Querer, de Alauda Ruiz de Azúa

MIREN Y SU FAMILIA.  

“Las mujeres, primero que nada, queremos vivir sin miedo”. 

Isabel Allende

Después de cinco cortometrajes, la primera película de Alauda Ruiz de Azúa (Barakaldo, 1978), Cinco lobitos (2022), el relato sobre una madre primeriza y sus dificultades para afrontar la maternidad y su relación con sus padres, en especial, con su madre, significó una de las películas del año, llevándose el reconocimiento del público y de la crítica. Después vino Eres tú (2023), vehículo convencional de enredo romántico financiado por Netflix. Ahora, nos llega su próximo trabajo, Querer, una miniserie de 4 episodios, encabezado por las productoras Kowalski Films y Feelgood Media, que tiene en su haber películas de Fernando Franco, Handia, Akelarre, Maixabel y la reciente soy Nevenka, ambas de Icíar Bollaín, y Movistar+, con Susana Herreras y Fran Araújo a la cabeza, que han apostado por unas series de calidad que, principalmente, despachan unos cuantos episodios que empiezan y finalizan como si se tratase de un largometraje como por ejemplo, La zonaMatar al padre, Libertad, La fortuna, Arde Madrid, El día de mañana, Apagón, entre otras. Así que vamos a tratar a Querer como lo que es, una película de 200 minutos. 

La directora vizcaína se ha acompañado de Eduard Sola, brillante guionista ahora en boga por las recientes Casa en flames y La virgen roja, y de Júlia de Paz, que ya nos deslumbró por su impactante debut en solitario en el largo con Ama (2021), para construir una historia donde una mujer Miren Torres, después de 30 años de matrimonio, deja a su marido, Iñigo Gorosmendi, pide el divorcio y denuncia a su esposo por violación continuada, dejando en shock a todos, incluidos sus dos hijos, Aitor y Jon. La trama siempre en presente continuo, en el aquí y ahora, sitúa primero a la madre y después a los demás actores del suceso, bailando entre los cuatro puntos de vista, tan diferentes como extraños, en los que están la madre, por un lado, y el padre, por el otro, y los dos hijos: Aitor, el mayor, que opta por creer la versión paterna, y Jon, el menor, que mantiene sus dudas, se acerca más a la madre. Como ocurría en la citada Cinco lobitos, Ruiz de Azúa, vuelve a diseccionar la familia, a partir de un hecho concreto, si en aquella era la maternidad de la hija, aquí es la decisión de separarse de la madre. En ambos casos, la decisión provoca un distanciamiento o lo contrario, entre sus miembros. Al no haber flashbacks ni nada explicativo de las causas, la película nos da a los espectadores la maza de juez y a modo de investigación, siempre en el presente, debemos ir dilucidando a qué personajes creemos más o menos, o nada. 

El cielo gris y plomizo de Bilbao ayuda a dotar de una gran atmósfera, casi fantasmagórica, donde prevalecen los planos cerrados y recogidos de los personajes, es una maravilla formal todo su arranque, parece que estemos asistiendo a una película de terror, con la agitación y la tensión de la huida de Miren, en un magnífico trabajo del cinematógrafo Sergi Gallardo, que ya había trabajo con la directora en el corto Nena (2014) y en la mencionada Eres tú. La excelente música de Fernando Velazquez, con más de 100 títulos en su carrera, que vuelve a trabajar con la directora bilbaína después de los cortos Dicen (2011) y Nena (2014), componiendo una música que encaja perfectamente a las imágenes, generando todos esos matices y detalles de los altibajos emocionales de unos personajes nórdicos que todo se lo guardan, que nada expresan, y eso se alarga a la contención de todos los aspectos del relato, como el estupendo trabajo de montaje de Andrés Gil, tres cortos con Alauda, amén de la citada Cinco lobitos, que mantiene ese ritmo cadencioso, sin sobresaltos ni desajustes, donde van sucediendo los 200 minutos de metraje, encajando todo el tiempo que va transcurriendo y, a golpe seco, sin enfatizar ni sentimentalismos, a lo crudo que, en algunos momentos, nos recuerda al cine de Lumet y Chabrol en su forma y ritmo,  construyendo esas ricas idas y venidas entre los personajes. 

Tal y cómo ocurría con el cuarteto protagonista de Cinco lobitos, la cineasta vasca ya dio muestras de su buen hacer en la elección del reparto, y en Querer vuelve a hacer gala de su buen trabajo en juntar a los cuatro, otra vez cuatro, integrantes de la familia Gorosmendi Torres. Tenemos a una extraordinario Nagore Aranburu como Miren, que bien interpreta sin decir nada, con esa mirada y esos gestos, su forma de caminar, de esperar, de mirar entre los barrotes, que no es baladí, de ser y sentir un personaje complejo y nada fácil, que pasa por todos los estados emocionales habidos y por haber. Una actriz en uno de sus mejores papeles desde que, un servidor la descubriera en aquella maravilla que fue Loreak, hace una década, de Jon Garaño y José María Goenaga. Su Miren es una de esas composiciones que deberían estudiarse en cualquier escuela de interpretación, porque está presente en toda la película, incluso cuando no sale. Le acompañan un brutal Pedro Casablanc, ejerciendo ese rol de marido y padre protector, enormemente narcisista y victimista, un tipo odioso sin usar la violencia física, pero sí usando otro tipo de violencia, la psicológica y la que deja más huella, la que no se te va. Y los dos hijos, que son como Rómulo y Remo, tan diferentes como distantes. Tenemos a Aitor que hace con convicción y naturalidad Miguel Bernardeua, que ha heredado mucha de las conductas agresivas del progenitor, y por el otro, Jon que hace el joven actor Iván Pellicer, más cercano a la madre, a sus silencios, angustias y huida. Mención especial tienen los respectivos abogados que interpretan con veracidad y aplomo  Loreto Mauleón y Miguel Garcés. 

Si tienen ocasión, no se pierdan Querer y sus cuatro episodios: Querer, Mentir, Juzgar y Perder. Porque nos habla de los límites del consentimiento dentro del matrimonio, de todos sus aspectos y matices, a partir de una mujer que se ha sentido durante treinta años abusada, intimidada y golpeada sin haber recibido una hostia física, porque emocionales las ha recibido de todos los colores. Es también una película que habla sobre el miedo, de todos sus elementos y texturas, del fingimiento como herramienta no ya para vivir, sino para sobrevivir, de esas angustia y asfixia de sufrir diariamente la ira y la vejación de alguien que te somete, te anula y te menosprecia continuamente, de alguien que no cree hacer daño, y eso es lo peor, de alguien que en su entorno no es visto como un maltratador. A todo eso y más se enfrenta Miren Torres, una mujer de unos cincuenta años que, después de años anulada e invisibilizada por su marido y en su propia casa, habla y dice basta y abre su ventana, y denuncia a Iñigo Gorosmendi, el hombre que aparentemente la quería y padre de sus dos hijos. Querer es de las pocas películas que pone el foco en el consentimiento en el matrimonio, el que se sufre en silencio, con miedo y sola. Celebramos el nuevo trabajo de Alauda Ruiz de Azúa, y estaremos especial atentos a sus nuevos trabajos y seguiremos viendo y recomendando este, por todo lo que cuenta y sobre todo, cómo lo cuenta, como si fuese uno de esos thrillers psicológicos tan buenos que hacían los mencionados Lumet, Chabrol y algunos otros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La virgen roja, de Paula Ortiz

HILDEGART, LA HIJA DE AURORA. 

“Mi hija es mi obra”. 

Aurora Rodríguez, madre de Hildegart

De las cinco películas que ha dirigido Paula Ortíz (Zaragoza, 1979), destacan su elaborada estética, una forma cuidada donde cada encuadre está muy pensado y mejor ejecutado, con apenas movimientos de cámara, y una gran plasticidad para recrear un momento histórico basándose en textos o novelas de Lorca como en La novia (2015), Hemingway en Al otro lado del río y los árboles (2022), Mayorga en Teresa (2023), o en un guion original como hizo en De tu ventana a la mía (2011), su debut, o en hechos reales como en su último trabajo, La virgen roja, que recoge la vida de Aurora Rodríguez, una mujer que tenía en mente crear la mujer del futuro, y así se lo propuso con su hija Hildegart en la España republicana de los treinta. Una historia que ya tuvo una primera versión cinematográfica en 1977 con Mi hija Hildegart, de Fernando Fernán Gómez, basada en el ensayo “Aurora de sangre. Vida y muerte de Hildegart, de Eduardo de Guzmán, otra en formato de cortometraje en The Red Virgin (2011), de Sheila Pye, aparte de numerosa literatura en ficción como ensayo sobre las dos mujeres como La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes, entre otros. 

La cineasta zaragozana se nutre de un buen guion de la pareja formada por Eduard Sola y Clara Roquet, y de lado la reconstrucción fidedigna para centrarse en los personajes, lo que vemos y lo que ocultan, a partir de sus carácter y existencias de las dos mujeres, las de Aurora, rígida, tenaz, intensa y impertérrita, recta en su objetivo: convertir a su hija Hildegart en una mujer moderna, diferente a las demás, instruyendo en diferentes materias a su hija, convirtiéndola en una niña prodigio con tres carreras universitarias, entre ellas las de derecho, que hablaba varios idiomas y escribió 16 libros y más de 150 artículos sobre reforma sexual y liberación de la mujer, amén de militar en varios partidos políticos de izquierdas. En su época fue muy conocida, pero la guerra civil primero y la continua desmemoria histórica del país, la relegó a un olvido injusto que, poco a poco, se va subsanando por medio de libros y películas como esta. El único pero de la película, si es que se puede llamar así, es que los que conocemos la historia real nos evitaremos la resolución final, y no resulta ningún problema porque Ortiz maneja con soltura, como pasa en su cine, las relaciones de sus personajes, tanto en la intimidada como en lo público, creando imágenes poderosas que quedan en la retina como ese plano general en el tenis, con todo el respetado de blanco menos madre e hija de negro sin manifestar ninguna emoción como si hace el resto.

La luz velada y mortecina que consigue ir más allá del relato que cuenta la película, con ese piso de película de terror, donde los colores sombríos alejados de colores vivos resaltan el carácter duro y tenso de la madre y la no vida de Hildegart. Un gran trabajo del cinematógrafo Pedro J. Márquez, habitual de los policíacos oscuros y tensos de Miguel Ángel Vivas, construye esa cárcel en la que viven madre e hija, que más parece la casa del terror, donde está sometido al constante estudio, a salidas excepcionales y poco más. Todo bajo el orden estricto y paranóico de la madre. La excelente música del dúo Juanma Latorre y Guille Galván impone ese limbo entre lo público y lo privado, entre lo íntimo y lo compartido, entre el miedo y la libertad, entre una lucha incesante entre madre e hija, llena de recelos, angustias y violencia. Así como el exquisito y detallista montaje de Pablo Gómez-Pan, que ya estaba en la citada Teresa, que en sus casi dos horas de metraje, consigue atraparnos con pocos personajes y transmitir la desesperación que sufre la joven Hildegart y la mater dictadora que es Aurora, sin caer en ningún instante en el maniqueísmo ni en el sentimentalismo, sino a partir de una fuerza sensacional entre la forma y el fondo. 

Mención aparte tiene la pareja que forman Najwa Nimri y Alba Planas, como madre e hija, el epicentro de la película. Nimri hace una de sus mejores interpretaciones de su filmografía, tiene unas cuentas, pero esta Aurora es brutal, como mira a su hija y a su alrededor y nos va contando su vida y obra, sobre todo, la de su hija, como habla y se mueve, con ese vestido de negro que es como una toga de juez y carcelera, siendo uno de los personajes que no vamos a olvidar con facilidad. Alba hace de Hildegart con verosimilitud y cercanía, una actriz a la que habíamos visto en El árbol de la sangre, de Medem, y alguna serie como Días mejores, tiene ese tour de force con Najwa en el último tramo de la película, y resulta un gran acierto para la historia. Acompañan a madre e hija Aixa Villagrán como la criada, una actriz que sin hablar lo es todo, como hacía Lola Gaos en Tristana, Patrick Criado como joven político enamorado de HIldegart, con todo ese ímpetu y corazón para la política y los sentimientos, Pepe Viyuela es el director del diario donde escribe la joven. Un reparto acertadísimo como suele pasar en las películas de Ortiz, que transmite sensibilidad y naturalidad a unos personajes totalmente creíbles que recogen el aroma y la convulsión de la época de la película, en un fascinante juego de espejos entre lo privado y lo público, entre las diferentes máscaras de cada uno de los personajes, sobre todo, de la madre e hija.   

Agradecemos que se haya hecho una película como La virgen roja, porque  además de sus sobradas capacidades cinematográficas, profundiza en las diferencias sociales, sexuales y demás elementos que tanto se hablaban en el contexto de la España republicana, amén de rescatar la obra de Hildegart, a una de las mujeres más influyentes y renovadoras del feminismo, de la política y la liberación de la mujer y que, tristemente, como pasa con muchas, durante muchos años apenas se ha recordado. Además, no sólo quedándose en su apariencia y hechos históricos, sino en la relación o sometimiento de su madre, que Almudena Grandes la mencionó como Frankenstein, quizás la definición que más se acerca a una mujer que quería revolucionar el mundo junto a su hija Hildegart, y olvidó lo más importante, mirar a su hija y saber que era una mujer independiente y libre, como ella la había educado, y no quería seguir siendo su “obra”, su criatura, y quería volar y descubrir el mundo por sí sola, lejos de su madre. Una película que habla de las malas madres, aquellas que conciben a sus hijos como si de una parte de ellas fuesen, como si éstas fueran de su propiedad, y nada más. Paula Ortíz lo ha vuelto a hacer y ha construido una película magnífica en todos los sentidos, porque cuenta la historia de Hildegart y su madre Aurora Rodríguez, recoge la convulsa época de la República y además, lanza algunos dardos muy envenenados como la diferencia entre política y políticos, además, de profundizar en la fantasmal vida de las mujeres del momento, y el vejatorio trato de sus compañeros de izquierda que abogaban por la eliminación de la lucha de clases y un mundo más justo y solidario y no eran con sus compañeras de partido. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Casa en flames, de Dani de la Orden

LA FAMILIA BIEN, GRACIAS. 

“Los que no tienen familia ignoran muchos placeres, pero también se evitan muchos dolores”

Honoré de Balzac 

De la trilogía que arrancó con La gran familia (1962), y siguió con La familia y uno más (1965), ambas de Fernando Palacios, y terminó con la entrega más interesante, La familia bien, gracias (1979), de Pedro Masó, donde el padre y el padrino de 16 hijos vivían en soledad alejados de los hijos. El padre decide pasar una temporada en casa de uno de los hijos, pero la experiencia no resulta como esperaban los dos maduros. La película Casa en flames, onceava en la filmografía de Dani de la Orden (Barcelona, 1989), tiene mucho de aquella, pero un poco a la inversa. Ahora no es el padre quien acude a rescatarse con sus hijos, sino que la madre atrae a su familia a la casa de verano en Cadaqués, con el mismo propósito: el de ser rescatada. De la Orden vuelve a sus orígenes: rueda en catalán, con algunas puntillas en castellano, como hiciese en sus dos “Barcelonas”, Nit d’estiu (2013) y Nit d’hivern (2015), de las que coge uno de los guionistas, Eduard Sola, que la semana pasada estrenaba El bus de la vida, y una parte de sus productores: Sábado Películas y Playtime Movies, de la que el director es cofundador, junto a Bernat Saumell.  

El director barcelonés ha construido una filmografía con películas para todos los públicos, unas más interesantes que otras, pero siempre bajo una puesta en escena elegante y sofisticada, donde ha pasado por muchos tonos de comedia, desde la más ligera, la más de bofetada, incluso más profundas como Litus (2019), Loco por ella (2021) y Hasta que la boda nos separe (2020), algunos dramas como 42 segundos (2022), y luego está Casa en flames, donde construye con mucho acierto una interesantísima tragicomedia en la que disecciona con simpatía, arrojo y mala uva la familia burguesa catalana, a partir de un fin de semana en la Costa Brava, entre aeródromos, saltos en paracaídas, visitas inesperadas, jornadas en barco para alcanzar calas y demás experiencias, y sobre todo, mucho encuentro, desencuentro, conversaciones públicas y en privado, y 72 horas por delante de una familia que como todas, o como bastantes, fueron una familia y ahora, son otra cosa, quizás una Ex-familia, como les pasa a todas, en estos tiempos de individualismo, competencia y estupidez. De la Orden no ahonda en la tragedia familiar, o no mucho, porque nos lo presenta en su ridiculez, patetismo, mentiras y secretos, así somos, aunque no nos guste reconocerlo. 

La parte técnica vuelve a ser de primer nivel, como es marca de la casa en el cine de De la Orden, donde todo se cuenta desde los personajes, y donde como ocurría en El test, la casa vuelve a ser imprescindible, una casa de la infancia que ahora quiere vender la madre, como más o menos, ocurría en la reciente La casa, de Àlex Montoya. Esta vez cuenta en la cinematografía con Pepe Gay de Liébana, del que vimos recientemente su gran trabajo en la interesante Alumbramiento, de Pau Teixidor, en una historia llena de luz, de verano, de calidez, y también, de oscuridad, en las difíciles relaciones entre los personajes. La música de Maria Chiara Casà aporta ese desasosiego que necesita una película en la que, a veces, no hay tregua y no paran de tirarse a degüello, sin piedad y sin ningún tipo de miramiento. Y luego, está Alberto Gutiérrez, que ha editado 8 de las 11 películas del director, toda una unión que queda patente en un relato en el que la “guerra” está abierta, en sus intensos 105 minutos de metraje, en una obra en la que nos habla de una madre que necesita que la quieran un poquito, y su manera de reclamarlo no sea la más acertada, sí, pero no lo hace para hacer daño, sino para no sentirse tan sola. 

Ya hemos mencionado la importancia que De la Orden da a sus personajes, y por ende, a su equipo artístico. Tenemos a una magnífica Emma Vilarasau como Montse que, a sus 60 tacos, está ahí, reclamando su cariño, ya sea por las buenas o las malas. Una actriz que llena cualquier cuadro y lo que se proponga, más habitual en el teatro catalán que en el cine, una lástima para muchos espectadores de disfrutar de una de las grandes actrices del país. El hijo Enric Auquer y la novia, Macarena García, el eterno aspirante e intensísimo, y la joven que todavía no sabe en qué diantres se ha metido, y la hija María Rodríguez Soto, “felizmente” casada con José Pérez-Ocaña, el padre perfecto y por eso, tan aburrido, y sus dos hijas pequeñas, tan perdida y tan no sé qué como cualquiera de nosotros, el padre en la piel de Alberto San Juan, que ha hecho unas cuantas con De la Orden, un tipo demasiado ausente y demasiado él, que aparece con Clara Segura, su novia, una psicóloga que, a su manera, encenderá la mecha que dará a pie a abrir todas las cajas de Pandora de esta peculiar familia, con mucha pasta, y con tantas deficiencias, que se parece a todas o a tantas, y se quieren pero no se lo dicen, y se odian y no paran de decirse los unos a los otros. 

No estaría bien decir que Casa en flames es, con mucha diferencia, la mejor película de Dani de la Orden, aunque si deciden ir a verla, quizás en algún momento lo piensen, porque no sólo estarán interesados en pasar el finde con esta peculiar y retratada familia burguesa catalana que, guarda mucha similitud con otra familia de la misma clase pudiente, la de Tres dies amb la família (2009), aquella que filmó con tanta excelencia Mar Coll, la que vivía el funeral de l’avi, a partir de la mirada de Léa, la joven que volvía. Ahora, la mirada se sitúa en los ojos de la madre, la Montse, una mujer de 60 años que ya no es madre, y por ende, ya no es importante en su clan, y hará lo indecible para mantener a los suyos aunque sean sólo tres días, y en ese momento, por poco que sea, sentirse otra vez madre, o mejor dicho, mamá, que la siguen necesitando, aunque parezca raro, que lo es, pero para ella es sumamente importante, como demuestra en el sorprendente arranque de la película, donde dejará muy claro que nada ni nadie perturbará sus planes, los de estar en familia como antes, aunque el tiempo diga lo contrario, y ya sabemos cuando a alguien sólo se le mete algo en la cabeza. Prepárense y disfruten, o deberíamos decir, pasen y vean, y luego ya me dirán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El bus de la vida, de Ibon Cormenzana

CUANDO LA VIDA SE VUELVE DEL REVÉS. 

“Es recomendable reírse de todo aquello que uno no puede remediar”

Voltaire

Ya lo he mencionado en algún que otro texto, pero está bien remarcar para que no se olvide. La cinematografía francesa es muy diversa e interesante, pero en lo que refiere al cine para todos los públicos han encontrado una fórmula muy efectiva, es decir, una forma de hacer cine comercial que no sólo se queda en la anécdota y en la intención de mercantilizar como sea la película entre manos. En algunas de estas películas encontramos ese toque de distinción, una mirada humana en la que no cortan en absoluto en el abordaje de ciertos temas incómodos, ya sea enfermedad, suicidio y conflictos que, en otras producciones, serían un mar de lágrimas constante, en las francesas, la comedia ayuda a paliar temas tan duros y tristes, y no lo sólo se quedan ahí, sino que se enfrentan al lado humano de las situaciones, creando, para el que suscribe, un género en sí mismo. Dicho esto, por estos lares, nos cuesta horrores hacer un cine parecido, o nos vamos a la risa floja con rostros muy populares de la televisión, o por otro lado, un tipo de comedia profunda que no conecta con el público, salvo algunas honorables excepciones. 

La sexta película de Ibon Cormenzana (Portugalete, Vizcaya, 1972), es una de estas películas que fusiona con acierto el cine para todos los públicos con temas tan duros como el cáncer usando un tono de comedia vitalista y nada oscura. Una cinta que es una vuelta al País Vasco del director, desde su ópera prima Jaizkibel (2000), y su gran faceta como productor con casi 40 títulos para cineastas tan importantes como Pablo Berger, Rodrigo Sorogoyen, Celia Rico, entre otros. La premisa es directa y sencilla. Andrés, un músico frustrado llega a un pueblo del norte para dar clases de música como sustituto, le diagnostican cáncer, y se convierte en un viajero de un bus muy peculiar, los enfermos del pueblo que van a quimioterapia a la ciudad. Esta vez, el guion del director, basado en hechos reales, ha tenido como cómplice a Eduard Solá, que ha trabajado para Nely Reguera, Clara Roquet, Pol Rodríguez y Gemma Ferraté, en un relato que aborda muchos temas difíciles: los sueños olvidados, el miedo, el dolor, compartir como base para no estar sólo, y muchos más, siempre desde el lado humano, nada maniqueo y sobre todo, sin caer en la retahíla del positivismo y demás, mirando de frente a la tristeza y la oscuridad, pero con valentía y fuerza, mezclando las diferentes emociones y construyendo personajes de verdad, de carne y hueso. 

Un relato bien conducido, con sus montañas rusas y demás circunstancias, con un excelente equipo técnico, lleno de cómplices del director, como el cinematógrafo Albert Pascual, que ya le acompañó en Alegría, tristeza (2018) y La cima (2022), con una luz ligera y nada impositiva, que deja espacio para los personajes y los increíbles espacios naturales de la película. Paula Olatz en la música, también en La cima que, captura toda esa complejidad de las emociones por las que pasan los diferentes individuos, acompañados por temas de Rigoberta Bandini, Los chicos del maíz o uno original de Manuela Vellés y Dani Rovira, entre otros, donde la música se convierte en un espacio importantísimo para el devenir de la historia. Una edición de David Gallart, compartiendo La cima, habitual de Paco Plaza, Sílvia Munt y Leticia Dolera, entre otras, que consigue poner ese tono entre la comedia y el drama, y la ligereza, que casan también en la historia que se nos cuenta, en sus interesantes casi 99 minutos de metraje. Antes de ponernos a hablar de su buen escogido reparto, déjenme finalizar este párrafo con un actor como Dani Rovira, todo un desafío el personaje de Andrés, en un composición espejo-reflejo de la propia vida del intérprete, que padeció cáncer, en su mejor trabajo para el cine hasta la fecha, para un servidor, porque es un tipo que debe aprender tantas cosas y dejar tantos complejos, miedos y demás mierdas. Chapeau! para el bueno de Rovira. 

El resto del reparto encabezado por la maravillosa Susana Abaitua, tan natural, tan humana y tan bella como persona, es la conductora del bus, tan destartalado como vital, bien acompañada por Elena Irureta, una crack de nuestro cine, Antonio “Durán” Morris, Nagore Aramburu, Andrés Gertrudix, en la piel de un músico después de su aparición en Culpa, la anterior de Cormenzana, amancay Gaztañaga y los debutantes Pablo Scapigliati como Unai, uno de esos personajes inolvidables que se merecen una película para él, y Julen Castillo y Miriam Rubio. No dejen escapar una película como El bus de la vida, porque como les he mencionado, aunque hable de cáncer, es palabra que da tanto miedo, no es una película sólo sobre el cáncer, es también, y esto no es una broma, sobre la vida, sobre quiénes somos y qué nos gustaría ser, sobre los sueños, sobre las oportunidades, sobre quiénes son nuestros lugares o nuestro lugar, porque la vida como la enfermedad, a veces, siempre llega de golpe, sin tiempo para pensar, sin tiempo para nada, porque todo se detiene, y la vida nos muestra su lado más tenebroso, sí, pero todavía estamos vivos, y eso sería razón suficiente para seguir soñando, y sobre todo, compartirlo, porque, compartir es lo mejor, eso sí, no corran en encontrar a “la persona”, porque la persona llegará cuando menos lo esperemos, como todo en la vida. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA