Un cabo suelto, de Daniel Hendler

EL POLICÍA QUE HUYE. 

“El retirarse no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza”

Miguel de Cervantes

Como se mencionaba en la inolvidable Touch of Evil (1958), de Orson Welles, aquello que las fronteras eran los estercoleros de los países. Eso mismo sucede en Un cabo suelto, de Daniel Hendler (Montevideo, Uruguay, 1976), en la que Santiago, un oficial de poco rango de la policía argentina ve algo que no debía y no tiene más remedio que cruzar la frontera con Uruguay y ocultarse en la ciudad y alrededores de Fray Bentos. El agente sólo puede huir, esconderse como una alimaña a la que vienen en su acecho. En esa travesía a lo desconocido, se irá encontrando con individuos como un vendedor de quesos ambulante que toca melodías tristes a la guitarra, un abogado que le encantan los quesos, y finalmente, una mujer que trabaja en una de esas tiendas de frontera que venden de todo y de nada. Vestida como un thriller con toques de comedia negra, con esa mezcla entre la idiosincrasia de la zona, tan peculiar y hermosa, y esa atmósfera de no cine negro tan habitual de los Coen y Kaurismäki. 

De Hendler conocemos su gran y dilatada trayectoria como actor con más de 25 años de carrera que la ha llevado a trabajar en más de 60 títulos junto a Daniel Burman, Juan Pablo Rebella, Pablo Stoll, Santiago Mitre y Ana Katz, entre otros, amén de su interesante filmografía como director con tres largos y una serie, que arrancó con Norberto apenas tarde (2010), El candidato (2016), la serie La división (2017) y la que nos ocupa. Historias llenas de tipos al borde todo y de nada, donde la situación los desborda y deben adaptarse y sobre todo, aceptar sus circunstancias y limitaciones. El policía Santiago se une a estos tipos don nadies, metidos en un embrollo de mil demonios, muy a su pesar, que debe huir, esconderse y encontrar un lugar diferente en un viaje lleno de obstáculos y peligro constante. Hendler no se olvida de los lugares comunes del noir, pero los llena de cotidianidad y de unas situaciones muy cómicas, incluso absurdas, como la vida misma, en la que el género se transforma en un costumbrismo que recoge esos espacios alejados del mundanal ruido que no parecen reales, pero sí lo son. Ese no tempo que recorre toda la historia consigue ese tono triste y melancólico que ayuda a mirar a los personajes de muy cerca y de frente.

La excelente cinematografía de un grande como el argentino Gustavo Biazzi, con más de 40 títulos, acompañando a directores de la talla de Alejo Moguillansky, Santiago Mitre, Hugo Santiago y Ana Katz, entre otros, que ya estuvo en la mencionada La división, construye una forma clásica, de planos y encuadres fijos y de gran factura técnica para darle esa prisión en la que vive el protagonista moviéndose por una zona desconocida y hostil. La música del dúo Gai Borovich y Matías Singer, que ha estado en todas de Hendler, amén de Carolina Markovicz, ayuda a mantener ese suspense y ligereza que se combina en todo su entramado. La edición de otro grande como Nicolás Goldbart, aparte de director, con casi medio centenar de películas, junto a Pablo Trapero, Damián Szifrón y Rodrigo Moreno, cimenta un ritmo pausado y nada estridente, que brilla en su cercanía y naturalidad en sus reposados 95 minutos de metraje, en una película que combina un gazpacho donde hay policíaco lleno de sombras y oscuridades, humor uruguayo donde se describe muy bien una forma de ser, sentir y hacer, con ese tono de tristeza, sin caer en la desesperanza, que tanto define una forma de estar en la vida.

Alguien como Daniel Hendler, con una filmografía impresionante de títulos como actor, debía tener especial elección y trabajo con sus intérpretes que brillan con actuaciones minimalistas, donde se habla poco y se mira mejor, con el argentino Sergio Prina dando vida al huido Santiago, Alberto Wolf es el peculiar y tranquilo vendedor de quesos, Néstor Guzzini es el abogado que recoge al huido, que recordamos en la reciente Un pájaro azul, el uruguayo y reputado César Troncoso, que ya estuvo en El candidato, es otro abogado que asesora a Santiago, Pilar Gamboa, una de las maravillosas protagonistas de La flor, de Llinás, es la mujer que trabaja en el súper de la aduana y que baila los viernes en un club, y además, tendrá un (des) encuentro con el protagonista. Una película como Un cabo suelto huye de los sitios manidos del cine negro, y lo hace de una forma nada artificial, sino todo lo contrario, a partir de esos espacios tan domésticos y tan extraños, casi de otro planeta que hay en las aduanas y los pasos fronterizos, donde unos van de aquí para allá y viceversa en un ir y venir de personas, de historias, de huidas, de amor, de mentiras y de no sé sabe muy bien, porque esos lugares y volvemos a Welles, no pueden traer nada bueno porque está lleno de individuos desconocidos y con muchas cosas que ocultar. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

La flor, de Mariano Llinás

CUATRO MUJERES, SEIS HISTORIAS.

(…) Son seis historias. Hay cuatro que empiezan y no terminan. Es decir, empiezan y se quedan en la mitad. No tienen final. Después viene el episodio cinco, que empieza y termina como un cuento. Y finalmente, el sexo episodio, que empieza en la mitad y termina todo el film. La película, esto sí deben ya saberlo todos, se llama La Flor. Qué más puedo decir… Cada episodio tiene su género, por así decirlo. El primero es casi una película de la serie B, de esas que los americanos antes filmaban con los ojos cerrados, y ahora ya no saben o no pueden hacer más. La segunda, es una especie de musical pero con algunos toques de misterio. La tercera, es de espías. La cuarta, no se entiende bien de qué es. Ni siquiera yo, en el momento de hacer este prólogo, lo tengo del todo claro. La quinta está inspirada en una película francesa filmada hace muchos años. La última es sobre unas cautivas del siglo XIX, que vuelven del desierto, de los indios, después de mucho tiempo. Lo que falta decir es que la gracia de la película está en el hecho de que en todos los episodios están las mismas cuatro mujeres haciendo distintos papeles.  Valeria, Elisa, Laura y Pilar. Yo diría que la película es sobre ellas cuatro, y de alguna manera, es para ellas cuatro. Bueno, creo que eso es todo, por ahora.

Mariano Llinás

La primera imagen que vemos en La flor es un artefacto metálico que antaño exponía carteles publicitarios. Ahora, vacío y solitario, como si hubiese dejado de dar sombra, muestra su esqueleto, como si fuese una estructura mutada completamente con el paisaje. Un paisaje en mitad de la nada, en mitad de un silencio, roto por la circulación de los automóviles en una carretera que, al igual que la estructura, antaño tuvo algo de esplendor, y ahora se ha convertido en una vía secundaria, en un lugar olvidado. La cámara captura el andar de Mariano Llinás (Buenos Aires, Argentina, 1975) que se encamina a un descanso para almorzar donde sienta y nos mira a nosotros. Su voz en off nos relata la estructura de la película dibujando un diagrama en forma de flor. Llinás, junto a Laura Citarella, Alejo Moguilansky y Agustín Mendilaharzu son “El Pampero Cine”, una compañía que lleva casi dos décadas abriendo y renovando nuevas ventanas de producción y exhibición en el cine argentino. Una compañía colectiva y cooperativa alejada de los cánones establecidos que impone el cine comercial, con su forma personal e intransferible de filmar y exhibir un cine libre, estético, rompedor, heterogéneo, personal, independiente, inquieto, y sobre todo, divertido y autoral, no en el sentido de propiedad individual del director, sino de la colectividad de la película, donde todos y cada uno de los miembros del equipo, son parte de la película. Del Pampero han surgido unos 15 títulos entre largos, medios y cortometrajes, entre los que destacan su opera prima Balnearios (2002) e Historias extraordinarias (2008), las dos de Llinás, Ostende (2011) y La mujer de los perros (2015) ambas de Laura Citarella, El loro y el cisne  (2013), El escarabajo de oro (2015) codirección, y La vendedora de fósforos (2017), las tres de Alejo Moguilansky,  Títulos que abogan por un cine alejado de lo inmutable, primorosamente singular y profundo, marcado por el cine como diversión, experimentación y juego, arraigado en la amistad y el compañerismo, en que realidad y ficción se confunden, se transmutan y se convierten en un absoluto y peculiar juego de espejos donde todo es real y ficticio a la vez, en el que cine y vida se complementan al unísono.

La flor es un monumental ejercicio cinematográfico en todos los sentidos, ya desde su duración, 840 minutos (que le aproxima a los trabajos de cineastas como Lav Diaz, Wang Bing, o algunas películas como Shoah, de Lanzmann, Rivette, Peter Watkins o Bela Tarr, donde sus larguísimas duraciones rompen con las imposiciones comerciales) con un proceso de producción que ha abarcado una década, y de su asombrosa y laberíntica estructura dividida en seis historias, con el añadido de que está protagonizada por cuatro actrices, (maravillosas y brutales en sus roles) pertenecientes al grupo teatral Piel de lava. Una de sus obras, Neblina (2005) en la que eran espías bajo la apariencia de cantantes pop, dio la idea a Llinás de la película, o podríamos decir, de empezar a rodar una de las historias, con el mecanismo de conseguir dinero y continuar rodando, con esa idea de filmar y filmar, como en una especie de bucle, donde la película continuamente se está haciendo en una especie de presente continuo, en ese mismo instante en que se está rodando.

La primera de las historias, sin título como las demás, nos encierra en un laboratorio científico donde una momia hará estragos entre sus integrantes. Se trata de una serie B en toda regla, fusionando el fantástico y el terror, un cruce maravilloso entre La momia, de Karl Freund y La mujer pantera, de Tourneur, con ese fantástico look de pueblo perdido, arenoso, y lleno de personajes ensombrecidos y con relaciones distantes y oscuras, a través de esa cámara que los escruta y los traspasa. La segunda historia nos convoca en la relación rota y dolorida entre dos cantantes pop de éxito en su día y ahora, aniquilados por la fama y el desamor de su relación. Un cuento de amor fou, enmarcado en un melodrama descarnado y doliente, muy al estilo de Fassbinder, con canciones despechadas y llenas de resquemor, que nos hablan de amor y odio, introduciendo la intriga misteriosa de un grupo secreto en busca de la eterna juventud con experimentos con escorpiones. La tercera de las historias, la más extensa, que abarca tres actos, convierte a las cuatro actrices en espías internacionales, ahora metidas en un embrollo de primer orden (situado en América del Sur y a finales del siglo XX, cuando el orden mundial de la Guerra Fría llegaba a su fin), donde la organización ha decidido eliminarlas.

Cuatro espías y tres actos, con el aroma intrínseco de las novelas de Frederick Forsyth o John Le Carré, o películas clásicas como Encadenados, de Hitchcock u Operación Cicerón, de Mankiewicz, o los grandes títulos sesenteros y setenteros como Nuestro hombre en la Habana, de Reed, o Los tres días del cóndor, de Pollack, nos desvelarán el origen de cada una de las espías. Una de ellas, reclutada en el Berlín ochentero, donde le muro dividía a las familias y amigos, y formas de pensar. La otra, una asesina a sueldo y su love story no consumada, con quizás, el amor de su vida, otro asesino como ella. La tercera, hija de un revolucionario centroamericano, una líder y sangrienta, capturada por el enemigo, y convertida en asesina de los suyos. Y la última, una agente de la KGB, jefa de espías, asistiendo al final de la URSS la convierte en una solitaria en busca del último traidor. El presente las convierte en cuatro fugitivas huyendo de la muerte, en un brutal y ejemplar western crepuscular con el mejor aroma de los Leone o Peckinpah, con sus dosis de misterio, intriga y demás, recogiendo las llanuras solitarias y perdidas de la Argentina Rural.

El primer episodio de la cuarta historia no sitúa en el otro lado del espejo, como le ocurría a Alicia, llevándonos por un cuento de metacine, muy al estilo de las películas de Moguilansky, donde veremos a las actrices quejándose de sus trajes y del sentido de la historia ambientada en Canadá, para dar paso a Llinás, interpretado por un actor, y su equipo, a la búsqueda de los famosos lapachos y la dificultad de filmar árboles. El segundo episodio nos pone en la pista de un doctor especializado en fenómenos extraños que se topará con el equipo cinematográfico del episodio anterior, completamente ido y recluido en un psiquiátrico, al más puro estilo de cuento romántico del XIX, con sus enfermeras enloquecidas de lujuria, y una doctora inquietante, con la dosis de intriga, como en toda la película, en que el doctor encontrará el cuaderno de rodaje y los libros del director, que está desaparecido, y empezará a reconstruir y reinterpretar sus historias, como ese magnífico momento de las arañas de Casanova.

Y finalmente, la película se cerrará con el sexto relato, donde Llinás vuelve a los orígenes del cine, como una reversión al inicio de todo, donde la película versionará Una partida de campo, de Renoir, y sus cuarenta minutos, construyendo un cuento inolvidable, maravilloso y emocionante sobre el amor, el sexo y las relaciones humanas, filmado en un riguroso blanco y negro y mudo, sin intertítulos. Después la película cambiará de aspecto y se adentrará en la cámara estenopeica, la famosa cámara oscura, donde asistiremos al relato de unas cautivas, las cuatro actrices, que emprenden su regreso a la civilización después de muchos años retenidas por los indios, con esa imagen precine, con interítulos extraidos de un libro, donde la película llegará a su fin, volviendo al inicio, a la estructura metálica abandonada, a la carretera solitaria, adonde todo empezó. Llinás ya había demostrado en sus anteriores trabajos su fascinación por los cuentos sin fin, por las historias poliédricas, por los relatos dentro de otros, y a la inversa, en un trabajo minucioso de historias peculiares, interesantes, anecdóticas y singulares ocultas que transitan por el mundo, un laberinto sinfín de historias, relatos y cuentos que se sabe como empiezan y nunca como acaban, como si fuesen muñecas rusas que nunca llegan a su final, donde siempre hay otra más, porque siempre continúan en algún lugar (como ocurría en Blow up, de Antonioni, donde se investigaba el asesinato retratado de la fotografía sin jamás llegar a desvelar su secreto).

Los relatos de Llinás casan con enorme acoplamiento con la luz de Agustín Mendilaharzu en la fotografía y Agústín Rolandelli en el preciso y laborioso montaje, donde el retrato de los personajes se convierte en la seña de identidad del cine de Llinás, adoptando todos los recursos habidos y por haber del cine, apoyándose en la literatura y la música de cualquier época, siempre sazonado por unos diálogos llenos de ingenio, sabiduría, humor e inteligencia, o simplemente, prescindiendo del diálogo, y filmando esas imágenes fascinantes, inabarcables e inmensas, bien manejadas por la propia voz en off de Llinás o de Verónica Llinás, que nos van guiando y reflexionando de forma brillante, inquietante y estupenda por el laberinto fílmico y ficcional de la película, bien conjuntado con la música de Gabriel Chwojnik, y la retahíla de temas musicales que nos van llevando de la mano por el ancho, perverso y divertido universo imaginado por el cineasta argentino.

Llinás se ha revelado como un demiurgo fascinante y magnífico fabulador de historias, como aquellos señores que explicaban el cine mudo, o aparecían al principio alertándonos de las imágenes que íbamos a presenciar (como sucedía en Frankenstein, de Whale) un mago y tahúr de las imágenes, brillantísimo narrador de hechizos e inventos habidos y por haber, colocando a su cine y al Pampero Cine en los altares de la invención cinematográfica y la calidad de sus miradas e historias. La flor es una película inmensa, hipnótica, fascinante y divertida que empieza y nunca termina, que continua en la mente de los espectadores imaginando y tribulando por sus historias, sus personajes y sus finales, de aquí para allá. Una película con múltiples raíces que no terminan nunca, una fábula extraordinaria y cautivadora, que no puedes dejar de ver, va más allá del mero aparato cinematográfico, mucho más que una película, convirtiéndose en un retrato de personas, mundos, personajes, miradas, sensaciones, y demás, envueltos en un viaje hacia lo más profundo de nuestro interior, acompañados por el cine y todo aquello que inventa, imagina, ficciona, mira y captura con su cámara, y todo aquello que deja fuera, su fuera de campo, todo aquello que imaginamos, inventamos y aventuramos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

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