Eureka, de Lisandro Alonso

ÉRASE UNA VEZ EN AMÉRICA. 

“Nosotros no heredamos la tierra de nuestros ancestros; solo la tomamos prestada de nuestros hijos”

Proverbio nativo norteamericano

Podríamos decir que el primer tramo de Eureka, de Lisandro Alonso (Buenos Aires, Argentina, 1975), entrando en el espacio de la imaginación, es la conclusión de Jauja (2014), la anterior película de Alonso. Porque el oficial danés por fin da con su hija, a la cuál buscaba con ahínco en la mencionada. Un tramo filmado en blanco y negro con un formato cuadrado, muy sucio y físico, ambientado a finales del XIX o primeros del XX, en el que un tipo aparece por un poblado mexicano, muy parecido al de Por un puñado de dólares (1964), de Sergio Leone, a tiro limpio liquidando a todos los matones que se va encontrando en su áfan por dar con su hija, cruzándose con una enigmática mujer que es la cabecilla de todos los asesinados. Aunque, la conclusión quedará para nuestra imaginación, porque de repente, pasamos a la actualidad, y más concretamente en Pine Ridge en Dakota del Sur, en una reserva india que iremos conociendo de la mano de Alania, una policía en el turno de noche, y también, su sobrina Sadie. Otro corte dejará este segundo episodio para llevarnos al tercero y último, el que se sitúa en los años setenta en pleno río Amazonas cuando un grupo de indios se afanan por encontrar oro empleados por el blanco de turno. 

El cineasta argentino completa su película más ambiciosa de su breve pero intensa filmografía, 6 títulos en 22 años. Si bien continúa sumergiéndose en tipos solitarios y errantes, alejados de todos y todo, en una trama onírica y muy física, donde el personaje, el paisaje y el alma se funden en un terreno muy cercano a aquellos no westerns de finales de los 60 y comienzos de los 70, donde se despoja tanto a la historia, el personaje y al espacio de cualquier halo cinematográfico y se humaniza todo, retratando seres perdidos, confusos con una sociedad malvada y enfrascados en cuestiones del alma. Con la citada Jauja se produjo un cambio que todavía arrastraba conceptos y miradas de sus cuatro primeros filmes, aunque ya dejaba huellas de su interés por los nativos americanos, los grandes protagonistas, muy a su pesar, de la grandeza del western y por ende de Hollywood, personificando el mal, el salvajismo y lo antinatural, cuando era todo lo contrario. Una imagen que aquel no western se encargó de desmitificar, tratando a los nativos desde la mirada del conocimiento, dándoles su importancia en la historia de Estados Unidos. Alonso parte de la ficción de su primer episodio, en el que retrata un no western, alejándose del canon hollywoodiense, y más próximo a la modernidad del no género, para mostrar dos realidades bien diferentes de la suerte de los indios americanos. Desde la cárcel en la que viven más de 50000 personas en la reserva comentada, sumidos en el olvido y totalmente alineados a la forma de consumismo occidental, y los otros, a aquellos indios del Amazonas que trabajan para hacerse ricos, pero mantienen sus tradiciones y costumbres ancestrales, tanto con el entorno y los animales, en especial, las aves.

 Tres miradas para reflexionar sobre la suerte de los nativos, para mirarlos y sobre todo, para darles su espacio e importancia en la historia. Son tres momentos que parten del género para deformarlo o mejor dicho, para desmontarlo, para quitarle toda la parafernalia y despojarlo del sometimiento occidental. Una experiencia que la película, y tomando los anteriores trabajos del cineasta bonaerense, se multiplica y suma al espectador en una experiencia más allá de lo físico en el que lo transporta a un espacio donde el espíritu se mezcla con lo más tangible, en que las tradiciones van encontrando su resquicio de luz y manifestándose. En Eureka a partir de un guion escrito por Fabian Casas (que estuvo en Jauja y en la reciente Los delincuentes, de Rodrigo Moreno), Martin Caamaño y el propio director, construyen una película muy de cine, donde prevalecen dos elementos como la presencia femenina, y  seguramente, es la película más hablada de Alonso, porque también abarca mucho, tanto pasado histórico como presente continuo, pero sin apartar lo cinematográfico, porque lo hay y mucho como ha hecho en su cine, donde cada cuadro y cada mirada adquieren un significado relacionándolo en su conjunto.

Una imagen que vuelve a tener una importancia esencial como en sus anteriores películas, con el formato cuadrado del inicio y final, con el 16:9 en el medio, donde nuevamente vuelve a contar con Timo Salminen, como hiciese en Jauja, y un segundo cinematógrafo como Mauro Herce, dos grandes de la luz para dotar a la historia de una presencia fuerte y tensa, que va desde el blanco y negro denso, y ese halo de realidad y cuerpos más cerca de las experiencias de Kelly Reichardt, o las de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, El poder del perro, de Jane Champion, Appaloosa y la reciente Hasta el fin del mundo, ambas protagonizadas por Viggo Mortensen, entre otras, pasando por lo nocturno de la reserva, que nos retrotrae al cine de los outsiders norteamericanos como Fuller, Cassavetes, Jarmusch y los Cohen, entre otros, para finalizar en ese río Amazonas de los setenta donde emergen los Glauber Rocha, y los Nelson Pereira dos Santos, donde se desnuda el encuadre y se penetra en los rostros y el alma de los personajes. El pausado y sobrio montaje de Gonzalo del Val, que ya hizo lo mismo en Jauja, con sus 147 minutos de metraje, en el que el ritmo cadencioso y depurado enriquece enormemente la experiencia que propone la película, donde tan importante es lo que vemos como lo que sentimos y más tarde, reflexionamos, en todo eso que se ha llamado western y la imagen distorsionada de los nativos, convirtiéndolos en un mero objeto definido por sus invasores. 

El gran trabajo de sonido, donde tan importante es lo que entra y lo que no, que firman Santiago Fumagalli, que ha estado en todas las películas de Alonso, y Vincent Cosson, toda una eminencia con casi 250 títulos que le ha llevado a trabajar con Gus Van Sant y Pablo Larraín, el magnífico diseño de producción con Miguel Ángel Rebollo, habitual de Javier Rebollo y Jonás Trueba, e Yvonne Fuentes. Un reparto que tiene a su compadre Viggo Mortensen que, después de Jauja se han convertido en una hermandad de la vida y el cine, dando vida a ese tipo con sed de venganza sin caballo y cansado y sucio que se enfrenta a todos y a él mismo, que tiene ese momentazo con Chiara Mastroianni, en la piel de una capo sin palabras y como mira, Alaina Clifford es la indígena polícia en la reserva que lleva todo el peso en la segunda película, que nos tiene arrebatados en una composición que recuerda a la de Lily Gladstone, la india de otra gran película desmitificadora como Los asesinos de la luna, del gran Scorsese, Sadie Lapointe es Sadie, la sobrina que quiere huir de allí, de tanta soledad, vacío y sin futuro, y luego el mexicano José María Yazpik como capataz en el río Amazonas, Viilbjork Mailing Agger, que repite después de la experiencia de Jauja, y luego una retahíla de grandes intérpretes componiendo unos personajes cercanos y naturales. 

A los que conozcan el cine de Lisandro Alonso estarán deseosos de volver a sus historias, sus imágenes, y sobre todo, su ensoñamiento, porque hacía casi una década que no veíamos una película del argentino, tiempo que ha dedicado a otros menesteres, según explica. Así que, le estreno de Eureka, título muy bien colocado y cuando vean la película estarán conmigo, es todo un acontecimiento a sus más fieles seguidores, en los que me encuentro, y no solo eso, porque aquel que no conozca su cine, es una gran oportunidad de conocerlo, porque además de disfrutar con uno de los narradores más singulares y personales del cine actual, es también un explorador de imágenes, a través de sus encuadres y planos, de sus largos planos y de sus primeros planos, y de encuadrar a sus personajes en los espacios, donde es todo un virtuoso, y añadir ese espacio espiritual, ese paisaje que no vemos pero está ahí, y esta película lo muestra, no desde lo físico, sino desde lo espiritual, desde ese lugar del que los occidentales nos hemos alejado tanto que ya ni reconocemos, y es ahí donde los indios, por mucho que les hayan expulsado de sus tierras, siguen hablando con sus ancestros, con sus muertos, con los otros, y siguen viendo aquello que nosotros no vemos, y es en ese instante donde mejor se mueve la película de Lisandro Alonso, haciendo visible lo invisible. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Hasta el fin del mundo, de Viggo Mortensen

HISTORIA DE UN AMOR. 

“Cuando nos vimos por primera vez, no hicimos sino recordarnos. Aunque te parezca absurdo, yo he llorado cuando tuve conciencia de mi amor hacia ti, por no haberte querido toda la vida”

Antonio Machado 

Me gusta pensar que Hasta el fin del mundo (“The Dead don’t Hurt”, en el original), la segunda película de Viggo Mortensen (Watertown, New York, 1958), nace de dos películas que protagonizó el actor danés-estadounidense como Appaloosa (2008), de Ed Harris y Jauja (2014), de Lisandro Alonso. Dos western crepusculares, o como a mi me gusta describirlos: “No Westerns”, es decir, historias donde la épica y el heroísmo de los primeros años del género ha desaparecido, donde sus protagonistas son almas de vuelta, entrados en los cincuenta y sesenta, seres que fueron y ya no son, individuos perdidos y solitarios que ya no encuentran su lugar y mucho menos su paz, tipos que la modernidad materialista ha pasado muy por encima. Hombres a caballo que arrastran demasiadas derrotas, demasiados recuerdos y sobre todo, demasiados amores perdidos. En definitiva, fantasmas vagando por unos territorios ajenos, raros y vacíos. 

Mortensen se aleja de su primera película o quizás, se sitúa en otra perspectiva sobre el significado de amar. si en aquella Falling (2020), se centraba en la imposible relación entre un autoritario padre y su hijo homosexual. Ahora, el amor que nos explica es un amor maduro, un amor inesperado, y un amor entre dos seres independientes, libres y valientes. Dos almas que se encuentran o reencuentran, quién sabe. Durante la mitad del XIX, tenemos a Holger Olsen, un inmigrante danés que se agencia una abandonada y pequeña granja en Elk Falts en Nevada, un pueblo cerca de la frontera.  Un día, conoce a Vivienne Le Coudy, otra desplazada pero francesa, que es su alma gemela y los dos se enamoran, o lo que es lo mismo, los dos aceptan sus soledades y sus formas de compartirla. Tiene la película el aroma de Doctor Zhivago (1965), de David Lean, tanto en un amor imposible y una coyuntura política y violenta difícil de soportar. No voy a entrar en detalles del argumento, pero pueden imaginarse que la película está estructurada a través de los arquetipos del género: un pueblo miedoso, los típicos caciques, dueño del banco y del salón, que controlan el cotarro, y además, el matón de turno. Almas oscuras que, desgraciadamente, se verán las caras con la paz en la que viven Holger y Vivienne. Sólo decir que el guion, también de Mortensen, está dividido en dos tiempos, el presente y el pasado, o lo que es lo mismo, lo vivido y lo recordado, con la guerra de Secesión en la trama, aparta a él de ella y la deja sola, como si fuera Penélope esperando a Ulises, pero en una espera quieta sino muy activa, centrándose en su cotidianidad, en su trabajo, en su carácter y en la transformación de una granja sin más en un agradable hogar. 

Mortensen se ha rodado de dos grandes productores como Jeremy Thomas, toda una institución en la industria cinematográfica con más de 70 títulos a sus espaldas al lado de extraordinarios cineastas como Bertolucci, Wenders, Cronenberg, Frears y Skolimowski, entre muchos otros, y Regina Sólorzano, detrás de éxitos recientes como La isla de Bergman (2021), de Mia Hansen-Love y El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund, amén de parte del equipo que ya estuvo con él en Falling como el director de fotografía Marcel Zyskind, habitual de Michael Winterbottom, consiguiendo esa luz tenue y acogedora en la que no sólo se detallan los pliegues de la intimidad, sino aquella leve brisa donde nada ocurre y en realidad, ocurre la vida o eso que llamamos vida, la edición de Peder Pedersen, que debuta con esta película, en una obra nada fácil que se va a los 129 minutos de metraje, pero que no es un hándicap, ni mucho menos, porque se cuenta sin prisa, con las debidas pausas, y sin embellecer nada, hurgando en las vidas pasadas y presentes de sus dos protagonistas y demás almas que se encuentran, y tres cómplices como los diseñadores de producción Carol Spier y Jason Clarke, y la diseñadora de vestuario Anne Dixon. 

Un reparto encabezado por la magnífica Vicky Krieps que, a cada película que vemos de ella, no sólo incrementa su altura como actriz, sino que nos deja alucinados con sus múltiples registros y detalles, en unos interpretaciones basadas en la mirada y el gesto, comedidos y sin estridencias, desde dentro, transmitiendo sin hablar todo el peso y la memoria de sus respectivos personajes. Estoy enamorado de la calidad interpretativa de una mujer que añade profundidad a cada gesto de la inolvidable Vivienne Le Coudy, tan misteriosa como sencilla, tan cercana como de verdad, un personaje que está a la misma altura de Lara que hacía Julie Christie en la antes mencionada obra cumbre de Lean. Dos almas enamoradas, dos almas inquietas, dos almas independientes y sobre todo, dos almas humanas. Mortensen que, a parte se encarga del guion como he comentado, de la coproducción, de la música, excelente composición, como ya hizo en las citadas Jauja y Falling, y de partenaire de la Krieps, en la piel de Olsen, un tipo maduro, un tipo que ha cabalgado mucho tiempo, y ya cansado quiere estar tranquilo y en paz consigo mismo, aunque todavía le quede algo de aventura y acción, con la misma sobriedad que su compañera de reparto, en el mismo todo y con la mirada llenando el cuadro. Les acompañan un elenco comedido y profundo, que con poco hacen mucho, como el chaval, que recuerda cuando el actor hizo La carretera (2009), de John Hillcoat y la compañía de grandes actores como los Danny Huston, Garret Dillahunt y Solly McLeod, el trío calavera de la cinta, volvemos a encontrarnos con Lance Henriksen que fue su padre en Falling, y los veteranos Ray McKinnon y W. Earl Brown, entre otros. 

No se pierdan una película como Hasta el fin del mundo, según el distribuidor, porque es una película que recuerda a aquellos westerns como El árbol del ahorcado, de Delmer Deaves, El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, Érase una vez el oeste, de Leone, La balada de Cable Hogue, de Peckinpah, El juez de la horca, de Huston, Sin perdón, de Eastwood, y muchas más, que arrancó a finales de los cincuenta y cayó a finales de los setenta, con alguna excepción. Sólo son unas pocas porque los amantes del género sabrán muchas más, y tendrán sus favoritas. Un cine que dejó el falso heroísmo, tan propagandístico en el Hollywood que vendía felicidad, y comenzó a mirar el no western con nostalgia, centrándose en sus mayores, en lo quedaba después de años de deambular por el desierto y los pueblos, y por tantas llanuras y desafíos, que quedaba de esos hombres a caballo, pistola en el cinto y sin más hogar que el que cabía en las alforjas de su caballo. Hombres convertidos en meras sombras y espectros de lo que fueron, alejados de la leyenda y siendo hombres viejos, cansados y con ganas de paz y por qué, no, enamorarse. Quizás es mucho pedir, pero viendo sus biografías, era lo que desearíamos cualquiera de nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Falling, de Viggo Mortensen

MI PADRE.

“No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos”.

Friedrich Schiller

Una persona tan inquieta como Viggo Mortensen (Watertown, Nueva York, EE.UU., 1958), que ha tocado la poesía, la fotografía y la pintura, y alberga, desde mediados de los ochenta, una gran carrera como intérprete, a las órdenes de grandes directores como Peter Weir, Jane  Campion,  Peter  Jackson,  David Oelhoffen,  Matt  Ross,  Lisandro Alonso  y David  Cronenberg, entre muchos otros de los más de sesenta títulos que ha interpretado, era cuestión de tiempo que se pusiera a dirigir. Ahora, esa inquebrantable inquietud y curiosidad le ha llevado a ponerse tras las cámaras dirigiendo su opera prima, Falling, en la que parte de recuerdos y experiencias personales, para construir un sólido y durísimo drama familiar, entre un padre Willis y su hijo, John. Dos personas opuestas, de ideologías en las antípodas, y de caracteres tan diferentes que cualquiera diría que son familia. Mortensen nos cuenta el relato en dos tiempos. En uno, asistimos a la infancia y adolescencia de John, junto a su padre y madre, Gwenn, y su hermana pequeña, Sarah, encerrados en el rancho, montando a caballo y yendo de caza. Un tiempo que nos sitúa en esos primeros veinte años de la vida de John. En el segundo tiempo, la película se sitúa en el año 2009, cuando Willis tiene 75 años y John, 50. Willis padece demencia y ya no puede vivir solo en el rancho, e insta a su hijo a que le ayuda a buscar casa en California.

El relato nos lleva por este viaje a las circunstancias y emociones entre un padre y un hijo, en una trama interesante donde iremos de un tiempo a otro, conociendo las vicisitudes familiares y personales que nos han llevado hasta la situación actual. Ahí vemos los primeros contrastes de la película, entre las zonas rurales y cerradas de la costa este, frente al progresismo de la zona del oeste. Entre un padre misógino, racista y malcarado, y un hijo, homosexual, liberal y sensible. Mortensen huye del arquetipo, se centra en las dificultades y tensiones que existen entre padre e hijo, en la complejidad de su relación, y en todo el bagaje emocional que los une, pero también, los aleja, repasando los momentos más cruciales en sus vidas, cuando la madre, cogió a sus hijos y abandona a Willis, las diferencias entre la novia de Willis y la convivencia de la madre, puro amor y bondad, como deja claro en varias secuencias, dotadas de una gran fuerza dramática, como la despedida cuando la madre se lleva a los dos hijos, dejando a Willis solo en la casa, o aquella, ya en la actualidad, en la comida familiar, donde vemos las múltiples diferencias que existen entre Willis, y el resto de la familia.

El director neoyorquino, que también firma el guión, compone una película profunda y bien narrada, llevándonos con interés y armonía por un tempo, que en ningún instante decae su interés y las diferentes tramas que van sumergiendo. La excelente cinematografía firmada por Marcel Zysking (habitual de Michael Winterbottom), hace que las imágenes, tanto actuales como pasadas, llenen de intensidad y majestuosidad la película, con esos tones oscuros y pálidos de la zona de la granja, y la luz brillante de la actualidad en casa de John y su pareja. O el pausado y conmovedor montaje que realiza Ronald Sanders (colaborador de Cronenberg), dotando a la narración de elegancia, fuerza y drama, sin caer en el sentimentalismo ni la exageración, todo el marco se muestra contenido y sobrio, sin alardes visuales ni argumentales, eso sí, la limpieza, inteligencia y fuerza visual está en cada momento, arropando con contundencia todo lo que sienten los personajes.

El veterano Lance Henriksen, que muchos recordarán por sus roles en Terminator y Aliens, da vida al rudo, desagradable y amargado Willis en su otoño particular, ese en el que está peleado con todos, y no es capaz de asumir sus errores y sobre todo, perdonarse y perdonar. Frente a él, un Viggo Mortensen, con su habitual fortaleza en la mirada y en el gesto, un actor capaz de meterse en la piel de esos personajes sensibles y de aspectos duros, aquí, haciendo de un tipo que tiene muchas cuentas pendientes con su padre, con ese hombre que no supo ser feliz, ni serlo con su familia. Laura Linney hace de Sarah de adulta, con una breve aparición, pero igual de contundente y llena de tensión. Sverrir Gudnason es Willis desde los 23 a los 43 años de edad, ese padre al que John admiraba, peor con el tiempo acabo odiando por su carácter egoísta y su actitud malvada, y Hannah Gross es Gwen, la madre, esa mujer que cuidó y amó a sus hijos, e intento darles una paz y armonía que el padre les negaba. Sin olvidarnos, de la breve presencia del director David Cronenberg, que interpreta a un doctor, íntimo amigo del director, desde que filmaron esas maravillas que son Una historia de violencia y Promesas del este. Mortensen se ha destapado como un director de mirada profunda y bella, capaz de conducirnos con fuerza y sobriedad por este drama de altos vuelos, que sigue la relación difícil entre un padre y su hijo, o lo que es lo mismo, entre alguien que no supo ser feliz, y un hijo, que hizo lo imposible para serlo, alejado del padre. JOSÉ ANTONIO PÉREZ GUEVARA