La casa, de Álex Montoya

EL DUELO Y LOS CUIDADOS. 

Cuando estaba a punto de llamarlo me acordé de que papá ya no estaba”. 

Del cómic La casa, de Paco Roca

El dibujante Paco Roca (Valencia, 1969), se ha consolidado como uno de los grandes del género con obras de la calidad de Las calles de arena, El invierno del dibujante, Los surcos del azar y Regreso al Edén, entre muchas otras. Dos de ellas, Arrugas y Memorias de un hombre en pijama han sido llevadas al cine en películas de animación, y la otra, que combinaban dibujos animados e imagen real. La casa es la tercera adaptación al cine del universo del dibujante valenciano, en la que sigue hablándonos de sus temas preferidos: la familia, el paso del tiempo, y las heridas y pequeñas alegrías de la cotidianidad, con leves dosis de humor. El film escrito por Joana M. Ortueta, de la que hemos visto su trabajo en series como Servir y proteger, y Heridas, y el propio director, nos sitúa en apenas cuatro días, que van de jueves a domingo. Un largo fin de semana en el que tres hermanos se reúnen con sus respectivos núcleos en la casa familiar donde pasaron su infancia, llena de recuerdos, de memoria, de alegría, pero también de dolor, tristeza y ausencias. 

Unos pocos días en los que a modo de despedida se reunirán, mirarán al pasado y verán su futuro en que la casa se pondrá en venta, o eso es lo que pretenden. A partir de miradas y pequeños gestos se va construyendo el tono y la forma de la historia, con grandes momentos de sensibilidad y dulzura, que tanta falta hacen a los tres hermanos, que están demasiado lejos. Tenemos a Vicente, resentido y difícil de llevar, José, el escritor que estuvo muy ausente, y Carla, la que lo cuidó y la que intenta restablecer los puentes emocionales. Y, luego los otros, sus respectivas parejas e hijos, que actúan como testigos participantes en los reproches y tensiones entre los hermanos. La película crea un espacio sensible e íntimo, alejado de las sensiblerías y condescendencias de este tipo de obras que nos tiene acostumbrados el cine más comercial y vacío.  La casa demuestra que se puede hacer una película profunda y cercana, sin caer en aspavientos llorones y en esa moralina tan facilona y estúpida. Y hace todo eso desde la humildad, heredada del universo Paco Roca, donde todo se puede tocar, se puede oler y sobre todo, abrazar, rodeados de unos personajes que podríamos ser nosotros, en otras circunstancias, pero igual de vulnerables y contradictorios y perdidos. 

Al director Álex Montoya (Valencia, 1973), con un buen puñado de cortometrajes que le han otorgado valiosos premios, y autor de dos largometrajes muy estimables, Asamblea (2019), y Lucas (2021), cine hecho con pocos recursos, pero grande en su forma, fondo y mirada a un grupo de personajes en constante huida y en encontrarse a sí mismos. Con La casa, de la que también es coproductor y comontador, sigue sumergiéndonos en esos mundos domésticos y tangibles, ahora en el interior de una casa, una casa con mucha historia, en un guion que va y vuelve, y que se mezclan presente y pasado, recuerdos y memoria en continuo movimiento y muy activa, donde los personajes viajan en el tiempo y rinden cuentas a lo que fueron, y sobre todo, a la ausencia y a los ausentes, y las huellas imborrables que les han dejado. La magnífica cinematografía de Guillem Oliver, que ya estaba en Asamblea, con esos encuadres y detalle en el plano y la composición, y esa textura de Súper 8 para rememorar el pasado, al igual que su estupendo montaje que firma Lucía Casal, que ha editado tres películas de Jaime Rosales (Hermosa juventud, Petra y Girasoles silvestres), en una película con su tiempo justo con sus 83 minutos de metraje, donde pasado y presente se convierte en un sólo tiempo, en que la casa almacena ese “tiempo” sin tiempo, un tiempo que no existe y a la vez, está tan presente y activo. 

Mención aparte tiene la maravillosa música de un grande como Fernando Velázquez que, es la mejor compañía para las imágenes, pero no acompañando sin más, sino creando ese espacio fílmico donde el tiempo, parte crucial del relato, es un ente vivo que deambula por y dentro de los diferentes personajes, creando todo el entramado y diálogo emocional con cada uno de ellos. Una composición que  sabe recoger todo ese tiempo condensando, mostrando lo invisible y buceando con respeto por las emociones de las diferentes almas tan perdidas y tristes que, en esos cuatro días se enfrentarán a demasiadas cosas, tanto con y contra ellos mismos, y los demás. Un reparto coral en el que destacan el trío de hermanos con un siempre natural y transparente David Verdaguer como José, qué fácil parece interpretar cuando lo hace este inmenso actor, junto a Óscar de la Fuente en Vicente, que recordamos como el enfadado de El buen patrón, y Lorena López como la hermana reconciliadora, que participó en Asamblea, al igual que Marta Belenguer y Jordi Aguilar, la gran presencia de Luis Callejo como el padre, ahora fantasma que está tan presente, Olivia Molina como la pareja de José, María Romanillos, la hija de Vicente, y Miguel Rellán, siempre tan bien como un amigo del pasado del padre. 

La historia de La casa, que se abre y se cierra como Pauline en la playa (1983), de Éric Rohmer, con esa puerta-verja custodia de todo un universo pasado y feliz. Una película emparentada con Las horas del verano (2008), de Olivier Assayas, en la que también había tres hermanos (dos hombres y una mujer), que se reunían en la casa familiar para llegar a un acuerdo y venderla. Dos historias con un denominador común: relatos humanos sobre las diferentes formas de afrontar el duelo y la ausencia, y sobre cómo nos cuidamos los unos con los otros, y cómo afrontamos nuestras emociones, todos nuestros infiernos interiores, y la dificultad de expresarse, cuidarnos y hacer nuestra vida sin olvidar a los nuestros, a los que están pero un día dejarán de hacerlo, y tendremos que seguir sin ellos, arrastrando recuerdos, huellas y demás pinchazos emocionales que, la mayoría de ellos, serán difíciles de llevar, porque la vida y el paso del tiempo siempre nos pone en nuestro sitio, y siempre olvidamos la vulnerabilidad de nuestras existencias, lo rápido que va todo, que pasa todo, y cómo nos olvidamos, muy frecuentemente de lo que importa y lo que no tiene tiempo, porque sucede y se va para no volver. De todo esto habla una película que me ha encantado, porque entre sus muchas miradas tiene eso que tanto me gusta ver en el cine: unos personajes tan cercanos que son como espejos en los que nos vemos muy reflejados, en muchos casos, demasiado, tanto que da miedo, de ser cómo somos, aunque, mientras sigamos aquí, tenemos tiempo para no mirarnos tanto el ombligo y mirar a los otros, porque un día ya no estarán. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Lucas, de Álex Montoya

TODOS NECESITAMOS UN POCO DE CARIÑO.

“Es mucho más difícil juzgarse uno mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte correctamente serás un verdadero sabio”.

Antoine de Saint-Exupéry

Durante el momento más crítico de la pandemia, la plataforma Filmin estrenó Asamblea (2019), la opera prima de Álex Montoya (Valencia, 1973), de formación arquitectura, pero de vocación cineasta, oficio con el que lleva batallándose desde 1999, en los que ha dirigido la friolera de 14 cortometrajes, con los que ha cosechado más de 170 reconocimientos por todo el mundo. Asamblea era una película sencilla y directa, llena de tensión y sobria, sobre el transcurso de la última reunión de propietarios antes del verano, filmada en una sola localización, con el tono de tragicomedia, entre los que destacan unos finísimos diálogos y el extraordinario reparto que estaban en un gran nivel con nombres como los de Francesc Garrido, Cristina Plazas, Nacho Fresneda, Marta Belenguer, entre otros. Ahora, cuando la pandemia empieza a darnos tregua, y después de su exitoso paso por el Festival de Málaga, Montoya estrena su segundo largo, Lucas, que nace de un cortometraje que rodó en el 2012, recuperando así la existencia trágica de un chaval que, después de una accidente donde ha muerto su padre y él ha salido cojo, se ve viviendo con una madre en su vida que pasa bastante de su hijo, que tiene que soportar burlas y la condescendencia de sus compañeros de instituto.

La existencia de Lucas cambia cuando conoce a Álvaro, un fotógrafo al que le gustan las niñas, que le propone unas fotos para hacerse un perfil falso en los chats. Lucas desesperado por tanta carencia, ya sea emocional como material, acepta la propuesta. El director valenciano ha construido una filmografía desde una mirada hacia la periferia de su tierra, donde abundan seres que pululan entre la falta, ya sea emocional o de otra índole, personas que buscan desesperadamente que los atiendan un poco, en ese sentido, el cine de Montoya se acerca mucho al cine de Fassbinder, colocando en el centro de todo a esas personas con muy poco que andan a la deriva en busca de algo de consuelo y amor, perdidos en un mundo demasiado en el “yo”, y nada en el “nosotros”. Lucas nos pone el foco en un adolescente perdido, metido en un duelo duro por el que se culpabiliza, y sin encontrar la comprensión de una madre que no quiere que la llame así. Álvaro es esa persona a la que nunca debería conocer Lucas, pero la persona menos recomendable a priori, se convierte en ese ser que lo escuchará, lo atenderá y sobre todo, lo protegerá, aunque sea con fines personales.

Montoya plantea una película sobre los prejuicios que mueven el mundo, y por los que nos guiamos la mayoría, juzgando a la ligera sin antes conocer, y conocer de forma profunda y de verdad, planteamientos similares manejaba la película El bola (2000), de Achero Mañas. Ahora, la cosa no va de malos tratos, sino de pedofilia, donde encontramos pinceladas de películas como Harold y Maude (1971), de Hal Ashby, y La flaqueza del bolchevique (2003), de Manuel Martín Cuenca, muy bien mezclado con los ambientes que proponían tanto Rosetta (1999), de los Dardenne, o Sweet Sixteen (2002), de Ken Loach, donde niños debían coger las riendas de su familia ante la imposibilidad de tener una vida “normal”. El director levantino vuelve a contar con cómplices que han ido en su viaje todos estos años, como los de Sergio Barrejón, coguionista que ya estuvo en Lucas, cuando fue un cortometraje, Jon D. Domínguez en la cinematografía y producción, Siddhartha Barnhoorn, en la música, y en la interpretación los fieles Jorge Cabrera, Irene Anula y Jordi Aguilar.

Lucas consigue conmovernos, hacernos reflexionar y sobre todo, nos posiciona en el lugar del otro, para que lo miremos de verdad, sin titubeos ni prejuicios, para que conozcamos al otro, de frente, mirándolo a la cara, encontrándonos con su humanidad. Un guion donde encontramos dos partes bien diferenciadas. La primera, totalmente urbana, donde se refleja el agobio y la tensión que sufre Lucas en ese entorno asfixiante, y aparece Álvaro, casi como una especie de ángel de la guarda, que lo sacará de ese momento, y lo llevará fuera, donde arrancará la segunda parte, completamente desarrollada en los márgenes de la ciudad, en una casa frente a los arrozales y alejada de todos. Montoya ha construido una película transparente, de esas que calan muy hondo, que nos plantea como pensamos y como juzgamos, y nos coloca en el corazón de un relato que tiene mucho de nosotros y de los otros, bajo el rostro de dos personas que deben de esconderse de los demás, porque su “verdad”, aquello que ocultan, es demasiado doloroso para los demás, y deben alejarse para volver a sentirse personas, echando sus demonios interiores e intentando seguir adelante con mucha menos carga culpabilizadora.

Si su parte técnica destaca por su arrojo, transparencia, intimidad, y fisicidad, por la gran capacidad de sacar lo máximo con lo mínimo, donde lo urbano se convierte en un laberinto donde Lucas es obligado a estar. Aunque es en el apartado artístico donde la película arroja sus mejores y más brillantes momentos es en su magnífico trabajo interpretativo de todo su elenco, arrancando con Jorge Motos que da vida al desdichado Lucas, Jorge Cabrera, fogueada en mil personajes, tiene aquí su gran oportunidad con Álvaro, que maneja a las mil solturas y lo convierte en un tipo atormentado que debe huir para ser él mismo. Jordi Aguilar, que ya estuvo en Asamblea, vuelve al universo Montoya con Manu, el novio de Irene, que hace Irene Anula, la madre del chico, por decir algo. Lucas es ante todo una historia muy bien contada, la cámara se coloca donde toca, y sobre todo, sus intérpretes dan vida, y transmiten con claridad y logran componer unos personajes humanos, complejos y llenos de oscuridades, que andan a la espera de encontrarse con un poco de cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA