La hojarasca, de Macu Machín

TRES HERMANAS. 

“El arte es un medio para trascender la realidad y conectar con lo eterno”. 

Andréi Tarkovski

La apertura de una película es de capital importancia, porque deja constancia de los próximos compases del viaje que estamos a punto de iniciar. En La hojarasca, de Macu Machín (Las Palmas de Gran Canaria, 1975), arranca con Carmen recogiendo hojarasca/broza en uno de sus huertos, en silencio y con la cámara a una relativa distancia, observando pero sin ser invasiva, documentando un instante. Inmediatamente después, las otras dos hermanas, Elsa y Maura, vienen a lo lejos del camino entre el espesor de la bruma y la neblina, aproximándose a la cámara/nosotros, mientras en off escuchamos el cuento/encuentro trascendental de un antepasado de las mujeres con un cochino que les dejó unas tierras. Después de eso, aparece el título de la película. En muy pocos minutos, la película ha dejado clara sus líneas de exploración: estamos ante la historia de tres hermanas, muy diferentes entre sí, su reencuentro y sobre todo, el conflicto de las tierras y la herencia dichosa, y aún más, el relato se aposenta a través de los silencios y el entorno de la Isla de La Palma.

La ópera prima de la cineasta canaria, después de varios cortometrajes como Geometría del invierno (2006), El mar inmóvil (2017) o Quemar las naves (2018), entre otros, donde ha variado entre la observación y el metraje encontrado con la búsqueda de filmar lo real y lo trascendente en sus historias. En La hojarasca sigue esa línea marcada, donde la realidad y lo fantasmal se juntan en una cotidianidad natural y huyendo de lo arquetipo, componiendo una íntima sinfonía que se mueve a través de la cotidianidad de los quehaceres laborales, como recoger broza y almendras, y demás labores propias de la huerta, a través de las tres hermanas: Carmen, la que se ha quedado en las tierras familiares, Elsa, la hermana mayor que viene con Maura, que padece una enfermedad degenerativa. Tres mujeres, muy diferentes entre sí, que pasarán unos días juntas, donde se hablará, muy poco eso sí, porque no son personas de palabras, sino de miradas y gestos, los años del campo las han endurecido y las ha hecho muy hacia dentro. Tres almas compartiendo su pasado, los que estuvieron antes que ellas, el presente más inmediato y los días y las noches como actos repetitivos de la existencia más terrenal, en que el paisaje las rodea y describe sus huellas, las suyas y las de los que ya no están, donde el tiempo se desvanece y el paisaje va marcando el suyo. 

La película se nutre de una excelente factura visual con un equipo formado de extraordinarios profesionales como la pareja que forma la cinematografía como José Alayón, que tiene en su haber películas como La ciudad oculta, Blanco en Blanco y Eles transportan la morte, que también ha coproducido, y la búlgara Zhana Yordanova, en el que se erigen encuadres estáticos donde la vida y la muerte, lo real y lo trascendental se van mezclando de forma sutil, sin que nos demos cuenta, donde el documento, el western, el terror y lo social van emanando de forma pausada y concisa. La brutal música de Jonay Armas, que ya nos fijamos en su talento en sus trabajos con Alberto García, es un personaje más, con esos acordes que nos remiten al citado western y al género de lo sobrenatural en otros compases. El extraordinario sonido de un grande como Joaquín Pachón, con una filmografía de más de 60 títulos con cineastas como Isaki Lacuesta, Carla Subirana, Eloy Enciso y Rocío Mesa, entre otros, toma el pulso de todo la atmósfera entre lo cotidiano y lo inquietante por el que transita la historia, y el estupendo montaje del trío Emma Tusell, Manuel Muñoz Rivas y Ariadna Ribas, que consiguen en sólo 72 minutos de metraje un relato complejo, nada complaciente y lleno de miradas y gestos y más allá, donde todo parece envuelto en una espesa bruma sin tiempo ni lugar. 

Reivindicamos una productora como El Viaje Films, coproductora junto a la directora de la película, formada por el mencionado José Alayón y Marina Alberti, que sigue abanderando un cine de verdad, es decir, un cine que explore y profundice en las grietas del lenguaje y la forma, construyendo un imaginario diverso y encantador que es muy reconocido a nivel internacional, como han hecho con La hojarasca, el bellísimo y extraordinario debut de Macu Machín, una cineasta que ha sabido construir un universo que trasciende el tiempo, la memoria, el documento y el género mediante lo más cercano y natural, a partir de tres almas que se mueven entre lo terrenal y lo fantasmal, en las miradas, gestos y cuerpos de sus tías: Carmen y Elsa Machín y Maura Pérez, tres mujeres moviéndose en un presente que remite a otros tiempos y a esté, entre las brumas y las grietas del tiempo de los que antes nos precedieron con su legado y su memoria, y los que estamos aquí, con su legado y sus lugares que ahora pisamos y gestionamos nosotros. Una película sin tiempo ni lugar, como ya he comentado, de esas que hacían en el este allá por los sesenta y setenta, donde el paisaje iba formando la historia y las personas, como ocurría en películas como La mitad del cielo (1986), de Manuel Gutiérrez Aragón y O que arde (2019), de Oliver Laxe, películas que tienen muchos lazos con la película de Machín, donde lo femenino es crucial, en esa eterna dicotomía entre el humano y entorno, memoria y presente, entre vida y muerte, donde real y lo trascendental es uno, con infinitas variaciones. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Entrevista a Carlos Vermut

Entrevista a Carlos Vermut, director de la película «Mantícora», en los Cines Renoir Floridablanca en Barcelona, el miércoles 23 de noviembre de 2022.

Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Carlos Vermut, por su tiempo, sabiduría, generosidad y cariño, a mi querido amigo Óscar Fernández Orengo, por retratarnos de forma tan especial, y a Lara Pérez Camiña de BTeam, por su amabilidad, generosidad, tiempo y cariño. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Mantícora, de Carlos Vermut

EL MONSTRUO OCULTO.

“Me gustan tus monstruos. Tienen mucha vida interior… ¿no?. Tienen esa mirada melancólica, como si les preocupara algo…”

El universo cinematográfico de Carlos Vermut (Madrid, 1980), se mueve en los espacios de una aplastante cotidianidad, en los que la acción física está supeditada a lo emocional, a la parte psicológica, a esos mundos interiores donde sus personajes luchan contra sí mismos, deambulando por sus infiernos particulares, en una pesadilla constante del que hacen lo imposible para salir de ella, aunque con resultados extraños y perturbadores. Un cine de terror, peor un terror que de tan cercano, asusta más, porque los monstruos de sus películas no tienen un aspecto terrible, sino que son como nosotros, incluso nosotros, seres heridos que se mueven entre las sombras ocultas, entre las tinieblas de sus realidades, y sobre todo, monstruos sensibles, melancólicos y solitarios que inevitablemente no pueden huir de ellos mismos. Con Mantícora, esa criatura mitológica con cabeza humana y cuerpo de animal, vuelve a los terrenos que transitó en Magical Girl (2014), que era heredera directa de aquella gran sensación que fue Diamond Flash (2011), con esos personajes complejos y sus discutibles acciones, y deja el melodrama de terror que practicó en Quién te cantará (2018).

 

La película se centra en Julián y lo sigue en esa especie de diario de su protagonista, un joven modelador de monstruos para videojuegos, como esa apertura sensacional de la película, en que vemos en la pantalla el resultado virtual del monstruo que está diseñando el protagonista. Un tipo que se debate entre dos realidades, la suya propia, que intenta ocultar por todos los medios, y esa otra, la virtual, aquella en la que su imaginación se suelta y se libera. Todo ese quehacer diario de casa y trabajo, se rompe con la irrupción de Diana, una veinteañera de otra ciudad que está en Madrid cuidando de su padre enfermo, y en un momento de su vida en pleno tránsito, pensando que hacer con ella. Vermut plantea una película sencilla y muy trabajada, donde nada deja al azar, desde el implacable diseño de producción de Laia Ateca, que estuvo en la citada Quién te cantará y en La abuela, con guion de Vermut y dirigida por Paco Plaza, el conciso y cortante montaje que se va a las dos horas de metraje, medida habitual del director madrileño, que firma Emma Tusell, que vuelve a trabajar con el director después de la experiencia de Magical Girl, y esa luz claroscura de tonos suaves que impregna la trama de Alana Mejía González, que tiene en su haber el último trabajo de Carla Simón, y el interesante cortometraje Forastera (2020), de Lucia Aleñar Iglesias.

 

Y qué decir de su asombrosa y peculiar pareja protagonista formada por un Nacho Sánchez, que después que flipáramos con su Ismael en Diecisiete (2019), de Daniel Sánchez Arévalo, en un rol contenido y de hermano mayor, y de su estrambótico Carlo en Doctor Portuondo, la serie de Carlo Padial para Filmin, nos encontramos con otro registro muy diferente en el que da vida a Julián, un tipo solitario y melancólico, como los monstruos que diseña, alguien encerrado que con la aparición de Diana, deberá enfrentarse a todo aquello que esconde. Y la otra parte de esa inusual y bien escogida pareja es Zoe Stein, que nos había encantado en L’oreig (2014), de Blanca Camell, y en la mencionada Forastera, sendos cortometrajes en los que interpretaba a adolescentes, una en el final de un tiempo, y otra, en ayudar a la demencia de su abuelo. En Mantícora es Diana, un joven que, como Julián, se encuentra perdida, sola y sin más vida que una realidad difícil y sin rumbo. Una pareja que nos encanta por su absorbente naturalidad, cercanía y ese lado complejo que también muestran y ocultan según el momento.

 

La película de Vermut es un inquietante y perturbador cuento de terror, que se asemeja mucho a aquellos films de los sesenta y setenta como los que hacían Losey, Melville, Polanski, Saura, Fernán Gómez y Erice, entre otros, donde prima más el aspecto psicológico de los personajes, siempre en espacios domésticos, donde la carga del pasado es sumamente importante, y donde la cotidianidad los ahoga y se sientes desencajados y desplazados del resto y una sociedad demasiado hedonista y material. Las historias del cineasta madrileño se mueven a partir de conflictos invisibles, donde aparentemente, sus individuos parecen ajenos a lo que sucede, donde sus tramas están estructuradas a partir de un crescendo magnífico, en el que a los espectadores nos va envolviendo de forma sutil y elegante, casi sin darnos cuenta, en unas construcciones que recuerdan al imaginario hitchcockiano, recuerdan aquellas de Encadenados, Recuerda y La sombra de la duda, donde se juega a todo aquello que se muestra y a todo aquello que se oculta, en un juego macabro en que el respetado público deberá decidir sobre la moral de las acciones de los personajes, si es que se ve capaz, porque nunca es sencillo y mucho menos claro.

 

Vermut nos habla de temas incómodos, invisibles y muy tenebrosos, peor lo hace de forma inteligente, pausada y sin estridencias ni atajos sensibleros ni ninguna otra artimaña de trilero. Todo lo hace desde la emocionalidad, desde la sensibilidad de acercarse a unos personajes oscuros, a unas personas que no se muestran mucho, de escarbar en su cotidianidad, en sus pequeñas acciones, en sus relaciones sencillas, en todo aquello que está en sus vidas pero hay que acercarse detenidamente para poder verlo, construyendo todo el artificio cinematográfico de la forma más natural e íntima para que todo lo que nos ocultan se revele frente a nosotros, sin obstáculos, sin mediadores, mostrándose en toda su fealdad, mirándonos fijamente, sin poder desviar la mirada, sumergiéndonos en todo eso que intentamos no ver ni aceptar, pero que está, y el cine de Vermut lo mira, lo describe, y sobre todo, reflexiona sobre ello, y lo hace de forma inteligente y brillante. No se pierdan Mantícora, porque indaga en lo más oscuro de la condición humana y aunque no queramos asumirlo, también pertenece a lo que somos. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA