Animalia, de Sofia Alaoui

ITTO Y EL FIN DEL MUNDO. 

“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo”.

Fredric Jameson/Slavoj Zizek

Con el cortometraje Qu’importe si les bêtes meurent (2020), la directora franco-marroquí Sofia Alaoui (Casablanca, Marruecos, 1990), nos contaba la peripecia de Abdellah, un joven pastor de las montañas del Atlas que se enfrentaba a un fenómeno sobrenatural. Partiendo del mismo conflicto, la cineasta ha debutado en el largometraje con Animalia, una distopía más cerca de lo que imaginamos, a partir de un guion coescrito junto a Laurie Bost y una grande como Raphaëlle Vallbrune-Desplechin, que ha trabajado para Ursula Meier, Guillaume Senez y en películas tan interesantes como Curiosa, de Lou Jeunet, y Olga, de Elle Grappe, entre otras. A partir de la existencia de Itto, una joven huérfana y embarazada que, vive con su prometido Amine, y la familia de éste, un Caíd local, una especie de gobernante, en una lujosa mansión en una zona rural. La trama es muy sencilla y directa, una historia que arranca cuando Itto, agobiada de su familia política, decide quedarse sola en casa mientras los demás pasan el día fuera. De repente, una amenaza exterior, en forma de terror sobrenatural, empieza a caer sobre el lugar y la joven asustada, decide marcharse. 

Alaoui construye una película muy cotidiana y transparente, donde la invasión alienígena es invisible, pero está ahí, a través de lo más cercano como la extraña conducta de los animales, volviéndose inquietos y agresivos, ahí vemos la influencia de aquel cine de serie B de los cincuenta, y la mítica serie que era The Twilight Zone (1959-1964), y el cine de Hitchcock, con esos pájaros que revolotean y atacan sin piedad. Aunque el género, la ciencia-ficción y el terror, es un mero telón de fondo, un macguffin que se usa para ahondar en el aspecto psicológico de los personajes y hacerlos moverse físicamente, porque la mirada de la historia va mucho más allá, sumergiéndonos en las grandes desigualdades entre unos enriquecidos privilegiados y el resto, empobrecidos que viven al día, donde lo espiritual ha sido absorbido por una nueva religión: lo material y el dinero. Un guion dividido en tres partes bien diferenciadas. En la primera, Itto se ve envuelta en un oasis alejado de la realidad. En la segunda, Itto se enfrenta a esa otra realidad, la de los invisibles, y finalmente, la joven se enfrenta a sus propias contradicciones y las de su futura familia. 

La cineasta franco-marroquí se vuelve a rodear de los técnicos que ya estuvieron a su lado en el cortometraje citado. El cinematógrafo Noé Bach, que construye una luz muy íntima y una planificación que empieza con planos medios, para adentrarse en primeros planos, y acabando con esos planos generales, donde la muchedumbre se agolpa esperando una salida. El estupendo trabajo de sonido de Mariette Mathieu Goudier, en el que va creando esa atmósfera de inquietud y terror que casa con el laberinto en el que se encuentran sus atemorizados personajes. La excelente música de Amine Bouhafa, habitual del cine de Kaouther Ben Hania, de la que hemos visto recientemente la interesante Las cuatro hijas, y el brutal trabajo de montaje de Héloise Pelloquet, con un ritmo pausado in crescendo, en ese tono entre real y abstracto, donde los pequeños detalles y la imaginación generan más terror. Su entregado y magnífico reparto va en consonancia a la exigencia de una cinta donde la ausencia tiene mucha presencia, demandando unas interpretaciones contenidas y nada estridentes, hacia dentro, como la que hace la casi debutante Oumaima Barid en el rol de Itto, la protagonista de la cinta, enfrascada en un viaje muy físico y emocional por el que pasa por todos los estados, en una travesía social y humana en la que tomará mucha conciencia de su vida y de los suyos. 

Junto a Barid encontramos a dos hombres. Su prometido, Amine que hace el actor Mehdi Dehbi, que hemos visto en películas como El hijo del otro, de Lorraine Levy, El hombre más buscado, de Anton Crobijn, y en Conspiración en El Cairo, de Tarik Saleh, perteneciente a esa clase pudiente y elitista  muy obsesionada con el materialismo a base de pelotazos como el que planean con las frutas y hortalizas, con el beneplácito de la corrupción que ejerce su padre. Frente a él, la otra cara del capitalismo feroz y salvaje en el que vivimos, la vida de Fouad que interpreta el actor natural Fouad Oughaou, que era el protagonista del mencionado Qu’importe si les bêtes meurent, aquí como un repartidor de cebada y mesero que vive en una pequeña aldea. Animalia sería hija directa de películas como Hijos de los hombres (2006) de Alfonso Cuarón, donde un embarazo es la esperanza en una sociedad devastada y oscura, y Melancolía (2011), de Lars Von Trier, porque se dejan de estridencias argumentales y de fuegos artificiales, para centrarse en lo psicológico de los personajes y sus relaciones. 

Tanto la de Cuarón como la de Trier, son dos interesantes muestras que evidencian que el fin del mundo está ya entre nosotros, y todavía no nos hemos dado cuenta, cosas de este mundo materialista, acelerado y estúpido, donde hemos perdido la cabeza por lograr algo, y lo que hacemos diariamente es correr de un lado a otro, y sobre todo, comprar objetos inútiles y vendernos a nosotros mismos para seguir comprando y vuelta a empezar. La película Animalia, de Sofia Alaoui (agradecemos la labor de las distribuidoras Surtsey Films y Filmin, por seguir trabajando en ofrecer cine de otros países como Marruecos, tan ausente por estos lares), se revela como uno de las óperas primas más intensas, enigmáticas y sorprendentes de los últimos años, porque se mete de lleno en el género para sumergirse en las cloacas de una sistema económico que se autodestruye para seguir creciendo, un sin sentido. No estamos ante una película complaciente, todo lo contrario, porque  es dura en lo que cuenta, porque no se puede mirar a otro lado, y aboga por estar más cerca los unos con los otros, y eso incluye a los animales y la naturaleza, la gran olvidada, y resetearse y empezar de nuevo, si todavía es posible, porque visto lo visto, vamos por muy mal camino, y lograremos lo que pretendemos, aunque sea de forma inconsciente, ese final del mundo que está más cerca de lo que nos imaginamos mientras seguimos comprando cosas que no necesitamos. En fin. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA

El triángulo de la tristeza, de Ruben Östlund

¡VIVA EL MAL! ¡VIVA EL CAPITAL!. 

“El individuo pasa de un consumo a otro en una especie de bulimia sin objetivo (el nuevo teléfono móvil nos ofrece poquísimas prestaciones nuevas respecto al viejo, pero el viejo tiene que ir al desguace para participar en esta orgía del deseo).”

Umberto Eco

El universo cinematográfico de Ruben Östlund (Styrsö, Gotemburgo, Suecia, 1974), se sumerge en la condición sapiens, en explorar al detalle las miserias humanas, en sacar sin ninguna compasión las relaciones de poder y las tristezas, desilusiones y desesperanzas en las que vivimos en las sociedades consumistas. A partir de su tercera película Fuerza mayor (2014), se centra en cómo el capitalismo feroz y salvaje ha anulado la capacidad de humanidad, si es que quedaba alguna cosa, de las personas. En ese caso, se centraba en el producto esencial del consumismo que no es otro que el viaje, acompañando a una familia burguesa que pasa unos días esquiando, y somos testigos de su desmoronamiento después de un incidente que resquebraja sin contemplaciones la débil alianza que sistema esa relación superficial y construida a través del dinero y las apariencias y una moral de mierda. Le siguió The Square (2017), ambientada en el elitista y vacío mundo del arte, en el que un director de museo, después de perder su móvil, se ve abocado a una experiencia que lo turbaba profundamente, descendiendo hacia las partes más desfavorecidas de la sociedad.

Con El triángulo de la tristeza, Östlund se mete de lleno en esos ricachones sin escrúpulos y vulgares que derrochan su riqueza paseando en un lujoso yate por las aguas de algún mar del ancho planeta. La historia nos la guía un par de modelos, jóvenes y bellos, y malditos, como esperaría Francis Scott Fitzgerald. Ellos son Yaya, una modelo espectacular e influencer, y su chico, Carl, también modelo, que se tropezarán con esos ricos muy ricos, como Dimitry, el oligarca ruso que vende “mierda” o lo que es lo mismo fertilizante, al que le acompaña una despampanante rubia oxigenada de pechos operados, y otros y otras, porque aquí no hay distinción de género, tipos y tipas aburridos y aburridas de tanto dinero que poseen, que viven entre lujo y se sienten vacíos y solos. También está la tripulación, déjalos correr a ellos y ellas, como esa primera secuencia donde están reunidos y sedientos de carnaza gritan al unísono ¡Dinero! ¡Dinero!, o ese capitán de barco, borracho, zombie y estúpido, toda una declaración de intenciones del director sueco, y luego, los de más abajo, esos filipinos, indonesios, y demás, provenientes de países embobrecidos, que mencionaría Yayo Herrero, que limpian la mierda y están al servicio, mucho más abajo, de esos ricos y ricas tan y tan miserables.

Östlund ha ido perdido la contención y sobriedad, y se ha decantado la burla, la sátira y la burrada en El triángulo de la tristeza (y no les diré que significa su título porque al comienzo de la película lo explican, así que ya saben), donde ataca salvajemente a estos seres malvados y violentos que viven de su riqueza independientemente de donde venga, como esos typical ingleses que fabrican granadas y todo tipo de armas. La película dispara indiscriminadamente  a unos y a otros, a carcajada limpia, tronchándose de ellos y ellas construyendo unas situaciones salvajes, irónicas y llenas de inteligencia y demás, donde hay escatologismo y miseria moral por todos los lados y frentes. Tiene la película esa idea que tenían películas como Sopa de ganso (1933), de Leo McCarey, donde los hermanos Marx se reían de la estupidez de la política, de la guerra y la corrupción, o La gran comilona (1973), de Marco Ferreri, en el que introducía a cuatro tipos en una casa para reventar mientras comían y follaban. Östlund ataca a todo y a todos, es impagable los primeros minutos de película, en el que se mete contra el asqueroso y superficial mundo de la moda, toda la manipulación, el mercantilismo y la idiotez que sujetan semejante negocio y todas esas personas que van disfrazadas y dando la nota con el único objetivo de vender, vender y vender.

La película huye del simplismo y el discurso moralizante, porque los disparos no solo van dirigidos a los enriquecidos, aquí recibe todo quisqui, porque la cosa va de ricos idiotas, hipócritas e hijos de puta, pero también abarca a los “otros”, a la servidumbre y el vasallaje de los y las que los y las sirven, como esa denigrante secuencia que la rica teñida y pelleja de turno obliga a los empleados a bañarse, un sin Dios. El cineasta sueco se vuelve a acompañar de los suyos como el productor Erik Hemmendorff, con el que fundó la compañía Plattform Produktion, con el que ha coproducido las cinco películas del director, con el cinematógrafo Fredrik Wenzel, que ha estado en las tres últimas y mencionadas películas del realizador sueco, que construye un luz cercana e íntima, tan radiante y bella haciendo el contrapeso de la oscuridad y la miseria que encierra el interior de los personajes, y la presencia del montador Mikel Cee Karlsson, que llega al universo Östlund, con un estupendo trabajo porque no es nada fácil mantener el ritmo y el gran abanico de personajes y situaciones que cohabitan en la cinta, en un metraje que se va a las dos horas y veinte minutos de metraje, ahí es nada, y es muy meritorio que, en ningún instante, perdamos el interés y decaiga la sorna y el descabello tan impresionante al que asistimos.

Un reparto que brilla a la altura de lo que nos cuenta la película encabezada por los adonis Charlbi Dean (recientemente fallecida) y Harris Dickinson, que hacen de Yaya y Carl, Woody Harrelson es el capitán o lo que queda de él, menudo tipejo, todo un caos de alcohol, de irresponsabilidad y qué se yo, Zlatko Buric es el oligarca ruso, orgulloso de su capitalismo y su miseria, tan borracho y estúpido como el capitán, y después tenemos a todo un grupo de intérpretes como Dolly de Leon, Vicki Berlin, Carolina Gynning, Hanna Oldenburg, Sunnyi Melles, Iris Berben, Henrik Dorsin, entre otros y otras que forman el equilibrado y bien escogido reparto coral de esta grandísima película de aquí y ahora y de siempre, escenificada en una aventura aberrante, mordaz y satírica película sobre la condición sapiens, y más de los enriquecidos, y también de todos nosotros, sobre el clasismo imperante,la mercantilización de todo y todos, las repugnantes posiciones sociales y sobre todo, cómo se ejerce el poder en la sociedad que vivimos, o mejor dicho, en la mierda de existencia en la que nos movemos diariamente con nuestras miserias, idioteces, egos, vanidades, y tantas basuras de la que no somos capaces de escapar y ahí seguimos, trabajando como esclavos y creyéndonos que somos libres, esos sí, solo somos libres para gastar y endeudarnos y seguir trabajando para seguir siendo libres y ganando dinero, endeudarnos y gastar y… todo para engordar y engordar a miserables podridos de dinero que usan la guerra, la violencia y la explotación para enriquecerse sin ningún atisbo de humanidad. ¡VIVAL EL MAL! ¡VIVA EL CAPITAL!, que decía mi añorada Bruja Avería.