RICK DALTON Y SU DOBLE.
“En esta ciudad, todo puede cambiar… tal que así”
En el universo cinematográfico de Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, EE.UU., 1963) abundan los tipos de poca monta, individuos desarraigados, gentes que pululan por las ciudades malviviendo con oficios fuera de la ley o empleos de medio pelo, en su mayoría tuvieron cierta fama, eso sí, efímera, en lo suyo, pero a día de hoy se han convertido en una especie de vaqueros errantes que vagan de un lado para otro, sin más oficio ni beneficio que sus recuerdos amontonados, sus hazañas o no pasadas de moda, fuera de su tiempo y un buen puñado de desilusiones que los acompañan arrastrándose por tugurios de mala muerte, o quizás, algunos, los que todavía albergan algo de esperanza para sus vidas, andan a la caza de una dedicación mejor, aunque más ilusoria que real, peor a la postre, su modus vivendi. Cuatro años después de Los odiosos ocho, llega la novena película de Tarantino, Érase una vez en… Hollywood (en la que homenajea a su querido Leone apropiándose de una parte de sus más célebres títulos) conoceremos a dos tipos muy tarantinianos. Por un lado, tenemos a Rick Dalton, un actor que triunfo en una serie de pistoleros allá por los cincuenta y sesenta en la que era un cazarecompensas implacable. Ahora, todo aquella vida de “éxito y reconocimiento” se esfumó y sólo queda una hermosa casa en las colinas de Hollywood.
En la actualidad, la vida de Dalton se ha convertido en una mancha negra, en un espejismo cutre, en la que se gana la vida participando en capítulos de series donde hace el malo de turno que acaba fiambre, o algún que otro piloto, también de villano (como la recordada Mia Wallace que participó en un piloto Bella fuerza cinco que nunca llegó a convertirse en serie). A su lado, su fiel amigo y escudero, Cliff Booth, su doble de acción, una de esas personas que se han convertido en consejero, guardaespaldas, confidente y tipo para todo para Dalton. El cineasta estadounidense no sitúa en dos tiempos, el 8 y 9 de febrero de 1969, primero, y luego, en el 8 y 9 de agosto del mismo año, en Hollywood, en el meollo de la “Fábrica de sueños” o pesadillas, según se mire donde conoceremos la ciudad y sobre todo, la industria del cine, o podríamos decir “el otro cine”, porque Tarantino nunca ha sido un cineasta interesado en mostrar la cara más glamurosa y amable del negocio, sino todo lo contrario, él se decanta por el otro lado del espejo, como Alicia, en el reflejo de ese espejo deformador e irreal, un universo peculiar y extremadamente personal, un submundo donde tantas ilusiones se topan contra muros infranqueable, en que la película nos lleva por sets de rodajes de series del oeste de segunda o tercera fila, por sus descansos, mostrándonos a Dalton moverse como una especie de fantasma casi alcohólico, adicto a la coca y derrotado, al que todo ese mundo o inframundo le viene grande o reconoce que jamás podrá aspirar a él, porque el tiempo ha pasado, porque está fuera de él como cantan los Stones en Out of time.
Tarantino revisa aquel Hollywood de su infancia, cuando vivía por la zona, los grandes cines como el Cinerama u otros templos de la exhibición, donde Sharon Tate camina con paso firme a la sala donde proyectan una película en la que aparece La mansión de los siete placeres (en una de las más bellas secuencias que jamás haya filmado Tarantino) donde la joven actriz se acomoda estirando sus pies (momento que nos recuerda a la Bridget Fonda de Jackie Brown) donde disfruta viéndose a sí misma, las escenas reales con la Tate auténtica, en una fascinante escena donde realidad y ficción cambian su posición y se transmutan, elemento esencial en la película, y porque no decirlo, en toda la obra del autor estadounidense, en toda una declaración de amor al cine del propio Tarantino, en una celebración al cine, al cine que ama, al cine sesentero, a ese mundo hollywoodiense donde actores ensombrecidos por los nuevos tiempos de transición, en el que tipos actores o aspirantes pululaban por una ciudad alegre y divertida que celebraba el movimiento hippie, donde la vida y el cine se mezclaban, donde el viejo Hollywood agonizaba y el nuevo está a punto de estallar, el año que apareció Easy Rider, que lo cambiará todo.
La película de Tarantino se mueve en ese tiempo de monstruos, entre un tiempo que se va y otro que todavía no ha llegado, entre esa ficción y realidad, en ese limbo de sombras y libertad, en ese crepúsculo de los dioses particular, en una película de corte histórico, la segunda vez en su carrera después de Malditos bastardos, pero una historia revisionada al modo de Tarantino, donde existe una realidad histórica, Sharon Tate y Roman Polanski, y otros personajes reales como Steve McQueen, Bruce Lee, y demás, que vivían en aquel Hollywood del 69, mezclados con otros ficticios como Dalton y Booth, y en el contexto de la fatídica noche del 9 de agosto donde algunos integrantes de la familia Manson asaltaron la casa de Tate y sus amigos. Tarantino revisiona la historia, a sus referentes cinematográficos, que son infinitos, que van desde las series televisivas sesenteras como The B.F.I., Batman, Bonanza, Rawhide (serie que protagonizaban entre otros Clint Eastwood) que a finales de los sesenta tomó el camino de Europa y comenzó a hacer spaghetti western al lado de otras figuras como Lee Van Cleef, Eli Wallach, entre otros, con directores como Corbucci, Sollima o Romero Marchent, a los que la película referencia.
El cine de Tarantino maneja referentes de toda índole, desde el cine más clásico, convencional, de autor, comercial, serie b, z, o trash, todo tiene cabida en los mundos de Tarantino, que con su enorme capacidad narrativa y visual los hace suyos creando su propio universo heterodoxo, personal y profundo, creando secuencias y momentos característicos de su cine, donde hay espacio para el homenaje, la parodia, la comicidad, donde lo dramático se camufla de tensión brutal que se estira de tal manera que acaba convirtiéndose en un instante divertido, como ese momento impagable que protagoniza Booth con la familia Mason, u otros en los que el director mezcla tantos géneros en un mismo instante, como esos insertos donde describe con audacia a sus personajes colocándonos un leve flashback, ya sea verbal o visual, para mofarse con ironía de sus tipos, u otros como el momento Bruce Lee con Booth, donde la realidad y ficción vuelven a mezclarse y confundiéndose, porque por ahí se maneja la película donde la realidad es ficción y dentro de esas ficciones hay múltiples ficciones, donde personajes reales bajo el prisma de Tarantino acaban siendo ficticios y al revés.
La estupenda cinematografía de Robert Richardson, que vuelve a colaborar con Tarantino después del inmenso trabajo que hizo en Los odiosos ocho, capturando toda la luz brillante y sombría que tanto se mezclaban en aquel Hollywood, en aquellos tiempos de finales de los 60, con el montaje cortante y alargado, según convenga, marca de la casa, obra de Fred Raskin, otro cómplice de la factoría Tarantino. Y qué decir de su selección musical con múltiples canciones que sirven tanto para situarnos en la época como para describirnos a algún personaje como Booth, mientras conduce a toda leche por las calles y escucha la emisora KHJ donde pinchan el Hush de los Deep Purple, el Mr. Robinson de Simon & Garfunkel, temas de los Paul Revere & The Riders, que volveremos a escuchar, y otros temas como el Bring a Little Loving de Los Bravos, el Califronia Dreamin de José Feliciano, y otras canciones y versiones musicales que encajan a las mil maravillas en los submundos propios y ajenos que construye Tarantino en esta idea del cine dentro del cine y viceversa, donde todo es posible, donde cada secuencia es un universo por sí mismo, por donde se mueven sus “tipos” marca de la casa.
Su sensacional cast encabezados por dos intérpretes en estado de gracia, encajados a las mil maravillas en unos roles inolvidables , con la increíble y fantástica pareja protagonista Leonardo DiCaprio y Brad Pitt, que repiten por segunda vez con el director, y por primera vez juntos en el cine, unos amigos inseparables que no dejarán de cabalgar juntos, de seguir fieles uno al otro, pura química entre ambos intérpretes, con sus momentos, como ese momentazo en el interior de la caravana de Dalton, pura rabia y locura de su instante vital, bien acompañados por Margot Robbie como Sharon Tate, con ese aire mágico, de otro mundo (de una inocencia que tanto se respira en esa ciudad a finales de los sesenta, con la irrupción del hipismo, en una década muy sangrienta a nivel político y social) maravilloso, angelical, inocente y rubia platino que se mueve como caperucita por una ciudad que brilla con fuerza pero también oculta un lado muy oscuro y terrorífico, porque todos los mundos se mezclan, diferentes estratos sociales conviven en un mismo espacio, y todo puede estallar en cualquier momento, donde las luces brillantes que deslumbran cines, dinners y los shops de Hollywood Boulevard comparten con otros espacios más siniestros como granjas a las afueras y sets donde actores de medio pelo malviven esperando esa estrella que nunca llegará. Y otros intérpretes como el viejo agente enamorado de los spaguetti italianos que da vida Al Pacino, o ese otro jefe de especialistas que interpreta Kurt Russell, o las niñas raras e inquietantes que hacen Margaret Qualley y Dakota Fanning, o apariciones de Bruce Dern o Michael Madsen, entre otros.
Tarantino ha construido una película sobre personajes ensombrecidos, rotos, cansados, incluso derrotados, pero con dignidad, que recuerdan a todos aquellos que retrató en Jackie Brown, en un relato-homenaje-referencial al cine, a todo aquel cine que se resistía a morir, contextualizado en ese tiempo de fantasmas y recuerdos, mezclado y visto desde otra perspectiva con su visión del verano del amor, del estallido del hipismo, del mismo verano en que se celebrará Woodstock, donde otro tipo de vida más allá de lo tradicional y convencional se abría paso, aunque la familia Manson se encargará de romper y despertar del sueño, y convertirlo en una pesadilla que acabó con tantos sueños e ilusiones. Tarantino ve toda esa época desde su pasión por el cine, a través de sus recuerdos, a través de nuestros sueños y quiera reencontrarse con su historia y la historia y sus hechos, porque imagina que otros mundos son posibles o eran posibles, aunque sea desde un relato de ficción, desde el campo de la imaginación y los sueños, donde todo es posible, donde todo puede suceder, donde lo onírico algunas veces es real y otras no, donde las pesadillas caminan de nuestro lado aunque nos cueste darnos cuenta. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA