Entrevista a Aina Picarolo

Entrevista a Aina Picarolo, actriz de la película «Nina», de Andrea Jaurrieta, en el hall del Room Mate Gerard Hotel en Barcelona, el lunes 6 de mayo de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Aina Picarolo, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Andrea Jaurrieta

Entrevista a Andrea Jaurrieta, directora de la película «Nina», en el marco del D’A Film Festival, en la Sala Raval del Teatre CCCB en Barcelona, el viernes 12 de abril de 2024.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Andrea Jaurrieta, por su amistad, tiempo, sabiduría, generosidad, y a Eva Calleja de Prismaideas, por su generosidad, cariño, tiempo y amabilidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Nina, de Andrea Jaurrieta

LA VENGANZA TIENE NOMBRE DE MUJER.   

“¿Estás de su lado o del nuestro, Vienna? 

– Yo no estoy del lado de nadie”

Frase de Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray 

Si pensamos en westerns donde las mujeres llevan la voz cantante, por desgracia, encontramos muy pocos. Hay dos grandes excepciones: la Altar Keane que hacía Marlene Dietrich en Rancho Notorious (1952), de Fritz Lang, y la Vienna con Joan Crawford en Johnny Guitar (1954), de Nicholas Ray. Dos mujeres que no se amedrentaban por las sacudidas machistas de pistoleros y se hacían valer y de qué manera. Las directoras contemporáneas han venido a hacer cine, y sobre todo, a contar sus historias, muchas de ellas con mujeres fuertes y rotas, valientes y con miedo, y sobre todo, mujeres que se enfrenten a quién haga falta, mujeres que sientan el peso de la historia, como tantas veces a ocurrido con los hombres. Porque ellas también están, ellas no se esconden, como le ocurre a Nina, la protagonista de la película homónima de Andrea Jaurrieta (Pamplona, 1986), una mujer que viene de un pasado muy oscuro, que vuelve a su pueblo natal, al lugar de los hechos, a un paisaje hostil y frío, vuelve a la niña que fue, a la niña que se atacó, vuelve a recuperar lo perdido, pero ahora adulta, con ganas de justicia y de todo. 

Partiendo del texto “Nina”, de José Ramón Fernández, que a su vez, ya adapta libremente el clásico “La Gaviota”, de Chéjov, la directora navarra lo lleva a su terreno, y lo sitúa en el norte que conoce tan bien, en el pequeño pueblo costero de Arteire, arrancando en una noche negra y lluviosa, donde la citada Nina llega a lo que fue su vida hasta los 15 años. La película navega por los dos tiempos indistintamente, con la Nina adolescente del pasado y la Nina adulta en la actualidad. Un entramado narrativo en el que Jaurrieta no oculta sus referencias, el western y su clasicismo, con su amigo que le ayuda y la escucha como Blas, un pueblo ocupado en sus tradiciones y fiestas, y un objetivo: Pedro, el escritor, el maduro que se aprovechó de su ingenuidad y su soledad con un padre tan ausente. Un western con tintes de melodrama, un western contemporáneo sin caballos pero con venganza, con pasado tortuoso, donde se arrastran muchas cargas y mucho dolor. Segundo trabajo de la directora, después de su sorprendente Ana de día (2018), donde investigaba los aspectos psicológicos sobre la identidad de una mujer enfrentada a una réplica idéntica. 

Con Nina no se aleja de su aspecto psicológico, aunque añade otros elementos como lo espiritual y lo filosófico, en una interesante mezcla de género con profundidad y complejidad, en una intenso y detallista trama que se agarra y no te suelta, con mucha tensión y oscuridad, con la inquietante atmósfera gélida y silenciosa de su entorno y personajes, con ese estado de ánimo tan propio de los tipos que pululan las películas de Melville, tan callados y tan torturados, porque Nina es un personaje muy melvilleniano, tanto en su aspecto, su silencio y su dolor. Una parte técnica que brilla con ejemplaridad, con dos cómplices que ya estuvieron en la mencionada Ana de día, como el cinematógrafo Juli Carné Martorell, donde el rojo copa la película que contrasta con ese tono frío y neutro del norte, un rojo que acapara el sentir de su protagonista, como ocurría en el cine de Sirk, ahí volvemos al melodrama, que también capturó Fassbinder, y desarrolló Almodóvar en su obra cumbre Mujeres al borde de un ataque de nervios, un rojo de la pasión, de la sangre, del corazón y sobre todo, de la venganza. El otro habitual es el editor Miguel A. Trudu, que mantiene el ritmo entre el reposo y la agitación en un relato de poquísimos días pero muy intensos donde nunca hay respiro, o lo que hay poco, en un trama que se va a los 105 minutos de metraje. 

La nueva incorporación al universo de la navarra es la gran Zeltia Montes, como nos gustaron sus trabajos para Que nadie duerma y El buen patrón, tan diferentes y tan geniales, que compone una soundtrack que debería estudiarse al detalle en cualquier lugar con estudiantes de música, porque sus cuerdas y su composición son magníficas, creando la mejor compañía para la historia que quiere contarse, con esa lija que incómoda y aturde yendo al compás de la protagonista. Si en Ana de día, Ingrid García Jonsson tenía un reto por delante que solventaba con claridad y naturalidad, no digamos de la Nina que hace Patricia López Arnaiz, otro reto mayúsculo encarnar a un personaje que habla tan poco, que siempre está en silencio, que mira mucho y desprende muchas sombras sombras e inquietud, pero la actriz lo agarra del pescuezo con firmeza y valentía, en una composición memorable, otra más de l actriz vitoriana, que bien interpreta, con tanta sutileza, con tanta carga y con tanta fuerza, y tanta tristeza, como los pistoleros que cabalgaban meses para volver a su casa, con todo lo que habían dejado atrás y con tantas derrotas, y si no que le pregunten al Jeff McCloud de Hombres errantes (1952), otra vez volvemos a Ray, y a Ethan Edwards de The Searchers (1965), de Ford, dos tipos que si hubiesen sido mujeres serían interpretados por actrices como López Arnaiz. 

Bien acompañada por un enorme y sobrio Darío Grandinetti, ¿alguna vez está mal este inmenso actor?, haciendo el “malo”, pero no un villano público, sino uno que se esconde, que son los peores, que además no se siente malvado, que es mucho peor, porque entonces era un maduro escritor, cuando se aprovechó impunemente de una adolescente y ahora un anciano venerado en el pueblo, un monstruo bien considerado como suele pasar, que la gente no quiere ver ni escuchar. La joven Aina Picarolo hace de Nina adolescente, que vimos en un papel corto en La casa entre los cactus, en una gran interpretación, con todo ese candor e inocencia de su edad, de gran parecido con su Nina adulta, en una composición estupenda de una actriz que le deseamos un gran futuro, porque se lo ha ganado con creces con su espectacular Nina, con su sutileza y esa sonrisa que llena todo el cuadro. Como buen western que se tercie, la película tiene esos individuos de reparto tan bien compuestos como Iñigo Aramburu como Blas, que hemos visto en películas vascas tan interesantes como Handia, HIl Kanpaiak e Irati, entre otras, Mar Sodupe, Ramón Agirre y Silvia de Pé, entre otros. 

No dejen escapar una película como Nina, y no lo digo para que acuden al cine a verla, que sí, pero también, porque se atreve a romper muchas cosas, y a tejer con paciencia y angustia un relato noir, de los que se recuerdan mucho más con los años, un western con la rabia, la melancolía y la pérdida que tenían los crepusculares que empezaron a adueñarse de las carteleras a partir de los cincuenta, cuando el cine dejó de épicas y empezó a mirar el alma de sus cowboys, unos tipos solitarios, alejados de todo, y empeñados en luchar por un amor perdido que nunca llegaron a tener. La Nina de Andrea Jaurrieta también nos habla de alguien con alma oscura, no porque no haya intentado olvidar, pero es un olvido que duele demasiado, y el destino le tiene guardada un último aliento, una vuelta a los hechos, a su pasado, a ese pasado que un día huyó de él, un pasado que grita mucho, incluso demasiado, y ella sólo sabe que podrá callarlo haciendo lo que tiene que hacer, o quizás no, vean la película para salir de dudas, y si pueden, hablen de ella, porque les aseguro que la experiencia de ver esta película queda en el alma, y su protagonista y su viaje no deja nada indiferente. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La casa entre los cactus, de Carlota González-Adrio

LA FAMILIA FELIZ. 

“La familia está rodeada de dolor”

Ernesto Sábato

Las imágenes que abren una película deberían ser unas imágenes que fueran acorde con la historia que se pretende contar. En La casa entre los cactus siguen esta premisa con eficacia e inteligencia, porque las imágenes que nos introducen al relato son muy potentes e inquietantes, que nos recuerdan al comienzo de El resplandor, de Kubrick, con esas montañas y la cámara avanzando entre ellas, llevándonos hacia esa casa, una casa anclada en un hueco, alejada de todos y todo, rodeada de abundante vegetación y los imponentes cactus, toda una metáfora de ese lugar, un lugar bello, aparentemente demasiado tranquilo y sobre todo, que encierra un secreto. La ópera prima de Carlota González-Adrio (Barcelona, 1996), que ya despuntó con su interesante cortometraje Solsticio de verano (2019), que también daba vueltas en el entorno familiar y un secreto que se nos revelaría poniendo patas arriba el aparentemente orden.

Con su primera película, no abandona el núcleo familiar ni tampoco ese artificioso espacio de felicidad, porque nos sitúa en algún rural de las Islas Canarias, en la década de los setenta, maravilloso el trabajo de arte de Soledad Seseña, que la hemos visto en películas de Fernando León de Aranoa, Fernando Colomo y Joaquín Oristrell, entre otros, con esa ropa ajustada y volantín, ese mercadillo que abre y cierra la película, y esos coches con el mítico Renault 4 mítico y demás. El guion obra de Paul Pen, basado en su novela homónima, similar proceso que hizo con El aviso (2018), que llevó al cine Daniel Calparsoro, es un cuento de terror, pero a la forma clásica, donde destaca el aspecto psicológico y todo lo que se calla y se silencia, dejando de lado el susto fácil y el subidón de sonido, tan de modo en los tiempos actuales. Aquí, seguimos la cotidianidad de esta familia, en pleno verano caluroso y agobiante, una familia formada por el matrimonio pasados los cuarenta, y las cinco hijas: la mayor, Lis, que perderá la vida trágicamente, después Iris, la joven devoradora de Jane Austen y deseosa de ver, descubrir y enamorarse, luego encontramos a Melissa, la adolescente apasionada del dibujo, observadora e inteligente, y finalmente, Lila y Dalia, las dos gemelas que, algunas veces, optan la personalidad de Margarita.

Una historia bien construida, dosificando la información de forma excelente, como mandan los cánones, con sus estupendos ochenta y ocho minutos que dan para mucho, explicando y callando todo aquello necesario, creando esa atmósfera malsana y perturbadora con el aroma de los mejores relatos de terror de la época victoriana. Todo ese ambiente raruno y frío cambiará con la llegada del intruso, de un visitante inesperado que no pasa de largo sino que se queda, y ese no es otro que Rafa, un tipo que parece perdido o eso al menos dice. La poca experiencia de la directora se nutre como hacía Querejeta en sus películas, con un buen puñado de grandes profesionales como Zeltia Montes en la música, que ha trabajado en thrillers como Adiós, El silencio del pantano y comedias negras como El buen patrón, entre otras, el montaje de Sofi Escudé, que ha estado en trabajos de Mar Coll, en series como Todos mienten y Hache, y en películas tan estimulantes como Las niñas (2020), de Pilar Palomero, y un fenómeno de la luz cálida y transparente como el cinematógrafo Kiko de la Rica, un crack que tiene una filmografía con nombres tan ilustres como los de Medem, Calparsoro, De la Iglesia, Verger y David Serrano, entre otros.

El reparto está muy bien escogido, porque son intérpretes de sobrada calidad y experiencia como Ariadna Gil, sobran los elogios para una de las grandes de nuestro cine, en el rol de una madre protectora y llena de vida, que esconde algo, no sabemos qué, al igual que el padre, un Daniel Grao, que sabe interpretar todo lo que le echen, en la piel de un progenitor que manda y controla a sus hijas. Y luego, están las hijas: Aina Picarolo como Iris, que se ha fogueado en varias series, Zoe Arnao, que la recordamos como Brisa, una de las maravillosas protagonistas de Las niñas, y las dos gemelas debutantes Anna y Carla Ruiz. Amén del visitante, ese recién llegado hostil, alguien que hay que expulsar del paraíso creado por Emilio y Rosa, esos padres junto a sus hijas, que no es otro que Ricardo Gómez, con otro interesante papel como los que ha hecho en El sustituto y en Mía y Moi, generando ese ser del que no se sabe nada y parece querer algo, alguien que aparece de la nada y que viene a desmontarlo todo, una especie de Terence Stamp en Teorema, de Pasolini, pero en otro aspecto del misterio que se cierne sobre esa familia. 

La casa entre los cactus bebe mucho, tanto de la literatura de los cincuenta como del cine setentero, que posaron su mirada en el realismo social, en la violencia de lo rural, en lo atávico y en lo más intrínseco de la condición humana de las gentes de este país, con títulos tan recordados como La familia de Pascual Duarte, de Cela, El Jarama, de Ferlosio y Con el viento solano, de Aldecoa, en los libros, y Furtivos, de Borau, y las adaptaciones de las novelas citadas dirigidas por Ricardo Franco y Mario Camus, respectivamente. Carlota González-Adrio ha tejido una primera película con hechuras, valiente y sobria, alejándose de modas y corrientes de la actualidad, yéndose a los grandes temas de la literatura y el cine, construyendo una interesantísima y profunda reflexión sobre el hecho de ser padres, del significado de construir una familia y sobre todo, las consecuencias de las decisiones por cumplir unos deseos que, quizás, debían haberse quedado en un lugar cerrado, en una de las películas más oscuras y terroríficas sobre los aspectos más profundos e inquietantes de la condición humana. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA