Algún día nos lo contaremos todo, de Emily Atef

LA PASIÓN OCULTA DE MARÍA. 

“Durante la noche, él la codiciaba y ella se entregó”.

La semana pasada llegó a nuestros cines la película Más que nunca, de Emily Atef (Alemania Occidental, 1973). Un durísimo drama de una mujer enferma rodado de forma sensible y cercana, alejada de sentimentalismos y crudeza innecesaria. Una semana después se estrena otra película de Atef, Algún día nos lo contaremos todo (del original, Igendwann werden wir uns alles erzählen), basada en la exitosa novela homónima de Daniela Krien, que firma el guion junto a la directora, en la que también se apoya en una mujer, María de 19 años de edad, apasionada y soñadora, que prefiere leer libros como Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, que acudir a clase. Vive en la Alemania Oriental a punto del colapso del verano de 1990, en una granja con su novio Johannes y la familia de éste. Al igual que Hélène, la protagonista de Más que nunca, María también se siente sola, vacía y perdida, como los habitantes de esa RDA poscomunista que se vieron consumidos por la Alemania Occidental, se ve trastocada con en el encuentro con Henner, un granjero solitario y huraño que vive en la granja de al lado. Un deseo y pasión desbordantes se apoderan de María que no puede sucumbir a una relación con un hombre de 40 años, rudo, salvaje, oculto y prohibido, que también ama la lectura. 

La directora franco-iraní mezcla con astucia y sabiduría dos frentes, el personal y el político. María que tiene una relación con Johannes, tranquila, acomodada y convencional, con la otra con Henner, pura pasión, violenta, cruda e inesperada. Y también, tenemos la coyuntura política, esa Alemania Oriental absorbida por la otra Alemania, con problemas económicos, y llena de incertidumbre e inquietud a unos ciudadanos que no saben que será de sus trabajos, algunos sin empleo y otros, sudando mucho para ganar poco y mal. Dos frentes que escenifica muy bien la vida de María, con esas dos casas, la de su novio, y la de su madre, sin empleo y depresiva, a la que suma otra, la de Henner, que pertenece a un pasado que ya no volverá, un pasado que ese verano borrará para siempre. Lo íntimo y lo personal mezclado con lo social y lo político, de una forma brillante, sin caer en demasiadas explicaciones. Una situación caótica y desesperante que se manifiesta con ese hijo que pasó al otro lado y resquebrajó la familia en dos, esos dos mundos entre los que se cimenta la película, en que María, absoluta protagonista, representa con cercanía, temor y locura, en esa existencia de Robinson Crusoe en la que está, sin saber qué hacer, perdida en sus emociones, en ese no futuro que les espera a millones de habitantes de la Alemania Oriental que se vieron obligados a vivir de otra manera, a ser y sentir diferente. 

El inmenso paisaje de Turingia sirve como implacable escenario y se erige como otro de los personajes de la película, una belleza deslumbrante y trágica, que recuerda a la de las películas de Malick como Días del cielo y Vida oculta, sendos dramas rurales en los que se mira Algún día nos lo lo contaremos todo, donde abundan los silencios y los gestos, esos espacios que cortan el aliento entre la soledad y la quietud de los personajes mientras leen o se pierden en sus contradictorias emociones, apoyada en sus miradas, que siempre dicen mucho más que cualquier diálogo. Una gran cinematografía de Armin Dierlof, que debuta en el cine de Atef, y es un habitual de la cinematografía alemana, construye un mundo rural lleno de sensaciones, de complejidad y sobre todo, de un exterior lleno de vida y silencio, y un exterior donde se desata la tormenta de la pasión y el deseo, un sexo que se siente y se huele, pero sin caer en lo burdo y en lo representativo sin más. El gran trabajo de montaje de Anne Fabini, que ha trabajado con Hannes Stöhr y en películas tan interesantes como Of Fathers and Sons (2017), Talal Derki y la reciente Alis, de Nicolas van Hemelryck y Clare Weiskopf, sin olvidarnos de la precisa y conmovedora música del tándem Christoph Kaiser y Julian Maas, que ya trabajaron con Atef en 3 días en Quiberón (2018), amén del director Lars Kraume y Edward Berger, entre otros. 

En su reparto, en el que sobresalen las certeras y detalladas interpretaciones de los diferentes actores y actrices, destaca la maravillosa, profunda y sensible mirada de Marlene Burow, que está impresionante con su María, en su segundo protagónico deslumbra de forma magnífica, todo lo que dice esa mirada y esos gestos, siendo esa mujer que lo transgrede todo y a todos por vivir una pasión arrolladora, peligrosa y fuera de lo común, de esas que tienes un pie fuera y otro dentro, o dicho de otro modo, esas pasiones que se recuerdan para siempre. Una mujer que es la película, porque la película va de ella, y sobre todo, va de todas esas mujeres que se dejaron llevar por lo que sentían, traspasando todos los límites personales y morales. A su lado, tenemos a Felix Kramer como Henner, otro ser solitario y vilipendiado por ese pueblo y sus habitantes, que hemos visto en series televisivas y películas con Christian Alvart, entre otras. Cedric Eich es Johannes, el apasionado de la fotografía que se aleja de su novia María, y sobre todo, de ese mundo rural del que es totalmente ajeno, un tipo que, al contrario que su chica, tiene muy claro su futuro. También destacan Silde Bodenbender y Florian Panzner como los padres de Johannes, y Jördis Triebel como la madre de María, que nos encantó en películas como La suerte de Emma, Al otro lado del muro y La revolución silenciosa, entre otras. 

No se pierdan Algún día nos lo contaremos todo, sexto largometraje de Emily Atef, porque no les va a defraudar en absoluto, porque les ayudará a regresar a cuando eran jóvenes, a cuando todo estaba por descubrir y por hacer en sus vidas, donde las pasiones y las emociones eran el motor de sus decisiones, donde todavía no estaban absorbidas por la sociedad, por lo correcto y por lo que conviene, sino por lo que sienten. Un viaje a ese tiempo, a esas sensaciones, a ese otro yo, a descubrir a María y su amor fou, un amor que mata pero también y que da vida. Y no se dejen llevar por su aparentemente drama romántico rural, que está lleno de complejidad y belleza, también oculta muchas otras cosas más, el destino de muchos alemanes orientales que vivieron un verano el de 1990 muy extraño, tremendamente inquietante ante un futuro de lo más incierto, como dejan con detalle las secuencias en la Alemania Occidental, donde ese otro país se impondrá y los dejará en una especie de limbo difícil de gestionar, tal y como le ocurre a María, la antiheroína que no se detendrá ante sus sentimientos a pesar de ese mundo que se derrumba a su alrededor, pese a quién pese. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

Great Freedom, de Sebastian Meise

EL ESTIGMA DEL 175.

“Lo que duele no es ser homosexual, sino que lo echen en cara como si fueran una peste”

Chavela Vargas

El artículo 175 del código penal alemán estuve vigente desde 1872 hasta 1969, en la que se penaba las relaciones homosexuales entre personas del sexo masculino. El contenido del artículo es la base de la segunda película de ficción de Sebastian Meise (Kitzbükel, Austria, 1976), después de la interesante Still Leben (2011), donde un padre contrataba a prostitutas para que hicieran de su hija, y el documental Outin (2012), en la que la cámara recogía el testimonio de un pedófilo a cara descubierta. El director austriaco que escribe el guion con su escritor habitual Thomas Reider, nos sitúa a finales de la Segunda Guerra Mundial, en la piel de Hans, que es liberado del campo de concentración nazi donde fue encerrado por homosexual y es llevado a una cárcel por la misma razón. Luego, la película tendrá todo su peso en los años sesenta, más concretamente en 1965, cuando Hans otra vez en la cárcel, entablará una relación con Viktor, un asesino convicto heterosexual.

Meise nos encierra entre los barrotes de la cárcel, en la Alemania Federal que heredó el artículo 175 de los nazis. La película pivota entre dos universos: la frialdad y la cotidianidad de la cárcel, y ese amor prohibido, un amor gay que se oculta y vive entre las sombras. La austeridad y concisión en la que se posa la historia, así como la forma, nos interpelan directamente a grandes títulos del género como Un condenado a muerte se ha escapado (1956), de Bresson, y La evasión (1960), de Becker, donde la idea del cineasta afincado en Alemania, es retratar de la forma más documental posible, el día a día de la prisión, y lo fusiona de forma sencilla y soberbia con la historia de amor entre Hans y Viktor, dos personas muy diferentes, porque Hans es joven y homosexual, y Viktor, es mucho más maduro, asesino y heroinómano. El gran trabajo de cinematografía de Crystel Fournier, que ha trabajado con cineastas tan ilustres como Céline Sciamma y Susanna Nicchiarelli, consigue la mezcla perfecta entre lo gélido y la robotización de la cárcel, con ese amor, entre claroscuros y sombras, como la secuencia a oscuras de amor entre Hans y su primera relación, que recuerda tanto a la luz expresionista de Sólo se vive una vez (1937), de Fritz Lang.

El estupendo ejercicio de montaje de Joana Scrinzi, que ya trabajó con Meise en Outing, que estructura con orden una película que pasa por varios tiempos, sin nunca caer en lo reiterativo ni en el desinterés, ayuda al ritmo de una película que llega casi a las dos horas de metraje. Meise huye de la sensiblería y de la típica película de denuncia, para centrarse en sus personajes, en sus historias y conflictos personales, siempre en el interior de la cárcel, del exterior y sus vidas en ese espacio no nos cuentan nada, ni falta que hace, porque ese mundo, o mejor dicho, ese no mundo, ese no lugar, de absoluta privación de libertad, con un amor totalmente prohibido, que debe ocultarse, que vive entre las sombras, acechado por un estado represor, un estado que hereda las malas praxis del totalitarismo, un estado involutivo, que condena a sus ciudadanos por ser diferentes, por no dejarles a amar en libertar a quienes deseen. Great Freedom lo hace todo de forma sutil, todo se cuenta con tiempo, sin prisas, de manera concienzuda, sin caer en atajos argumentales ni en la condescendencia de otras películas, en la cinta de Meise todo huele a autenticidad, a verdad, a naturalidad y a sensibilidad y profundidad.

Una trama clásica y lineal en la que su parte más importante descansa en las magníficas interpretaciones de su grandiosa pareja. Tenemos a Franz Rogowski, quizás el actor alemán más sólido de los últimos años (con una filmografía que tiene a directores de gran talla como Haneke, Malick y Petzold), por citar algunos, dando vida al desdichado y callado Hans, un hombre más de acción, que a pesar de las consecuencias de sus actos, él los sigue llevando a cabo, en un acto de resistencia frente a un estado que habla de democracia y practica terror contra los gais. Frente a él, en un gran duelo de interpretación, tenemos a Georg Friedrich, otro grande de la cinematografía alemana-austriaca, también nacido en Austria como el director, (que ha trabajado con nombres tan ilustres como el mencionado Haneke, Sokurov, Seidl y Glawogger, entre otros), se mete en la piel de Viktor, la antítesis de un personaje como Hans, pero que la vida carcelaria los acercará y los hará convertirse en grandes amigos, o quizás podríamos decir, los hará redescubrirse, y sobre todo, pasar sus años de condena de forma muy diferente. Great Freedom es una película que recoge una de las etapas más negras para los homosexuales de aquella Alemania que quería olvidar el pasado, pero en algunas cuestiones, todavía las recordaba y machacaba a muchos que sentían de formas muy diferentes, como decía aquel, cuanto ha habido que caminar, y seguir caminando, para que se reconozca la libertad en todos sus frentes, formas, texturas y diversidad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA