Entrevista a Susana Casares

Entrevista a Susana Casares, directora de «La invitación». El encuentro tuvo lugar el martes 27 de diciembre de 2016 en el Parc de la Ciutadella en  Barcelona.

Quiero expresar mi agradecimiento a las personas que han hecho posible este encuentro: a Susana Casares, por su generosidad, sabiduría y tiempo, a Gemma Vidal de Avalon, por su trabajo, paciencia y amabilidad, y al turista francés, que tuvo el detalle de tomar la fotografía que encabeza esta publicación.

La invitación, de Susana Casares

cwfkcgew8aa1wrwDIBUJANDO SUEÑOS.

La película se abre de forma contundente y reveladora, con una imagen filmada desde la distancia, pero que nos acerca al drama interior en el que está inmersa su protagonista, vemos a una niña sentada en una de las mesas del comedor de un colegio, ha empezado a comerse un flan, en ese momento, unas niñas que apreciamos de soslayo se levantan de la mesa y la dejan sola, e inmediatamente, las manos de una limpiadora le arrebatan el postre. Silvia cariacontecida mira a su alrededor, sin encontrar ninguna mirada cómplice, el murmullo continúa. Susana Casares (Barcelona, 1979) estudió Bellas Artes en la Universidad de Barcelona, especializándose en Arte y Vídeo, de ahí pasó, con la ayuda de una beca de estudios de “La Caixa”, a formarse en EE.UU., siguiendo el mismo camino que otros jóvenes talentos como Carlos Marques-Marcet o Clara Roquet, en la prestigiosa Universidad de UCLA, donde ahora imparte clases como docente. Su trayectoria fílmica arranca en 2005 con el corto documental Dies extraños, al que siguieron tres trabajos más, en el 2011 realiza en EE.UU. y en 16 mm, la ficción Lily, en la que explica las preocupaciones de una niña de 11 años en mitad de los cambios propios de la pubertad, le sigue Tryouts (2013), también en EE.UU., describe los sentimientos contradictorios de Nayla, una adolescente de padres musulmanes que quiere ser animadora.

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En La invitación (producida a raíz de la Semana de Cine de Medina del Campo) vuelve a plantearnos un relato íntimo y cercano, donde su heroína se siente atrapada en una situación compleja, un conflicto que investiga tanto su parte interna como social, en la que la familia continúa teniendo mucho protagonismo, como elemento fronterizo en el que surgen y desembocan todos los problemas. Conoceremos a Silvia, una niña de 9 años que se siente desplazada por sus amigas ya que no puede invitarlas a casa, y éstas le recriminan que hace mucho tiempo de la última vez. Casares nos cuenta su relato de forma tranquila, sin prisas, capturando de forma realista y natural, en sólo 14 minutos, describiéndonos las consecuencias de la crisis, de perderlo todo, de empezar de cero, y de cómo los problemas económicos afectan a los más pequeños, como las formas de aislamiento social se suceden desgraciadamente entre los más inocentes. Casares nos habla en primer a persona, siguiendo pacientemente el drama de su joven heroína, una niña destronada de la vida que tenía, un ser indefenso que tiene que batallar, a pesar de su corta edad, con los problemas familiares, y conseguir ser aceptada por sus amigas sin perder su pequeño reino. La enigmática y envolvente luz de Javier Aguirre (responsable de las magníficas Loreak y Amama) nos devuelve a los cuentos de toda la vida, aquellos que a través de una forma aparentemente sencilla, exploraban de forma crítica los conflictos sociales, económicos, políticos y culturales del entorno en el que se movían unos personajes que a pesar de las desgracias de la existencia, seguían en pie, reclamando su lugar en el mundo, y soñando con una vida mejor.

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Casares ha construido una película sobre la triste realidad de muchas familias, sin hablarnos directamente de la crisis y sus penosas cifras, se ha detenido en su vertiente humana, y en los más pequeños, y lo ha hecho de una forma clara y honesta, profundizando en los pequeños detalles, en esos tan cotidianos que no se aprecian desde fuera pero que nos condicionan nuestras vidas, planteándonos una forma estilizada en la que sus planos y encuadres nos recuerdan constantemente en la situación que vive su joven protagonista: los barrotes de las escaleras que la dividen de sus amigas, la caminata y el autobús como símbolos de vivir en las afueras (en donde van a parar los desahuciados y los excluidos), ese cielo estrellado que sólo nos cuentan y que no vemos, la caravana ambulante (como aquellos cómicos que deambulaban por los pueblos) como símbolo de la falta de raíces y en lo que se ha convertido sus vidas, y finalmente, la ubicación de la caravana, en el jardín de esa casa, fuera y amparada en la oscuridad de la noche, como si fuesen unos clandestinos, de ese lugar que alguna vez por un tiempo les perteneció o eso creyeron sentir.

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Un montaje ágil y de corte limpio obra de Cristina Laguna (colaborada de El niño o Ilusión) y el arte de Montse Sanz (habitual de Julio Medem) contribuyen a crear esa atmósfera entre realidad y sueño, una vida de pesadilla, de la que aparentemente continuar significa perder tantas cosas por las que se ha luchado, que parecían inamovibles, pero que ya no lo son. La mirada de Casares, apoyándose en el rostro angelical y trista de su joven heroína, magnificamente interpretada por la niña Patricia Arbués, que recuerda a la Ana de El espíritu de la colmena y Cría cuervos…, envuelve su película corta en este viaje a las entrañas de estos desheredados, a su peculiar descenso a los infiernos, a su cotidianidad, de esta niña y su familia, que como si fuesen náufragos ala driva, en ese espacio de transición de lo que fueron y ya no es, en ese tiempo de incertidumbre e inseguridad, de no saber que ocurrirá, con lo que eran, de continuar agarrados a una vida que ya no les pertenece, a una vida que intentan esconder o borrar, aunque quizás las ilusiones de su hija, y el querer ser una misma y seguir hacia delante,  se anteponen a esos secretos difíciles de ocultar.

La invitación, de Karyn Kusama

002_mUNA CENA CON AMIGOS.

Las primeras imágenes de Mulholland drive (2001) de David Lynch, nos conducían por las calles pendientes y curvilíneas de esos barrios lujosos y alejados de la urbe instaladas en lo alto de las colinas. El fascinante e hipnótico film nos introducía en un mundo cerrado que ocultaba  las existencias más siniestras que podíamos imaginar. La directora Karyn Kusama (1968, Brooklyn, Nueva York), que tuvo un debut prometedor en Girlfight (2000), que se centraba en una joven latina que soñaba con ser boxeadora, y le valió varios premios en Sundance, aunque luego cambio de rumbo con dos blockbusters hechos a medida de la maquinaria hollywodiense como Aeon flux (2205), espectáculo pirotécnico de peleas y fx, a la mayor gloria de Charlize Theron, y Jennifer’s body (2009) una cinta de terror al uso con asesina atractiva cepillándose a sus amigos.

Ahora, vuelve a los mismos derroteros de su opera prima, producción independiente, basada en complejas relaciones entre los personajes, exquisita atmósfera, un guión fluido e interesante manejado con gran tensión dramática que irá in crescendo, y un buen puñado de interesantes actores desconocidos. La trama arranca con Will (personaje que nos guiará por la película) y Kira, su novia. Los dos viajan en coche por las calles en subida por uno de esos barrios que nos hablaba el genio de Lynch. No parecen muy convencidos de lo que están haciendo, dialogan si aceptar o no la invitación de sus amigos. Finalmente, aceptan y se detienen frente a una de esas casas lujosas edificadas en lo alto de las colinas. Entran y les reciben los anfitriones, Eden y David. Un grupo de amigos ya se encuentran en la casa. Así arranca la película, Kusama nos va introduciendo de manera gradual y paciente en las relaciones soterradas que se respiran entre los personajes, sobretodo, entre Eden y David. Lo que parece un encuentro entre amigos para celebrar que llevan un tiempo, dos años para ser exactos, que no se ven, virará para sumergirnos en una cinta de terror doméstico, al estilo de grandes clásicos como La semilla del diablo y otros de la década de los 70, en los que se trabajaba a través de pocos personajes y las relaciones latentes que se removían en sus interiores.

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A través de flashbacks, la directora nos cuenta que Eden y David perdieron accidentalmente a su hijo, y ella despareció. Esa noche se reencontrarán, se volverán a mirar, en la casa donde todo ocurrió. La realizadora neoyorquina se mueve entre las sombras y los fantasmas del pasado, en cómo nos enfrentamos al dolor y al sufrimiento, los mecanismos personales y ajenos para aceptar la tragedia y vivir con la culpa y seguir viviendo a pesar de todo lo que nos duele y mata. Quizás la parte final resulte previsible, y vista en otras muchas obras del género, pero no desluce en absoluto la construcción milimétrica de la película, como a través de los ojos de Will vamos conociendo los detalles que impregnan y asfixian de tensión y terror a esa noche de reunión de amigos. Los personajes raros amigos de Eden y David, parecen estar allí con una misión que hacer. Las inquietudes y desconfianza de Will, todavía en estado depresivo por la pérdida, nos lleva a pensar que está en lo cierto en algunos ocasiones, pero en otras, parece un ser consumido por el dolor que sólo ve fantasmas y pesadillas a su alrededor. Un thriller psicológico de brillante factura que te va atrapando desde el primer momento, cargado de esa luz tenue y abstracta que va contaminando cada espacio, y a cada personaje de esa casa ensombrecida y fría, con unos intérpretes que manejan de manera eficaz las emociones de sus personajes, dotándolos de incertidumbre y tensión.