Los indeseados, de Erlingur Thoroddsen

LOS MONSTRUOS DE AL LADO.  

“Los monstruos más temibles son los que se esconden en nuestras almas”. 

Edgar Allan Poe

Películas como Blind (2014), y Los inocentes  (2021), ambas de Eskil Vogt, Thelma (2017), de Joachim trier, y Descanse en paz (2024), de Thea Hvistendhal, son claros ejemplos de la salud de hierro del género de terror nórdico. Un terror que se aleja de las producciones relamidas y arquetípicas basadas en el susto fácil, la fisicidad como medio narrativo y los guiones tramposos como forma de sorpresa al espectador. El terror que proponen las películas citadas está construido a partir de lo psicológico, huyendo de lo fantástico para adentrarse en espacios domésticos donde se desarrollan historias tremendamente cotidianas, donde se hurga en las complejidades de la condición humana, en atmósferas realistas donde lo sobrenatural es algo tangible, algo que está entre nosotros y sobre todo, tramas de pocos personajes, donde lo efectista desaparece para centrarse en las relaciones y en las torturas mentales por las que transitan unos personajes muy cercanos a los que les suceden conflictos que todos podemos llegar a conocer. 

Del director Erlingur Thoroddsen (Reikjavik, Islandia, 1984), conocemos su fascinación por el terror más convencional en sus dos primeros films dirigidos en EE. UU., amén de algún episodio de una serie, para volver a su país donde filma Rift (Rökkur, 2017), donde ya ahondaba en un terror más de sugerir que de mostrar, en la partía de dos hombres aislados en una cabaña siendo acosados por un fantasma. En su cuarto título Los indeseados (“Kuldi”, en el original, traducido como “Frío”), basada en el best seller homónimo de Yrsa Sigurdardóttir, en el que plantea una trama dividida en dos partes: una en la actualidad, en la que Óddin Hafsteinsson y Rún, su hija de 13 años, se encuentran en el proceso del duelo después que Lára, la esposa y madre se lanzará al vacío. La otra parte, se remonta a principios de 1984 en el centro juvenil Krókur, lugar que investiga Ódinn, donde una joven de nombre Aldis se queda fascinada por un joven que acaba de llegar y recibe la hostigación por parte de una dirección que oculta algo siniestro. Dos tramas que van mostrándose que tienen más en común de lo que en un primer instante podemos imaginar, dónde se va dosificando la información con criterio y de forma reposada, donde prima lo inquietante y lo que se oculta en cada detalle. 

Un rasgo capital que caracteriza el audiovisual nórdico es su esmero en cada elemento tanto técnico como artístico, como vemos en Los indeseables, en su cinematografía que firma el belga Brecht Goyvaerts, que tiene en su haber directores de la talla como Lukas Dhont y Julie Leclercq, en que sabe usar el cielo plomizo y grisáceo tan característico islandés para convertirlo en un personaje más, una amenaza que está a punto de saltar sobre los personajes. La música tan excelente y concisa, esencial en una película de este tipo, la firma el compositor Einar Sv. Tryggvason, que ya trabajó con el director en la citada Rift, creando ese ambiente tan cercano y a la vez, tan frío y poderoso. El montaje de la sueca Linda Jildmalm consigue en sus intensos 97 minutos de metraje carburar de forma excelente los dos tiempos, las aparentes dos tramas y sus correspondientes espejos-reflejos entre los acontecimientos de los ochenta relacionados con los de la actualidad. Mención especial merece lo que apuntábamos más arriba en la cuidada elección de los espacios, todos muy domésticos y pocos, amén de los apenas tres personajes entre los dos tiempos, consiguiendo esa trama tensa y terrorífica donde lo sugerido es lo más importante.

En el apartado artístico tenemos a Jóhannes Haukur Jóhannesson como Ódinn, un actor islandés que ha trabajado mucho en su país, amén de películas tan importantes como The Sisters Brothers (2018), de Jacques Audiard, y con Richard Linklater, Bill Condon, entre otras. La joven Ólöf Halla Jóhannesdóttir se mete en la piel de la enigmática y rebelde Rún, Elín Sif Halldórsdóttir es Aldís, y Halldóra Geiharösdóttir es la abuela. Todos bien dirigidos y mejor interpretados, dando a la película esa potente mezcla de investigación criminal, drama familiar y pasado oculto y turbulento que saldrá a la luz más pronto que tarde. Si apuestan por ver una película como Los indeseados, de Erlingur Thoroddsen, lo primero que les va a llamar la atención es su inquietante atmósfera construida a partir de pocos elementos y muy naturales, alejada de efectismos y estridencias y piruetas inverosímiles argumentales y demás triquiñuelas. Aquí no hay nada de eso. Por el contrario, todo está muy pensado y armado, construyendo un magnífico cuento de terror psicológico. ¿Puede ser el terror de otra forma?. Se hace de otras formas, pero no tiene la solidez, la tensión y la excelencia que sí tiene esta película. No se lo piensen más, seguro que les va a seducir. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Hasta el fin del mundo, de Viggo Mortensen

HISTORIA DE UN AMOR. 

“Cuando nos vimos por primera vez, no hicimos sino recordarnos. Aunque te parezca absurdo, yo he llorado cuando tuve conciencia de mi amor hacia ti, por no haberte querido toda la vida”

Antonio Machado 

Me gusta pensar que Hasta el fin del mundo (“The Dead don’t Hurt”, en el original), la segunda película de Viggo Mortensen (Watertown, New York, 1958), nace de dos películas que protagonizó el actor danés-estadounidense como Appaloosa (2008), de Ed Harris y Jauja (2014), de Lisandro Alonso. Dos western crepusculares, o como a mi me gusta describirlos: “No Westerns”, es decir, historias donde la épica y el heroísmo de los primeros años del género ha desaparecido, donde sus protagonistas son almas de vuelta, entrados en los cincuenta y sesenta, seres que fueron y ya no son, individuos perdidos y solitarios que ya no encuentran su lugar y mucho menos su paz, tipos que la modernidad materialista ha pasado muy por encima. Hombres a caballo que arrastran demasiadas derrotas, demasiados recuerdos y sobre todo, demasiados amores perdidos. En definitiva, fantasmas vagando por unos territorios ajenos, raros y vacíos. 

Mortensen se aleja de su primera película o quizás, se sitúa en otra perspectiva sobre el significado de amar. si en aquella Falling (2020), se centraba en la imposible relación entre un autoritario padre y su hijo homosexual. Ahora, el amor que nos explica es un amor maduro, un amor inesperado, y un amor entre dos seres independientes, libres y valientes. Dos almas que se encuentran o reencuentran, quién sabe. Durante la mitad del XIX, tenemos a Holger Olsen, un inmigrante danés que se agencia una abandonada y pequeña granja en Elk Falts en Nevada, un pueblo cerca de la frontera.  Un día, conoce a Vivienne Le Coudy, otra desplazada pero francesa, que es su alma gemela y los dos se enamoran, o lo que es lo mismo, los dos aceptan sus soledades y sus formas de compartirla. Tiene la película el aroma de Doctor Zhivago (1965), de David Lean, tanto en un amor imposible y una coyuntura política y violenta difícil de soportar. No voy a entrar en detalles del argumento, pero pueden imaginarse que la película está estructurada a través de los arquetipos del género: un pueblo miedoso, los típicos caciques, dueño del banco y del salón, que controlan el cotarro, y además, el matón de turno. Almas oscuras que, desgraciadamente, se verán las caras con la paz en la que viven Holger y Vivienne. Sólo decir que el guion, también de Mortensen, está dividido en dos tiempos, el presente y el pasado, o lo que es lo mismo, lo vivido y lo recordado, con la guerra de Secesión en la trama, aparta a él de ella y la deja sola, como si fuera Penélope esperando a Ulises, pero en una espera quieta sino muy activa, centrándose en su cotidianidad, en su trabajo, en su carácter y en la transformación de una granja sin más en un agradable hogar. 

Mortensen se ha rodado de dos grandes productores como Jeremy Thomas, toda una institución en la industria cinematográfica con más de 70 títulos a sus espaldas al lado de extraordinarios cineastas como Bertolucci, Wenders, Cronenberg, Frears y Skolimowski, entre muchos otros, y Regina Sólorzano, detrás de éxitos recientes como La isla de Bergman (2021), de Mia Hansen-Love y El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund, amén de parte del equipo que ya estuvo con él en Falling como el director de fotografía Marcel Zyskind, habitual de Michael Winterbottom, consiguiendo esa luz tenue y acogedora en la que no sólo se detallan los pliegues de la intimidad, sino aquella leve brisa donde nada ocurre y en realidad, ocurre la vida o eso que llamamos vida, la edición de Peder Pedersen, que debuta con esta película, en una obra nada fácil que se va a los 129 minutos de metraje, pero que no es un hándicap, ni mucho menos, porque se cuenta sin prisa, con las debidas pausas, y sin embellecer nada, hurgando en las vidas pasadas y presentes de sus dos protagonistas y demás almas que se encuentran, y tres cómplices como los diseñadores de producción Carol Spier y Jason Clarke, y la diseñadora de vestuario Anne Dixon. 

Un reparto encabezado por la magnífica Vicky Krieps que, a cada película que vemos de ella, no sólo incrementa su altura como actriz, sino que nos deja alucinados con sus múltiples registros y detalles, en unos interpretaciones basadas en la mirada y el gesto, comedidos y sin estridencias, desde dentro, transmitiendo sin hablar todo el peso y la memoria de sus respectivos personajes. Estoy enamorado de la calidad interpretativa de una mujer que añade profundidad a cada gesto de la inolvidable Vivienne Le Coudy, tan misteriosa como sencilla, tan cercana como de verdad, un personaje que está a la misma altura de Lara que hacía Julie Christie en la antes mencionada obra cumbre de Lean. Dos almas enamoradas, dos almas inquietas, dos almas independientes y sobre todo, dos almas humanas. Mortensen que, a parte se encarga del guion como he comentado, de la coproducción, de la música, excelente composición, como ya hizo en las citadas Jauja y Falling, y de partenaire de la Krieps, en la piel de Olsen, un tipo maduro, un tipo que ha cabalgado mucho tiempo, y ya cansado quiere estar tranquilo y en paz consigo mismo, aunque todavía le quede algo de aventura y acción, con la misma sobriedad que su compañera de reparto, en el mismo todo y con la mirada llenando el cuadro. Les acompañan un elenco comedido y profundo, que con poco hacen mucho, como el chaval, que recuerda cuando el actor hizo La carretera (2009), de John Hillcoat y la compañía de grandes actores como los Danny Huston, Garret Dillahunt y Solly McLeod, el trío calavera de la cinta, volvemos a encontrarnos con Lance Henriksen que fue su padre en Falling, y los veteranos Ray McKinnon y W. Earl Brown, entre otros. 

No se pierdan una película como Hasta el fin del mundo, según el distribuidor, porque es una película que recuerda a aquellos westerns como El árbol del ahorcado, de Delmer Deaves, El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, Érase una vez el oeste, de Leone, La balada de Cable Hogue, de Peckinpah, El juez de la horca, de Huston, Sin perdón, de Eastwood, y muchas más, que arrancó a finales de los cincuenta y cayó a finales de los setenta, con alguna excepción. Sólo son unas pocas porque los amantes del género sabrán muchas más, y tendrán sus favoritas. Un cine que dejó el falso heroísmo, tan propagandístico en el Hollywood que vendía felicidad, y comenzó a mirar el no western con nostalgia, centrándose en sus mayores, en lo quedaba después de años de deambular por el desierto y los pueblos, y por tantas llanuras y desafíos, que quedaba de esos hombres a caballo, pistola en el cinto y sin más hogar que el que cabía en las alforjas de su caballo. Hombres convertidos en meras sombras y espectros de lo que fueron, alejados de la leyenda y siendo hombres viejos, cansados y con ganas de paz y por qué, no, enamorarse. Quizás es mucho pedir, pero viendo sus biografías, era lo que desearíamos cualquiera de nosotros. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Un blanco fácil, de Jean-Paul Salomé

SOY LA SINDICALISTA MAUREEN KEARNE. 

“Lo más revolucionario que una persona pueda hacer es decir siempre en voz alta lo que realmente está ocurriendo”.

Rosa Luxemburgo

Hay una larga tradición en la cinematografía europea de hacer películas sobre el trabajo y sus problemas: Amargo silencio (1960), de Guy Green, La clase obrera va al paraíso (1971), de Elio Petri, El hombre de hierro (1981), de Andrzej Wajda, Daens (1982), de Sitjn Coninx, Sinfin (1985), de Krzysztof Kieslowski, Germinal (1992), de Claude Berri y Pan y rosas (2000), de Ken Loach, entre muchas otras. Películas que generalmente están amarradas a la actualidad más cercana, en la que a parte de contarnos historias que nos sacuden fuertemente, tienen una parte emocional y psicológica muy profunda. Un blanco fácil (La Syndicaliste, en el original), basada en la novela homónima de Carolina Michel-Aguirre, que se basa en sucesos reales, es una de esas películas que nos devuelve al trabajo y sus historias, cosa que se agradece, porque últimamente el cine ha olvidado la actividad que condiciona completamente nuestras vidas. 

La película se trata de la segunda colaboración entre la actriz Isabelle Huppert y el director Jean-Paul Salomé (París, Francia, 1960), después de Mamá María (2020), en la que en un tono de comedia dramática, una especialista en escuchas telefónicas que trabaja para la policía, va involucrándose en un trapicheo de drogas.Tanto el tono como el contenido han cambiado mucho en Un blanco fácil, un guion escrito por el propio director y  Fadette Douard, de la que hemos visto Papicha, de Mounia Meddour, y Entre rosas, de Pierre Pinnaud, porque seguimos a Maurren Kearney, una sindicalista de la principal multinacional nuclear de Francia, una mujer de carácter y dura que se mueve en un mundo de hombres, patriarcal y machista. El conflicto estalla cuando la jefe es sustituida por Luc Ourset, un tipo sin escrúpulos que quiere pegar el pelotazo de su vida, vendiendo la empresa a China, con la conveniencia de un poderoso abogado, todo a espaldas del gobierno. La señora Kearney no permitirá semejante abuso y descabello y se enfrentará al dirigente para salvar a los 50000 trabajadores de la macro empresa. 

No es la primera vez que el director había coqueteado con el thriller, si recordamos Espías en la sombra y El camaleón, entre otras, pero es la primera vez que lo hace mezclando el trabajo, el sindicalismo, el drama personal y el thriller político, en un relato que nos devuelve títulos como Tempestad sobre Washington, Cinco días de mayo, Klute, Todos los hombres del presidente, entre otras, en las que a través de la cruzada personal de un tipo, se hace una radiografía crítica y brutal sobre las aristas y las miserias de un sistema democrático injusto, partidista y profundamente violento. En Un blanco fácil lo que empieza siendo una tarea tremendamente dificultosa para la protagonista, recibiendo amenazas y una persecución feroz, deriva a se acusada por inventar una violación, todo enmarcado en el thriller más puro y oscuro, como esas viejas películas del Hollywood clásico, donde nada es lo que parece, y donde empiezas persiguiendo y acabas en el otro lado, pisoteado y acusado. La estupenda y etérea cinematografía de Julies Hirsch, un grande que ha trabajado con Godard, Desplechin, Techiné, Jacquot, y también estaba en la mencionada Mamá María, con ese tono frío y cercano, que escenifica con detalle los diferentes estados de ánimo por los que pasaba la sindicalista. 

El impresionante ritmo y calidad del montaje del tándem Valérie Deseine, también en Mamá María, y Aïn Varet, ayuda a contar con transparencia y brillo todos los detalles de una película nada fácil, con una gran intensidad, agobio y psicología, que se va a las dos horas de metraje. La magnífica música de Bruno Coulais, que capta la tensión y la inquietud de la protagonista, sumergida en un laberinto kafkiano y apabullante, que no es la primera vez que trabaja con Salomé. Que podemos decir de Isabelle Huppert, con más de medio siglo de carrera y más de 100 títulos a sus espaldas con los directores más importantes de la cinematografía europea, hace su enésima composición con un personaje como el de Maureen Kearney, la sindicalista que cree en las personas y se enfrenta a un universo machista y sin escrúpulos, que disfrazados de socialdemócratas son unos miserables fascistas que lo venden todo, empresas públicas, personas y todo lo que se les antoje, sin pensar en las consecuencias de cientos de miles de vidas tiradas a la basura. Una mujer, que ama a su marido y a su hija, pero obsesionada con su trabajo, y llena de fortaleza y valentía, que contrasta con el cuerpo menudo y aparentemente frágil de la actriz, pero todo lo contrario, un cuerpo lleno de fuerza y temperamento capaz de enfrentarse a todos y todo. 

Acompañan a Huppert un buen grupo de intérpretes empezando por Grégory Gadebois en el papel de marido protector y paciente, Pierre Deladonchamps, un inspector de policía que es uno más de esa cadena legal que sigue órdenes y atosiga a la víctima de ninguneando su confesión y acusándola sin investigar, y luego, las excelentes colaboraciones de Marina Foïs, que hemos visto recientemente en la extraordinaria As bestas, como la ex jefa, una más o una menos, eso nunca podemos saberlo. Y Finalmente, Yvan Attal como Luc Ourset, menuda pieza, menudo tipo, todo un miserable que actúa bajo sus propios instintos de depredador y avaricia, uno de esos señores con traje y corbata que han ido a los colegios y universidades más caras, pero que, en el fondo, son unos vampiros sedientos de violencia y dinero. Estamos de enhorabuena porque son escasas las películas sobre el trabajo, y más aún, que estén protagonizadas por mujeres, pensamos en la reciente Matria, de Álvaro Gago, y cómo no en el espejo donde se mira Un blanco fácil, que no es otra que la extraordinaria Norma Rae (1979), de Martin Ritt, todo un acontecimiento en su momento, que le valió un merecidísimo Oscar a Sally Field, en su contundente e inolvidable interpretación de una sindicalista en lucha y protesta continúa para salvar el trabajo, vaya a ser que los socialdemócratas en sus ansías de avaricia y glotonería quieran venderlo al subes asiático o cualquier país del este. Norma y Maureen sólo son dos, aunque deberíamos ser más, afiliados al sindicato y luchar no sólo por nuestro trabajo, sino por una vida más digna y justa, porque nos han vendido la democracia, pero no la real. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA