Dialogando con la vida, de Christophe Honoré

EL DUELO A LOS 17 AÑOS. 

“El duelo no te cambia, te revela”.

John Green

Si tuviéramos que resaltar los elementos comunes del universo cinematográfico de Christophe Honoré (Carhaix-Plouguer, Francia, 1970), en sus 15 títulos hasta la fecha, transitan por la juventud, en muchos casos, la adolescencia, en ese intervalo entre la infancia y la edad adulta, la homosexualidad, y la familia como componente distorsionador de todo esos cambios emocionales y físicos. Un cine anclado en la cercanía y en la inmediatez, relatos que vivimos con intensidad, que ocurren frente a nosotros, con personajes deambulando de aquí para allá, una especie de robinsones que están buscando su lugar o su espacio en un momento de desestabilización emocional que los sobrepasa. En Dialogando con la vida, nos sumergimos en la realidad triste y oscura de Lucas Ronis, un adolescente de 17 años que acaba de perder a su padre en un accidente de tráfico. La película se centra en él, en su peculiar vía crucis, alguien que ahora deberá vivir en un pequeño pueblo junto a su madre, Isabelle, pero antes irá a visitar a Quentin, su hermano mayor que trabaja como artista en la urbe parisina. 

El protagonista verá y dará tumbos por París, de manera descontrolada e inestable, y entabla cierta intimidad con Lilio, compañero de piso de su Quentin y también, artista. Como es habitual en el cine de Honoré, la trama gira en torno al interior de sus individuos, a su complejidad y vulnerabilidad, a esos no caminos en un continuo laberinto que parece no tener salida o quizás, todavía no es el momento de tropezarse con ella. La cámara los sigue ininterrumpidamente, como un testigo incansable que los disecciona en todos los niveles, una filmación agitada, mucha cámara en mano, donde el estupendo trabajo de Rémy Chevrin, un habitual en el cine de Honoré, consigue sumergirnos en la existencia de los personajes, sin ser sensiblero ni condescendiente con ellos y mucho menos con sus actos, siempre teniendo una mirada observadora y reflexiva, como el ajustado y detallista trabajo de montaje de Chantal Hymans, otra cómplice habitual, que construye una película donde suceden muchas cosas y a un ritmo frenético, pero que en ningún momento se nos hace pesada o aburrida, sino todo lo contrario, y eso que alcanza las dos horas de metraje. 

La música de Yoshihiro Hanno, del que escuchamos su trabajo en la magnífica Más allá de las montañas (2015), de Jia Zhangke, ayuda a rebajar la tensión y a acompañar el periplo ahogado y autodestructivo, por momentos, que emprende el zombie Lucas. Un drama en toda regla, pero no un drama exacerbado ni histriónico, sino todo lo contrario, aquí el drama está contenido, hace un gran ejercicio de realidad, es decir, de contar desde la verdad, desde ese cúmulo de emociones contradictorias, complejas y ambiguas, donde uno no sabe qué sentir y qué está sintiendo en cada momento, unos momentos que parecen alejados de uno, como si todo lo que estuviese ocurriendo le ocurriese a otro, y nosotros estuviésemos de testigos presenciando al otro. El director francés siempre ha elegido bien a sus intérpretes, recordamos a Louis Garrel y Roman Duris de sus primeros films, que encarnaban esa primera juventud tan llena de vida y tristeza, o la Chiara Mastroianni, de esas otras películas de mujeres solitarias en su búsqueda incesante del amor o del cariño. 

Un gran Paul Kircher, con apenas un par de filmes a sus espaldas, se une a esta terna de grandes personajes, destapándose con un soberbia composición, porque su Lucas Ronis es uno de esos con mucha miga, en un abismo constante, en esa cuerda floja de la pérdida, de la tristeza que no se termina, instalada en un bucle interminable, y esas ganas de gritar y de llorar a la vez, de ser y o ser, de querer y matarse, de tantas emociones en un continuo tsunami que nada ni nadie puede atajar. A su lado, un Vincent Lacoste, en su cuarta película con Honoré, siendo ahora el hermano mayor del protagonista, una especie de segundo padre, o quizás, una especie de amigo que algunas veces es encantador y otras, un capullo rematado. Luego, tenemos a la gran Juliette Binoche, en su primera película con el director francés, en un personaje de madre que debe dejar a su hijo volar un poco, dejarlo estar porque éste necesita enfrentarse a sus miedos y sus cosas, eso sí, estar cerca para cuando lo necesite, porque la necesitará. Y finalmente, el personaje de Lilio, que interpreta Erwan Kepa Falé, casi debutante, una especie de tabla de salvación para Lucas, o al menos así lo ve el atribulado joven, un hermano mayor, aunque no real, sí consciente de su rol, de esa imagen que le tiene Lucas, para bien y para mal. 

Dialogando con la vida no es una película sensiblera ni efectista, las de Honoré nunca lo son, gustarán más o menos, pero el director sabe el material emocional que tiene entre manos y lo maneja con soltura y acercándose desde la verdad, desde lo humano, porque su película viaja por caminos muy difíciles, los que no queremos conocer, no esconde la incomodidad que produce, porque se mueve entre las tinieblas del duelo, ese ahogamiento que nos aprieta y suelta según nuestras emociones, un paisaje por el que tarde o temprano todos debemos pasar, y sobre todo, llevar con la mayor dignidad posible, sin pensar que todo lo que está ocurriendo es trascendental, porque un día, no sabemos cuándo se producirá, un día todo se calmará, todo volverá a un sitio, no al sitio que lo dejamos, porque se habrá transformado y ahora parecerá otro, pero nuestra esencia estará esperándonos, de otra forma, con otros ojos, porque el duelo siempre cambia, y más cuando tienes diecisiete años, una edad en la que ya de por sí estás cambiando, descubriendo ese otro lugar que dura toda la vida, y sobre todo, descubriéndote, lo que sientes, cómo lo sientes, por quién lo sientes y quién quieres ser, ahí es nada. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Los amores de Anaïs, de Charline Bourgeois-Tacquet

ANAÏS SE ATREVE A VIVIR.

“Lo realmente bueno es luchar con determinación, abrazar la vida y vivirla con pasión, perder con clase y atreverse a ganar, porque el mundo pertenece a quienes se atreven a vivir, la vida vale demasiado como para ser insignificante”

Charles Chaplin

Anaïs tiene treinta años, va de un lado a otro, no se detiene, es inconstante y extremadamente despreocupada, se deja llevar por lo que siente, por lo que desea, no tiene punto medio, conoce la incertidumbre y la fragilidad de la vida y la fugacidad de los sentimientos. Su vida es pura agitación, inquietud, se deja llevar por la vida, por la pasión de vivir, en el aquí y ahora, se entrega al sexo, y quizás, al amor, sin pensar en lo pasado y mucho menos en lo que vendrá. Anaïs habla sin parar, es arrolladora, no escucha, solo habla, y siempre está en movimiento, porque si se detiene se pondrá a pensar, y Anaïs quiere vivir la vida. La directora francesa Charline Bourgeois-Tacquet debuta en el largometraje con una película escrita por ella misma que se mueve entre la comedia ligera y el drama más intenso, pero que, al igual que su protagonista, no se detiene en lamer sus heridas, porque la vida continúa.

El relato se posa completamente en su criatura, la citada Anaïs, que tiene a una arrolladora y fascinante Anaïs Demoustier como la piel, el cuerpo y la mirada de un actriz en estado de gracia, el timón de mando de una película que habla mucho de los tiempos actuales, de los jóvenes actuales, de las mujeres que cumplidos los treinta, empiezan a darse cuenta que la vida era esto, o quizás, nunca habían pensado que sería de sus vidas y se la encuentran de bruces al otro lado de la esquina. Anaïs cree que está enamorada de su novio, pero no lo sabe con certeza. ¿Hay alguien que lo sepa?. Conoce de casualidad a Daniel y se enrolla con él. Daniel es un hombre maduro, ¿felizmente casado?, con una vida aburguesada sin más. Aunque todo cambiará para Anaïs cuando se tropieza con Émilie, la mujer de Daniel, y además una escritora a la que admira, porque, entre otras cosas, Anaïs quiere o no, nunca se sabe con ella, dedicarse a escribir o quizás eso era antes. La joven se queda fascinada por la escritora madura y se pega a ella, olvidándose de su trabajo y de todo lo que no tenga que ver con este nuevo y maravilloso encuentro y amistad.

La vida agitada e inquieta y apasionada y apasionante de Anaïs tendría un precedente en la película corta Pauline asservie (2008), que Bourgeois-Tacquet, en un personaje con muchos parecidos a Anaïs, que también interpretaba la propia Anaïs Demoustier, y tenía al cinematógrafo Noé Bach en la luz, esta luz soleada y libre, que baña con claridad y cercanía esos lugares, sobre todo, rurales y costeros. Una vida agitada e inquieta y apasionada con la compañía de la maravillosa música de Nicola Piovani, un compositor con más de 200 bandas sonoras realizadas, entre los que destacan Fellini, los Taviani, Moretti, Benigni, entre muchos otros, y el montaje de Chantal Hymans (la editora habitual de Christophé Honoré), un trabajo que respira y se mueve a la misma velocidad de crucero que la protagonista, eso sí, con algunos momentos, pocos, de detenerse y mirarse, como la magnífica secuencia de la playa. Anaïs Demoustier, con su apariencia juvenil, sensual y arrolladora, compone una fascinante e increíble Anaïs, en un personaje que le va como anillo al dedo, con toda esa fragilidad del mundo, con todo su encanto, con toda su locura, con todo su no parar, toda su despreocupación, toda su complejidad, que cae bien pero con matices, que se enfrenta al drama, con movimiento, sin pensar, sino haciendo, aunque tenga sus indecisiones y deseos frustrados y demás.

Le acompañan una magnífica Valeria Bruni Tedeschi, una actriz enorme que nos sigue asombrando con sus personajes tan diferentes y humanos. Su rol es el espejo contrario de Anaïs, la madura escritora, con aparentemente vida burguesa y tranquila, con esa mirada en paz y una vida apasionante con la literatura como deseo inquebrantable y profundo. En una película tan femenina, la presencia de un personaje como Daniel, interpretado fabulosamente bien por Denis Podalydès, que ejerce como ese hombre maduro y machito que no quiere perder su estatus aunque no lo valore en su profundidad. Los amores de Anaïs es una comedia romántica bien ejecutada, y perfectamente contada y llena de vida, amor, pasión y deseo, con ese aroma que tenían las películas morales de Rohmer, con sus paisajes veraniegos, rurales y llenos de encanto y tristeza, donde ocurrían las cosas y las circunstancias más inesperadas, y también algunas películas de woody Allen y Desplechin, con esos personajes inseguros, vitales y llenos de dolor y humor, porque la vida, al fin y al cabo, tiene todo de eso, depende de uno de cómo le afecten las cosas que nos suceden y cómo las enfrentamos a los demás, y las consecuencias que tienen todas esas acciones, cosa que Anaïs lo sabe o no, pero sí que es cierto, que la joven lo vivirá y luego, ya veremos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA