Anatomía de una caída, de Justine Triet

LA DISECCIÓN DEL AMOR. 

“No sé como es el amor y no lo puedo describir. La mayoría de las veces no puedo sentirlo”.

De Secretos de un matrimonio, de Ingmar Bergman

Antes de hablar de Anatomía de una caída, el cuarto trabajo de Justine Triet (Fécamp, Francia, 1978), debemos escarbar un poco en sus tres películas y un cortometraje anteriores, porque la mirada de la directora hacia el mundo femenino tiene mucho de disección, en la que ha mostrado diferentes mujeres que se ven condicionadas en la toma de sus decisiones y viven atrapadas en mundos de los que quieren escapar. Tenemos a Laëtitia, una actriz de calentamiento en paro en Vilaine Fille, mauvaus garçon (2012), estupendo corto qué podéis ver en Filmin bajo el nombre Chica traviesa, chico malo, atrapada en una vida insulsa y al cuidado de un hermano discapacitado mental. A Leticia, la periodista que cubre las elecciones del 2012 en La batalla de Solferino (2013), que debe afrontar una jornada frenética y aguantar las demandas en un entorno hostil. A Victoria, la abogada penalista de Los casos de Victoria (2016), que no puede escapar de una profesión demasiado intensa. Y a Sybil, la terapeuta de El reflejo de Sybil (2019), que desea cambiar de oficio y ponerse a escribir. 

Mujeres que tienen empleos muy estresantes y además, están atrapadas en relaciones insatisfechas o no encuentran el amor de verdad. Una parte de cada una de esas mujeres que ha retratado la cineasta está en Sandra Voyter, el personaje protagonista de Anatomía de una caída, porque es una novelista de éxito, madre y convive en pareja. Todo cambia cuando Samuel, su pareja y padre de su hijo Daniel de 11 años, es encontrado muerto en la entrada de la casa de la montaña aislada donde viven. A partir de un guion excelente de Arthur Harari y la propia directora, que ha coescrito dos películas junto a Triet, amén de dirigir películas como Onoda, 10000 noches en la jungla (2021), la trama nos sumerge en la  investigación para desvelar que ha sucedido, si la caída ha sido accidental o no, a través de un larguísimo interrogatorio en el que se cuestiona absolutamente todo, el que somete Vincent, el abogado amigo de Sandra, a la protagonista, que clama por su inocencia, y luego, un año después, en el juicio que se llevará a cabo por parte del enérgico fiscal. 

Estamos ante un descenso a los infiernos a modo de cinta de terror que bucea en las miserias de la vida en pareja de la propia Sandra y el fallecido Samuel, y el rol que los dos tenían en su relación. Ella, una escritora de éxito, libre e independiente, y él, un profesor que da clases a su hijo, e incapaz de acabar una novela. Dos roles, dos opuestos, y sobre todo, dos enamorados que viven en común sus ilusiones, frustraciones y (des) esperanzas. A modo de ejercicio estilístico quirúrgico, donde el thriller psicológico se impone en una historia que bebe de Hitchcock, en su metódica aproximación a la oscuridad de las relaciones de pareja, y a todo lo que lleva en sí misma, a hablar sin tapujos y sacando toda la mierda de lo que llamamos amor y sus terribles consecuencias. Sólo un flashback para hablarnos de la “secuencia” de la película, indispensable para conocer en qué estado se encontraba el “amor” de los mencionados. Un guión bien construido que está lleno de sorpresas, no de las que nos levantan de la butaca, sino de las que nos hunden más en ella, en el que resulta crucial el rol de Daniel, el hijo de ambos que padece una deficiencia visual derivada de un accidente, que también hará acto presencia en el juicio, porque es un personaje vital en la película porque llegados a cierto momento, deberá tomar una decisión que afectará al devenir del citado juicio. 

La gran utilización del sonido, firmado por el cuarteto Julien Sicart, Fanny Martin, Jeanne Delplancq y Olivier Goinard, como evidencia su arranque, en ese intenso prólogo en el que la música llena el cuadro, ahogándonos mucho. Un sonido que nos lleva al pasado del día de autos y a otros pasados de la pareja, esenciales para comprender algunas partes que nos han llevado hasta aquí. El estupendo trabajo de cinematografía de Simon Beaufils, que ha estado en las tres últimas de Triet, amén de Paolo Virzi, Yann González y Valeria Bruni Tedeschi, donde priman los planos y encuadres sucios, es decir, los movidos, los rugosos y demás imperfecciones que ayudan a adentrarnos en esa relación con más sombras que luces, y contarnos todos los pormenores entre ellos, entre todo aquello que no se nos desvela en la película, todo aquello que debemos suponer e imaginar. El montaje de Laurent Sénéchal, otro cómplice de la directora, consigue un gran trabajo en una película muy dificultosa de contar por sus 150 minutos de metraje, que en ningún momento pierde su interés, al contrario, lo va aumentando de forma ejemplar, sumergiéndonos en ese espacio doméstico, que acaba siendo una prisión insoportable, donde abundan los reproches, silencios y mucha incomodidad, dejando al descubierto todos los males de la pareja y el supuesto amor. 

Una película donde constantemente se está mirando de arriba a abajo y viceversa, convirtiendo lo doméstico en un universo propio diseccionado de todas las formas posibles, según la interpretación de los diferentes actores que lo miran e investigan. Una trama que asfixia a los personajes, y juega con la ficción del relato, porque no deja de construir muchos relatos como personajes ahí, ya que cada uno de ellos construye su relato, y el juicio construye el suyo propio, en un laberinto en constante ebullición de construcción de relatos, en el que todos exponen sus razones y entre todos van construyendo los hechos en cuestión, o algo que se le parezca, porque la verdad de lo que ocurrió se la guardan los personajes implicados, y sobre todo, el personaje de Sandra, porque la película en un extraordinario acierto, no desvela los hechos, no entra en mostrarnos lo que pasó realmente, tampoco lo necesita para contar la historia que muestra, y en su misterio, deja a los espectadores que dilucidamos que ocurrió exactamente o no, y construyamos nuestro relato, porque como sucede en cualquier situación hay muchas formas de contarlo, pero sólo una que es cierta. 

Los pocos personajes, muy importantes en una película de esta índole, están muy bien interpretados por Sandra Hüller, que nos enamoró cuando la descubrimos en la formidable Toni Erdmann (2016), de Maren Ade, en su segunda película con Triet después de El reflejo de Sybil, siendo esa Sandra, que ha tenido que renunciar a muchas cosas: vivir en un pueblo de montaña de los Alpes, cuando no lo deseaba, hablar en inglés cuando es alemana y tiene una pareja francesa, y soportar la frustración de un compañero que quiere escribir y no puede. Un personaje sumamente complejo y oscuro que Hüller le da naturalidad y cercanía dentro de la ambigüedad en la que se mueve. Frente a ella, su abogado Vincent, que hace el actor Swann Arlaud, un intérprete que mira muy bien y habla mejor, que nos encantó hace no mucho en Quiero hablar sobre Duras, siendo el enigmático último novio joven de la célebre escritora. El niño Milo Machado Graner que hace de Daniel, un niño que no conoce el suceso, porque estaba paseando al perro, otro perro como el que había en Los casos de Victoria, que tendrá su protagonismo durante el juicio y será testigo de la verdad de sus padres, una verdad que se le ocultaba, la enérgica composición del fiscal que hace Antoine Reinartz, que era uno de los chicos de 120 pulsaciones por minuto, y en films de Assayas y Desplechin, entre otros, y Samuel Theis es el muerto, un personaje que tiene poca y mucha presencia, ya que su fallecimiento es clave en el devenir de la acción, que tiene esa “secuencia” clave en la película, tan importante que mejor no desvelar nada de su contenido. 

Si han llegado hasta aquí, cosa que les agradezco enormemente, ya saben que me ha interesado mucho Anatomía de una caída, por los muchos valores cinematográficos que tiene, y en su ejemplar ejecución de trama y como está contada, clave en el hecho cinematográfico como saben, y sobre todo, en su disección quirúrgica sobre el amor y las relaciones humanas, que sin ánimo de exagerar, se podría hermanar con ese tótem sobre el mismo tema que es Secretos de un matrimonio, de Bergman, que una de sus citas actúa como arranque de este texto, porque tanto una como otra juegan en el mismo espacio, en ese lugar que vive cuando se cierra la puerta de las casas que habitan las parejas, esos espacios desconocidos que son un universo paralelo en sí mismo, donde habitan los sentimientos, las (des) ilusiones, las (in) satisfacciones, y sobre todo, el amor o aquello que creemos que es, porque como menciona la propia Justine Triet: “La igualdad en una pareja es una maravillosa utopía sumamente difícil de alcanzar”. Su película aborda este tema y todos aquellos que no vemos, y que están ahí, como el recorrido que traza la propia película, construyendo un relato de lo que puede haber pasado o no juzguen ustedes mismos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Claire Simon

Entrevista a Claire Simon, directora de la película «Quiero hablar sobre Duras», en el marco del BCN Film Festival en el Hotel Casa Fuster en Barcelona, el martes 26 de abril de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Claire Simon, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a Gerard Cassadó de Filmin, por por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La vida sin ti, de Laurent Larivière

JOAN FRENTE A SUS RECUERDOS.

“Cada momento induce a la imaginación en cada momento. Lo sabemos bien: la realidad es totalmente subjetiva”.

Paul Valéry

En su extraordinario libro de memorias “Vivir para contarla”, Gabriel García Márquez deja bien claro que la vida no se cuenta como sucedió, sino como se recuerda. La misma actitud toma, qué remedio, Joan Verra, la protagonista de La vida sin ti (del original, À propos de Joan), segundo trabajo de Laurent Larivière (Montpellier, Francia, 1972), después del interesante Je suis un soldat (2015), que también nos hacía un retrato sobre una mujer, más joven y en un mundo dominado por hombres. Desde su arranque, la película deja clara su camino, con esa mirada de la protagonista hacia nosotros, en un gesto de aquí estoy y aquí está mi vida, donde comienza a contarnos su existencia, desde el volante de su automóvil y en mitad de una noche con lluvia. Asistimos a su vida, o mejor dicho, a sus recuerdos, a lo que ella recuerda y también, inventa, porque lo que recordamos siempre está envuelto en muchas cosas, todo aquello que hemos experimentado, lo bueno y lo no tan bueno, y lo que nos queda de todo lo vivido y lo que no hemos vivido.

El director francés vuelve a contar con su guionista François Decodts, como ya hiciese en la mencionada Je suis un soldat, para armar una historia que acoge cuarenta años de la vida de Joan, es decir, una historia que va y viene, a través de los recuerdos de Joan Verra, tanto de joven como adulta, viviendo los momentos que han marcado su existencia, esos instantes que vuelven a nuestra memoria una y otra vez, como si el tiempo se hubiera detenido. Volvemos a experimentar cuando conoció a su primer amor, el tal Doug, en la Irlanda setentera, el nacimiento de su hijo Nathan, la huida de su madre, su trabajo como editora, la entrada en su vida de Tim Ardenne, todo contado a través de elegantes y sutiles flashbacks, desordenados y sin seguir ninguna línea racional, sino emocional, porque estamos en el interior de la protagonista, sintiendo sus emociones, experimentando con ella esos momentos que nos van definiendo el carácter y nuestra actitud ante la vida, viviendo o haciendo lo que podemos con las cosas que nos van pasando, en las alegrías y tristezas.

La excelente cinematografía de Céline Bozon, que ha trabajado con cineastas tan interesantes como Valérie Donzelli y Claire Simon, entre otras, consigue crear esa idea de sueño romántico que tiene toda la película, donde se huye del realismo para adentrarse en un viaje sentimental y duro de la protagonista, que sin aspavientos y con suma delicadeza, cambia de un tiempo a otro, matizando con sutileza todos los cambios, cambios que se decantan por la emocionalidad, más que por el realismo, la suave y acogedora música de Jérôme Rebotier con más de cuarenta bandas sonoras en su filmografía, también resulta hipnotizadora para una película que sienta todo su entramado en lo de dentro, y el gran montaje de Marie-Pierre Frappier, que repite con Larivière, que sabe centrar el volumen de hechos y lugares en una dinámica brillante y profunda, como en esos momentos donde la película se recoge en sí misma y mira hacia lo invisible.

En una película que necesita varios intérpretes para un mismo personaje, es imprescindible acertar no en la apariencia física, sino en los gestos y en las emociones que se quieren transmitir, y Larivière lo consigue con creces con un reparto lleno de miradas, gestos y no verbalidad con una apabullante y esplendorosa Isabelle Huppert convertida en maestra de ceremonias, qué poco hay que decir de ella, en un personaje complejo, que todo es hacia dentro, y ella lo hace de manera bella, con esa frialdad que la caracteriza, y sobre todo transmitiéndolo todo. La Huppert tiene a Freya Mayor, una actriz que transmite intimidad, haciendo de la Joan joven, y cumple con creces dando vida a una mujer enamorada, pero también desilusionada y sola. Al igual que Éanna Hardwicke en el rol de Doug de joven, con ese entusiasmo, esa vitalidad y ese ser. Florence Loiret Caille hace de Madeleine, la madre de Joan, una mujer llena de vida, que resulta una mujer inquietante y misteriosa para todas. El actor alemán Lars Eidinger hace de escritor maldito, un tipo ensombrecido y talentoso, atormentado por el amor a Joan, y finalmente, Swan Arlaud es Nathan, el hijo de la protagonista, dividido en tres etapas, de niño, de adolescente y joven, y con una relación muy peculiar con su madre, con muchas idas y venidas.

El cineasta francés ha construido una película hermosísima, que se ve sin dificultad y nos hace pensar mucho en nosotros mismos y la vida y las vidas que hemos y no hemos vivido, que no solo habla de los recuerdos durante cuarenta años de una vida, sino que va mucho más allá, porque se adentra en todo aquello que nos ha marcado: aquel amor, aquel hijo, aquella madre, y sobre todo, nos devuelve a nuestras reacciones, nuestros pensamientos y nuestras emociones, las que tuvimos y las que recordamos, y también, las que nos inventamos, porque si la vida, que no tiene sentido, como menciona la protagonista en alguno de los soliloquios que nos dirige, tiene mucho de ficción, de mentira, porque la realidad siempre es subjetiva, y además, nunca parece real, porque depende de lo que sintamos en ese momento, y no de la situación que estamos viviendo, en fin, toda una vida cabe en muy poco espacio, o quizás, la vida solo existe dentro de nosotros y fuera es otra cosa tan irreal que debemos inventarla para soportarla. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Corazones valientes, de Mona Achache

LOS NIÑOS ESCONDIDOS EN EL BOSQUE.

¡Para un corazón valiente, nada es imposible!

La directora francesa de origen marroquí Mona Achache (París, Francia, 1981), recupera la experiencia de su abuela Suzanne, que fue una niña judía que se escondió de los nazis, a la que ya le dedicó el cortometraje Suzanne de 2006, en una película que se enmarca dentro de la fábula entre el drama realista, el rigor histórico, la aventura de supervivencia en la naturaleza, el terror cotidiano y la amistad, el compañerismo y el tránsito a la edad adulta de un grupo de niños que comprenden tres tiempos diferentes. Tenemos a Hannah y Jacques que están en plena efervescencia de la adolescencia, dejando la infancia y convirtiéndose en esos primeros años de adultez donde todavía todo es diferente y demasiado sorpresivo. Luego, están Josef y Clara, que tienen unos años menos, todavía en esa infancia final, en la que entienden muchas cosas de los adultos y todavía quieren jugar a su manera. Y finalmente, tenemos a la pareja de hermanos Léon y Henriette, los benjamines de este peculiar grupo de niños huidos, que apenas andan por los siete u ocho años, unos pequeños que deberán ser protegidos por los mayores. Los acompañará Paul, un chaval de la zona que también anda solo.

Unos niños que huyen bajo el amparo de Rose, una de esas mujeres que trabajan en la conservación de las obras de arte del museo Louvre que, aprovechará su posición para salvar a estos niños en peligro, cosa que le enfrentará al conservador, y aún más, tendrán la ayuda del cura del lugar, un pueblo cercano al Castillo de Chambord, lugar donde se custodiaban las obras por el avance de los nazis. Achache que presenta su tercer largometraje después de El erizo (2009), basado en la exitosa novela de Muribel Barbery, en la que reunía en un piso a varios personajes peculiares, y Las gacelas (2014), que seguía los pasos de una treintañera y su grupo de amigas, amén de varios trabajos para la televisión y en el campo documental, cambia de registro con Corazones valientes, y nos lleva hasta el verano de 1942, en plena naturaleza, donde el enemigo se ve poco pero está todo el rato muy presente, contándonos un relato bajo la mirada de los niños, desde donde veremos la película y su experiencia a modo de diario, en una historia donde hay pocos momentos de desasosiego y paz, porque la amenaza de los nazis es constante, un peligro que sentimos en cada plano de la película.

Una película escrita a cinco manos en las que han intervenido Christophe Offenstein, Jean Cottin, Anne Berest, Valérie Senatti y la propia directora, en la que se huye completamente de los lugares trillados que en muchas ocasiones llenan las películas con niños, y también, alejan ese sentimentalismo facilón de lágrima fácil, para construir una película con alma y corazón, llena de verdad, de amistad y cooperativismo, situando en el foco a los anónimos que pusieron su vida en peligro para ayudar a los que más vulnerables y necesitados estaban, a todos aquellos que ante los nazis no hincaron su rodilla y se mantuvieron firmes en su propósito de libertad y esperanza cuando el nazismo tiñó el mundo de una oscuridad y terror indescriptibles. Cabe destacar el grandioso trabajo técnico tanto de luz que firma Isarr Eiriksson, el montaje de Béatrice Herminie, el sonido de Quentin Colette, Joey Van Impie y Thomas Gauder, y la música de Benoit Rault para Hitnrun, que opta por la composición más de ahora que de la época que describe, dotando a la historia ese componente de atemporalidad, de cuento y de libertad a pesar de la guerra y la crueldad.

Aunque si Corazones valientes destaca enormemente es en el implacable trabajo de casting de Julie David, que ha reclutado a estos siete niños y niñas, muchos de ellos debutantes o con poca experiencia, amén del personaje de Clara, que interpreta Lilas-Rose Gilberti, que tiene experiencia en varios trabajos televisivos, los demás muy poco o es su primera vez, como Maé Roudet-Rubens que hace de Hannah, Léo Riehll es Jacques, Josef es Ferdinand Redoulox, Henriette es Asia Suissa-Fuller, Léon es Luka Haggège y finalmente, Paul es Félix Nicolas, muy bien acompañados por los adultos con una esplendorosa Camille Cottin como Rose, esa hada madrina para todos los niños, que ya había trabajado con Achache en Las gacelas, que la hemos visto en muchas comedias, y en películas tan interesantes como Habitación 212, de Christophe Honoré, y La casa Gucci, de Ridley Scott, entre otras. Swan Arlaud como el conservador, siempre elegante y perfecto, en un personaje egoísta y con mucho miedo, un actor que nos encanta que hemos visto en películas de Stéphane Brizé, François Ozon, Claire Simon, entre otros, y Patrick D’Assumçao, un actor de clase que recordamos de El desconocido del lago, de Alain Giraudie, La muerte de Luis XIV, de Albert Serra, por citar un par. Achache ha hecho una película muy interesante y humanista, que tiene el aroma de otros grandes títulos enmarcados en el mismo contexto como la grandiosa La infancia de Iván (1962), de Andréi Tarkovski, donde también un niño solo intentaba salvar la vida. Un cine humanista, lleno de sabiduría, y sobre todo, un cine para ver, aprender y reflexionar, alguien da más. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA