Fragmentos de una biografía amorosa, de Chloé Barreau

LA JOVEN QUE AMABA EL AMOR. 

“Tú crees que amas el amor, pero lo que amas en realidad es la idea del amor”. 

Frase escuchada en el film “El hombre que amaba las mujeres” (1977), de François Truffaut

El hecho de vivir, indispensablemente, va en consonancia con todas las personas que han transitado por nuestras vidas, y sobre todo, aquellas personas que han significado alguna cosa en nuestras existencias, personas que dejaron alguna huella, algún efecto que nos ha hecho ser de una u otra forma. Amistades y sobre todo, amores, ya sean correspondidos o no, y todas esas experiencias que siguen almacenadas en nuestro alma. Recuerdos y memoria de nuestra propia vida. Amores que parecían irrompibles, para toda la vida, pero que quedaron en historias de amor o no recordadas y la mayoría olvidadas. En la película Fragmentos de una biografía amorosa, de Chloé Barreau (París, Francia, 1976), se vuelven a las historias de amor de la directora, pero no desde el “Yo”, sino desde el contraplano, es decir, desde el recuerdo de sus ex, de aquellos personas que transitaron por su vida sentimental. Un recorrido profundo y sincero, y de ficción, ya que las personas recuerdan el pasado, y lo inventan, porque así es la memoria, mucho de invento y algo de verdad.

Barreau es licenciada en Literatura Moderna por la Soborna, también ha hecho cortometrajes, especiales para televisión, docuseries para especializarse como productora creativa en la pequeña pantalla, amén de debutar con la película La Faute à Mon Père, the scandal of Father Barreua (2012), sobre la historia de amor prohibido de sus padres: un sacerdote católico y una enfermera que fue un escándalo en la Francia puritana de los sesenta. Con su segundo trabajo, primero documental, repasa sus amores a partir de los testimonios de sus ex parejas, a través de sus voces e imágenes de vídeo, y el contenido de las cartas de amor y desamor, ya que la directora filma compulsivamente desde los 16 años, grabando su vida, sus amistades, sus experiencias y sus amores. Siguiendo una estructura lineal, con algún que otro salto, tanto atrás como adelante, rompiendo ese esquema lineal. Escuchamos a los otros/as y nos dan una visión abierta, profunda e interesante de los amores de la directora, recogiendo buena parte de la década de los noventa entre París y Roma, volviendo al tiempo de la juventud, al tiempo del amor, al tiempo donde todo era posible, donde la vida y el amor y la juventud todavía vivía sin móviles y demás pantallas que nos han encerrado aún más. 

Todas las historias de amor tienen dos formas de mirarlas, pensarlas y sentirlas, y rara vez podemos conocer al otro/a y sobre todo, la visión que tuvieron o tienen, porque la película se adentra en el pasado desde el presente, o lo que es lo mismo, desde la memoria, desde el ejercicio de recordar, de todo aquello que recordamos o lo que creemos recordar que, acompañadas de las escogidas imágenes domésticas van dando una honesta exploración de todo lo que ocurrió, donde la película no juzga ni condiciona la visión de los espectadores, todo lo contrario, se sumerge con total libertad en todo lo que generan los testimonios y las citadas imágenes, creando esa idea de memoria fabulada, en que el cine ayuda a encontrar esos limbos necesarios y parecidos a lo que intuimos como aquella realidad, en un brutal ejercicio de memoria, documento, ficción donde el amor adquiere las mismas características, en ese intento de acercarse a lo que sentimos, a las huellas que nos dejaron aquellas historias, y sobre todo, lo que ha quedado de aquellas experiencias, si es que quedó algo, y cómo lo recordamos, como lo hablamos y cómo nos vemos entonces a través de nuestros recuerdos y las imágenes. 

En realidad, la película Fragmentos de una biografía amorosa también nos habla de la imposibilidad de extraer algo contundente del pasado y lo que éramos, porque siempre nos vemos como extraños de nuestra propia vida, y por ende de nuestra memoria, y por mucho que pensemos en ello y analizamos nuestros recuerdos y las imágenes, como ocurre en el caso de la obra, siempre estamos bordeando nuestra propia historia en un vano intento de racionalizar lo que fuimos y lo que somos. Quizás todo es una ficción y a la postre, nosotros somos unos pobres diablos que intentamos acercarnos a la memoria con las armas equivocadas, y más bien deberíamos ver nuestra vida como una película, inventándola constantemente, y siendo esclavos de nuestra propia memoria o lo que creemos que es eso de recordar. Celebramos la película de Chloé Barreau por querer contarnos el amor o lo que creemos que es el amor a partir de los otros y otras, a través de lo que dejamos en ellos y ellas, y sobre todo, cómo nos ven, nos recuerdan y si es igual o parecido a cómo los recordamos nosotros/as, en un sugerente ejercicio de idas y venidas, de pasado y presente y sin tiempo, porque al fin y al cabo, la vida avanza hacia adelante de forma oficial, y en el fondo, avanza como quiere a merced de nosotros mismos, que acabamos siendo espectadores de nuestra memoria y sentimientos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El método Farrer, de Esther Morente

LAS CARTAS DE LOS ALUMNOS DE FARRER. 

“No creas en el Maestro que dice que te está enseñando; cree en el Maestro que sin enseñarte te hace cambiar viendo su modo de vivir”.

Norys Uribe Santana

Una de las funciones del cine, y de cualquier arte, es la de descubrir a seres anónimos, y no digo aquellos que hayan hecho acciones extraordinarias, sino a todos aquellos mucho más desconocidos, a los que con su labor y amor diarios inducen a algún cambio que, por pequeño que parezca, significa mucho para un grupo amplio de personas. Porque, como decía el poeta, la historia no sólo se hace en los grandes lugares, sino también, en aquellos que con el tiempo ya nadie recuerda. La directora valenciana Esther Morente, también actriz y guionista, encontró para su ópera prima la historia de Bruce Farrer, un profesor de instituto ya retirado que, en la pequeña localidad canadiense de Fort Qu’appelle, al sur del país, empezó en 1997 una curiosa actividad junto a sus alumnos de 14 años, ellos debían escribir una carta de su puño y letra, como se describen a ellos y su entorno y también, cómo se veían de aquí a veinte o veinticinco años. Farrer guardaba las cartas y pasados los años, las enviaba a cada uno de ellos. 

La película está contada como si fuese un cuento, una fábula que tiene una narradora muy especial, la actriz Rosana Pastor, que se autodenomina como la luz o la esencia, en la que nos invita a viajar por un mundo real e imaginario a la vez, un universo en el que conoceremos a “El guardián de los recuerdos” o lo que es lo mismo, a Bruce Farrer, el maestro instigador de una peculiar y emocionante tarea con sus alumnos, cuando tenían 14 años y luego, después de 20/25 años, a los que la película entrevista y recoge sus ideas, impresiones y testimonios de su etapa adolescente cuando escribieron sus cartas, y luego, ya adultos, todos esos momentos cuando recibieron las mencionadas cartas. Una entrevista entre su yo del pasado y del adulto que son ahora, donde la memoria de lo que fueron contrasta con la realidad actual del adulto que soñaron y del que en realidad son. Un viaje por el tiempo, y por la vida a través de la memoria que sigue impregnada en una carta sobre las reflexiones de un adolescente, cargada de miedos, sueños, tristezas, esperanzas, en fin, una mezcla de emociones y sentimientos encontrados y diferentes. Una amalgama de sensaciones que, pasados los años, vuelven para enfrentarnos a ellos y sobre todo, en el lugar qué quedaron ocultos o quizás, presentes. 

La película tiene una factura técnica esplendorosa, cada cosa está para meternos en el túnel del tiempo y rescatar el niño que fuimos una vez o al menos, para hacernos pensar un poco en aquel adolescente que pasó por nosotros. Desde la extraordinaria música de Xema Fuentes, del que conocemos por sus trabajos en Los chicos del puerto y La madre, ambas de Alberto Morais, el thriller El lodo, de Iñaki Sánchez Arrieta, que ayuda con una composición llena de sensibilidad y juguetona para conducirnos por la historia a través de los diferentes ejes, pasado y presente: las entrevistas citadas a los alumnos ahora adultos, y en la vida actual de Farrer, y su particular laberinto kafkiano para dar la última carta a una alumna que no encuentra. El conciso y reposado montaje de 79 minutos de metraje que firma Alfonso Suárez, que ha trabajado en Coses a fer abans de morir y y en series de para televisión como CCC Stories. La cinematografía de Carlos Aparicio, habitual en el campo documental, algunos como el de Yo tenía una vida, de Octavio Guerra que, sitúa a los protagonistas-testimonios en la naturaleza, en lugares del ayer, es decir, en esos lugares que tuvieron su tiempo y ahora, están poco habitables, y por los diferentes lugares como el citado pueblo, protagonista de la historia y su recuerdo, y otros como Regina, Banff y Calgary, entre otros, donde siguen las pesquisas de Farrer para encontrar a la destinataria de la última misiva. 

La cinta de El método Farrer, de Esther Morente nos devuelve a todos y todas a nuestra adolescencia, a aquellos años estudiantiles, cuando la vida era una cosa muy intensa, llena de aventura, de facilidades, y también, de oscuridades, de desilusiones y tristezas. Un relato para mirarnos al chaval que fuimos, adónde quedó, cómo lo recordamos, cómo nos sentimos al hablar de aquellos años, de quién queríamos ser y dónde fue a parar todo aquello o que queda de nuestro otro yo. Tantas cuestiones que la película muestra a través de las diferentes opiniones de los distintos protagonistas, que hablan sobre todo de la grandísima labor de un maestro como Bruce Farrer, alguien muy especial como profesor y en sus vidas, alguien que con un gesto sin importancia dejó una huella imborrable a sus alumnos. La película hace hincapié a otras formas de enseñar y aprender, a la buena educación como motor para crear personas, a todo lo que significa la humanidad y todo lo que significan nuestros actos y nuestros destinos, de todas las circunstancias vitales que nos han llevado a ser la persona que somos hoy en día. La película es un homenaje, sin hacer ruido ni aspavientos, desde la más absoluta humildad a un tipo tan grande como Bruce Farrer, alguien que amó su trabajo, su vida, y fué capaz de enseñar y aprender junto a sus alumnos con amor, cercanía, sensibilidad y sobre todo, dejando que cada uno y una de sus estudiantes fuese la persona que quisiera ser. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los papeles de Aspern, de Julien Landais

OBJETO DE SEDUCCIÓN.

 “Uno no defiende a su dios. Su dios es, en sí mismo, una defensa.”

El universo literario de Henry James (1843-1916), a pesar de su enorme complejidad, ha sido adaptado en numerosas películas, quizás las recordadas son mucho menores, como La heredera, de William Wyler, The Innocents, de Jack Clayton, La habitación verde, de François Truffaut, las tres firmadas por James Ivory, Retrato de una dama, de Jane Champion o Washington Square, de Agnieszka Holland. Concretamente, Los papeles de Aspern, ya tuvo una adaptación a principios de los noventa dirigida por Jordi Cadena. Ahora, nos llega una nueva adaptación de la famosa novela corta del autor estadounidense-británico, escrita en Venecia y publicada en 1888, en la que nos trasladamos a la Venecia de finales del XIX, en la mirada y gesto de Morton Vint, un maquiavélico y seductor editor británico, dotado de belleza y sin escrúpulos, que hará lo impensable para obtener un preciado tesoro. Se trata de los codiciados papeles del poeta Jeffrey Aspern, fallecido sesenta años antes, y que se encuentran bajo la custodia de Juliana Bordereau, una anciana que fue amante del poeta en su juventud. Junto a la nonagenaria, la acompaña la señorita Tina, una solterona, aburrida y callada.

Sin más preámbulos, Morton se presenta en el palazzo donde viven las dos mujeres, y haciéndose pasar por floricultor con la idea de llenar de flores y color el jardín. A partir de ese momento, entre el editor y Tina, arrancará un juego perverso de seducción, mentiras, manipulación y deseo. El director debutante Julien Landais (Angers, Francia, 1981), que además de actor, ha dirigido piezas cortas y experiencia en publicidad, firma la adaptación junto al escritor francés Jean Pavans de Ceccatty (que ya había adaptado la novela para las tablas) y la escritora británica Hannah Bhuiya, un guión que tuvo el asesoramiento de James Ivory (que conoce el universo de James, ya que lo ha adaptado en Los europeos, Las bostonianas y La copa dorada), que también actúa como productor ejecutivo. Un relato lleno de intriga y misterio, en que los documentos de Aspern se convierten en el tesoro, en un macguffin que hace mover a las personas y sus secretos ocultos, que irán desvelando a su momento.

Exceptuando algunos pasajes entre la realidad y la fantasía que padece el personaje del editor, la película se muestra fiel al original, al espíritu de Henry James, con esos palazzo elegantes, sofisticados y llenos de habitaciones oscuras y misteriosas, con esos personajes dotados de belleza, de exquisitez en sus formas y gestos, de indudable formalidad y atención, vestidos adecuadamente según la ocasión, poseedores de miradas que traspasan, pero sin ofender ni incomodar, que emiten la información que se espera de ellos, y sobre todo, que nunca muestran sus verdaderas intenciones, agazapados en múltiples personalidades que irán usando según las circunstancias les favorezcan o no. Un mundo especial y exquisito dentro de otros mundos, llenos de personajes surgidos de la nada, personajes inquietantes, con pasados que se irán desvelando, como el protagonista ausente del relato, el poeta Jeffrey Aspern, un cruce entre Percy Bisshe Shelley (que sus cartas a Claire Clairmont, hermanastra de su mujer, sirvieron a Henry James como base literaria para su cuento), y Lord Byron, y todo ese mundo de los románticos, donde el amor, el deseo y el placer, no solo eran un juego de seducción para adivinar los verdaderos sueños o pesadillas que se ocultaban.

El relato se apoya sobre todo en unos diálogos inteligentes y escurridizos, unos encuentros donde es tan importante lo que se dice como lo que no, donde se asumen estrategias y despistes entre los personajes para alcanzar sus objetivos, un juego de gato y ratón a ver quién seduce a quién, y sobre todo, quién logra doblegar al otro. La película cuenta con una cuidadísima ambientación y un espectacular diseño de producción que firma Livia Borgognoni, en la que el palazzo de las Bordereau es espacioso, vacío, sombrío y silencioso, que contrasta con el de la Sra. Prest, amiga de Morton, todo de luz, color y apabullante, al igual ocurre con el vestuario, clásico, pulcro y recatado, como de un tiempo lejano, con las dos mujeres, y extravagante, colorido y modernista, en el caso de Morton y su ambiente. Una luz íntima y llena de claroscuros del francés Philippe Guilbert, y la edición sobria de Hansjörg Weissbrich (colaborador con directores de la talla de Sokurov), el “Tristan e Isolda”, de Wagner y otra melodía de Liszt, junto a la composición de Vincent Carlo, logran introducirnos en esas dos Venecias, la exterior, que juega con las máscaras y la interior, que sin máscara, oculta más secretos.

Un extraordinario reparto en el que brillan la veterana Vanessa Redgrave (que ya hizo de la señorita Tina en el teatro junto a su padre Michael), en el rol de la anciana, postrada en esa silla de ruedas, cabizbaja, como una especie de espectro, que recuerda al compositor Gustav von Aschenbach, otra alma herida y decadente en una Venecia deprimida. Joely Richardson, hija de la Redgrave (productora ejecutiva de la cinta, junto a Rhys Meyers), toma el papel de la señorita Tina, apocada, callada y tímida, que esconde muchas cosas, y finalmente, Jonathan Rhys Meyers, que sin ser una gran actuación, mantiene el pulso de su manipulador editor. Los papeles de Aspern, nos habla del pasado, del paso del tiempo, los amores imposibles y las oportunidades perdidas, elementos que llenan la literatura de James. Un deseo, un amor o un juego de seducción que revelará a los dos personajes principales, o mejor dicho, un perverso, inquietante y oscuro juego en que, tanto uno como otro, nunca olvidarán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA