Honeyland, de Ljubomir Stefanov y Tamara Kotevska

LA MUJER DE LA MIEL.

“Debemos mantener un equilibrio entre nuestras necesidades y las necesidades del prójimo”.

Andrew Matthews

Una mujer de unos cincuenta años largos, camina decidida a través de un prado rodeado de montañas escarpadas. Sube una de ellas, y se enfila hasta un camino al borde de un precipicio, se detiene y tras destapar una roca, descubre un panal de abejas, extrae la mitad, y vuelve a cubrirlo con la roca, como si de un tesoro se tratase. Ese detalle, aunque parezca insignificante, es crucial para la vida de Hatidze Muratova, una mujer turca que vive en una aldea remota y abandonada, junto a su madre anciana y enferma. Un detalle que equilibra toda su existencia, dedicada a la apicultura, a la fabricación de una miel rica y única, que después vende en los mercados de Skopje (Macedonia del Norte). Ella coge lo que necesita y deja el resto a las abejas, para de esa manera seguir manteniendo la producción y sobre todo, no desequilibrar a las abejas, las productoras de esa miel convertida en riqueza. Pero, todo ese equilibrio entre necesidades humanas, y naturaleza, se rompe con la llegada al pueblo de una familia nómada turca, encabezada por el patriarca Hussein, su mujer y sus siete hijos pequeños, cargados con su ganado y sus grandes necesidades. En un primer momento, la armonía parece reinar entre Hatidze y los recién llegados, hay una cooperación y fraternidad, pero pronto todo se resquebraja, cuando Hussein ve en la miel una forma de ganar mucho dinero, rompiendo así el equilibrio, cuando aumenta su producción, que afectará a las colmenas de Hatidze, que le ha instado a mantener ese equilibrio de mitad y mitad.

Ljubomir Sefanov (Skopje, 1975) es un cineasta que lleva dos décadas haciendo películas sobre medio ambiente y desarrollo humano, haciendo hincapié en los problemas que derivan las malas praxis de producción y sostenibilidad. Junto a lTamara Kotevska (Prilep, Macedonia del Norte, 1993), ya rodaron el mediometraje Lake of Apples (2017), en la que se centraban en el lago Prespa, uno de los lagos más antiguos de agua dulce, que alberga más de 2000 especies de plantas y animales, pero la pesca desmesurada ha provocado desequilibrios, y un par de científicos investigas sus causas y buscan soluciones para mantener ese equilibrio natural. Ahora, el tándem de directores vuelve a la naturaleza, trasladándonos a una remota y perdida aldea en mitad de las montañas de los Balcanes, mostrando la existencia sencilla y frágil de una señora que vive para sus abejas y la miel, consiguiendo un producto artesanal de gran valor alimentario, que tendrá que luchar contra las ansias de dinero de Hussein, alguien de fuera, alguien inconsciente del peligro que significa aumentar la producción de miel y dejar a las abejas sin el rico manjar.

Los directores macedonios capturan la naturalidad y la humanidad que desprende un personaje como Hatidze, a través de una armoniosa y limpieza visual, que no solo enriquece la imagen, sino que desprenden vida y verdad, gracias al inmenso trabajo de los cinematógrafos Fejmi Daut y Samir Ljuma, con unos impecables encuadres que consiguen mostrarnos toda esa belleza pictórica que desprenden la tierra, la luz y los extensos parajes solitarios y hermosos de la región donde reside la mujer de la miel, una mujer en perpetuo movimiento, en continuo caminar realizando acciones, ya sean laborales, domésticas, comerciales, cuidadoras y fraternas, como esos momentos conmovedores con su madre anciana, la fraternidad y alegría que muestra con los vecinos y sus hijos, con canciones y cuentos, animando a la chavalería, y en otro contexto, más solitario, cuando ella se recoge en su hogar con sus pensamientos, escuchamos sus propias reflexiones sobre la vida, la juventud perdida, el presente continuo y ese futuro incierto, en el que Hatidze no sabe si podrá mantener su estilo de vida.

Stefanov y Kotevska recogen el intenso aroma de la vida y trabajo tradicional que hacía en sus películas Raymond Depardon, en la mejor tradición del cine de los orígenes, como construían Flaherty o Grierson, en que la cámara documenta lo que está ocurriendo, sin subrayar ni mediar, solo estando y capturando la vida, la verdad que destila, convirtiéndose en un testigo que da fe a lo que allí sucede, observando a sus personas y elementos, interfiriendo lo mínimo posible, manteniendo ese equilibrio entre humanos y naturaleza, básico para la sostenibilidad de todos. Una película sobre la vida, el amor propio y ajeno, sobre lo humano y lo divino, en la que la mirada de Rossellini o Kiarostami, en su humanismo más íntimo y personal. Un relato sobre el trabajo como medio de vida, no como fin, y también, sobre las necesidades básicas, tanto de unos como de otros, y las dificultades que se originan cuando alguien, motivado por sus deseos desmesurados de codicia y avaricia, no asume los peligros de una actitud incorrecta, y genera un conflicto de consecuencias impredecibles. Hatidze no es un personaje más, es alguien sencillo y humilde, de pocas palabras, de firme disposición y recta en su trabajo, cogiendo aquello que necesita y dejando aquello para seguir consiguiendo miel, y a la postre, mantener su forma de vida, respetando su trabajo, el equilibrio de las abejas, y manteniéndose firme en sus convicciones y en su manera de relacionarse con la naturaleza y todos aquellos elementos que la componen. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El país de las maravillas, de Alice Rohrwacher

El_pa_s_de_las_maravillas-122541360-largeY EL TIEMPO SE VA…

Érase una vez al norte de Italia, en la región de Umbría, en una granja en medio del campo, que vivía una niña de 13 años que respondía al nombre de Gelsomina (explícito homenaje a Fellini con el personaje de La Strada). Esta niña y su familia (un padre inmaduro y socarrón, una madre abnegada y sufridora (personaje que interpreta la hermana de la directora), su hermana menor Marinella, que no para de imitarla, y las dos pequeñas que no cesan de revolotear) trabajaban en el campo cultivando verduras y hortalizas, criando ovejas y gallinas, y sobre todo, en el oficio artesanal de apicultores haciendo una rica miel. Los problemas por falta de dinero se acumulaban, las cosas han cambiado y en la actualidad, la granja ya no da los beneficios esperados. La llegada de un niño problemático y la aparición de un concurso de TV cambiarán la cotidianidad del entorno, y quizás provoquen la llegada del tan ansiado sustento. La segunda película de Alice Rohrwacher (1981, Fiesole, Toscana) viaja de una manera crítica e íntima hacía el mundo rural que lucha por no desaparecer, en un verano que quizás sea el último que vivan en ese lugar. Un lugar que está filmado de diferentes maneras, a modo de contrastes, como si el estado de ánimo, tanto del espacio como de sus habitantes, impregnará el ambiente que se respira. Una tierra fea y bonita a la vez, tierna y dura, con momentos de felicidad y compañía, de vitalidad y alegría, pero en cambio en otros, de tensiones, lágrimas y amargura, de convivencia y de soledad. La cineasta de madre italiana y nacida en Castel, lugar donde pasó su juventud junto a su familia. Un padre apicultor que le han inspirado en esta fábula donde no hay buenos ni malos, sino un cambio en la estructura social, que provoca la desertificación de la vida rural y campesina, en pos de un modelo económico situado en las grandes urbes. Paraísos que acaban convirtiéndose en espejismos o vestigios de un pasado que ya no volverá y se perderá en el tiempo. Rohrwarcher sigue la línea ya empezada en su debut Corpo Celeste (2011), donde una niña Marta de 10 años, a punto de confirmarse, se adaptaba junto a su familia en Calabria, en el sur de Italia, donde chocaba con la fuerte tradición católica del lugar. En esta ocasión, vuelve a centrarse en otra niña, dos personas en momentos cruciales de sus vidas, el tránsito de la infancia a la edad adulta, de dejar de ser niñas para convertirse en mujeres, sendos relatos de iniciación que tratan dos temas candentes: la desaparición del entorno rural y la moral católica. La película, en su gran parte, recuerda a otros grandes que miraron de forma lírica y amarga los problemas de los más desprotegidos que se enfrentan a la naturaleza, los terratenientes y el progreso para poder subsistir, maestros como Dino Risi, Pietro Germi o Ermanno Olmi y su magnífica El árbol de los zuecos, con la que comparte temática y mirada, y ciertos planteamientos, amén de galardones en el Festival de Cannes. Un cine poético a través de la observación de la naturaleza y su espectacular belleza, pero sin caer en la nostalgia o el excesivo embellecimiento de las imágenes. En su último tercio, la mirada de Rohrwarcher se desata y explotan las emociones contenidas de los personajes, parte que nos remite nuevamente al universo Felliniano, ya que el esperpéntico concurso televisivo entre ñoño, populista y hortera (presentado por una guapísima y valkiria Monica Bellucci) parece una secuencia extraída de alguna de sus célebres películas como La dolce vita o Ginger y Fred, esos personajes circenses y quijotescos hacen las delicias de un personal aburrido ávido de nuevas emociones. Una obra naturalista, sencilla y honesta, sin pretensiones, que observa un mundo que desaparece lentamente, el cual sólo seguirá vivo en la memoria de los personajes.