Intemperie, de Benito Zambrano

EL NIÑO Y EL PASTOR.

“Tienes toda una vida por delante, no la malgastes odiando”

En La balada de Cable Hogue, quizás el western más crepuscular y desolador de los que filmó Sam Peckinpah, encontrábamos a un hombre dejado de la mano de Dios, que contra viento y marea, intentaba levantar un negocio a partir del descubrimiento de agua en mitad de la nada. Un hombre sin ataduras y libre que verá que todos le dan la espalda y le colocan miles de obstáculos por la sencilla razón de creer en algo diferente al resto. El personaje llamado “El Moro”, ese pastor que vive en los márgenes, podría ser un pariente lejano de Hogue, tanto por su forma de vida como su actitud ante las adversidades y las injusticias, alguien abocado a una vida dura, solitaria y enfrentado al poder. Intemperie, el extraordinario debut literario de Jesús Carrasco (Olivenza, Badajoz, 1972) tanto de crítica y público, es llevado a la pantalla de la mano de Benito Zambrano (Lebrija, Sevilla, 1965) en una película que casa con su universo, aquel en el que sus personajes luchan por sobrevivir y se alzan contra la injusticia, tejiendo una tragedia protagonizada por un par de seres que huyen de la ignominia de la sociedad española del 46, una sociedad llena de pobreza, miseria e injusticias, donde el poder ejercido por unos pocos privilegiados es cruel, inmoral y violento.

Zambrano se aupó en el 1999 con Solas, un durísimo drama familiar en que una mujer y su madre debían lidiar con los últimos días de un padre machista y violento. En Padre coraje (2002) una miniserie de gran carga emocional en la que un padre se introducía en los bajos fondos para esclarecer el asesinato de su hijo. En Habana Blues (2005) un par de músicos cubanos precarios querían labrarse un futuro con su música. En La voz dormida (2011) también basada en una novela, en este caso la de la desparecida Dulce Chacón, se centraba en un grupo de mujeres que ayudaban a sus hombres en plena posguerra española. Ahora nos llega Intemperie, situada en la posguerra también, en algún lugar de la meseta, localizada en un desierto árido y seco, con un sol de justicia, y donde escasean el agua y la comida. En ese entorno devastador nos encontraremos con un niño que ha huido de casa del capataz, un ser abominable que ejerce su poder de manera deshumanizada, que junto a sus hombres emprenderá una persecución incansable con el fin de capturar al niño. El niño, de familia pobre, quiere dejar su aldea y esas condiciones de abuso y miseria y llegar a la ciudad. En su camino se encontrará con un pastor de cabras, un tipo humilde y sabio en su sencillez y hombre vivido, que luchó en las guerras de Marruecos y luego, en la Guerra Civil, alguien que en su día, también decidió lanzarse al desierto y huir de la civilización.

 

Niño y pastor caminarán por el desierto, ayudándose, y sorteando a los hombres del capataz, y sobre todo, convirtiéndose en una sola persona, en alguien que entiende el problema del otro, que sabe que esas tierras están llenas de analfabetismo, pobreza a raudales y una miseria desgarradora, donde hay señoritos que se van perpetuando en el poder, un poder ejercido dentro de la injustica y la violencia. Zambrano mantiene un pulso firme y pausado para contarnos una historia de perdedores, de aquellos hombres que encontrarán su lugar alejado de todos y todo, seres cuya nobleza resulta incómoda para los poderosos, personas que se levantan contra la injusticia, y contra un mundo donde unos pocos privilegiados viven a costa del trabajo esclavizado del resto. El pastor encarna a esa clase de personas, que viven de manera humilde, que solo desean paz y tranquilidad, tipos que la vida ya les ha enseñado lo suficiente para darse cuenta que en los pueblos y las ciudades no se vive, se existe y mal. Un hombre de gran sabiduría y aplomo, defensor de las causas perdidas, que se enfrentará al capataz y sus hombres porque se niega a aceptar la injusticia y menos contra un niño.

El cineasta sevillano sigue fiel a su estilo y su forma, creando relatos donde prevalecen la historia y sus personajes, en una película exterior en su totalidad, en un terreno en que no hay de nada, y a través de esta road movie a pie o burro, humanista y desesperanzada, el pastor y el niño, uno con dirección a las montañas y el otro, con destino a la ciudad, se irán tropezando con lugares abandonados o dejados a su suerte, como el del tullido, solo y enloquecido, que representa buena parte del estado anímico del país, que sueña con abandonar esas tierras de miseria, donde la sequia y la escasez han acabado de matarlas. Un reparto admirable y conciso, como suele pasar en el cine de Zambrano, donde destacan Luis Tosar como el pastor, con su barba poblada, castigado por la vida y los hombres,  arrastrando sus atuendos, humildes y escasos, que se acerca más a un franciscano, quizás al Fray Guillermo de Baskerville, que encarnó admirablemente Sean Connery en El nombre de la rosa, que a un hombre corriente, con su misticismo y humanismo, un náufrago con su isla a cuestas, a contracorriente de ese mundo violento y cruel.

Junto a Tosar, brilla con soltura Jaime López, el niño que debuta en el cine, consiguiendo un personaje cercano, a pesar de su terror a los adultos, fiel reflejo de la vida angustiosa que ha tenido, Luis Callejo como el capataz violento, esos tipos sin escrúpulos y malvados que chantajean y empobrecen aún más si cabe a los más desfavorecidos, representando ese caciquismo que tantos siglos se instaló en España. Y sus hombres, Vicente Romero y Kandido Uranga, dos actores que llenan una película con su sola presencia, por su aplomo y sus voces. Y Manolo Caro como el tullido que espera una oportunidad que parece llegar tarde. Pau Esteve Birba en la cinematografía logrando capturar ese ambiente seco y agobiante, con su sudor, su voz muerta por el agua y las ganas de huir que tanto declama la película, o el excelente montaje de Nacho Ruiz Capillas, que sabe reposar o aumentar el ritmo del relato según convenga, en una película de tono pausado y lento desenlace.

Zambrano firma el guión junto a los hermanos Pablo y Daniel Remón (guionistas del director Max Lemcke) en un relato sobre la condición humana, convertido en un western sobre “loosers”, donde los personajes no tienen nombre, con un tono plausible e íntimo, que sabe sumergirnos en esa atmósfera apabullante y asfixiante de western seco y violento que tanto les gustaba a Leone, Corbucci, Romero Marchent o Peckinpach, entre otros, con tipos nobles y humildes enfrentados a la injusticia y la maldad de los hombres como el John MacReedy de Conspiración de silencio, el Will Kane de Sólo ante el peligro, o el Joe Frail de El árbol del ahorcado, todos hombres dignos, cansados de tanta violencia sin sentido, y puestos en pie para defender a los que más lo necesitan, obviando su condición y situación. El director lebrijano ha hecho una película extraordinaria y llena de tensión, humanista y concisa en su narración y forma, dejando a los espectadores la labor de de presenciar un trocito de nuestra historia más negra, aquello que algunos niegan y falsean para seguir ejerciendo sus poderes y privilegios, la misma tragedia de siempre, los mismos perros con distintos collares como diría la sabiduría popular. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Cafarnaúm, de Nadine Labaki

INFANCIA ROTA.

La película se abre con unos niños jugando en la calle, una calle cualquiera del Líbano, sus juegos tienen mucho que ver con el sentimiento malsano que recorren las calles, unos lugares derruidos, rotos y míseros, donde esos niños no son capaces de abstraerse aunque jueguen, ya que sus juegos, simulando la guerra con armas de madera rudimentarias, mucho tienen que ver con ese sentimiento. Después de esta sensación de derrota, de dolor, la cinta sigue a un niño esposado que es conducido ante un tribunal, tras ser preguntado por el juez, culpa a sus padres, presentes en la sala, de haberle dado la vida. Un gesto simbólico, alejado de la realidad, pero enormemente concluyente ante el desamparo en que se encuentra el chaval de 12 años, un niño desposeído de sus juegos, de su amor, y de su vida. De ahí el título de la película, “capharnaüm” , palabra francesa que significa leonera, desorden, caos. Nadine Labaki (Baabdat, Líbano, 1974) que ha cosechado una interesante carrera como actriz con directores de la talla de Hany Abu-Assad o Xavier Beauvois, se lanzó en el 2007 con Caramel, a la que hay que añadir ¿Y ahora adónde vamos? (2011), dos títulos, desde la mirada femenina, en la que explora las dificultades y obstáculos de una población asolada por años de interminables guerras en el Líbano, donde Labaki prevalece una perspectiva dura, pero también, esperanzada.

En su tercer título como directora, la cineasta libanesa va mucho más allá, y nos sumerge en un relato crudísimo, desesperanzador y azotado por una miseria tanto física como moral, en la que conoceremos la no vida de Zain, un niño de 12 años que vive en uno de esos pisos cochambrosos con sus padres y rodeado de un gran número de hermanos pequeños, en cualquier calle de los barrios más pobres del Líbano. La película nos acerca su vida miserable a través de una mirada bella y triste, dulce pero amarga, llena de incertidumbres y descorazonada, donde cada día se convierte en una aventura sin fin en la que ganarse cuatro duros como pueda, junto a sus hermanos, y con unos progenitores sobrepasados por las circunstancias e incapaces de ofrecer a sus hijos un poco de cariño y alimento. Labaki ha construido una película-retrato de una dureza abismal, donde hay muy pocas concesiones, en el que todo se desarrolla dentro de un marco desolador y cruel, en el que Zain se muestra un niño valiente y aguerrido, que planta cara a sus padres ante tantas injusticias y terror cometidos contra él y sus hermanos, en que la venta forzosa de Sahar, su hermana pequeña más querida, estalla la difícil convivencia de por sí, y lleva a Zain a la huida y alejarse de tanta crueldad paterna.

La película sigue la mirada del niño, perdido por las calles e intentando a duras penas llevarse un bocado, aunque, no hay mal que por bien no venga, y Zain, con tantas hostias a sus espaldas, le han formado un carácter duro y fuerte, y es un niño espabilado como pocos, a la fuerza ahorcan, y se tropieza con Rahil, una inmigrante etíope ilegal que se gana la vida limpiando y vive en una barraca junto a su bebé Yonas. Rahil se lleva a Zain a su hogar, y los tres viven como una familia, un entorno más mísero que el que Zain ha dejado, pero con más amor. Labaki ha creado un retrato sobre la angustia y el desamparo de un niño de 12 años, sin más sustento que su ingenio y su carácter, un chaval que se mueve por esas calles desoladas y difíciles de una sociedad machacada y desolado por tanta guerra, donde parece que la ilusión y la esperanza siempre vienen cobrándose muertos, donde todos, y cada uno de sus habitantes, se levanta diariamente con la idea de llevarse algo a la boca, aunque sea poco, porque ya será mucho.

La película muestra miseria y dolor, pero lo hace desde la honestidad y la sinceridad, sin caer en el sentimentalismo o la condescendencia, todo se trata desde el humanismo y la libertad de mirar sin juzgar, de filmar a unos personajes a la deriva, arrastrados ante la maraña de pobreza que asola todo el entorno, tampoco sin caer en lo buenísimo de otras películas, aquí no hay nada de eso, encontramos adultos miserables y también adultos humanos, que dan todo lo que tienen que no es nada, que miran con amor a los demás, que tratan a un niño como una persona y no un mulo de carga, y hay que agradecerle a Labaki y a su equipo el esfuerzo por levantar con seriedad y fuerza una película difícil de realizar, pero que consigue con sobriedad y delicadeza mostrar el rostro más triste de la sociedad, la da los más débiles, huyendo de lo lacrimógeno y lo fácil, abriendo un marco humanista a aquellos que vagan sin rumbo por las calles de cualquier ciudad, dando voz a los invisibles, a los más desfavorecidos, a tantos y tanos niños que se mueren cada día sin que nadie los reclame o se acuerde de ellos, los principales damnificados de los problemas de los adultos, los más vulnerables en una sociedad deshumanizada, enferma y mercantilizada.

El sobrecogedor reparto de la película es todo un grandísimo logro y hallazgo, que consigue imprimir toda la crudeza y humanismo a la amargura que azota todo el metraje, todos ellos no actores profesionales encontrados en la calle que, interpretan un mosaico de personajes de toda condición moral como Zain Al Raffea dando vida a Zain, ese niño que recuerda tanto a los niños que se ganaban la vida en la ruinosa Italia en El limpiabotas, o aquel que callejeaba a la espera de vender algo en Paisà, el Edmund que camina por las ruinas del nazismo, o Antoine, que escapaba del colegio y de sus padres para encontrar algo de libertad, o Polín, el niño solo que nadie reclamaba, o François, sin nadie en la vida y rebelde sin ilusión, tantos y tantos niños que han poblado calles y lugares sin vida, alejados de todos, sin nada más que sus ansias de vivir de otra manera, huyendo de padres y adultos que sólo los reclaman como excusa para ganar dinero. El pequeño Yonas al que da vida Boluwatife Treasure Bankole, Sahar que interpreta haita Izam, y los adultos, los padres de Zain, y Yordanos Shiferaw, una inmigrante de Eritrea, todos ellos componen un caleidoscopio sutil y amargo de esa realidad escondida que se levanta cada día para sobrevivir y poco más, despojados de vida, aquejados por todo y todos, que la película les cede la palabra, o la mirada, para seguirlos un rato y mostrarlos como son, sin efectos ni trucos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El rey de la Habana, de Agustí Villaronga

El-rey-de-la-HabanaLOS DESHEREDADOS

En Los olvidados, de Luis Buñuel ya se explicaba con extrema contundencia y realismo como las personas que sobrevivían en condicionas extremas de pobreza, se convertían en miserables sin escrúpulos. André Bazin acuño el término “el cine de la crueldad”. La última aventura cinematográfica de Agustí Villaronga (Mallorca, 1953), acoge en su armazón narrativo la línea de ese cine de agobiante crudeza que argumentaba Bazin. Un cine que continúa el sendero emprendido por el cineasta balear en sus más celebrados trabajos, su gran debut en Tras el cristal (1987), El mar (2000) o Pa negre (2010), tres películas que nos ayudan a examinar y sumergirnos en las constantes temáticas que jalonan la cinematografía de Villaronga: ambientes opresivos y enfermizos, donde los niños o jóvenes se ven inmersos en situaciones dolorosas que los hacen resistir y sufrir en escenarios muy hostiles, acompañadas de un poderío visual y actores que rezuman vida, una narración compleja plagada de contrastes, y una mezcla de géneros que van desde el drama, la comedia o incluso una mezcla de las dos. Un cine que atrapa a través de esa desazón deprimida en la que viven unos personajes que sobreviven y luchan diariamente por salir adelante, aunque raras veces lo consigan.

Después de cinco años del gran éxito de crítica y público que supuso Pa negre, incluso fue seleccionada por la Academia para representar a España en los Oscar, vuelve a adaptar a una novela, (como ya había hecho anteriormente con Blai Bonet en El mar, o con Emili Teixidor en Pa negre), esta vez el elegido fue el texto del escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez, ambientada en el barrio Centro Habana, en aquella Cuba de finales de los 90. Un país sumido en la pobreza y en el desarraigo, como bien explica uno de los protagonistas al inicio de la película: «Éramos pobres en un país pobre. Lo único que nos quedaba era chingar y comer de vez en cuando». La trama se centra en tres personajes, el joven Reinaldo, provisto de una verga de considerables dimensiones, que acaba de fugarse de un correccional donde cumplía arresto injustamente por un homicidio no cometido, Magda, una joven que malvive vendiendo su cuerpo a vejestorios y a turistas junto a un primo medio delincuente, y Yunisleidy, un transexual que se gana la vida puteando con ricos extranjeros y trapicheando con droga. Estas tres almas perdidas, que vagan entre la miseria y la pobreza como almas en pena, supervivientes en un país derrotado, deshecho y abocado a la carencia más extrema. El sexo desinhibido y grotesco, como vía de escape que ayuda a engañar al hambre, la delincuencia y el engaño están a la orden del día, además de verse sometidos a la férrea vigilancia de un sistema abandonado y decadente.

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Villaronga no se amilana en mostrar la violencia más desatada y cruda, no hay buenos ni malos, sino gentes, individuos que están al acecho, que mueren matando y resisten ante los avatares y las desdichas de un entorno atroz, un caótico mundo en ruinas, sin salida, donde la única posibilidad es emigrar, salir de allí, empezar en otro lugar, en otro aire, pero para eso, se necesita dinero, que resulta escaso y extremadamente difícil de conseguir. El director mallorquín filma con dureza y desamparo, hay poco espacio para las emociones y el cariño, nos introduce en casas ruinosas, en sonrisas congeladas, polvos echados en colchones cochambrosos, paredes agrietadas, lágrimas secas, y corazones llenos de amargura. Vidas a la deriva, sin pasado y sin futuro, con un presente oscuro en frente, lleno de sombras, personajes que parecen alimañas a punto de ser succionadas por una catástrofe que las borrará de un plumazo para siempre. Villaronga conduce su película, a ratos con excesivo tremendismo, todo hay que decirlo, pero en suma un voraz y brutal viaje hacía los infiernos humanos, a las almas negras y oscuras, a esos lugares donde la única escapatoria es dañar sin que te hagan daño con el único propósito de echarse algo a la boca, aunque sea pan seco y frijoles recalentados.