Sin amor, de Andrey Zvyagintsev

ALIOSHA HA DESPARECIDO.

Zhenia y Boris son un matrimonio roto, después de 12 años de convivencia y un hijo, Aliosha, su amor, si existió en algún momento, ha muerto, y ya se encuentran con otras parejas para emprender una nueva vida, a la espera de vender el piso en común. Sus (des) encuentros son pura formalidad, llena de rabia, resentimiento, acusaciones y múltiples reproches. Su último escollo es su hijo, al que desean quitarse de en medio, al que utilizan como muñeco de trapo para evidenciar su fracaso matrimonial. Un día, Aliosha desaparece sin dejar rastro. Nadie sabe nada. El cine de Andrey Zvyaguintsev (Novosibirsk, Rusia, 1964) con la complicidad de su guionista Oleg Neguin, nace a través de un conflicto relacionado con la familia, familias desestructuras, difíciles y sumamente complejas, en las que una causa que irrumpirá con determinación en sus senos, vendrá a resquebrajar la aparentemente tranquilidad y cimientos construidos, y sacará a relucir todas las miserias de cada uno de sus componentes, sin olvidar en ningún caso el marco donde se desarrollan las historias, esa Rusia contemporánea desgarrada y sangrienta, donde nada funciona, o funciona a través de un mecanismo destructor, donde no hay espacio para la piedad y el consuelo, en el que todos los organismos oficiales están corruptos, y se mueven sólo por intereses personales, dejando desatendidos a unos ciudadanos egoístas, míseros y sedientos de una existencia ampulosa y confusa.

Una trayectoria ejemplar que se inició con su extraordinario debut, El regreso (2003) dos hermanos emprendían una travesía al encuentro de un padre resucitado, en Izgnanine (Destierro) (2007) una familia se hundirá en el infierno con la aparición del hermano destructivo de él, en Elena (2011) donde repasaba los restos de la Unión Soviética, en la que una madre se debatía entre un hijo alcohólico y un marido de la antigua élite soviética, en Leviatán (2014), un mecánico y su familia se veían amenazados por el alcalde corrupto de turno. Una trayectoria donde Zvyaguintsev aborda los temas candentes de su país desde un prisma crítico, utilizando tramas y personajes que devienen metáforas, que son utilizadas como armas arrojadizas a un sistema corrupto, salvaje y asesino, y lo hace a través de una forma de rigurosa construcción, poblada de unas panorámicas que sobrecogen, y nos introducen de forma cadenciosa en un universo siniestro y miserable, donde la vida ha pasado de largo, en el que el paisaje agota y deshumaniza, con esa luz sombría y tenue, que parece apagarse lentamente, casi sin ruido, contaminando todo lo que acaricia, sin más salida que una vida carente de sentido, oscurecida y rota.

Zvyaguintsev construye un relato en el que apenas escuchamos música, en una especia de naturalidad cotidiana siniestra, que incómoda y hace daño, en el que los personajes se mueven como autómatas, llenos de egoísmo y tremendamente individualistas, moviéndose entre sombras y claroscuros, en la bellísima y terrorífica luz de Mijaíl Krischman (habitual del director), y un montaje de grandes tomas, obra de Anna Mass (otra colaboradora del cineasta ruso) que apremia los grandes encuadres dando espacio a ese vacío y claustrofobia en la que viven sus personajes. El Moscú que nos captura el director está muerto, parece que la vida se ha detenido, donde ya nada funciona, en el que la policía se muestra ineficaz y sobre todo, insensible y completamente inútil, y en el que una asociación de voluntarios accede a ayudar a encontrar al niño desaparecido, uno de esos niños solos, faltos de cariño, que además tiene que soportar la indiferencia y el rechazo de unos progenitores carentes de amor y sensibilidad, que odian al fruto de aquel amor que creían sentir, y que ahora odian con vehemencia.

El pequeño Aliosha de 12 años se convierte en ese ser inocente y débil, utilizado como pretexto y muro que les impide en avanzar en su “felicidad”, en esas vidas que ya han empezado con otras personas y en otros espacios. Zvyaguintsev ataca con dureza no sólo a la sociedad burocrática rusa, que funciona como una empresa privada, donde sus  deseos económicos prevalecen al servicio y necesidades de su población, sino también, a todos aquellos ciudadanos que aceptan empleos que les facilitan una existencia medio burguesa a costa de aceptar empresas conservadoras con métodos fascistas, donde prima el engaño y la superficialidad. El cineasta ruso vuelve a mostrar un no mundo carente de humanidad, donde parece ser que todas las emociones son mecanizadas por el bien de uno mismo, moviéndose por deseos superficiales y vacíos, donde todo lo que se hace nos lleva a la frustración y la rabia contra los demás, quizás, el leve suspiro de esperanza lo podemos encontrar en el coordinador de la asociación de búsqueda del niño que además de prestarle una ayuda desinteresada al matrimonio, tiene algo de humanidad en tener un objetivo que nada tiene que ver con el bienestar personal, sólo con el fin de ayudar a quién lo necesita sin importar el deseo individualista, una actitud loable la del coordinador, sí, aunque solo sea un espejismo entre tanta devastación emocional.

Entrevista a Ana Asensio

Entrevista a Ana Asensio, directora de “Most Beautiful Island”, en el marco del Festival Internacional de Cine de Sitges. El encuentro tuvo lugar el jueves 5 de octubre de 2017 en el hall del Hotel Melià en Sitges.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Ana Asensio, por su tiempo, generosidad y cariño, y a JJ Montero de ConUnPackDistribución, por su tiempo, generosidad, amabilidad y cariño.

Most beautiful island, de Ana Asensio

EL INFIERNO DEL SUEÑO AMERICANO.

Luciana es una española sin papeles que sobrevive con trabajos precarios en Nueva York. A través de Olga, inmigrante rusa, con la que trabaja alguna vez, acaba consiguiendo un trabajo que consiste en pasearse por una fiesta de lujo, aunque las cosas no parecen tan sencillas y además, hay gato encerrado. La puesta de largo en la dirección de largometrajes de Ana Asensio (Madrid, 1978) es una combinación magnífica y arrolladora de cine social y thriller psicológico, con el mejor aroma del cine independiente americano. Asensio dejó una carrera incipiente como actriz en la televisión en España para emprender la aventura del “american dream” y plantarse en la Gran Manzana para estudiar interpretación, aunque las cosas no salieron como esperaba y durante el último cuatrimestre del 2011, con los atentados de Nueva York en el ambiente, ella sobrevivió con trabajos precarios que la llevaron a vivir una experiencia desagradable  con uno de ellos. Toda aquella experiencia la ha plasmado en su primera película, que además de dirigir, escribe, protagoniza y coproduce, una cinta que ha levantado con el espíritu del cine combativo, resistente y la ayuda de unos colaboradores que han creído en su proyecto desde el primer momento.

Asensio, sin experiencia previa como directora, ha construido una película del aquí y ahora, una película que se desarrolla en una sola jornada, siguiendo a su protagonista, Luciana, durante un solo día, y documentando esa vida precaria, a salto de mata, con la falta de dinero acechando a cada momento, sin tregua, y sin descanso. Asensio, en la primera mitad de la cinta, nos introduce en un cine de gran efervescencia social, con los incesantes ruidos de la gran metrópoli, donde Luciana se mueve de aquí para allá, haciendo todo tipo de trabajos, a cual más miserable y desastroso, con multitud de problemas, como repartir propaganda vestida de pollo, de niñera recogiendo unos niños idiotas que la odian, sólo algunos de los empleos míseros que pululan para los más desfavorecidos, para todos aquellos que tienen que andar escondiéndose de la ley, para aquellos que vivir se ha convertido en un desagradable deambular. Luego, en la segunda mitad, y con un gran acierto del ritmo y la construcción dramática de la historia y su personaje, el ruido va cesando para penetrar en otro mundo, en esos lugares que se escapan de las miradas ajenas, esos espacios miserables y oscuros, donde siempre hay que bajar escaleras, e introducirse en lugares sin ventanas, donde la vida parece detenida, y nada ni nadie parece saber lo que ocurre entre esas paredes alejadas de la vista de todos.

Asensio logra con lo mínimo lo máximo, y seguimos con Luciana, sabiendo en todo momento lo único que ella sabe, sufriendo y angustiándonos con el personaje, su ansiedad y miedo que se van apoderando de ella a medida que va descendiendo a su infierno particular, a esa fiesta que no parece como tal, y siendo víctima, sin quererlo, todo por el maldito dinero, de un juego macabro y mortífero, para satisfacer a una minoría elitista y podrida de dinero que satisface sus deseos más oscuros y terroríficos explotando a los invisibles, a todos aquellos sin recursos que, sin saberlo, son capaces de aventurarse en juegos siniestros para seguir sobreviviendo en una ciudad aparentemente llena de luz, pero que bajo la alfombra oculta mucha oscuridad y miseria. Asensio ha logrado una película extraordinaria, que mantiene un increíble pulso narrativo, manteniéndonos en una tensión constante, con la ayuda de la crudeza y el grano que ofrece el Súper 16, obra del camarógrafo Noah Greenberg, en el que los espacios subterráneos adquieren una dimensión de constante peligro y terror, como ese sótano sin aire que respirar, en el que Luciana espera, nerviosa y muerta de miedo, su turno, con las miradas fijas en esa puerta y en los ruidos que salen de ella, mientras escuchamos esos sonidos, con espíritu vanguardista e industrial, que aún acrecienta la soledad, la angustia y el temor que recorre cada poro de su cuerpo.

La directora madrileña recoge el testigo de grandes autores como el espíritu independiente y revolucionario del cine de Cassavetes (el maestro del cine indie y referente de tantos) o los Baumbach, Anderson o Arnold, que describen con minuciosidad los detalles y la complejidad de sus personajes, explorando con precisión voyeurista los entresijos que experimentan sus criaturas en sus trabajos de carácter resistente y a contracorriente, sin olvidarnos de la película 4 meses, 3 semanas y 2 días, de Cristian Mungiu, con la que guarda muchos aspectos, tantos formales como de fondo, en el que también se describía las horribles vicisitudes que pasaban dos chicas en la Rumanía ochentera de Ceaucescu. Most beautiful island es una película excelente y con gran tensión narrativa, que alumbra la mirada de Ana Asensio como una directora a tener muy en cuenta en sus próximos trabajos, con una gran capacidad para focalizar desde la intimidad los problemas de los más desfavorecidos del primer mundo, penetrándonos en ese mundo alejado de los escaparates de grandes avenidas, de fiestas sin fin y demás excesos. Aquí se habla de aquellos que no se ven o no queremos ver, de aquellos que corren sin descanso a la caza de un mísero trabajo para seguir no se sabe dónde, aquellos que podríamos ser nosotros en algún momento de nuestras vidas.

Columbus, de Kogonada

LA ARQUITECTURA DEL ALMA.

“El cine es toda una posibilidad. Una posibilidad esencial, porque el cine es el arte del tiempo. Por lo tanto, lo es todo, porque el arte del tiempo lo engloba todo”

Kogonada

En los últimos planos que cerraban la magistral El eclipse, de Antonioni, recorríamos las calles y plazas vacías que anteriormente habían sido transitadas por los amantes. Ahora, esos mismos espacios mostraban un vacío implacable donde la quietud y el silencio se apoderaban irremediablemente de las miradas atónitas de los espectadores. El paisaje en consonancia con la forma en el cine de Antonioni le servía al maestro italiano para criticar con extrema dureza la alineación y la invisibilidad del individuo en las sociedades modernas. En cambio, en el cine de Kogonada adquiere un significado opuesto, donde los edificios y la forma devienen un poder curativo y sanador para los individuos. La puesta de largo de Kogonada (nombre artístico que homenajea a Kogo Noda, guionista de Yasujiro Ozu) parece un reflejo continuador y estilístico de sus celebrados trabajos sobre Ozu, Tarkovski, Kubrick, Wes Anderson, Bergman, etc… Piezas de apenas de cinco minutos o menos, donde el reputado crítico y estudioso cinematográfico eleva el ensayo fílmico para estudiar y reflexionar sobre las eternas posibilidades de las formas, estructuras, simetrías y demás elementos cinematográficos de los cineastas, piezas cortas hechas por encargo para Sight & Sound, Criterion Collection o el British Film Institut (celebrado es su pieza sobre el Neorrealismo donde comparaba las diferentes versiones de la película Estación Termini).

Kogonada nacido en Seúl (Corea del Sur) pero que ha crecido en EE.UU., nos lleva hasta Columbus, en el estado de Indiana, la meca de la arquitectura moderna, donde las escuelas especializadas de Europa fueron invitadas para poblar de edificios y estructuras urbanas la zona creando un nuevo modernismo donde la luz y el espacio se fundían con el paisaje, predominando una estética de formas y colores que se mezclaban con lo urbano de forma precisa y natural. Allí, en ese lugar, conoceremos a Cassey (extraordinaria la interpretación de Haley Lu Richardson) una joven recién graduada que trabaja en la biblioteca que pospone su sueño de estudiar arquitectura para vivir junto a su madre, en pleno proceso de redención después de una vida desestructura por su adicción a las drogas, que entablará una amistad con Jin (precisa y acogedora la composición de John Cho) un traductor surcoreano que se ha trasladado a la pequeña ciudad por la enfermedad de su padre, un reputado arquitecto. Kogonada acoge a sus personajes y los envuelve del paisaje urbanístico de Columbus, mientras hablan sobre sus estados anímicos, las difíciles relaciones junto a sus progenitores y el desamparo y el vacío que sienten en sus vidas actuales, y lo hace de manera inteligente y elegante, con suavidad y detalle, en el que tanto sus personajes como los edificios acaban formando uno sólo, en una de las películas más audaces y soberbias donde la forma y el fondo casan magistralmente.

Las largas conversaciones acompañadas de los espacios arquitectónicos, donde se reflexiona sobre estos, así como su historia y sus creadores, los Eero Saarinen, Richard Meier o I. M. Pei, entre otros, y sus formas y estructuras, adquieren en la película de Kogonada una inmersión visualmente extraordinaria, donde la corrección formal y la profundidad de sus personajes y sus conflictos interiores funcionan sin darnos cuenta, con extrema sabiduría cinematográfica, donde el tiempo y el espacio adquieren otra dimensión, en el que asistimos a la emoción de la amistad de dos seres atrapados en un lugar que parece diferente, quizás demasiado tranquilo y lleno de quietud, pero sí observamos con detenimiento y tomándonos el tiempo preciso, descubrimos muchísimo más de lo que vemos a simple vista, quizás descubramos algo de nosotros en su interior, algo que bulle en lo más profundo del alma.

Kogonada recoge con audacia y precisión el espíritu del cine independiente americano (ciudades pequeñas donde la vida parece detenida y demasiado corriente, personajes algo o bastante perdidos y desorientados que no acaban de encontrar su lugar en el mundo, y un paisaje urbano o rural, donde en ocasiones los personajes se muestran acogidos y en otras, seres extraños, filmados a través de planos largos mientras tienen largas conversaciones filosóficas sobre la vida, el entorno o sus vidas) y también invoca a sus maestros, aquellos que fueron material ensayístico de sus magistrales y celebradas piezas, como los Ozu, Bresson, Kubrick, Tarkovski y Antonioni en su concepción formal, donde la cinematografía de Elisha Christian (que ya había demostrado su capacidad en In your eyes, y en otros trabajos) es una gran aliada para mostrar las estructuras de los edificios modernistas, tanto su forma como lo que no vemos, su interior, sus estados de ánimo, lo que encierran dentro de su ser,  que actúa como reflejo del alma de los personajes, unos eres que los observan desde fuera y pasean por su interior, descubriéndolos y sobre todo, descubriéndose a ellos mismos.