LAS GENTES DEL MOLINO.
“Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de gente importante que ocupa el poder, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser. ante esta antropología del ganador de lejos prefiero al que pierde”.
Pier Paolo Pasolini
El universo cinematográfico de Alberto Morais (Valladolid, 1976) lo componen relatos sobre lo humano y la resistencia en el que pululan “los otros”, desplazados e invisibles que hacen de su cotidianidad un coraje para seguir adelante a pesar de los pesares, a partir de una estructura en la que el itinerario establece la forma y el fondo. En su primera obra Un lugar en el cine (2007), un alegórico documental que seguía a Angelopoulos, Erice y Tonino Guerra en sus reflexiones sobre la experiencia cinematográfica, en Las olas (2011), un anciano hacía un largo viaje para volver a Argeles, donde estuvo preso después de la guerra, en Los chicos del puerto (2013), unos chavales recorrían de punta a punta Valencia con el propósito de hacer un último recado al abuelo de uno de ellos, y finalmente, en La madre (2016), un adolescente deambula en busca de cariño tropezando con la cruda realidad.

Con La terra negra, el cineasta, valenciano de adopción, con un guion escrito por Samuel del Amor y él mismo, en el que continúa con los derrotados, pero virando un poco, en ésta ya no hay movimiento ni viaje, todo es mucho más interior, donde vuelve a lo rural como hiciese en La madre, instalándose en una película de corte clásico, estática y pausada, partiendo de una estructura del western más cercana a Peckinpah y Hellman, nos sitúa en un pueblo valenciano en la actualidad alrededor del trabajo de un molino regentado por dos hermanos, Ángel y María al que llega un forastero, Miquel, para trabajar y ser uno más. Inmediatamente, asaltan los recelos de los otros habitantes de la zona y amigos de Ángel, que ansían poder controlar el codiciado molino. Y no acaba ahí la cosa, porque Miquel tiene un poder que puede influenciar en la conducta de las personas. Como pueden imaginar, el conflicto se desata. Morais planta la cámara y nos cuenta una historia con reminiscencias a la tragedia griega, donde la bondad y lo humano y lo sagrado se enfrentan a lo oscuro, a la envidia y a la violencia, y lo hace con una película que se ve con mucho interés, donde todo avanza con reposo y calma, a partir de un tempo en el que prevalecen los personajes, sus relaciones y los abundantes silencios, miradas y gestos, generando una atmósfera muy oscura a través de lo más cotidiano.

La excelente cinematografía de Roberto San Eugenio, al que conocemos por sus trabajos con el director Samuel Alarcón, construye una luz muy cercana y natural, porque lo que se busca es que lo doméstico adquiera esa misticidad que proviene del personaje de Miquel rodeado de un microcosmos donde impera una rabia violenta que emana en las raíces del odio y la maldad. El montaje de Julia Juániz, tercera película con Morais, después de las citadas Un lugar en el cine y La madre, donde vuelve a realizar un trabajo excelente, en que se impone un ritmo adecuado y abrumador, donde el enfrentamiento entre la luz y la oscuridad es constante, donde lo terrenal y lo divino se manifiestan como en el cine de Pasolini, claro referente que ya estaba en Un lugar en el cine, ya que Angelopulos viajaba hasta Ostia, la playa donde fue asesinado el insigne cineasta-poeta italiano. Juaniz, con más de 70 películas en su filmografía al lado de Carlos Saura, con el que hizo 10, amén de Erice y Mercedes Álvarez, entre otros, construye una magnífica película con unos intensos 100 minutos de metraje, con unos planos que no sólo explican lo que vemos sino todo aquello que permanece en el lugar pero todavía no sabemos ver.

Otro elemento fundamental en la película y en todas las obras de Morais son sus excelentes repartos. Aquí tenemos a una pareja extraordinaria como son Laia Marull, en su tercera película con el director, después de ser la bondadosa compañera de viaje del abuelo de La olas, siguió con la no madre ausente e inmadura de La madre, y ahora, le ha tocado en suerte a María, la que volvió al molinos después que la vida le zurrara bastante, sobrevive llena de amargura y silencio, la llegada de Miquel, interpretado por un grande como Sergi López, uno de los grandes actores del país y de Europa, que da ese toque de extrañeza, persona de vuelta de todo y humanidad que tanto falta en el pueblo maldito. El tercero en discordia es Ángel que hace un magistral Andrés Gertrudix, el hermano heredero, amigo de todos los “otros”, un tipo débil que no acaba de asumir el mando. Y luego están los codiciosos: tenemos a Abdelatif Hwidar, y los valencianos, la gran presencia de un poderosa actriz como Rosana Pastor, Álvaro Báguena, María Albiñana, que ya estaba en La madre, Toni Misó y Bruno Tamarit, que conforman “el pueblo” tan arraigado a la tierra que cualquier extrañeza y diferencia la enfrentan con miedo y usando la violencia grupal como recurso cobarde y enfermizo.

Morais hace su película más poderosa y más llena de recovecos y pliegues que se erige como ejemplo de una sociedad que no acaba de romper con ese pasado de crueldad y violencia y no tiene la capacidad de resolver sus conflictos mediante la palabra y el amor. Quizás hay una parte de nuestra condición que se resiste a dejarnos y nos golpea con fuerza cuando el miedo al otro y a la pérdida de no sé qué valores ancestrales que nos someten a una realidad que ya no existe, porque los tiempos cambian y nuestras formas de ser parecen ancladas a realidades pasadas que nos envuelven en un aire de superioridad que se mezcla con miedo e irracionalismo. La terra negra es una película que expone todo esto, y lo hace con sencillez y honestidad, sin trampas ni estridencias argumentales, con mucha naturalidad en el que se fusionan lo humano con lo sagrado, lo más terrenal con lo místico, tiene aquello que tanto le gustaba a Bresson, donde los cuerpos lo dicen todo, sin recurrir al diálogo. Tiene ese aroma de la tragedia rural, donde todos están contra todos, donde el bien parece un leve resquicio de luz ante tanta podredumbre y un odio visceral que no razona, que no habla, que pega y mata. Sigamos alerta porque los monstruos siempre se disfrazan de todo menos de lo que son. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA


LAS CARTAS DE LOS ALUMNOS DE FARRER. 

