Érase una vez mi madre, de Ken Scott

MADRE CORAJE. 

“El amor de una madre por un hijo no se puede comparar con ninguna otra cosa en el mundo. No conoce ley ni piedad, se atreve a todo y aplasta cuanto se le opone”. 

Agatha Christie 

Si pensamos en madres coraje nos vienen a la memoria Maddalena Cecconi, el personaje que hacía la gran Anna Magnani en Bellísima (1951), de Luchino Visconti, y también, Cesira que componía la otra grande Sophia Loren en La ciociara (1960), de De Sica. Dos madres imperfectas. Dos madres corajudas. Dos madres luchadoras. Dos madres que pelean contra molinos-gigantes como hacía aquel hidalgo, con el propósito de conseguir que sus vástagos lleguen donde se proponen por muchos obstáculos y males en su contra. A este dúo podríamos incluir sin ningún género de dudas a Esther Pérez, la madre que protagoniza Érase una vez mi madre (en el original, Ma Mère, Dieu et Sylvie Vartan), el séptimo largometraje de Ken Scott (Quebec, Canadá, 1970), que muchos recordarán su gran éxito con De la India a París en un armario de Ikea (2018). En su nueva película, basada en la novela homónima de Roland Pérez, la citada Esther se enfrenta a que, su sexto hijo, Roland, naze con una malformación en un pie en el París de los sesenta, y ella, tozuda como una mula, se niegue a aceptar la incapacidad del niño y agarrada a su convicción, su esperanza y una voluntad de hierro luche contra viento y marea para cambiar el destino de su hijo. 

Como en sus anteriores trabajos, el director canadiense construye una interesante mezcla de drama, comedia, con toques de costumbrismo y social con un tratamiento de fábula al mejor estilo de películas como Amélie y Big Fish, donde recorremos la infancia de Roland en su peregrinaje con médicos, especialistas y vendedores de elixires que lo tratan y le ofrecen una salida de discapacitado. La madre erre que erre y seguirá consultando con otros y otras para que el sueño de ser alguien normal para su hijo se haga realidad. La gran valedora y sostenedora de este cuento de hadas no es otra que Leïla Bekhti, la gran actriz que recordamos por su participación en película como Un amor tranquilo, de Lafosse, y Querida desconocida, de Bureau y la más reciente Maria Montessori, de Todorov, compone una extraordinaria Esther Pérez pasando por medio siglo de una vida siendo esa madre protectora, torpe, valiente, sagaz y sobre todo, amorosa, quizás demasiado, con su Roland. Una interpretación que mantiene a flote la película porque hace lo difícil de forma muy natural y transparente, nada impostado, creando una mujer y madre de verdad, que no se arruga ante la adversidad y sigue pa’lante. 

Hay que hacer mención a los técnicos que acompañan a Scott como dos de sus habituales que les han acompañado en cuatro películas como son el editor Yvann Thibaudeau, con casi tres décadas de carrera con más de 70 títulos en su filmografía, y el músico Nicolas Errèra, en medio centenar de películas, amén de tener en su haber los nombres de Larry Yang, Frédèric Jardin y Patrick Timist. Y la presencia del cinematógrafo Guillaume Schiffman, también con más de 50 películas entre las que destacan títulos de Claude Miller, Michel Hazanavicius, Emmanuel Bercot y Martin Provost. Y otro editor Dorian Rigal-Ansous, que ha estado en 8 películas del famoso dúo de directores Olivier Nakache y Eric Toledano, que muchos recordarán por su popular Intocable. Todos ellos realizan un gran trabajo, al igual que los equipos de arte, caracterización y vestuario para hacer creíble aquellos sesenta tan convulsos y domésticos, donde se reflejan los pequeños detalles de toda una época y su característica forma de vivir, vestir y hacer. Sin olvidar, por supuesto, las canciones de Sylvie Vartan, tan importantes en la vida del pequeño Roland, ya sabrán porque les menciono. Unos temas que le dan calidez, paz y esperanza a Roland, a Esther y la familia.  

Acompana a Bekhti la presencia de Jonathan Coen, siendo Roland de adulto, que hemos visto hace poco siendo uno de los Dalís de Daaaaaalí!, del inconfundible Dupieux, la citada Bartan que hace de sí misma como no podía ser de otra forma, y la impertinente Madame Fleury que hace Jeanne Balibar, una especie de ogro en este cuento atemporal, sensible y esperanzador, que mientras te van contando el drama de un niño que debe arrastrarse por su piso y ser llevado en brazos por una madre que no se detendrá ante el destino que le anticipan los doctores a su hijo. Érase una vez mi madre es el relato de un niño, ya adulto, que nos cuenta su vida, y sobre todo, la relación con su madre. Una señora Pérez demasiado protectora, demasiado presente, pero ante todo, demasiado en todos los sentidos, para bien y para mal. Se puede ver la película como una historia lo que significa ser madre y también, ser hijo, dentro de las torpezas e imperfecciones de una y otro, porque lo que es este historia es el relato de unas personas de verdad, que aciertan e hierran a partes iguales, y consigue emocionarnos con una película pequeña, de unos inmigrantes en el París de los años sesenta, porque mientras unos querían cambiar el orden imperante y establecido, otros, como la señora Pérez se obstinaba en cambiar su mundo escenificado por su pequeño Roland. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Memoria, de Apichatpong Weerasethakul

EL VIAJE SONORO DE JESSICA.

“El presente no es otra cosa que una partícula fugaz del pasado. Estamos hecho de olvido”.

Jorge Luis Borges

Si hay algún elemento que caracteriza el universo cinematográfico de Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, Tailandia, 1970), es la capacidad para generar inquietud desde el primer instante que arranca su película como ocurre en Memoria, con esa forma que tiene de abrir el relato. Una pantalla totalmente fundida en negro. De repente, en la quietud del silencio, irrumpe un fuerte sonido que sobresalta al espectador más concentrado. De la misma forma que sucedió con el cinematógrafo cuando apareció a finales del XIX, irrumpiendo en el mundo de la nada, desde el silencio, sin saber su procedencia ni hacia donde iba. Un sonido que llena todo el encuadre. Un sonido que no seremos capaces de borrarnos de nuestra memoria. Un sonido que irá repitiéndose a medida que avanza el metraje. Un sonido convertido en macguffin del relato. Un sonido que se volverá elemento circunstancial y fundamental en la existencia de Jessica, una botánica británica afincada en Colombia. La inquietud se apodera de la vida de Jessica y por ende, de toda la película, porque el director tailandés sabe jugar con maestría con todos los elementos del cine, y sabe que cualquier sonido nuevo o parecido al que ha abierto la película, generará ese espacio inquietante que tanto busca en sus historias.

El cineasta asiático tiene en su haber más de medio centenar de obras, desde que empezará allá por el 1993. En su filmografía encontramos de todo: cortometrajes, cine de no ficción, y ficción, que hacen un total de nueve largometrajes si contamos Memoria. Un cine filmado casi en su totalidad en su país natal, un cine que tiene en la naturaleza su espacio predilecto, y tiene en la cotidianidad y en el misterio que la rodea su base principal, llena de personajes presentes y pasados, es decir, individuos que viven un presente-pasado o quizás un futuro-pasado, nunca llegamos a adivinar todas las ideas y elementos que pululan en el cine de Weerasethakul, porque sus fuentes son inagotables, desde las tradiciones de su país, ya sean culturales, religiosas y sociales, siempre en un territorio ambiguo, que en muchos instantes, no pertenecen a este mundo, porque el director tailandés no quiere contarnos un relato aristotélico al uso, sino ir más allá, abriendo las vidas de sus personajes en todos los sentidos y fusionando tiempos, texturas y demás aspectos en toda su plenitud, invitándonos a dejarnos llevar a través de ese ínfimo conflicto que servirá como excusa para dejar lo racional y adentrarse en otros ámbitos de la espiritualidad y las emociones más ocultas y olvidadas, en las que entran en liza aspectos propios del cine fantástico.

Las películas del cineasta tailandés se centran en aspectos más propios de la irrealidad que nos envuelve, y en muchos momentos no sabemos qué significado poseen, pero eso, al fin y al cabo, es lo de menos, porque el objetivo de la película se ha conseguido con creces, y no es otro que despojarnos de lo tangible y material y adentrarnos en la naturaleza, en todo aquello salvaje, libre y lleno de misterios, objetos ocultos, tiempos indefinidos y porque no decirlo, espectros que no son de este lugar, fantasmas que habitan en las sombras, en los espacios que nos transportan a otros mundos, otras emociones, otros seres y otros yo. Con Memoria, Apichatpong Weerasethakul se adentra al igual que sus personajes, en otro mundo. La primera vez que rueda un largometraje fuera de su país, en Colombia, y lo hace en inglés y castellano, y con una actriz como Tilda Swinton en la piel de Jessica, que vive en la urbe. Un personaje al que acompañaremos por su viaje sonoro, un viaje en el que busca obsesivamente el origen de un sonido que le viene a la cabeza cada cierto tiempo. Un viaje que profundiza en lo íntimo para sumergirse en lo social, a través de la memoria individual a la colectiva, enfrentándose a todas las heridas y víctimas de décadas de violencia. En una primera mitad, la veremos encontrar una justificación racional, en el estudio con un ingeniero de sonido intentando emular el sonido misterioso, dejándose llevar por otros sonidos que contrarresten el escuchado.

En un segundo tramo, el personaje, perdido y a la deriva, deambulando como un espectro, irá trasladándose hacia la naturaleza, con un médico que cree que el sonido tiene que ver con su salud mental, con esa ambigüedad que mencionábamos anteriormente, en que el relato todavía no se ha despojado de su faceta más terrenal, porque el transito todavía está en proceso. Y finalmente, en la selva, junto a un río, encontrará a alguien, un tipo que limpia pescado, alguien tan misterioso e inquietante como el relato de la película, un individuo que dice albergar toda la memoria del lugar, toda la memoria de las personas, de los objetos, de las piedras, de las hierbas, etc… El exilio cinematográfico de Weerasethakul no ha sido en solitario, porque le acompañan dos de sus colabores más férreos en muchos de sus largometrajes como son Sayombhu Mukdeeprom (que también ha rodado con nombres tan prestigiosos como los de Miguel Gomes y Luca Guadagnino), en la cinematografía, en un película rodada en 35mm, con el peso, la densidad y la tensión que caracteriza el cine del tailandés, que ayuda a potenciar esa idea del cine de los orígenes que persigue la película, con el sonido como arma principal, donde cada encuadre está muy pensado, con esa idea de estatismo que respira cada fotograma de la película, con unos planos fijos y largas secuencia, en consonancia a lo que está experimentando la protagonista, donde todo está envuelto en un aura de misticismo y espiritualidad, una especie de letargo extraño en que el sonido, ese inquietante sonido, se apodera del personaje hasta convertirlo en un mero espectro sin vida, sin tiempo ni lugar.

Otro compañero de viaje que acompaña al director es Lee Chatametikool en el montaje (que tiene en su haber películas tan importantes como Hasta siempre, hijo mío, de Xiaoshuai Wang), pieza capital en la filmografía del director asiático, porque es en el tiempo de duración de los diferentes encuadres y planos que se va creando toda la fuerza de su narrativa, donde prima más como se cuenta que lo se cuenta en sí, en los que ciento treinta y nueve minutos de la película nos llevan a través de una profunda ensoñación, en un viaje sensorial, espiritual y fantasmal, donde ya no somos, y si somos, somos ya otra cosa que somos incapaces de definir. Un reparto en el que brillan un tótem como el mexicano Daniel Giménez Cacho, fraguado en mil batallas, que tuvo en Zama, de Lucrecia Martel y El diablo entre las piernas, de Arturo Ripstein, unos de sus últimos grandes trabajos. Le acompañan la actriz francesa Jeanne Balibar, que muchos recordamos por sus grandes interpretaciones con Raoul Ruiz, Olivier Assayas, Mathieu Amalric, Jacques Rivette, Pedro Costa, entre otros, en un breve rol pero muy interesante. El colombiano Elkin Díaz en un inquietante personaje, una de esas composiciones tan cotidianas y a la vez, tan misteriosas.

 Y finalmente, Tilda Swinton, que decir de una actriz tan camaleónica, capaz de hacer cualquier personaje, y no solo eso, sino dotarle humanidad y ligereza, por muy extravagante, extraño y ambiguo que resulte. Su Jessica es una mujer que deambula, acechada por ese extraño sonido que la empuja hacia el abismo, a un lugar lejos de donde está y sobre todo, lejos de ella. Un actriz que tiene una capacidad inmensa para transmitirlo todo a través de su mirada y sus gestos, siempre comedidos y concisos, nada estridentes. Es una actriz fuera de serie, con un rostro inolvidable, que no solo tiene al personaje en su piel sino también en su interior, que es mucho más difícil. Su Jessica es la mejor compañía que pudiese tener Memoria. El nuevo largometraje de Apichatpong Weerasethakul es una invitación a su universo despojado de embellecimientos y demás accesorios, un mundo y unos mundos que no pertenecen a este, un espacio en el que todo confluye, donde recuerdos y objetos se enlazan, donde la memoria recuerda o cree recordar, donde el pasado, el presente y el futuro convergen en un solo tiempo o tiempos infinitos, donde nada es lo que parece, donde todo adquiere un significado nuevo y diferente, donde Jessica seguirá enfrentándose a todo lo que fue, a todo lo que es y todo lo que será. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Barbara, de Mathieu Amalric

EL ESPÍRITU DE LA ARTISTA.

“Soy distinta, tengo derecho, y vosotros también”.

Barbara

Existen películas que, en algún instante de su metraje, casi sin pretenderlo, parecen despojarse de su naturaleza cinematográfica para adentrarse en una especie de dimensión, algo así como en un estado diferente, donde la magia se apodera de todo, donde cine y vida se mezclan de manera intrínseca componiéndose en uno solo, como si la materia y el objeto filmados dejarán de ser lo que son para convertirse en otra cosa, algo emocional, espiritual. En Barbara podemos ser testigos de un instante así, cuando Jeanne Balibar que interpreta a una actriz llamada Brigitte que, a su vez está preparándose para interpretar a Barbara, pide que le proyecten imágenes de la cantante, y en ese momento, Balibar se coloca delante de la proyección y la observamos imitando sus gestos, movimientos y miradas. Mathieu Amalric (Nevilly-sur-Seine, Francia, 1965) que comparte una prolífica carrera como actor dirigido por autores del calibre de Desplechin, Maddin, Polanski, Resnais, Klotz, Green… con la de una filmografía como director realmente muy interesante y audaz. Su sexto trabajo es una exploración, como sus anteriores trabajos, sobre la búsqueda de algo o alguien, ya sea física o emocional, donde un oscuro pasado se irá revelando a medida que vaya avanzando una trama que aborda retratos intimistas sobre la condición humana. En Barbara, la intención es construir una biografía de la famosa cantante de la “chanson”, Barbara (1930-1997) denominada con el sobrenombre de “La dama de negro”, y caracterizada por su estilo melancólico, y su voz algo rota, que contra todo pronóstico, conquistó a la audiencia con canciones emblemáticas, que forman parte de la banda sonora de muchos franceses que, al principio no daban un duro por ella.

Pero, Amalric lleva la película hacia otro lugar, a un espacio más sugerente y casi onírico, donde plantea una película donde una actriz, Brigitte, interpretará a la famosa cantante en una película dirigida por Yves Zand, al que dará vida el propio Amalric. La película es un fascinante e intenso juego de espejos donde todo se mezcla, con innumerables capas, en el que la realidad y la ficción desaparecen para sumergirnos en un espacio espectral en el que todo se mantiene vivo y orgánico, donde las situaciones van revelando otras, y así sucesivamente, donde vida, ficción y realidad viajan por los personajes y los espacios de forma natural y extraordinaria. Seguimos las situaciones del rodaje propiamente dicho, sus preparativos y ensayos, y la vida que se va desarrollando fuera y dentro de ese set, junto a imágenes documentales de la propia Barbara, en la que la observamos a ella, antes o después de ser interpretada por Jeanne Balibar. Amalric construye una película sobre fantasmas, donde se evoca la figura y el espíritu de la cantante desparecida, su sensación, donde somos testigos de los detalles del modelaje  de la interpretación de Balibar, que no sólo se convierte en el espectro de Barbara, paseándose casi como una especie de vampiro en las tinieblas (con esos trajes negros que arrastra por el suelo, acompañados de esos cuellos largos) sino que fuera del rodaje, parece poseída y mantiene ese halo de misterio y secretismo que acompañaba a la famosa cantante.

Barbara es la tercera vez que Amalric vuelve a dirigir a Jeanne Balibar (que fue su mujer durante siete años) un dato que añade más complejidad y luz al entramado cinematográfico del filme, donde director y actriz, o Amalric y Balibar, convocan un caleidoscopio mágico y fantasmal donde sus propias vidas añaden más materia orgánica al juego que propone la cinta, donde todo camina entre diversas vidas y tiempos, en un estado hipnótico, de forma inherente, donde no sólo la película va muchísimo más allá de la biografía en sí, porque también rompe cualquier tipo de reglas convencionales, en una delicada y sensible aventura para capturar emociones de la cantante en la imagen de Balibar, sumergiéndose en la propia esencia del cine y del personaje que está convocando y componiendo, en una magnífica y esencial suerte de metacine, en que el propio cine se refleja en la vida y viceversa, creando un mundo lleno de espejos, capas y muñecas rusas inabarcable, que parece no tener fin, en una especie de bucle, donde no sabemos cuándo empieza ni cuando termina.

Jeanne Balibar (que muchos recordarán en La duquesa de Langeais, de Rivette o en Ne change rien, de Pedro Costa) se convierte en la mejor Barbara posible, cuando la interpreta o la ensaya, cuando la piensa o la sueña, en una interpretación íntima y sugerente, en la que asistimos a la elaboración y construcción del personaje, sus ensayos frente a las proyecciones, frente a la cámara, o al piano, mientras escuchamos la sonoridad típica de los sets de rodaje, bien acompañada por Mathieu Amalric, como ese director obsesionado con su materia buscada, en este caso el espíritu de la artista, viendo en la cámara, escuchando sus melancólicas canciones y esa sensibilidad que desprendía en cada palabra o gesto, como un escultor que moldea con mimo y detalle a su actriz-obra para extraer el alma, algo como en un exorcismo creativo donde todo es posible para capturar esa sensación íntima que se convierte en el objeto de la búsqueda. La imposibilidad de construir un biopic convencional (algo parecido experimentó Michael Winterbottom cuando abordó la adaptación de la novela Tristram Shandy: A Cock and Bull Story, de Laurence Stern, en  2005, que viéndose incapacitado para realizar la película, la abordó a través del rodaje de esa adaptación, filmando las dificultades y conflictos personales en los que se veían inmersos sus creadores) ha conducido a Amalric a no solo evocar el fantasma de Barbara, sino a mostrar las entrañas de los procesos creativos, las relaciones personales que se respiran en un rodaje, los vaivenes de los intérpretes y las búsquedas físicas y soñadas de unos y otros, en una película-viaje donde las emociones y los tiempos de antes y ahora se mezclan de manera que todos conviven de forma natural y dotadas de una belleza fascinante que seduce a todo a aquel espectador de alma sensible que quiera dejarse llevar por este universo oírico.