Bodas de sangre, de Federico García Lorca/Oriol Broggi. Teatre Biblioteca de Catalunya.

LA CULPA ES DE LA TIERRA.

“No se despierte un pájaro y la brisa, recogiendo en su falda los gemidos, huya con ellos por las negras copas o los entierre por el blanco limo. ¡Esa luna, esa luna!”

Aún recuerdo la impresión que me causó la primera vez que visité el espacio de la Biblioteca de Catalunya, empezando por la composición rectangular del escenario, la piedra del recinto substituida por esa arena blanca de playa, la sombrosa cercanía de las actrices, y el movimiento de sus cuerpos te hacían convertirte en uno más, a través de la fisicidad de sus rostros y palabras. La obra era la Ilíada, de Homero, en versión de Tom Bentley-Fisher para el Festival Grec. Hubieron más visitas al Teatre de la Biblioteca de Catalunya, donde el espacio gótico se metamorfoseaba para adecuarse al espíritu de la obra representada, algo así como un órgano vivo que se camuflaba con el ambiente en cada instante. Obras de La Perla 29 como Dansa d’agost, donde el espacio se convertía en la Irlanda de los años treinta. Volver a la Biblioteca de Catalunya siempre es una especie de experiencia espiritual, y la nueva ocasión se presentaba con Bodas de sangre, de Federico García Lorca, dirigida por Oriol Broggi (Barcelona, 1971) del que todavía recuerdo la sencillez e intensidad que provocaba su Hamlet, de Shakespeare, cuando lo vi en el Teatre Principal de Sabadell, allá por el otoño de 2009. La desnudez del espacio, el vacío de decorado, el movimiento de sus intérpretes y la claridad con la que emitían el texto, convertía al espectáculo en una sensación mágica, una inmersión al espíritu de Shakespeare desde lo más íntimo y sencillo.

Alguien que era capaz de salir airoso con Shakespeare y darle otra vuelta de tuerca, merecía comprobar que había hecho con otro grande del teatro, y la primera impresión que percate al entrar a la Biblioteca de Catalunya fue su atmósfera, ese aroma de tierra, la que inunda todo su espacio rectangular (con el público a cuatro bandas) ese viaje a las entrañas de la tierra en su visceralidad, en su aspecto más terrenal, una especie de respeto que te abruma nada más pisar esa tierra que instantes después será pisada por los intérpretes, después de ocupar mi asiento y sentir el típico murmullo del público, quizás expectante como yo por adentrarse en el universo lorquiano, en ese ir y venir de gentes, de pasiones y de amores insatisfechos, de muertes al amanecer y situaciones llenas de pasado, dolor y rabia. Se apagaron las luces, el silencio se apoderó de la sala, e inmediatamente aparecieron Clara Segura y Nora Navas interpretando a la madre del novio y a una vecina. La obra ha comenzado.

Broggi en su manera de entender el teatro, vuelve a denudar el espacio, apenas algunos enseres, dando todo el protagonismo a sus intérpretes, sólo seis en escena, que se desdoblan y triplican para dar vida a todos los personajes de la obra, el excelente acompañamiento musical con esas guitarras y acordeón capitaneadas por el sublime Joan Garriga, en el que su voz resuena en el recinto, apoderándose de esa banda sonora maravillosa, que actúa como la compañía perfecta para el texto de Lorca, el maravilloso y sombrío juego de luces aún evidencia más si cabe el espíritu que Lorca quería transmitir con la obra, esa tierra maldita, llena de familias enfrentadas de antaño, con la tragedia griega como espejo para desarrollar una boda, un casamiento entre dos jóvenes, Segura y Pau Roca, dos almas que todavía no saben el destino de su acto, porque parece que todo va por buen camino, pero más lejos de la verdad, todo va en camino de la tragedia y la muerte, como si estos personajes siguieron un itinerario de antemano trazado en el que sus actos pertenecen a algo o alguien que dirige sus desdichadas vidas.

La energía y fortaleza de Iván Benet como Leonardo, el único personaje con nombre, el instigador de la tragedia, o podríamos decir, aquel jinete a caballo negro que casó con otra, la prima de la novia, pero fue novio de la novia, y esa circunstancia tan intensa y pegada a sus entrañas, que todavía no ha podido olvidar, porque hay cosas imposibles de olvidar, se te agarran al alma y te estiran hasta hacerte perder la razón. La trama se cuenta de forma enérgica, sin pausa, con sus momentos circunspectos, sus instantes de solitud o de apaciguamiento, donde la tensa calma se apodera de los personajes, perdidos en su oscuridad, atraídos por aquello de lo que escapan, inmersos en pensamientos extraños, contradictorios e inquietos. Y qué decir de las apariciones de ese caballo negro, algunas veces sin jinete y otras montado, ese caballo negro, que rechazó el agua del arroyo, ese corcel que evidencia la fuerza y la furia que contiene Leonardo, o también, esa muerte que acecha, esa tragedia inevitable que empuja al abismo a los hombres de la función, en el que nada ni nadie podrá evitar, la suerte, la mala suerte, está echada, y la obra se encamina inexorablemente hasta ese destino cruel y real, propio de aquella España que soluciona sus conflictos echando más leña al fuego, quemándolo todo, acuciando sus fuerzas a una batalla perdida, a una batalla llena de sangre y muerte.

Broggi lo ha vuelto a hacer, ha vuelto a levantar a los altares del teatro el espíritu de Lorca, esa poética llena de sangre, de tierra a la que hay que trabajar mucho, de pasiones soterradas, de rabia contenida, extrayendo de las entrañas todo aquello que hierve, todo aquello que espera lentamente su momento, su hora final. Porque Broggi nos emociona, nos lleva en volandas, con esa música flamenca magnífica y emocionante (con Garriga, guitarra y voz, y su dos cómplices Marià Roch y Marc Serra) ese castellano claro e intenso, y esos seis intérpretes en estado de gracia, defendiendo sus respectivos personajes, desde el interior, desde lo mas profundo del alma, con sus ambiguedades, contradiciones, miedos y fuerza, los Clara Segura, Nora Navas, Pau Roca, Iván Benet, Anna Castells, Montse Vellvehí y Juguetón, el caballo negro. Todos ellos nos llevan a ese estado espiritual que hablaba al principio de este texto, en que el espacio, el texto de Lorca, la música y los intérpretes nos cogen de la mano y no nos sueltan en las casi dos horas de espectáculo, en la que nuestras emociones no nos dejan un instante tranquilo, y nos hacen disfrutar de verdad, donde todo huele a verdad, donde todo se palpa junto a esa tierra, ese calor que abrasa y la magnitud de la tragedia descomponiéndose como un fruto podrido que nada ni nadie puede ya detener.

Desig sota els oms, de Eugene O’Neill/Joan Ollé. Teatre Nacional de Catalunya.

AMOR Y TIERRA EN LA AMÉRICA RURAL.

“Jo som la mare fins la darrera gota de sang. La granja era seua. La mare è mort. La granja è meua”

“Vui  compartir-ho  ambe  tu,  Abbie…  presó  o  mort  o  infern  o  tot!”

Nos encontramos en la Nueva Inglaterra de mediados del XIX, en una granja construida madero a madero encima de una tierra agreste y pedregosa, que trabajada año tras año se ha convertido en una tierra fértil y provechosa. Su dueño es Efráin Cabot, uno de aquellos irlandeses que llegaron al nuevo mundo dispuestos a labrarse un futuro, también viven sus dos hijos mayores, Simeon y Peter, que trabajan con el propóxito de abandonar esas tierras y emprender su viaje al oeste donde les espera el oro y una vida más fácil. Y también conoceremos a Eben, el hijo menor, hermanastro de los otros dos, que aunque ama la tierra que trabaja, reprocha al padre la vida miserable que le dio a su madre ya fallecida. Todo parece ir como siempre, con el trabajo diario, los sueños de una vida mejor y los recuerdos de los que ya no están. Toda esa armonía aparente la rompe Abbie, una treintañera de buen ver que se ha convertido en la tercera esposa de Efráin Cabot que, llega a la granja para tener una casa y esa vida que, su triste vida no ha logrado darle.

Después de En la solitud dels camps de cotó, de Bernard-Marie Koltès, sobre las máscaras y los deseos ocultos que interpretaban Andreu Benito e Ivan Benet en un magnífico tour de force, representada a principios de este año en la Sala Pequeña del TNC, Joan Ollé (Barcelona, 1955) vuelve, pero ahora a la Sala Grande con un texto de Eugene O’Neill (1888-1953) uno de los más grandes dramaturgos y escritores estadounidenses que, construye sus obras a través de un grupo de personajes que viven en los márgenes o los traspasan, siempre llevados por los aspectos más sórdidos de la condición humana y que rara vez conseguirán llevar a cabo sus ilusiones y deseos más ocultos. Estrenada en 1924, tiempos difíciles para los farmers de aquella América antesala al crack del 29, un país clasista y sumido en la derrota y la desesperación que martilleaba incesantemente a las clases más humildes y trabajadoras.

En la versión de Iban Beltran y el propio Ollé se recupera el lenguaje coloquial, aquel angloirlandés que hablaban aquellos granjeros de mediados del XIX, elemento indispensable para acercarnos a ese mundo miserable y violento, en el que tanto unos y otros huyen sin remedio de un destino cruel, y todos los medios que tienen a sus alcance, en vez de alejarlos de esa tragedia, los acerca más irremediablemente. El viejo Cabot que ya pasa de la setentena es un hombre al final del camino, las fuerzas que ayudaron a levantar su granja están oxidadas y el viejo amo se niega a desaparecer e intenta mantener a flote todo aquello por lo que luchó, se encuentra cansado y lucha con todas sus fuerzas para no sentirse solo, ya que sus hijos no han continuado su camino y lo han abandonado. Su idea de dejar un heredero a su granja parece ir por buen camino con la llegada de Abbie, que parece que le dará ese ansiado hijo que continuará su legado. Abbie es una arpía, una mujer hecha a sí misma, que tiene en su belleza su mejor arma, encuentra en la boda con el viejo Cabot un negocio formidable para sus deseos de tener una casa, y sobre todo, un hogar. Y el vértice de este fatal triángulo lo compone Eben, lastrado por el recuerdo omnipresente de su madre muerta, quiere mantener su espíritu quedándose en propiedad con la granja, ya que, según él, fue de su madre. Eben es impetuoso, con carácter, y aunque ama la tierra y la granja, su deseo está más arraigado a la memoria de su madre.

O’Neill se inspira en los clásicos griegos, en las pasiones rurales de Tolstoi,  y su dramaturgia recuerda a los dramas negros lorquianos, en un relato intenso, pasional y violento acotado en un año, situándonos en las cuatro paredes de la granja, y las relaciones humanas, complejas y llenas de sombras y violentas, cuando el conflicto entra en esa tranquilidad onírica, cuando Abbie y Eben, cada uno por motivos diferentes, más cerca de sus intereses materialistas que otra cosa, empiezan una relación amorosa, una relación oculta, salvaje e incestuosa que, llegará a oídos de todos, menos del viejo Cabot. Pero lo que empieza como un cúmulo de deseos materiales deviene en un amor puro, en una pasión arrebatadora que consigue enmendar a esas dos almas desdichadas, en el fondo, y el deseo de construir algo juntos descubriendo la importancia de compartir. Dejar el “yo” y el “mio”, por  el “nosotros”, por el sentimiento de confianza y dejar el individualismo imperante que ha ceñido sus existencias por el de la felicidad compartida, aunque esta sea porhibida, oscura y oculta de las miradas ajenas.

La rompedora y estética escenografía de Sebastià Brosa compuesta de dos espacios, uno, a su vez, muestra 4 ambientes: la fachada y los campos, la cocina, las habitaciones, tanto del matrimonio como de Even, que la pared desnuda nos ofrece dos lugares en uno, creando un magnífico juego escénico, y por último, la estancia mortuoria de la madre de Eben, donde pervive su memoria más viva cada día. Espacios donde impera el realismo de las situaciones y la oscuridad de cada uno de los personajes,  y el otro espacio, esas escaleras que nos llevan a una plataforma que hace las veces de camino que lleva al pueblo, donde iluminada de forma expresionista, observamos algunos de los momentos más intensos de la solitud y los conflictos de cada uno de los personajes. Todos esos ambientes que se mueven debido al espectacular movimiento circular obra de Andrés Corchero y Ana Pérez que, nos trasladan con especial detalle según el movimiento de los personajes.

Una obra cuidada, de temperamento escénico, y brutal desarrollo, en el que la tragedia de tres actos va apareciendo lentamente, sin prisa. Un drama rural que se apoya en el fantástico trío de intérpretes sabiamente dirigidos por Ollé, tenemos a Pep Cruz como el viejo y cansado Cabot (que recuerda a los viejos pistoleros de las películas de Peckinpah, que se niegan a asumir que su tiempo finalizó y su tiempo se ha convertido en almas en pena) a Laura Conejero, guapísima y elegante, en uno de sus mejores trabajos, llena de sensualidad y erotismo, una especie de mantis religiosa, una femme fatale que arrancará con esos deseos materialistas para alcanzar su presa, pero que el destino la hará cambiar de planes y caer arrastrada por ese amor oscuro pero llena de pasión, y por último, Ivan Benet, convertido en uno de los mejores actores de su generación, que repite con Ollé, en un personaje atrapado en los recuerdos maternos, que encuentra en Abbie una oportunidad de ser feliz, una mujer pasional y sexual donde llevar a cabo sus más bajos instintos, y sobre todo, vivir en una zona de paz que tanto ansía encontrar. Ollé ha construido una obra sobre las ambiciones materialistas, sobre el capitalismo que derrota a las personas y las consume de egoísmo, individualismo y las vuelve posesivas en lucha fraticidad con el amor romántico, ese amor puro, el que nace sin querer, el que ama con humildad, desnudo y desarmado, y consigue devorarnos con esa atmósfera fatalista que se abre paso en un mundo rural machacado y cruel que, se muere cada día, a través de unas relaciones humanas duras, violentas y miserables.