UNA CABAÑA EN WYOMING.
La 8ª película de Quentin Tarantino (Knoxville, Teneessee, 1963), como rezan sus créditos, arranca de forma lacónica, y casi podríamos añadir, con una imagen mítica del género. Un encuadre de Jesús crucificado – que parece anticipar el destino de los personajes- donde irán apareciendo los títulos, da paso a esa imagen de la que hablábamos, una diligencia se aproxima hacía nosotros, que recuerda a aquella de Ford, ahora no cruza el desierto inhóspito plagado de indios, sino las montañas nevadas de Wyoming, unos años después de la Guerra de Secesión. El talentoso cineasta estadounidense parece retomar algunas situaciones y formas de su ejemplar debut, Reservoir dogs (1992), en aquella nos sumergía en el alma de un grupo de desalmados ladrones que medían sus cuentas en un almacén, un único escenario y rodeados de seres malcarados, es el viaje al infierno que nos propone Tarantino en su última película.
Mantiene algunas líneas formales y argumentales de su anterior película, Django desencadenado (2012), donde un esclavo negro ayudado por un cazarecompensas alemán, decide liberar a su mujer de las garras de un esclavista sanguinario. Los odiosos ocho, transcurre en el mismo período que la anterior, aunque esta vez, el paisaje ha sufrido una gran variación, de las cálidas tierras del sur, de plantaciones de algodón de Mississippi nos ha trasladado al norte, a las montañas nevadas de Wyoming. En la diligencia en cuestión, viaja un desconfiado cazarecompensas, John Ruth, apodado “La Horca”, porque sus capturas siempre acaban en ese trance, lleva consigo, y literalmente, esposada a él, a Daisy Domergue, una asesina que será ajusticiada en Red Rock, por el camino, se encuentran a otro colega del negocio, Marquis Warren, un negro veterano del ejército yanqui, de verborrea inteligente, lleva consigo una carta del mismísimo Lincoln, que utiliza como salvoconducto, se les añade en el camino, Chris Mannix, un tipo despistado del ejército confederado. Una tormenta de nieve les obliga a detenerse en la parada de diligencias llamada “La mercería de Minnie”. Allí se encontrarán a Bob, un mexicano parco en palabras, a Oswaldo Mobray, un hombrecito con pintas de inglés refinado que dice ser el verdugo de Red Rock, a Joe Gage, que apenas masculla alguna palabra, pero lo anota todo lo que sucede en su cuaderno, y finalmente, a Sandy Smithers, un anciano veterano general de los Confederados. Presentados los contrincantes de este juego macabro que, lentamente se irá convirtiendo en una trama de suspense a lo Hitchcock, donde nunca sabremos quién dice la verdad y quién miente.
Tarantino es un magnífico cineasta de ambientes tensos, donde la violencia va in crescendo, sabe manejar este tipo de situaciones donde el suspense se apodera del relato y las acciones dejan paso a los diálogos. También, maneja de forma ejemplar, a sus intérpretes, los mueve de forma cadenciosa por el decorado, situándolos en el lugar que mejor los describe, y sin prisas, nos los va presentando, y a su debido tiempo, dotándoles del protagonismo que se merecen. Todo tiene que ocurrir de forma que el espectador no pierda la atención y el interés por lo que se cuenta. El western, género por excelencia que tradicionalmente ha representado la historia de los Estados Unidos del momento, desde los clásicos, donde los indios eran los malvados, en los 50, el ideal americano, donde en algunos los indios empezaban a tomar otro tipo de protagonismo, en los 60, los spaguetti, y en los 70, los pacifistas y crepusculares, para volver, en plena era Reagan, a la épica y el establishment. La película de Tarantino se puede también ver desde el punto de visto político de la situación actual de los EE.UU. y los problemas raciales de los últimos años. En su película, no faltan las alusiones a este tema y demás cuestiones, el único negro de la función, suelta cosas como “Los blancos sólo se mantienen protegidos cuando los negros no llevan armas”, y cosas del estilo. Tarantino ha hecho un película espectacular, mantiene sus dosis de violencia desatada tan habituales en su cine, quizás aquí no es irónica, es bruta y sucia, con los años, y las películas, el director estadounidense ha filmado la violencia con más dureza y horrible, quizás el país y sus acontecimientos le han obligado a mirarla de esa forma.
Sus “odiosas” criaturas viven en un mundo atroz y salvaje hasta la saciedad, nada ni nadie está a salvo, aunque vaya armado, todos desconfían de todos, todo mienten como bellacos, el ambiente se ha vuelto malsano e irrespirable, parece que la única forma de salir con vida del entuerto es liarse a tiros con todos, y tener alguna posibilidad por mínima que sea. Tarantino vuelve a contar en el score con Morricone, que fabrica una banda sonora elegante y envolvente, “marca de la casa”, contribuyendo a crear esa atmósfera que acabará en ese descenso a los infiernos sin fondo, en este viaje terrorífico de malvados y deshumanizados que tienen el gatillo fácil. Tarantino vuelve a ponerse a las órdenes de sus habituales productores, los Wenstein, y el cinematógrafo Robert Richardson, habitual de Stone y Scorsese, que realiza el cuarto trabajo junto al director de Knoxville, ahora el reto ha sido filmar en Ultra Panavision 70 mm (la última película filmada con este formato fue Kartum, en 1966), que consigue filmar todo el esplendor de los exteriores con la belleza de la nieve y la diligencia, sino en captar esa intimidad que se desarrolla en el interior de esa cabaña, que acapara dos tercios del metraje. El plantel de intérpretes, plaga de colaboradores, destaca la presencia del inmenso Samuel L. Jackson, con sus dosis de ironía y sarcasmo, y los Russell, Madsen, Roth, Dern, el mexicano Bichir, y la sorpresa de Goggins, y sobre todo, la brutalidad física y animal de la única fémina del cuadro, Jennifer Jason Leigh, avasalladora y magnífica perra inmunda que hará lo que sea para salvar el pellejo. Tarantino vuelve a enamorarnos con una obra magnífica, una elegante pieza de cámara de ritmo endiablado que no olvida a sus referentes (Corbucci, Leone, Hawks, Peckinpah, Godard…), que se saca licencias como la inclusión de una apertura, o un “intermedio”, donde detiene su película 15 minutos, y al volver, con su propia voz, nos explica todo lo ocurrido mientras descansábamos. Un director sobresaliente que pare películas entretenidas, – la película alcanza las 3 horas dominando un ritmo que va desde lo clásico a lo posmoderno sin un ápice de escapismo ni adorno de cara a la galería- películas comprometidas socialmente, de su tiempo, y sobre todo, películas profundas y personales, contadas desde la autoría que Tarantino tanto ama y reivindica de los maestros y del cine que hacían.