Disco Boy, de Giacomo Abbruzzese

LA HISTORIA DEL OTRO. 

“Vivimos igual que soñamos: solos”.

Frase de “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad

Hay abundante cine bélico, pero hay muy poco que nos hable de la guerra desde las dos miradas en ciernes, es decir, que nos muestre los dos puntos de vista, que no solo nos hablen del invasor sino también del invadido, que la mirada no sea únicamente de aquí, sino también del de allá. Disco Boy, la ópera prima de Giacomo Abbruzzese (Taranto, Apulia, Italia, 1983), con formación en la prestigiosa escuela de cine Le Fresnoy, es una de esas películas que nos habla directamente de la guerra, pero huye de las escenas bélicas para adentrarse en el alma de los combatientes, de los verdugos y víctimas a la vez, y lo hace de una forma muy estética, pero sin caer en el efectismo ni mucho menos en lo bello, sino en lo que no vemos, en el alma de los soldados. Un face to face que junta a un legionario francés, que es un inmigrante bielorruso llamado Aleksei (del que somos testigos de su periplo hasta llegar a Francia, en un inmenso  prólogo), y por el otro lado, tenemos a un guerrillero convertido en activista ecologista en el río Níger que recibe el nombre de Jomo. 

Una historia que arranca en un bus de bielorrusos con destino a un partido de fútbol. Dos de ellos, el mencionado Aleksei y Mikhail, dos jóvenes que ven en Francia y su legión una forma de huir para encontrarse con un futuro mejor. Estamos ante una película muy física y naturalista en su primera mitad, donde abundan los cuerpos, los rostros y el continuo movimiento de los soldados franceses y su preparación, y luego, en su segundo segmento, entramos en un estado diferente, donde lo físico deja pasó a lo emocional, a lo onírico, a las alucinaciones y a los fantasmas, donde el horror y sinsentido de la guerra se vuelve contra Aleksei y lo encierra en una vorágine de sufrimiento, soledad y espectral. Una película apoyada en una estética oscura y nocturna, donde priman los destellos de luz fluorescente, las sombras y los espectros que no se ven pero ahí están, en un grandísimo trabajo de una de las grandes de la cinematografía actuales como Hélêne Louvart (que tiene en su haber nombres tan potentes como Varda, Doillon, Denis, Recha, Rosales, Rohrwacher, Wenders y Hansen-Love, entre otros), con una luz que evidencia el estado emocional que sufre el protagonista, y como todo su alrededor se va convirtiendo en un universo dentro de este plagado de monstruos acechantes que son los que provoca nuestra mente cuando no estamos bien. 

El magnífico trabajo de montaje que firman Fabrizio Federico, del que conocemos por sus películas con Pietro Marcello y Gianfranco Rosi, Ariane Boukerche (que ya estuvo en Il Santi, el cortometraje de Abbruzzese), y el propio director, en un estupendo ejercicio donde priman las secuencias profundas e  hipnóticas para someternos tanto al personaje como a los espectadores a ese estado entre la vida y la muerte escenificados en la terna de los ríos fronterizos por donde deambulará Aleksei: Oder (que separa Polonia de Alemania), Níger (que separa de las empresas petrolíferas que lo contaminan frente a los autóctonos que lo necesitan para vivir, y el Sena (que convierte a París en ese mundo donde hay gente que se va de fiesta y otra que vive en condiciones infrahumanas). La música del dj y productor de música electrónica Vitalic, del que conocíamos su única soundtrack para la película La leyenda de Kaspar Gauser, de Davide Manuli en 2012, ayuda a crear ese universo de sombras y fantasmas, en que nos movemos al paso aletargado y doloroso de Aleksei, con la añadidura de otros temas que generan esa sensación de miedo, locura y soledad en el que está el protagonista. 

Una película muy visceral, donde lo sonoro y lo visual se fusionan para construir un relato donde prima lo invisible y lo oculto, que bebe mucho de la literatura de Joseph Conrad y más concretamente su memorable novela “El corazón de las tinieblas”, en esa no aventura en que el horror se va apropiando de los seres convirtiéndolos en meros desechos completamente deshumanizados sin razón y sin alma. Disco Boy es un viaje hacia lo más profundo de cada uno de nosotros, siguiendo el itinerario de Aleksei, magníficamente interpretado por Franz Rogowski, que nos cautivó junto al director Christian Petzold, y en algunas otras como A la vuelta de la esquina y Great Freedom, que define mucho la Europa actual, que no cesa de construir muros y leyes en contra de inmigrantes y por otro lado, sigue su abusiva política internacional donde permite que sus empresas sigan destrozando vidas y ecosistemas en pos de una riqueza explotadora y esclavista. Le acompañan dos intérpretes muy desconocidos para el que suscribe, el actor gambiano Morr Ndiaye como el activista ecológico Jomo, y la influencer feminista activista Laëtitia Ky como Udoka, la hermana de Jomo. Dos personajes que tendrán mucho que ver con Aleksei, en ese frente al otro, donde todos son víctimas de un sistema occidental podrido y lleno de basura, hipócrita y salvaje con los otros. También encontramos al actor serbio Leon Lucev, que conocemos por haber trabajado con nombres tan interesantes como los de Jasmila Zbanic, Ognjen Glavonic y Dalibor Matanic, entre otros, dando vida a un duro instructor legionario, el italiano Matteo Olivetti, como compañero de fatigas de Aleksei, y el actor polaco Robert Wieckiewicz en un rol muy inquietante. 

Si están interesados en películas nada complacientes, con una imagen muy atmosférica y densa, que habla de la guerra desde el rostro y sus cuerpos y sus almas como lo hacía la citada Denis en la impresionante Beau travail (1999), con la que la cinta de Abbruzzese tiene muchas conexiones, que escarban en lo más oculto e invisible del alma humana, todo aquello que no mostramos a los demás, y que lo haga de forma tan poética y de verdad. Un film que nos habla de nosotros y de la Europa que vivimos, donde se profundiza en las oscuridades que perpetran nuestros gobiernos en países que nunca salen en el informativo, y de los horrores que ocasiona la guerra en el individuo, en todo su engranaje no científico, sino más bien, en todo lo que le sucede en la mente, en el alma al enfrentarse a una situación muy hostil en pos de la paz de unos blancos con dinero que creen que el mundo se divide en los que explotan y los explotados. Una película de una estética alucinógena, que nos va sometiendo a la psicosis de Aleksei, un tipo que viaja en el mismo tren que Juan, el exiliado que volvía en busca de “El Andarín”, en El corazón del bosque (1978), de Manuel Gutiérrez Aragón, y que el capitán Willard de Apocalypse Now (1979), de F. F. Coppola. Tres individuos que se perderán en los horrores de la guerra y el sinsentido de la condición humana, y se perderán en lo más profundo y oscuro del alma. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Ad Astra, de James Gray

LAS TINIEBLAS DEL ESPACIO.

“Es imposible transmitir la impresión que la vida produce en una época determinada de la propia existencia; lo que constituye su verdad, su significado, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos… solos.”

Joseph Conrad

Lo primero que nos llama poderosamente la atención cuando uno se acerca a revisar la filmografía de James Gray (New York, EE.UU., 1969) es su peculiar mirada al relato humano que hace de sus personajes, siempre revestido por el policial, directa o indirectamente, situado emocionalmente en la familia, seno principal de los conflictos más profundos y complejos. En ese marco, el cine de Gray nos seduce con una exquisitez tanto narrativa como formal, echando mano de pocos personajes, eso sí de múltiples capas y puntos de vista, contado como si fuese un relato romántico, de aquellos bien contados, con un fascinante aspecto respecto a localidades y lugares envueltos en la bruma y en lo sombrío. Unos encuadres estudiados minuciosamente y llenos de detalles a nivel pictórico, en la que sus historias, íntimas y personales, nos sacuden emocionalmente, llevándonos por marcos llenos de desesperanza y sordidez, guiados por unas almas en continua batalla consigo mismas, y sobre todo, seres a la deriva, a la espera de un destino que les tienda una mano muy necesitada.

De los siete títulos que ha dirigido Gray nos centramos en sus dos últimos antes de centrarnos en Ad Astra, que son El sueño de Ellis y Z, la ciudad perdida. Dos trabajos que nos hablan de dos viajes íntimos y personales protagonizados por una Ewa, una inmigrante polaca que debe empezar a vivir en la desconocida Nueva York de 1921, y Percy Fawcett, un explorador británico enfrentado a lo desconocido de la selva amazónica. Sendas aventuras llenas de peligro e inquietud en el que tanto Ewa como Percy saborearan lo amable y lo amargo, donde sus respectivos periplos les servirán para conocerse mejor y sobre todo, conocer todo aquello que les rodea. Igual odisea vive el astronauta Roy McBride que es convocado por la Spacecom (una de esas empresas que utiliza la ciencia para enriquecerse) para una difícil misión, viajar hasta lo más lejano de la Tierra para reencontrarse a su padre Clifford, el astronauta más laureada de la historia, una especie oráculo espacial que ha visto cosas que no creeríais, que lleva más de tres décadas perdido más allá de las estrellas, a un lugar donde jamás nadie ha conseguido llegar. Roy es un tipo tranquilo, introvertido, con un autocontrol que lo hace excepcional, solitario, y alejado del único amor que ha tenido en su vida, y emprende un viaje para encontrar a un padre que hace décadas que no ve y con el que tuvo una relación fría y distante.

Gray nos muestra los preparativos científicos del viaje, en un futuro cercano, donde los viajes a la luna son habituales, donde la luna se ha convertido en una especie de espejo terrestre, donde unos la estudian y otros, sobreviven como en la Tierra, en el que el veterano coronel Pruitt estupendo Donald Sutherland (antiguo compañero de batallas de Clifford, quizás un guiño a Space Cowboys, de Eastwood) advertirá a Roy sobre el carácter rudo y reservado de su padre, un brillante Tommy Lee Jones. También, viajaremos a Neptuno, donde la base científica explora el planeta y saca sus conclusiones en el más estricto secreto, en la que la responsable, convincente Ruth Negga, tiene sus propios métodos muy alejados de la oficialidad de la misión.  A partir de ese instante, continuaremos solos con Roy, siguiendo su deambular diario por la nave, escuchando sus reflexiones e impresiones sobre aquello que está viviendo, sobre aquello que ha dejado atrás y también, sobre aquello que se encontrará, ese padre espectral envuelto en el más absoluto de los misterios, y lo que ha dejado, esa mujer que le sigue robando sus pensamientos.

El cineasta neoyorquino nos muestra un espacio descomunal, vacío, infinito, misterioso y fantasmal, con esa preciosista y bella cinematografía de Hoyte Van Hoytema (responsable de Interstellar, otro de esos monumentos que ha dado la ciencia-ficción en los últimos años)  siguiendo las odiseas protagonizadas por los astronautas de 2001: Una odisea en el espacio, el naturalista valiente de Naves misteriosas o el científico perdido de Solaris. Todos ellos hombres solos ante la inmensidad del espacio, de lo desconocido, de aquello que nadie había visto antes como mencionaba Nexus 6 en Bladde Runner. Ad Astra, que recoge el nombre de la denominación planetaria de la mitología griega, nos sumerge en un viaje hacia lo infinito, o quizás podríamos decir hasta lo conocido, siguiendo la misma estructura narrativa que El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, en la que Roy va en busca de su padre, emulando a aquellos antecesores como Juan enviado por el partido para terminar con la vida de “Andarín” en plena posguerra española en El corazón del bosque, o el capitán Willard en su viaje para terminar con el Coronel Kurtz en plena guerra del Vietnam en Apocalypse Now, tres objetivos de hombres condecorados y envidiados que en algún instante han perdido el rumbo y han hecho la guerra o la misión, según el caso, suyas, creyéndose por encima de ellos mismos, unas especies de semidios con la razón y la aventura de su lado.

Los hipnotizantes movimientos de las naves, los lugares que atravesamos y todo ese entorno salvaje y lúgubre que envuelve a la película, juntamente con esos fascinantes primeros planos de un Brad Pitt inmenso y magnífico, convierten a la película de gray en un clásico instantáneo, un poderoso y espectacular viaje de ciencia-ficción que engrosa ya los títulos más esciales del género, con su esencia humanista y su detalle preciso de todo aquello que muestra y lo que no, convertido en un relato grandioso sobre lo humano enfrentado al espacio o mejor dicho, a sí mismo, a su capacidad científica y tecnológica en pos a la colonización del universo o todo lo que alcance, a un viaje al cosmos, a las tinieblas de un espacio incómodo y vasto, donde el ser humano se vuelve pequeño, indefenso y perdido, donde la ansiedad de aventura puede acabar con cualquiera, quizás por mucho que lo neguemos, existen límites en el que por mucho que nos empecinemos nos devolverán a nuestra realidad, a lo que realmente somos, con nuestras capacidades, torpezas, avances, miedos e inseguridades, al fin y al cabo, a nuestro ser y a nuestra soledad como individuos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA