vez. Ullman se sirve de sólo tres personajes, principalmente dos, y un tercero que actúa como testigo en este drama que navega por los misterios y las profundidades del alma humana.
El origen de la película del debutante Ned Benson, consistía en un díptico formado por dos largometrajes independientes titulados: Él y Ella, en los que se contaba los dos puntos de vista de una pareja después de una ruptura. Las dos cintas llegaron a estrenarse durante el Festival de Toronto, aunque a sus responsables parece que no les debió agradar el resultado que obtuvieron, porque tanto como el director y la productora, Cassandra Kulukundis, decidieron hacer una sola película, después de pasar por un laborioso y complejo montaje, que presentaron en el Festival de Cannes, en la sección Una cierta Mirada. Marcada dentro de un estilo independiente, la cinta muestra las circunstancias y posterior ruptura que llevan a una pareja enamorada y sólida, en apariencia, Eleanor Rigby y Conor Ludlow, a separarse y cómo los dos sobrellevan la situación. Benson apoyándose en una fotografía cálida y envolvente, muestra a dos seres asfixiados por las terribles circunstancias que les ha tocado vivir, y cómo no pueden a hacer frente a su amor. El relato transcurre en el área metropolitana de Nueva York, en sus calles se desarrolla la mayor parte del metraje, una urbe caótica, lluviosa, y fría, así como también en la casa familiar de Eleanor, donde vuelve la joven después de la separación, un ser que se mueve y respira por inercia, que le han partido en dos y le han robado las ganas de seguir viviendo. Por el otro lado, Conor, vuelve al hogar paterno, la difícil convivencia junto a su progenitor, junto a las deudas e insostenibilidad de su restaurante, hacen que su desamor sea aún más si cabe más doloroso. El cineasta norteamericano, cuenta con delicadeza y gusto visual su historia, se detiene en las relaciones personales y las circunstancias que se van originando con respeto y honestidad, es una historia de personas, no de tramas. Quizás la película resultante del proyecto original anda algo inconexa y desdibujada, se echan en falta algunas secuencias que explicarían con más detalle algunas situaciones. No obstante, el buen hacer de Benson en la dirección de actores, y la elección de estos, encabezados por la belleza y la mirada de una exultante, Jessica Chastain, a la que da réplica, un interesante James McAvoy, arropados por unos secundarios de auténtico lujo, Isabelle Huppert y William Hurt, como los progenitores de Eleanor, comedidos en sus composiciones, basando sus interpretaciones en el silencio y el gesto, Viola Davis, la profesora universitaria y divorciada que alimenta su soledad con cinismo y simpatía, y Ciarán Hinds, el padre de Conor, hastiado y separado de su tercera esposa. Una película cargada de dolor, de emociones, de ilusiones perdidas, y de frustración ante la pérdida, de cómo nos enfrentamos y sobrellevamos las dificultades de la vida, de los golpes emocionales que nos tocan en suerte o desgracia. De cómo el amor y nuestras circunstancias personales se ven golpeadas y machacadas, y cómo reaccionamos ante esto, si tiramos la toalla, y emprendemos una nueva vida, huyendo de nosotros mismos, o por el contrario, nos enfrentamos al dolor y seguimos luchando por lo que sentimos, aunque nos resulte una tarea sumamente difícil, dolorosa y complicada.