LAS TINIEBLAS DEL ESPACIO.
“Es imposible transmitir la impresión que la vida produce en una época determinada de la propia existencia; lo que constituye su verdad, su significado, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos… solos.”
Joseph Conrad
Lo primero que nos llama poderosamente la atención cuando uno se acerca a revisar la filmografía de James Gray (New York, EE.UU., 1969) es su peculiar mirada al relato humano que hace de sus personajes, siempre revestido por el policial, directa o indirectamente, situado emocionalmente en la familia, seno principal de los conflictos más profundos y complejos. En ese marco, el cine de Gray nos seduce con una exquisitez tanto narrativa como formal, echando mano de pocos personajes, eso sí de múltiples capas y puntos de vista, contado como si fuese un relato romántico, de aquellos bien contados, con un fascinante aspecto respecto a localidades y lugares envueltos en la bruma y en lo sombrío. Unos encuadres estudiados minuciosamente y llenos de detalles a nivel pictórico, en la que sus historias, íntimas y personales, nos sacuden emocionalmente, llevándonos por marcos llenos de desesperanza y sordidez, guiados por unas almas en continua batalla consigo mismas, y sobre todo, seres a la deriva, a la espera de un destino que les tienda una mano muy necesitada.
De los siete títulos que ha dirigido Gray nos centramos en sus dos últimos antes de centrarnos en Ad Astra, que son El sueño de Ellis y Z, la ciudad perdida. Dos trabajos que nos hablan de dos viajes íntimos y personales protagonizados por una Ewa, una inmigrante polaca que debe empezar a vivir en la desconocida Nueva York de 1921, y Percy Fawcett, un explorador británico enfrentado a lo desconocido de la selva amazónica. Sendas aventuras llenas de peligro e inquietud en el que tanto Ewa como Percy saborearan lo amable y lo amargo, donde sus respectivos periplos les servirán para conocerse mejor y sobre todo, conocer todo aquello que les rodea. Igual odisea vive el astronauta Roy McBride que es convocado por la Spacecom (una de esas empresas que utiliza la ciencia para enriquecerse) para una difícil misión, viajar hasta lo más lejano de la Tierra para reencontrarse a su padre Clifford, el astronauta más laureada de la historia, una especie oráculo espacial que ha visto cosas que no creeríais, que lleva más de tres décadas perdido más allá de las estrellas, a un lugar donde jamás nadie ha conseguido llegar. Roy es un tipo tranquilo, introvertido, con un autocontrol que lo hace excepcional, solitario, y alejado del único amor que ha tenido en su vida, y emprende un viaje para encontrar a un padre que hace décadas que no ve y con el que tuvo una relación fría y distante.
Gray nos muestra los preparativos científicos del viaje, en un futuro cercano, donde los viajes a la luna son habituales, donde la luna se ha convertido en una especie de espejo terrestre, donde unos la estudian y otros, sobreviven como en la Tierra, en el que el veterano coronel Pruitt estupendo Donald Sutherland (antiguo compañero de batallas de Clifford, quizás un guiño a Space Cowboys, de Eastwood) advertirá a Roy sobre el carácter rudo y reservado de su padre, un brillante Tommy Lee Jones. También, viajaremos a Neptuno, donde la base científica explora el planeta y saca sus conclusiones en el más estricto secreto, en la que la responsable, convincente Ruth Negga, tiene sus propios métodos muy alejados de la oficialidad de la misión. A partir de ese instante, continuaremos solos con Roy, siguiendo su deambular diario por la nave, escuchando sus reflexiones e impresiones sobre aquello que está viviendo, sobre aquello que ha dejado atrás y también, sobre aquello que se encontrará, ese padre espectral envuelto en el más absoluto de los misterios, y lo que ha dejado, esa mujer que le sigue robando sus pensamientos.
El cineasta neoyorquino nos muestra un espacio descomunal, vacío, infinito, misterioso y fantasmal, con esa preciosista y bella cinematografía de Hoyte Van Hoytema (responsable de Interstellar, otro de esos monumentos que ha dado la ciencia-ficción en los últimos años) siguiendo las odiseas protagonizadas por los astronautas de 2001: Una odisea en el espacio, el naturalista valiente de Naves misteriosas o el científico perdido de Solaris. Todos ellos hombres solos ante la inmensidad del espacio, de lo desconocido, de aquello que nadie había visto antes como mencionaba Nexus 6 en Bladde Runner. Ad Astra, que recoge el nombre de la denominación planetaria de la mitología griega, nos sumerge en un viaje hacia lo infinito, o quizás podríamos decir hasta lo conocido, siguiendo la misma estructura narrativa que El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, en la que Roy va en busca de su padre, emulando a aquellos antecesores como Juan enviado por el partido para terminar con la vida de “Andarín” en plena posguerra española en El corazón del bosque, o el capitán Willard en su viaje para terminar con el Coronel Kurtz en plena guerra del Vietnam en Apocalypse Now, tres objetivos de hombres condecorados y envidiados que en algún instante han perdido el rumbo y han hecho la guerra o la misión, según el caso, suyas, creyéndose por encima de ellos mismos, unas especies de semidios con la razón y la aventura de su lado.
Los hipnotizantes movimientos de las naves, los lugares que atravesamos y todo ese entorno salvaje y lúgubre que envuelve a la película, juntamente con esos fascinantes primeros planos de un Brad Pitt inmenso y magnífico, convierten a la película de gray en un clásico instantáneo, un poderoso y espectacular viaje de ciencia-ficción que engrosa ya los títulos más esciales del género, con su esencia humanista y su detalle preciso de todo aquello que muestra y lo que no, convertido en un relato grandioso sobre lo humano enfrentado al espacio o mejor dicho, a sí mismo, a su capacidad científica y tecnológica en pos a la colonización del universo o todo lo que alcance, a un viaje al cosmos, a las tinieblas de un espacio incómodo y vasto, donde el ser humano se vuelve pequeño, indefenso y perdido, donde la ansiedad de aventura puede acabar con cualquiera, quizás por mucho que lo neguemos, existen límites en el que por mucho que nos empecinemos nos devolverán a nuestra realidad, a lo que realmente somos, con nuestras capacidades, torpezas, avances, miedos e inseguridades, al fin y al cabo, a nuestro ser y a nuestra soledad como individuos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA